Capítulo 25

Una vez terminada la cena, los monjes se recogieron para el periodo de sueño antes de los maitines y los chicos hicieron lo mismo. Joan esperó a que su hermano durmiera y sigilosamente, cubierto con su capa, salió al patio provisto de un candil cuya llama ardía tenue. El cielo tenía más nubes que claros y un viento frío hacía desapacible aquella noche invernal. Joan se arrebujó en su capa al tiempo que escondía el candil y su arma y se puso a temblar. No sabía si era de miedo o de frío, pero los temblores no le iban a detener y entró en el claustro guiado por la escasa luz de las pocas estrellas que titilaban entre las nubes. Allí todo era más oscuro, el chico mantenía la llama del candil oculta, pero sabía bien dónde estaba la puerta de la celda de fray Nicolau. Esperaba encontrarle durmiendo y que la luz de su candil le guiara hasta la vena del cuello, donde sabía que los cortes eran mortales. Se arriesgaba a que estuviera despierto y en ese caso fingiría que iba a visitarle y con toda seguridad sería bienvenido. Costaría más, pero igualmente encontraría esa vena.

Las celdas de los monjes no tenían pestillos y Joan empujó con suavidad la de fray Nicolau sujetando su candil con la mano izquierda y el arma con la derecha. Rezaba para que no chirriara. Pero la puerta no se movió. El chico se mordió los labios, tenía que hacer más fuerza, los goznes estarían oxidados y rechinaría. Al probar de nuevo logró abrirla un par de dedos, sobresaltándose con el ruido. Aun así fue menor que el esperado y el sonido del viento lo amortiguó.

Joan se mantuvo completamente inmóvil mientras escuchaba. ¡Había movimiento en la celda, el monje estaba despierto! Era una voz y un sonido que se oía a intervalos. ¿Estaría acompañado? Pensó que si el fraile estaba ocupado podría abrir un poco más la puerta sin ser descubierto. Y lo hizo muy poco a poco hasta ver parte del interior.

—¡Dios mío! ¡Señor! —clamaba el monje a media voz—. ¡Libradme de la tentación!

Joan oyó el chasquido de un látigo de múltiples puntas, de los llamados escobas, y vio al hombre arrodillado frente a un pequeño crucifijo con su redondeada espalda cubierta de sangre. Un candil iluminaba el castigo que se infligía.

—¡Apartadme de los niños, Señor!

Y Joan se estremeció con el sonido amortiguado de las puntas metálicas que desgarraban la piel de la espalda. La celda era pequeña y el chico se apartó de la puerta temiendo que la sangre le salpicara. Cuando volvió a mirar, el hombre había dejado caer el látigo y se apoyaba en el suelo con rodillas y codos, tambaleante. Estaba completamente desnudo y su cuerpo temblaba en un equilibrio precario.

—¿Por qué me hicisteis así? —clamaba entre sollozos—. ¡Libradme, por caridad, de esa pena!

Joan no podía creer que aquel fuera el mismo hombre que le sonreía con lascivia; estaba estupefacto, desconcertado. De pronto, con furia, como usando sus últimas fuerzas, el fraile tomó con su mano derecha el flagelo y se golpeó en los genitales. De inmediato se derrumbó con un gemido y quedó como desmayado. Joan sintió aquel golpe casi como si le hubiera alcanzado a él y se le erizó el vello. Estaba horrorizado, pero apretó con fuerza el frío hierro y se dijo que aquel era el momento de degollarle. Se inclinaba ya sobre el cuerpo inerte empuñando su arma cuando se detuvo.

No podía y supo que sería incapaz de matarle aunque se quedara allí toda la noche. Había dejado de odiar al hombre. Regresó a toda prisa a su celda lamentando que Dios hubiera hecho un mundo tan injusto. Tardó en dormirse y le costaba rezar. No comprendía por qué el Señor permitió la muerte de su padre. Ni por qué consintió la destrucción de su familia. Ni por qué hizo a fray Nicolau de aquella forma. Su rabia se dirigía al cielo.

El ejército se congregó en la parte norte de la Rambla, en la llamada plaza deis Bergants. Las campanas no dejaban de sonar y todo eran idas y venidas de infantes y caballeros que se acompañaban de amigos y familia. Joan se apretujó junto con Lluís para abrirse paso entre la multitud y ver a los combatientes. El hermano mayor de la cofradía decidió que mosén Corró, dada su edad, se quedara en Barcelona, y que su casa fuera representada por maestro Guillem, que comandaría el grupo, el oficial y los dos aprendices mayores. Aun así Joan pensaba que Felip tomaría el mando y comprendió que acariciaba la esperanza, tímida y con remordimientos, de que los remensas le mataran. Las palabras de su padre sobre la libertad y el acoso de Felip le hicieron identificarse con la causa de los campesinos rebeldes y deseaba que al menos pudieran escapar para mantener su lucha.

