Capítulo 22

Joan se presentó el día siguiente en la librería luciendo su ropa casi nueva. La señora Corró le comentó lo guapo y apuesto que se veía con ella, antes de enviarle a que repitiera el desayuno en el primer piso. Allí, mientras tomaba su tazón de leche con pan y queso, disfrutó de los elogios de las criadas a su nueva indumentaria y se sintió muy feliz. Ya era como los demás.

Cuando entró a barrer al taller fue recibido con exclamaciones de fingida admiración y Felip dijo:

—Mira al remensa, se quiere parecer a nosotros.

Joan hizo como si no le oyera y continuó con su trabajo, no esperaba otra cosa de aquel grandullón y esta vez no dejó que su comentario le disgustara.

Al primer encargo que el ama le hizo fuera de la tienda, Joan recorrió la calle Argentería, aunque quedaba fuera de su ruta. Deseaba que le viera la hija de los joyeros, pero para su desencanto en el mostrador solo estaba la madre y la saludó. Le costó dos viajes más hasta que pudo ver a la chica, sin embargo, ella hizo como si no le viera.

Regresó mohíno a la librería y su desilusión se hizo remordimiento por el camino. Él lucía ropa elegante, cuando su madre, su hermana y Elisenda sufrían las penalidades de los esclavos. Sabía que hasta que no creciera no había nada que él pudiera hacer, pero el lujo con que vestía le hacía sentir culpable. El recuerdo amargo de su familia y la constatación de su impotencia le torturaban. ¡No merecían ese castigo! ¡Malditos sarracenos!

Ayudó en el taller hasta la hora del almuerzo rumiando su rencor. Y entonces vio al viejo Abdalá, que como de costumbre bajaba a comer con los operarios, aunque apartado de ellos. Calculando el tiempo preciso, Joan se sentó en la mesa, para levantarse a coger el cántaro de agua y desplazar, como por accidente, el taburete del moro justo cuando este empezaba a sentarse. Con un quejido sordo, Abdalá cayó de espaldas golpeándose en la cabeza y dando con sus huesos en el suelo. En un inútil intento de sujetarse a la mesa arrastró con estrépito la jarra del agua y su escudilla.

Felip celebró el suceso con carcajadas y aplaudiendo.

—¡Muy bien! —decía—. ¡Bien por el remensa!

Todos se levantaron para ver al viejo y los aprendices rieron discretamente secundando al pelirrojo. El oficial esbozó una sonrisa, pero Guillem, el maestro, con ademán serio, corrió a recoger al hombre.

Abdalá estaba aturdido en el suelo, había perdido el turbante y tenía un golpe en la cabeza, de escaso pelo blanco, que sangraba. Guillem pidió a los aprendices unos paños limpios y agua para curarle, mientras le incorporaba. Felip no se movió, e hizo un comentario jocoso, pero Lluís y Jaume obedecieron.

Joan se quedó de pie, inmóvil, no se sentía tan bien como esperaba, pero pensó que al menos había hecho un poco de justicia. Guillem pudo cubrir la herida, logró que dejara de sangrar y ayudó al viejo a acomodarse en una silla.

—Gracias, maestro Guillem —musitó el sarraceno con su curioso acento—. Ya me encuentro mejor.

Pero no tenía aspecto de estar bien.

—¿A qué esperamos? —gritó Felip—. ¡Vamos a comer!

Y todos con excepción de Guillem se sentaron a la mesa y empezaron a comer como si no hubiera ocurrido nada; los aprendices e incluso el oficial parecían hacer siempre todo lo que proponía Felip. El maestro, sin embargo, estuvo un tiempo observando al anciano, le acomodó en su mesa y llamó a gritos a las criadas para que le trajeran una escudilla nueva y agua.

—Tomad algo, Abdalá —le instaba cuando todo estuvo en su lugar—. Os sentiréis mejor.

—¡Demasiado respeto para un moro! —murmuró el matón en la mesa.

El musulmán probó un poco de comida para satisfacer al maestro y solo entonces este se sentó a comer con los demás. Felip se mostraba locuaz como siempre, pero había suavizado su tono contra Joan. Incluso le envió un guiño cómplice.

—¿A que el remensa se parece más a un cristiano desde que se viste como nosotros? —decía.

