Capítulo 23

Aquellas navidades fueron muy tristes para los chicos. ¿Cómo podían estar ellos alegres sin padres ni hermanas? No hacía ni cuatro meses que vivían todos juntos en Llafranc y entonces creían que siempre serían felices, que ningún daño les podía acontecer, resguardados del mar en su casa, lejos de las olas y protegidos del resto de los peligros por el fuerte brazo de su padre, que tan bien manejaba la azcona. Gabriel lloraba con frecuencia.

—¡Quiero a papá y mamá! —decía sabiendo que era un imposible—. Los echo mucho de menos, y también a María y a Isabel.

Joan trataba de consolarle lo mejor que podía, pero sus ojos también se llenaban de lágrimas. Compartía su pena, aunque la ocultaba y se escondía para que el pequeño no le viera llorar. Gabriel había perdido incluso su fascinación por las campanas y algunos de los monjes, al verle tan triste, procuraban animarle, en particular Jaume, que siempre le guardaba algún dulce.

Recordaban la Navidad anterior en su casa. Y el pequeño altarcito con una imagen del niño Jesús en un rincón, cerca del hogar, y aquel tronco maravilloso al que llamaban Tió que les traía golosinas en Nochebuena mientras cantaban canciones navideñas y lo golpeaban con un palo. Cuando Gabriel supo que no habría Tió, se sintió aún más decepcionado.

—Diles a los frailes que pongan el Tió, le daremos de palos, cantaremos y así nos traerá dulces —le insistía a Joan tirándole de la manga de la saya—. Fíjate la de troncos grandes que tienen al lado del fuego. Son más grandes que los de casa. Díselo, que no lo saben.

Joan sospechaba que los frailes no eran tan tontos y si se trataba de milagros, ellos sabrían del asunto más que nadie. Pero se resistía a renunciar a la magia de la Navidad y, con cautela, al encontrarse a solas con el novicio, se lo preguntó. Pere se puso a reír, pero al verle la cara a Joan se contuvo; estaba a punto de recibir otra patada.

—En los conventos, el Tió no trae golosinas —le explicó Joan a Gabriel—. Deja limosnas en el cepillo de la iglesia para que los frailes den comida a los pobres.

—¡Ah, los pobres! —repuso Gabriel, pensativo—. ¿Y si no tenemos hambre, ya no somos pobres?

—No, no tenemos hambre y ya no somos pobres. Hay que rezar y darle gracias al Señor.

Gabriel afirmaba con la cabeza, pero Joan leía la decepción en su rostro.

Siempre que Joan pasaba por la calle Argentería se mantenía atento por si la pequeña joyera estaba en la tienda. Cuando la veía se demoraba por los alrededores lanzándole miradas que buscaban un reconocimiento, un intercambio de sonrisas como en su primer encuentro. Ya vestía elegante y quería que le viera. Pero ella ni le miraba. Pronto comprendió que no se trataba de que no le viera, sino de que no quería verle. Desilusionado, empezó a evitar la calle. Su menosprecio le dolía mucho más de lo que hubiera podido imaginar.

Los frailes decoraron el altar mayor con una figura del niño Jesús, ramas de pino y cuatro cirios; dos para santa Anna, la patrona, y dos para el recién nacido. Pusieron dos velones más en el altar de santa Eulalia y dos en el de san Agustín. Las velas ardían día y noche; aquello era todo un dispendio, pero la celebración lo merecía. La categoría de la fiesta se medía por la cantidad de cera quemada y Navidad era de las más importantes.

La hora nona se celebró en la mesa; aquel día el prior Gualbes presidía la comida y el ambiente era relajado. Las disputas económicas y de derechos entre el prior y su comunidad parecían olvidadas y hasta hubo intercambio de sonrisas con el suprior.

Un fuego excepcionalmente abundante templaba el refectorio, siempre frío en invierno. El calorcito, la comida y la bebida ayudaban a caldear los espíritus y los sentimientos de amor navideños. Había sopa y después gallina rellena a la cazuela horneada con potaje y salsa de pavo. Le seguía la carne y las verduras del cocido y se terminaba con queso tostado y unos barquillos llamados neulas. Para ayudar a bajar todo aquello se bebía en abundancia la clarea, un preparado de vino, miel y especias. La comida se prolongó entre risas mucho más de lo habitual y los chicos y el novicio recibieron permiso para retirarse a sus celdas. Con el calor acumulado en el refectorio, la comida excesiva y la clarea, se dormían en la mesa.