Al fin vio a Bartomeu. Estaba entre los caballeros y montaba un hermoso corcel, se protegía con media armadura y casco, llevaba espada al cinto y una lanza cuyo gallardete lucía los colores de la ciudad. El maestro Guillem le contó que Bartomeu, con apenas dieciocho años, sirvió en la guerra civil, precisamente a las órdenes de mosén Corró, en la caballería ligera junto al padre de Felip. El padre de Felip murió en una encarnizada batalla, y el propio mercader cayó gravemente herido. El librero le salvó arriesgando su vida y desde entonces Bartomeu sentía hacia él el mismo afecto que hubiera sentido por su padre y hermano mayor, con los que no se hablaba. Ahora el mercader ocupaba el puesto de Corró como oficial de caballería ligera.

Joan se lanzó entre los caballos, que resoplaban inquietos para desearle suerte a su amigo. Él y su hermano rezarían mucho por el mercader.

Las campanas cesaron en su insistente tañido cuando el obispo dijo misa. Terminado el oficio, repicaron de nuevo y la multitud gritaba el ¡via fora!, mientras las tropas desfilaban frente a la tarima desde la que el obispo y varios eclesiásticos las rociaban con agua bendita. Salieron por la Porta de Sant Sever y el ejército siguió el camino que atravesaba los huertos de la Reina hacia la Trinitat para continuar dirección Granollers en busca de los agresores. Al rato desapareció entre la polvareda.

La actividad en las calles se redujo, se notaba la ausencia de gran número de artesanos y el chico tuvo sensación de vacío. Al llegar a la tienda, el amo le dijo:

—Con el maestro y el oficial en el ejército no habrá trabajo en el taller y lo poco que surja lo hará Lluís. Tú sube al piso superior. Trabajarás con Abdalá, él te dirá lo que tienes que hacer.

El chico frunció el ceño. Sabía que, aunque el amo le puso a prueba en el taller, el trabajo que le tenía destinado era el de copista y que el único de ese oficio en la casa era el musulmán, pero no se le ocurrió que este fuera a darle instrucciones. ¡Un esclavo! Además, aquel hombre le producía sentimientos encontrados. Apreciaba que no le denunciara a mosén Corró, pero continuaba siendo un moro, uno de la raza que tanto daño hizo a su familia. Después de pensarlo se dijo que cuanto más cerca lo tuviera, más posibilidades de venganza hallaría y con ese consuelo se encaminó hacia el scriptorium, como el amo llamaba al piso superior.

Al llegar, abrió la trampilla y se plantó desafiante frente al viejo, que le observaba por encima de los cristales de sus gafas.

—El amo me envía para que me enseñes a escribir —le dijo con energía, alzando la voz, para que supiera que no se dejaría mandar.

El viejo le observó unos momentos y después reanudó su tarea ignorándolo; aquello desconcertó al chico, que se fue enfureciendo; el moro no le respetaba como debía.

—Te he dicho que el amo quiere que me enseñes a escribir —le repitió dando ahora un par de pasos amenazantes hacia el anciano.

El otro no se inmutó y continuó escribiendo.

—¿Me oyes? —gritó el chico, exasperado.

Abdalá siguió ignorándole mientras Joan ponderaba si lanzarle a la cabeza el tintero de la mesa que tenía al lado. Se contuvo pensando que aquello no le gustaría al amo, pero se dijo que tendría que hacer algo para que aquel hombre le considerara.

En ese momento el viejo alzó la vista de sus papeles y, mirándole, se dirigió a él en un tono tan suave que parecía un murmullo:

—Te oigo, pero tus gritos no me dejan entenderte.

—¿No me entiendes? —repuso Joan ahora con voz comedida—. Pero si tú hablas mi idioma.

—Hablo y entiendo muchos idiomas, hijo. —Le sonreía—. Pero no el del grito.

—Bueno, he dicho que el amo quiere que me enseñes a escribir —repitió Joan con la misma suavidad que usaba el viejo.

—¡Ah! Eso es lo que quiere el amo. ¿Y tú qué quieres?

Joan pensó en ello. Claro que deseaba escribir, pero antes le gustaría saber leer.

—Quiero aprender a leer y a escribir.

—Pues solo puedo ayudarte en la mitad. Mosén Corró me pidió que no te enseñara a leer y creo que tú ya sabes eso.

El chico arrugó el ceño enfurruñado, el moro sabía más de lo que él pensaba.

—Aunque no te preocupes, una vez sepas escribir, leer es muy fácil —continuó el hombre—. Pero recuerda que cuando se promete algo, hay que cumplirlo.

Joan se dijo que aquel hombre sabía demasiado.