Al levantarse de la mesa, terminada la comida, el maestro cogió a Joan de un brazo y lo llevó a un rincón.

—Eso ha sido intencionado —le dijo muy serio—. Pídele disculpas al viejo. El amo le aprecia mucho y como le cuente lo ocurrido, mosén Corró te echará de su casa.

De una sacudida Joan se libró sin responder de la mano que le atenazaba. No tenía intención alguna de pedir disculpas. El maestro le advirtió:

—Y si vuelve a ocurrir, seré yo quien se lo cuente.

El pelirrojo los observaba a distancia y al alejarse el maestro, se interpuso en su camino con una sonrisa.

—Bien hecho —le felicitó—. No le hagas caso al maestro Guillem, le gustan los moros. Pero tú puedes llegar a ser uno de los nuestros.

A Joan le alivió el comentario, al fin Felip parecía aceptarle.

Joan llegó al trabajo temeroso el día siguiente. ¿Y si Abdalá se había quejado al amo? Quizá Corró le echara de su casa. Estaba muy inquieto, le gustaba aquella familia y su trabajo. Pero el amo le saludó como si nada ocurriera y el día transcurrió de forma normal. A la hora de la comida, Abdalá bajó al patio como de costumbre; su turbante dejaba al descubierto parte del vendaje y a Joan le pareció que se movía más lento. El maestro Guillem se interesó por él y el musulmán se lo agradeció con una sonrisa y una inclinación de cabeza.

—Bien, muchas gracias —musitó—. Que el Señor os bendiga.

Terminado el almuerzo, Felip le dijo al chico:

—Hoy regresarás más tarde al convento, remensa. Te vienes con nosotros.

Aprovechando el descanso de mediodía, los aprendices, Joan entre ellos, salieron a la calle, donde se juntaron con otros muchachos para dirigirse a la iglesia de Sant Just.

Allí Joan vio a tres frailes vestidos con el hábito blanco y negro de los dominicos. Se encontraban en la puerta del templo, que se elevaba cuatro escalones por encima de la plaza donde se congregaba un grupo de gente dispuesta a escucharlos.

Uno de los religiosos los bendijo dirigiéndoles unas frases en latín.

—Ese es fray Juan Franco, el nuevo inquisidor.

—¿Va a predicar en latín? —inquirió Joan—. No lo entiendo.

—No, su compañero le traduce. Franco no habla aún catalán.

Los frailes contaron la historia de unos judíos que torturaron a un niño cristiano para hacerle renunciar a su fe y cómo este murió mártir sin que ellos consiguieran su propósito. La multitud, conmocionada por los sufrimientos del pequeño, se indignaba ante la maldad de los hebreos, y Felip gritó:

—¡Mueran los judíos!

Todos le corearon.

En aquel momento apareció la tropa y el alguacil les dijo que se dispersaran, que Franco no podía predicar en la ciudad. Barcelona tenía su propio inquisidor.

—No es cierto —repuso el dominico que traducía—. Fray Tomás de Torquemada, el inquisidor general, depuso al anterior para nombrar a fray Juan Franco aquí presente. Tiene todos los derechos.

Franco alzaba un pergamino con sellos de lacre, confirmando esas palabras.

—¡La ciudad no reconoce a fray Torquemada! —gritó el alguacil—. Así que ¡fuera de aquí!

—Rendiréis cuentas al rey Fernando —clamaron los dominicos.

Y entonces se organizó el tumulto. Felip y los suyos increpaban a los soldados, y estos bajaron las lanzas amenazantes. Uno de los muchachos cogió una piedra y cuando iba a lanzarla, el pelirrojo le detuvo.

—Hoy no —le dijo—. Y no contra esos.

Joan comprendió el significado de esas palabras el día siguiente cuando después de la comida Felip le dijo:

—Hoy nos vamos a divertir. Vamos a cazar judíos y tú te vienes con nosotros.

—Id con cuidado —les advirtió el oficial—. La ciudad los protege.

—¿Por qué vamos contra los judíos? —quiso saber Joan.

—¡Qué ignorante patán eres, remensa! —le increpó el grandullón—. Los judíos son peores aún que los moros.

