Capítulo 19

Joan durmió mal aquella noche, inquieto, anticipando su primer día en la librería. Acudió a los rezos de la hora prima junto a Gabriel y el novicio, desayunó aprisa y con un abrazo a su hermano y la bendición de fray Jaume salió corriendo por el portalón, recién abierto, hacia la tienda. Hacía poco que había amanecido, el sol apenas iluminaba los campanarios de la catedral y la mañana era fría en la calle.

Un chico algo más alto, delgado y nervudo, barría el suelo frente a la librería, mojándolo antes para no levantar polvo. Joan le preguntó por el amo, él le pidió su nombre y se lo dio añadiendo que era el nuevo mozo. El muchacho le miró de pies a cabeza y al terminar su examen le sonrió.

—Me llamo Lluís, yo era el mozo hasta ahora. Con tu llegada me hacen aprendiz —le dijo hinchando el pecho orgulloso—. Espera aquí, en la tienda, y le aviso.

Regresó al poco y le dijo que aguardara, que mosén Corró estaba desayunando y después, al tiempo que le señalaba la escoba, añadió satisfecho:

—A partir de ahora, esto será tuyo.

Joan esperó mientras observaba cómo Lluís se aplicaba en su tarea. Allí estaba el hermoso libro y los bancos que hacían de mostrador, aguardando a que los sacaran a la calle. Se acercó para contemplar las armoniosas letras góticas, los dorados y el dibujo multicolor que ocupaba por completo la página derecha. De nuevo lamentó no saber leer y aún más la promesa que se lo impedía.

Oía risotadas que llegaban desde la trastienda; el aprendiz le dijo que los amos desayunaban en el piso de arriba, pero que los trabajadores lo hacían en el taller de la planta baja. El chico se preguntaba inquieto cómo le recibirían.

—Buenos días, Joan —le saludó mosén Corró—. Ven a ver el taller.

Cruzaron un vestíbulo que separaba la librería de la trastienda y del que partía una amplia escalera hacia el piso superior. La pieza, al igual que la tienda, estaba llena de alacenas donde se ordenaban libros y distintos materiales, que también se apilaban en el suelo. Después entraron en el taller. Era amplio y se comunicaba por el otro extremo con un patio a través de tres grandes arcos que dejaban entrar la luz del día. En aquel momento una muchacha recogía los cacharros del desayuno mientras los operarios sacaban al patio distintos utensilios.

—El día parece que será bueno y cuanta más luz haya, mejor se encuaderna —explicó el librero.

Le presentó a Guillem, el maestro encuadernador, que tendría unos treinta años, y a Pau, su oficial, de poco más de veinte. Corró le dijo que siguiera las instrucciones del maestro una vez terminara con los encargos de su esposa. Después, levantando la voz, señaló a los aprendices: el mayor, Felip, de unos dieciocho años, que destacaba por su corpulencia y su cabello rojizo, y los dos menores, Jaume y Lluís, al que ya conocía. De vuelta a la tienda se encontraron con el ama, a la que Joan saludó con un beso en el dorso de la mano. Ella le sonrió cariñosa y le encargó que vaciara el agua de los cántaros del taller y de la librería y que los llenara con agua fresca de la fuente. De los cántaros de la cocina se encargaban las criadas.

Joan cumplió la tarea con diligencia y al terminar, el ama le envió a por cola a uno de los comerciantes de su misma calle, la de los Especiers, pues la actividad del gremio de especieros incluía productos químicos en general, Joan pensó que, mientras no se retrasara demasiado, aquellos recados serían una estupenda oportunidad para recorrer las calles de aquella ciudad fascinante y observar las tiendas y sus gentes.

