Joan anduvo al principio disgustado por el incidente con Bartomeu, pero la ciudad le fascinaba y pronto su atención se dispersó hacia todo lo que su vista, oído y olfato le traían. Le asombraba ver tanta gente, tan distinta, y que él no conociera a nadie. En la aldea y en el pueblo de Palafrugell se conocían todos y ese anonimato de la gran ciudad se le antojaba extraño. Además, le sorprendía que todos los hombres bien vestidos llevaran la cara afeitada como los eclesiásticos.
Al cruzar frente a la puerta que daba al claustro de la catedral vio a dos ciegos que cantaban pidiendo limosna, acompañándose de una guitarra y unas sonajas. Los soldados de la entrada del palacio de la Generalitat no eran los mismos del día anterior y volvió a maravillarse con el lienzo de pared esculpido dominado por el medallón de San Jorge. Al final llegaron a la plaza de Sant Jaume, y Bartomeu le guio hacia la calle de Especiers. Casi tocando a la plaza estaba su destino: la librería de Ramón Corró. Era la misma que atrajo su mirada el primer día y el mismo libro iluminado, con el espléndido dibujo que le cautivó, presidía aún la entrada. Estaba montado en un atril móvil, situado en ese momento en la calle, protegido del sol por un pequeño toldo rojo. Joan pensó que debía de ser muy valioso y que era todo un reclamo para la vista de los transeúntes. Una banca colocada por delante del libro hacía de mostrador y en ella se exponían otros libros, algunos con hermosas cubiertas de piel, otros abiertos enseñando sus páginas en blanco. Los más, amontonados, eran simples pliegues de hojas cosidas con tapas acartonadas, sin duda mucho más económicos. También había una buena selección de blancas plumas de oca con el corte preciso para escribir, alguna de faisán e incluso varias plumillas metálicas montadas en mangos de madera. Detrás del mostrador, cerca del hermoso libro, había una mujer de mediana edad de labios finos y ojos oscuros que vestía una gonela de buen tejido y cubría su cabeza con una toca. Su semblante se iluminó al ver a Bartomeu.
—Buenas tardes, mosén Bartomeu —dijo sonriendo a la vez que inclinaba la cabeza a modo de saludo.
—Buenas tardes, señora Joana —respondió Bartomeu, cortés—. Este es Joan y venimos a ver a vuestro marido.
Ella sonrió al chico y les dijo que le encontrarían en el interior de la tienda.
—Es la esposa del amo —informó Bartomeu en voz baja mientras entraban—. Tienen una hija casada y un chico estudiando en la Universidad de Lleida.
Las paredes de la tienda estaban llenas de alacenas que contenían libros, rollos de pergamino, tinteros, raspadores, tijeras y todo tipo de materiales relacionados con la escritura y la lectura.
Ramón Corró se encontraba sentado detrás de un mueble escritorio elevado dos escalones por encima del suelo y desde su posición controlaba lo que ocurría tanto en la amplia librería como en la calle. Era un hombre fornido, de frente ancha, nariz pequeña y ojos grises, que a pesar de cubrirse la cabeza con un bonete rojo, no podía ocultar su calvicie.
—Buenas tardes, Bartomeu —saludó mientras depositaba la pluma en un tintero encastrado en la mesa—. ¿Es ese el mozo del que me hablasteis?
—Buenas tardes —repuso el mercader—. En efecto, este es Joan Serra de Llafranc. Joan, saluda a mosén Corró.
Joan, instruido por Bartomeu, se acercó al librero, que había descendido de su tarima, y le besó la mano.
—Bien, Joan —le dijo—, tendrás que probar las habilidades que mosén Bartomeu dice que tienes para poder quedarte en mi casa. Ven aquí.
Y le hizo seña para que subiera los escalones de su escritorio. Joan le siguió y allí le mostró un papel con una frase escrita.
—¿Qué pone aquí?
Joan miró aquel grupo de trazos negros de distintos tonos dependiendo de la cantidad de tinta y susurró en voz baja:
—No lo sé, mosén Corró, no sé leer.