Y entonces le habló sobre la maldad de los hebreos y le puso como ejemplo lo oído el día anterior a los predicadores. Cien años antes, la gente les dio una lección asaltando la judería y matando a unos cuantos, pero Barcelona hizo ejecutar a los jefes de la revuelta. Los del Concell de Cent, el órgano de gobierno de la ciudad, estaban comprados por aquellas ratas y los protegían. Por eso las buenas gentes tenían que tomarse la justicia por su mano.

Joan sabía que casi no quedaban judíos en Barcelona, pues unos escaparon y otros se convirtieron al cristianismo. El pelirrojo escupió al suelo al oír eso y dijo que la mayoría de los conversos eran falsos cristianos y que también a esos les llegaría su hora.

Le explicó que los judíos estaban obligados a llevar un círculo de tela cosido en el pecho de sus vestidos mitad rojo, mitad amarillo y en tiempo frío unas capas especiales, que los hacía reconocibles. La mayoría de los que se veían en Barcelona estaban de visita de negocios, su estancia se limitaba a quince días y debían hospedarse en el hostal público y no en casas particulares. Felip dio por terminada su argumentación con un

—¡Vamos, que se hace tarde!

En la calle se les unieron más aprendices hasta superar la veintena. Algunos disimulaban palos bajo sus capas, otros llevaban piedras y Joan se armó con una estaca corta. Viéndolos, la gente se apartaba temerosa y Joan sintió la placentera sensación de pertenecer a un grupo poderoso. El grandullón dio instrucciones y un muchacho se adelantó para regresar diciendo que frente al hostal había un grupo de judíos conversando. Se acercaron hasta la esquina de la calle, Felip se asomó manteniendo a los demás ocultos y les dijo en voz baja:

—Están ahí, los reconoceréis por las barbas, los círculos y sus capas. Cuando diga ya, vamos a por ellos corriendo. No gritéis hasta que les caigamos encima y entonces dadles fuerte. Solo una vez y volved a toda prisa a vuestros trabajos como si nada ocurriera, los soldados no andarán lejos y si pillan a alguno, se lo harán pasar mal. ¿Entendido?

Todos afirmaron. Felip dio la orden y se puso a correr seguido de los demás. Joan vio dos grupos de hombres charlando al sol y su expresión alarmada al comprender que se abalanzaban sobre ellos. Varios lanzaron a la vez un grito de alerta e iniciaron la huida hacia el interior del hostal. Joan blandió su estaca y fue contra uno que escapaba. Se repetía que crucificaron a Jesús y que eran como los moros que mataron a su padre, que se lo merecían. Entonces alguien empezó a chillar y los demás también lo hicieron; hubo gritos de rabia, de dolor, de odio y angustia acompañados por los golpes. Alcanzó a su víctima cuando esta ya llegaba a la puerta del hostal intentando abrirse paso entre los demás que trataban de huir. Llevaba la capucha caída y mostraba pelo gris, era mucho más alto que Joan, pero el chico podía alcanzarle con la cachiporra en la cabeza sin problemas, aunque en el último instante descargó el golpe, procurando que no fuera muy fuerte, en el hombro. Le faltó el coraje para golpearle en el cráneo. Oyó un quejido y sin parar de correr hizo un quiebro para salir de allí lo antes posible. El corazón le latía rápido, pero trató de serenarse y andar tranquilo hasta el convento. Debía actuar con normalidad.

Al llegar a la plaza de Santa Anna había recuperado el ritmo de la respiración, pero su mente continuaba nublada con una especie de embriaguez resultado de aquellos momentos intensos. Se decía que era capaz de actuar como los mayores, que había probado que era tan valiente como el que más. Que se habría ganado el respeto de Felip. Pero tenía grabada en sus retinas la imagen de la sangre brotando de la cabeza de uno de los tendidos en la calle. Su conciencia le decía que aquellos hombres no le habían hecho nada ni a él ni a su familia. «Pero se lo hicieron a Cristo», se dijo para aplacar su remordimiento.

El día siguiente Felip le palmeó la espalda, quizá con demasiado fuerza aunque sonriendo.

—Bien hecho, remensa —le dijo—. Pero la próxima vez le das más fuerte y en la cabeza.

Comprendió que el pelirrojo le había vigilado a pesar de lo rápido del ataque. Y se sintió orgulloso de tener su aprobación.