Felip le increpó cuando supo que trabajaba con Abdalá, pero Joan le dijo que eran órdenes del amo y que hablara con él si tenía algún problema. Mosén Corró era una de las dos personas a las que el grandullón parecía respetar y temer. Y con motivo. Fue camarada de su padre, le acogió en la librería de muy joven, a la muerte de su madre, y a pesar de su temperamento difícil le trataba como a un hijo. Además, era el librero quien debía recomendar a la cofradía que le aceptara para el examen de maestro encuadernador. El título requería no solo habilidad y conocimientos, sino dignidad y categoría moral. Y mosén Corró dudaba del pelirrojo en esos aspectos.
Joan continuaba en la banda, donde todos apreciaban su buena puntería con las piedras. Eran los mismos que asistían a las prédicas de los nuevos inquisidores y que a veces atacaban a los judíos. Al chico le disgustaba aquello e intuía que Bartomeu, Abdalá y los Corró le censurarían de saberlo, pero el grandullón y su pandilla lo consideraban una prueba de valor y era lo que esperaban de él.
La otra persona a la que Felip temía era la bruja del Raval. La mujer vivía en una casa en una zona deshabitada, llena de árboles y malezas, en equilibrio sobre una riera, al final de un camino llamado Peu de la Creu. Se decía que la vieja era ciega pero que le vendió su alma al diablo a cambio de un ojo de cristal con el que podía ver. Si miraba con él a un muchacho, este perdía su virilidad. La prueba de valor definitiva era golpear en la puerta de la casa de la bruja. La banda esperaba que Joan se sometiera a ella y lo hizo, pues no tenía noticias de nadie a quien la bruja hubiera desgraciado mientras que conocía los nombres de varios muchachos muertos o lisiados por una mala pedrada.
La pandilla se quedó a la entrada de la vereda que conducía a la casa, que era recta y permitía visibilidad, observando a Joan. Este se acercó con cautela. Era una tarde desapacible de invierno, la chimenea humeaba y supuso que la mujer estaría en casa. Tomó una piedra de buen tamaño, por si tenía que defenderse, y con ella golpeó dos veces la puerta con la suficiente fuerza para que sus camaradas lo oyeran. Después se unió a ellos andando rápido en lugar de correr como hacían todos. Cuando llegó al final de la calle sus colegas le esperaban escondidos para que no les viera la bruja, que ni siquiera abrió la puerta. Aquello hizo que Felip, impresionado con la serenidad mostrada por Joan al andar y no correr, le empezara a tratar con respeto y que este, halagado y feliz, confiara en él hasta el extremo de contarle, una semana después, el problema con fray Nicolau.
El pelirrojo le escuchó muy interesado y dijo que no permitiría que el hermano de uno de los suyos sufriera por culpa de un degenerado. Había que hacer salir a la rata de su madriguera y para ello se precisaba de un cebo.
Y ese cebo sería uno de los de la banda: un chico solo un poco mayor que el propio Joan, pero de facciones angelicales. Acudía a misa de Santa Anna los domingos y miraba con descaro a veces, con timidez otras, a fray Nicolau. Este advirtió el interés que despertaba en aquel ángel, pero no hizo otra cosa que mirar y sonreír. Felip, a una distancia prudencial, no se perdía detalle del intercambio y a partir de la tercera misa empezó a impacientarse ante la inactividad del fraile. Así que al finalizar el siguiente oficio, Cara de Ángel se acercó al monje para pedirle confesión. Este le miró sorprendido y repuso que él no era confesor. Pero el chico le dijo que le esperaba en el callejón que iba desde la plaza de Santa Anna a la muralla detrás de la iglesia.
La calleja se retorcía cambiando de dirección cuatro veces, por lo que era imposible ver desde su entrada lo que escondía. Uno de sus lados seguía la tapia del convento y en el otro había corrales y un par de casas deshabitadas. Iba a morir a la ronda de la muralla, un callejón de uso militar y poco frecuentado. La trampa perfecta. Y el infeliz cayó en ella. No encontró al ángel, pero sí al diablo. Cuando fray Nicolau vio a varios muchachos con las caras cubiertas bloqueándole el paso, supo lo que iba a ocurrir y no trató de escapar. Solo se giró para comprobar que detrás de él había unos cuantos más. No dijo nada. Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito, se arrodilló y empezó a rezar, casi hecho un ovillo. Al poco, de una primera patada, Felip le partía los dientes. Al principio solo se oían los golpes y los jadeos, después el fraile empezó a quejarse y a musitar:
—¡Virgen María! ¡Santa Anna! ¡Tened piedad!
Aquello no detuvo las patadas.
—¡Para que aprendas a no molestar a los niños! —le dijo Felip.
Y continuó golpeándole.
—Déjalo ya —dijo al rato Joan a la vez que le agarraba de un brazo—. ¡Lo vamos a matar!
Pero este se lo sacudió de encima y tomando una piedra del tamaño de su mano empezó a golpear el cuerpo caído con saña. Los quejidos y las invocaciones se hicieron más débiles.
—¡Basta! —suplicó Joan—. Déjalo.
Quiso pararle, pero Felip le apartó de un empujón. Joan miró a los demás, habían dejado de golpear al fraile y silenciosos contemplaban cómo el grandullón se ensañaba con él.
—Ayudadme. Hay que detenerle. ¡Lo va a matar!
Aun así, nadie hizo nada. Era como si todos supieran lo que iba a ocurrir y observaran pasmados, con una mezcla de morbosidad y horror, el espectáculo. Joan hizo un último intento, pero Felip le amenazó con la piedra y los demás le retuvieron mientras su jefe continuaba machacando aquel bulto inerte y silencioso.
Cuando soltó la piedra tenía la mano manchada de sangre y la mostró a cada uno de los muchachos. Al llegar a Joan le descargó con ella un bofetón que hizo que el chico se golpeara contra la tapia del convento.
—Nunca más. Nunca trates de detenerme —le dijo—. Debes estarme agradecido. Lo he hecho por ti. Tu hermano ya no tiene problemas y tú me debes una. Cuando un hombre empieza algo ha de terminarlo, apréndelo. Pero claro, tú, remensa, eres aún solo un niño.
Joan corrió a la fuente a lavarse la sangre de la cara, pero el agua no tranquilizó su espíritu, no limpió su culpa. Hubo un tiempo en que deseaba matar al fraile, pero era muy distinto pensarlo que hacerlo. Él solo quería que fray Nicolau recibiera una lección y dejara a su hermano en paz. No quería aquello, el monje era un pobre infeliz y ya no deseaba su muerte.
La comunidad detectó la desaparición del fraile a la hora de la cena, empezaron a buscarlo en el convento, después por los alrededores y allí encontraron el cuerpo. Estaba inconsciente, pero para asombro de todos, aún vivo. La comunidad rezó por él y Joan el que más. Y el milagro ocurrió. No recobró la consciencia hasta pasados unos días y después tardó en hablar. Dijo que no recordaba nada, que no había visto a sus agresores, hubo que esperar meses para que pudiera andar y jamás se recuperó. Sin embargo, rezaba más que nunca. Joan se dijo que los caminos del Señor eran misteriosos, se había valido de un niño con cara de ángel y de un demonio como Felip para concederle al fraile lo que este le suplicaba al disciplinarse en su celda con el látigo. Su estado de atonía y estupidez le apartaba definitivamente de los niños y le libraba de su pena.