—Bien, me pides que te enseñe… —Abdalá dejó sus palabras en suspenso por unos momentos—. Y es eso lo que tú deseas. ¿Cierto?

El chico afirmó con la cabeza.

—Pues si quieres que te enseñe, tendrás que cumplir dos condiciones.

—No tengo que cumplir ninguna condición. Son órdenes del amo y tú eres un esclavo.

El viejo sonrió antes de responder.

—Las órdenes de mosén Corró eran para ti. No para mí. Y si no cumples mis condiciones, ya puedes bajar a la tienda y decirle que no te enseño.

Joan no alcanzaba a comprender cómo un esclavo podía mostrar tal osadía, pero se dijo que explicarle al amo que Abdalá no quería enseñarle sería lo último que hiciera. Todo el mundo sabía el respeto que profesaba por el musulmán.

—¿Cuáles son las condiciones?

—La primera es que me llamarás «maestro» y me tratarás de vos.

Joan no esperaba aquello. ¿Tendría que llamar «maestro» a un esclavo musulmán? ¿Qué diría Felip? Todos se reirían de él.

—No puedo hacer eso.

—Lo lamento. Ya puedes bajar a la tienda.

—¡Espera un momento! No lo puedo hacer porque Felip y los otros se reirán de mí. Posiblemente la emprenderían a golpes conmigo.

—Bien. Entiendo. Pues llámame «maestro» cuando estés aquí solo conmigo. Abajo en el taller me puedes llamar Abdalá.

El chico respiró aliviado.

—¿Cuál es la otra condición? —quiso saber.

—Te he observado. Tú no me odias en la forma en que lo hace Felip, hay algo más. Quiero saber de dónde viene tu rencor hacia mí cuando nunca te hice nada malo.

Joan miró al hombre apretando las mandíbulas y recordó su dolor. El odio le rebosó el corazón como el agua en un cacharro cuando se deja en la fuente. No se lo quería contar. No a un moro, ellos eran la causa de la desgracia de su familia. No se lo contaría y se dijo que antes bajaba a explicarle al amo que aquel hombre no quería enseñarle.

—Mírame a los ojos —dijo suavemente el viejo.

Joan obedeció aun sin querer. El moro tenía unos ojos azules, algo descoloridos por los años, pero todavía bellos y apacibles.

—Siéntate en esa banqueta y cuéntamelo —insistió.

Al sentarse, notó que algo en su interior se rompía y de repente las palabras surgieron a borbotones, al tiempo que lo hacían las lágrimas. Las nubes y el mar azul, la campana de la ermita sonando, la mirada de su padre, la huida, el trueno del disparo, la muerte, la pérdida de la madre, de las hermanas, de Elisenda… Joan lo revivía en imágenes de dolor. El hombre esperó mientras el chico se cubría la cara con las manos al terminar el relato, las tenía húmedas del llanto y los sollozos le hacían hipar. Se sentía avergonzado, nunca había contado lo ocurrido con tanto sentimiento, sufriendo tanto.

—Lo siento mucho, Joan —le dijo el hombre—. Lo siento mucho.

El chico reparó en que el viejo le hablaba muy de cerca y notó su mano en el hombro. Era cálida incluso con el frío que hacía en aquella habitación; le reconfortaba.

—Pero créeme. No fueron musulmanes los que atacaron tu aldea. Alá me castigue si me equivoco.

—¿Qué? —Joan se incorporó de un salto. Aquello coincidía con lo dicho por el fraile mercedario—. ¿Cómo lo sabéis?

—Es fácil. Los míos nunca usarían arcabuces en un ataque por tierra. Mi gente prefiere las flechas y son rapidísimos lanzándolas, mucho más que ningún cristiano. De haber sido musulmanes, no hubieran llevado ni siquiera ballestas, solo arcos. La pólvora y las ballestas las reservan para disparar de barco a barco, o a distancia, no cargan con ello en tierra, prefieren moverse rápido. Igual que con la caballería. Preferimos la movilidad, la rapidez, atacar, retroceder y volver a atacar. Nos gusta poco la caballería pesada. Lo mismo ocurre con las galeras. Las queremos rápidas. La que tú describes era grande, con demasiada artillería para ser nuestra.

Joan le miró sorprendido; había descartado antes las insinuaciones de que quizá los piratas no fueran sarracenos, ni siquiera el general mercedario le convenció; pero, por alguna razón que se le escapaba, creía ahora al moro. Todo el odio acumulado contra los musulmanes durante aquellos meses aún se escondía en su interior, solo que ahora no sabía dónde descargarlo. Se sentía desconcertado.

—¿Cuándo quieres empezar a aprender? —La voz del hombre le rescató de sus pensamientos.

—Cuando vos digáis, maestro Abdalá —repuso el chico.