Terminados esos encargos, ayudó al oficial en el taller hasta la hora de la comida. Joan observaba el proceso maravillado; los pliegos de papel se igualaban al tamaño adecuado con unas enormes cizallas y se apilaban de forma regular. Después, mediante unas prensas que llamaban «de reatar», formadas por tablas de madera y torniquetes, se sujetaban con fuerza los pliegos de papel para coserlos por un extremo. A continuación se ataban unos con otros hasta formar el libro, dejando las bandas de unión en la parte exterior del lomo, que se encolaban y finalmente se protegía el libro con las cubiertas. Las más comunes eran de pergamino, pero también se fabricaban con el cartón resultante de encolar varios papeles, o con una combinación de cartón y pergamino. La gran mayoría de los libros que se ataban tenían sus páginas en blanco, para que los clientes escribieran en ellas, y en general no requerían un gran lujo. Pero en el taller de los Corró también se encuadernaban pliegos que venían impresos e incluso manuscritos. En esos casos, para la cubierta generalmente se usaba cuero, en el que se estampaba la imagen grabada en una plancha metálica. A veces se utilizaba la técnica de la rueda; esta tenía un ornamento grabado y al hacerlo girar sobre el cuero húmedo repetía el diseño de forma constante. Los relieves se doraban o tintaban con color. Y para libros valiosos como el de la entrada de la librería, se fabricaban tapas de madera recubiertas de piel fina repujada. Pero toda aquella encuadernación sofisticada era algo inalcanzable para Joan y su labor se limitaba a ayudar al cosido de los pliegos.

Por el momento debía dedicar toda su atención a entender las instrucciones que le daba el oficial. Le pedía herramientas cuyos nombres no había oído en su vida, usaban palabras que él no comprendía y muchas veces dudaba qué hacer frente a una orden. Se sentía torpe e inútil.

—¡Espabila, chico! —le increpaba el hombre con expresión seria.

Cuando llegó la hora de la comida, Joan respiró aliviado. Y no era por el hambre que sentía, sino porque deseaba regresar a Santa Anna. El convento no era un lugar muy hospitalario, pero allí tenía a su hermano, al novicio y a fray Jaume, y era lo más parecido a un hogar. Demasiadas novedades para un solo día, se sentía inseguro, necesitaba asentar todo aquello en su cabeza. Pero de algo estaba convencido: los libros le fascinaban, y por supuesto los escritos. ¿Qué misterios contendrían? La prohibición de aprender a leer despertaba en él un enorme deseo de hacerlo.

Los aprendices despejaron las mesas de trabajo y cada uno sacó su escudilla; había varias de sobra y le dijeron a Joan que tomara una. Al poco apareció una criada con un perol que contenía un potaje de lentejas, verduras y carne, y llenó las escudillas. Mientras, otra criada dejaba en la mesa unas hogazas de pan ya partidas, jarras con agua, vino y unas manzanas.

El maestro y el oficial se sentaron en un extremo de la mesa y a continuación los aprendices según antigüedad, Joan lo hizo al frente de Lluís. Entonces apareció un extraño personaje. Vestía una saya que le llegaba hasta los pies con mangas largas y que dejaba caer suelta, sin cinturón. Se tocaba con una tela a modo de turbante y lucía una barba donde lo cano dominaba.

—Buen provecho —los saludó con un acento raro.

Los oficiales le devolvieron el saludo pero los aprendices no respondieron. Por un momento, las miradas de Joan y aquella persona se encontraron. Tenía la cara arrugada y sus ojos de un azul profundo resaltaban sobre su tez ligeramente oscura. El viejo se sentó en una mesa aparte con movimientos pausados y la criada le sirvió.

—Es un sarraceno blanco —le aclaró Lluís.

¡Un sarraceno blanco! Joan lo había intuido, pero al confirmarlo sintió que las tripas se le encogían. Aquel tipo era de la misma calaña que los que asaltaron su aldea matando a su padre y apresando a las mujeres.

—¿Y qué hace aquí? —quiso saber Joan.

—Es un esclavo, pero el amo le tiene en gran consideración. No come cerdo ni bebe vino y se le tolera. Si quisiera bautizarse, le darían la libertad. Pero no quiere ser cristiano.

—Es un sucio infiel —intervino Felip, el mayor de los aprendices—. Y el amo le permite demasiado. Ya le daría yo. Si le tuviera un mes sin comer, después no le haría ascos a nada.

—Tienes razón —convino Joan.

Y empezó a pensar de qué forma podría hacerle pagar al viejo algo del daño que los sarracenos le causaron a su familia.