Joan se despertó al rato, Gabriel se lamentaba en sueños y eso le recordó la noche que compartieron celda con el novicio y la angustia de este. Tenía un extraño presentimiento: la tristeza de su hermano no venía solo del recuerdo de la familia perdida, había algo más que le angustiaba, había algo que le había borrado la sonrisa, que incluso le hacía olvidar la emoción del sonido de las campanas. Cuando se lo preguntó, Gabriel no quiso hablar, pero Joan juró que lo averiguaría. Costara lo que costara y aunque fuera lo último que hiciera. El pequeño era lo único que le quedaba de su familia, le amaba con todo su corazón, y prometió a sus padres que cuidaría de él.

Felip continuaba llamándole remensa, aunque desde su participación en el ataque a los judíos le trataba con más deferencia. No era respeto, pero viniendo de él ya era mucho.

—El grandullón necesita tener siempre a alguien a quien incordiar —decía Lluís—. Y es mejor que no te toque a ti.

Un día Felip le dijo que a pesar de que aún era un crío le dejaría participar en una de las batallas con su pandilla. Cada grupo de calles pertenecía a una banda que se enfrentaba con otras bandas vecinas. La de Felip controlaba los alrededores de la calle Especiers, desde la catedral hasta la iglesia de Sant Just, y estaba en guerra con la de la calle Argentería y la de la calle Regomir. Durante la semana se enviaban mensajes de desafío, retándose también de palabra, para caldear los ánimos a la espera del domingo.

El campo de batalla se encontraba fuera de las murallas que cerraban la ciudad por el noroeste, no lejos del mar y cerca de la zona del Canyet. Allí había unos descampados donde los muchachos jugaban a la guerra.

Cada banda lucía un pendón con sus colores; el de los Especiers era azul. Los muchachos iban armados con un escudo de madera pintado del mismo color y un palo en el cinto a modo de espada. Pero el arma principal eran las piedras y la táctica, bastante simple; se trataba de dar con ellas a los enemigos y evitar ser alcanzado. Joan estaba nervioso, todos los chicos eran mayores que él y se decía que Felip debía apreciarle mucho, ya que le aceptaba en su grupo a pesar de su menor tamaño. O que quizá estuviera falto de efectivos. Salieron de la ciudad por el Portal Nou, evitando así cruzar por territorio enemigo. Marchaban como un pequeño ejército, con su pendón al frente y luciendo sus escudos. Joan sintió de nuevo aquella dulce sensación de poder experimentada unas semanas antes.

Al llegar a la zona de encuentro clavaron su pendón en el suelo a la espera de que se presentaran los enemigos y al poco llegaron los de la calle Argentería, que se situaron a la distancia convenida. Una vez dispuestos para el combate, voltearon su pendón, que era amarillo.

—¿Estáis listos, borricos? —les gritó Felip.

—Tenemos que recoger piedras.

Y se dieron un tiempo para que cada combatiente juntara un montón de las desperdigadas por el lugar. Cuando estuvieron satisfechos, el jefe de Argentería chilló:

—Estamos listos para machacaros, cerdos de mierda.

—¡Pues ya! —ordenó el pelirrojo.

Joan lanzó la piedra que tenía en la mano, vio cómo un enjambre de piedras enemigas se les venían encima, y tuvo el tiempo justo para cubrirse, antes de notar los impactos en su escudo. Cuando cogió el siguiente pedrusco, sintió miedo; un golpe como aquellos en la cabeza podía matar. Aun así quería demostrarle a Felip que era valiente y se descubrió un instante para ver y lanzar su piedra. Aquella vez fue más preciso y al mirar por encima de su escudo vio que había alcanzado su objetivo. Pero el otro se cubrió a tiempo.

—Separaos —dijo Felip—. Así les ponemos más difícil el blanco.

Joan corrió a un extremo, allí no tendría que preocuparse de tantas piedras a la vez y pronto la lucha se convirtió en un duelo individual. La práctica de lanzar cada tarde la azcona de su padre contra el blanco colgado del árbol le proporcionaba un brazo fuerte y buena puntería. Pronto lo comprobó con su contrincante. Casi todos los lanzamientos de Joan daban en el escudo o en las piernas de su oponente, que no atinaba demasiado. El chico era mucho mayor en tamaño y lanzaba piedras grandes que llegaban muy potentes, pero Joan no se preocupaba ni de cubrirse, pues la mayoría caían lejos. Pronto comprendió la ventaja que eso le proporcionaba. Podía tirar una piedra al mismo tiempo que llegaba la otra, preocupándose solo de esquivarla, mientras su enemigo tenía que escudarse cuando la suya le impactaba. Pronto Joan lanzaba dos piedras por cada una de su enemigo, este se puso nervioso, terminó descuidando su guardia y recibió una pedrada en el hombro.