—¿Y qué es lo que hace? —preguntó al rato.

—Conoce muchos idiomas: árabe, latín, francés, castellano y alguno más. Traduce libros y también copia para encargos especiales —respondió Lluís.

—¿Y tú, Joan? —Felip cortó la conversación elevando la voz—. Tú también tienes un aspecto raro. ¿No serás un sarraceno camuflado, un espía?

Aquello hizo reír a la mesa.

—¿Yo? —repuso Joan sorprendido. Notaba que enrojecía.

—Miradlo cómo viste —continuó Felip—. Lleva una saya como la del sarraceno, solo que barata, y una tira de cuero por cinto.

—Así vestimos en mi aldea —se quiso defender Joan entre las risas de los demás.

—Sí, claro. Así visten los moros —insistió Felip—. Y además, ¿os dais cuenta de lo moreno que está y lo raro que habla?

Joan ya había observado que en la ciudad, aparte de los eclesiásticos y los niños pequeños, la gente no vestía como él. En Barcelona los hombres lucían jubones, que les llegaban al muslo, y cubrían sus piernas con calzones. Pensaba comprar ropa adecuada tan pronto tuviera dinero, pero no anticipó que se burlaran de él por ese motivo. Sabía que la forma de hablar de la costa norte era distinta a la de Barcelona e intentaba adaptarse para pasar desapercibido. No contaba con que le atacaran y estaba desconcertado. Todo el mundo le miraba sonriente a la espera de su respuesta.

—No me llames moro —dijo al fin, con fiereza.

Los demás rieron discretamente, notaban la rabia en las palabras del chico.

—Pues a mí me lo pareces —repuso el grandullón—. Eres blanco por fuera pero negro por dentro, como ese. Un sarraceno.

Y señaló al hombre que comía solo y que observaba la discusión en silencio. Felip se sentaba al otro lado de la mesa y le miraba sonriente y malévolo.

—¡Yo soy un buen cristiano! —gritó Joan indignado levantándose de la mesa de un salto—. Y no te atrevas a insultarme.

El pelirrojo rio a carcajadas y los demás lo hicieron de forma moderada. De pie, el chico era apenas un poco más alto que el fornido aprendiz sentado.

—¡Pero si el alfeñique es un valiente! —comentó irónico Felip—. Muy bien, hombretón, si eres cristiano y tan fiero, entonces serás un remensa.

—¡Tampoco soy un remensa! Mi padre era un pescador libre, con barca propia, no tenía señor, ni yo tampoco.

—Pues si eres cristiano y hablas así de zafio, no puedes ser otra cosa. Te llamaremos así.

—Ya basta, dejad el asunto —intervino Guillem, el maestro—. Aprovechad el descanso para echar una siesta.

—¡Yo no soy un remensa! —insistió Joan.

El chico había oído que los remensas del norte de Cataluña, liderados por un tal Pere Joan Sala, asaltaban propiedades de señores que en muchos casos vivían en Barcelona. La rebelión inquietaba a la ciudad y «remensa» había pasado a ser un insulto.

—¡Basta de discusiones! —interrumpió el maestro—. Tú, Joan, has terminado el trabajo por hoy, así que vete al convento.

El chico obedeció cabizbajo, pero cuando ya salía le empujaron al tiempo que le decían:

—Hasta mañana, remensa. —Era Felip, que se reía.

Cuando Joan llegó al convento se encontró a su hermano y al novicio esperándole para que les contara cómo era el trabajo en la librería. Él les relató lo vivido, sin mencionar la desagradable experiencia con Felip. Ellos le escuchaban envidiosos: Gabriel trabajó toda la mañana en el huerto y Pere estuvo ocupado en los servicios religiosos y en sus estudios de teología y latín con fray Melchor. A su vez, Joan envidiaba a Pere. ¡Sabía leer! ¡Y pronto dominaría el latín! Le confió su disgusto con el librero porque no le dejaba aprender a leer.

—¡Claro! —le explicó el novicio—. La caligrafía para libros, el dibujo preciso de cada letra, requiere mucha concentración. Se entiende que si vas a copiar libros, no quieran que te distraigas leyendo.