A pesar del griterío, Joan oyó un gemido angustioso y vio cómo su contrincante se encogía detrás del escudo. Eso hizo que continuara lanzándole piedras a más velocidad y que el otro se retirara andando de espaldas, tras su escudo, sin atreverse a mirar. Pronto le alcanzó con una pedrada en la rodilla y el herido abandonó el combate cojeando. Eso le dio libertad para atacar al siguiente enemigo, que se batía con Lluís. Entre ambos lograron que se retirara con una herida en la cabeza y al rato los azules superaban en número a los amarillos que aún peleaban.

—¡A la carga! —gritó Felip cuando vio a sus contrincantes lo bastante mermados.

Y blandiendo su porra se lanzó contra los otros seguido por la pandilla que aullaba a todo pulmón. Los amarillos, viéndose en inferioridad, no los esperaron y huyeron a todo correr.

—A por el pendón —ordenó Felip.

Y todos fueron a la caza del que llevaba la enseña, que al sentirse como conejo perseguido por galgos la abandonó. Al poco Felip la alzaba entre vítores de los suyos. El recuento dio una cabeza sangrando y varias contusiones en distintas partes del cuerpo, pero nada serio. Había sido un éxito y todos estaban felices.

—Tienes buena puntería, remensa —le dijo a Joan.

Joan vigilaba a su hermano observando sus reacciones y pronto descubrió miradas temerosas hacia fray Nicolau, el encargado del huerto. El hombre era redondeado y calvo, pasaba de los cincuenta y cinco años, tenía una mirada desvaída de ojos claros y una sonrisa untuosa. Eso le inquietó, él podía vigilar a Gabriel tarde y noche, pero no en la mañana cuando el pequeño trabajaba para el hortelano que precisamente estaba bajo las órdenes de fray Nicolau.

—¿Te ocurre algo? —le preguntaba al pequeño Gabriel—. Dime si alguien te hace algo que te moleste.

—No, no me pasa nada —respondía él negando con demasiada energía.

—Dímelo, Gabriel, soy tu hermano, te quiero y te ayudaré.

El pequeño le miraba muy serio y después negaba con la cabeza.

Joan buscó al novicio y le interrogó sin rodeos:

—¿Qué ocurre con fray Nicolau? ¿Qué os hace?

Al principio no quiso responder, pero ante la insistencia de Joan, le hizo jurar que no se lo diría a nadie. Fray Nicolau le había amenazado con que el suprior le expulsaría del convento si hablaba. El fraile le tocaba y guiaba su mano para que le tocara a él, aunque no iba más allá.

—¿Y le hace lo mismo a mi hermano?

Se encogió de hombros y dijo desconocerlo, pero que era posible.

—¿Y el suprior? ¿Qué te hace el suprior?

—Nada —respondió Pere—. ¡Déjame ya!

Y no quiso hablar más. La inquietud de Joan aumentó para hacerse angustia. Empezó a vigilar a escondidas y una tarde vio al fraile palparle las nalgas al pobre Gabriel, que dio un salto y salió corriendo.

Se quedó helado. A pesar de sus sospechas no había anticipado cómo reaccionar en una situación semejante. Estuvo a punto de correr hacia él para golpearle, pero no lo hizo porque Gabriel ya se había ido. El fraile también se fue y él se quedó furioso y confundido, sin saber qué hacer, culpándose de no proteger a su hermano.

Joan estuvo pensando cómo actuar. ¿Denunciar al fraile? No se atrevía, más aún porque el novicio insinuó que el suprior estaba en ello o lo consentía. Ellos lo negarían todo, le llamarían mentiroso y sería su palabra contra la de frailes respetados. Y él y su hermano dependían del convento de Santa Anna. Además, Gabriel estaba tan avergonzado y temeroso que ni siquiera se atrevía a contárselo a él y no podía esperar que acusara a nadie. Trató de que le confiara su angustia, pero el mutismo del pequeño era absoluto.

Todo el resentimiento de Joan hacia los sarracenos y hacia el regidor de Palafrugell convergía ahora contra aquel fraile que amargaba la vida al hermano que tanto quería.

Sentía una rabia feroz. Por un momento pensó en acudir a Bartomeu, pero al negarse Gabriel a hablar pensó que sería difícil que el mercader le creyera.

Se prometió que, costara lo que costara, él libraría a Gabriel de aquel individuo.