—Y esta letra —dijo mojando la pluma en el tintero para escribir en el papel unos trazos góticos—, ¿cuál es?
—No sé leer, señor —repuso Joan convencido de que no sería aceptado.
—¿Y esta? —insistió el librero ahora con letra al estilo italiano.
—Lo siento, señor, no lo sé —musitó Joan aún más bajo.
—¿Así que tampoco conoces las letras? —inquirió severo mosén Corró.
—No, señor.
—A ver, toma la pluma y pinta, en este papel, la primera letra que yo escribí.
—No sé escribir, señor.
—Es igual, inténtalo.
Joan miró a Bartomeu, que afirmó con la cabeza. Con el pulso tembloroso mojó la pluma en el tintero, tal como hizo el hombre, y la apoyó en el papel tratando de copiar la letra. La tinta se escurrió de la cánula formando una mancha.
—Lo siento, señor —musitó el chico—. Es la primera vez que uso una pluma.
—Se nota; la pluma no se coge así —repuso el librero aplicando sobre la mancha un papel que absorbió la tinta—. Pero es igual, prueba otra vez.
Joan, intentando contener sus manos temblorosas, dibujó sobre el papel una lamentable imitación de la letra gótica que escribió el hombre.
—Ahora copia la otra letra.
—Pero la primera no me ha salido bien —dijo Joan.
—Es igual, copia la otra.
Lo hizo con un resultado tan desastroso como antes. El librero observó el trabajo del chico con atención.
—Bien —gruñó al final, mirando a Bartomeu—. Quizá tengáis razón y podamos hacer de él algún día un buen copista. Voy a admitirlo en mi casa, porque vos lo recomendáis.
Bartomeu no dijo nada, pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Chico, te voy a tomar como mozo —le dijo ahora a Joan—. Y si eres obediente, trabajador y honrado, cuando cumplas catorce años te haré aprendiz, y después, si continúas progresando, podrás llegar a oficial y a maestro. Estas son las condiciones; un aprendiz cobra al año noventa sueldos, más comida y cama en mi casa. Trabaja desde el amanecer al ocaso, descansando para la comida, pero como tú aún eres pequeño, solo trabajarás por la mañana, no cenarás ni dormirás aquí, lo harás en el convento, por eso te daré sesenta sueldos al año, cinco al mes. Le daré tu paga al suprior, para cubrir tus gastos en Santa Anna. Él decidirá si te da algo a ti.
—¿Podríais entregarla a Bartomeu y que él acuerde la parte justa con el suprior?
El librero le miró sorprendido y después sonrió al mercader. Sus ojos grises se iluminaron y múltiples arrugas brotaron a los lados de estos. Parecía gustarle la sugerencia y Bartomeu le devolvió la sonrisa.
—De acuerdo. Creo que es una buena idea. Pero antes de aceptarte tienes que prometer que no aprenderás a leer sin tener antes mi permiso.
Joan intercambió una mirada con Bartomeu, aquello le disgustaba, pero ya lo habían hablado, y afirmó con la cabeza.
—¿Lo prometes? —insistió el librero.
—Sí, lo prometo.
—Bien, pues a partir de este momento perteneces a mi casa. Ven mañana al amanecer.
—Sí, mosén Corró.
—Debes decir «sí, amo» —le corrigió Bartomeu.
—Yo no tengo amo, no soy un payés de remensa —le increpó Joan a Bartomeu cuando se alejaron lo suficiente de la librería para no ser vistos discutiendo—. Mi padre dijo que tendría que luchar por mi libertad.
Bartomeu lo miró primero con sorpresa, después pensativo y al final repuso sonriéndole:
—Tu padre tenía razón, Joan. Pero los hombres libres también tenemos servidumbres, las tenemos con Dios, con el rey, con las leyes y con las promesas que hacemos. Y tú acabas de cerrar un trato. Tú servirás a mosén Corró y a su familia y a cambio, él te dará una paga y si te aplicas y cumples bien, podrás aprender un oficio. Eres libre de aceptar el trato; aún estás a tiempo de decirle que no lo quieres y que prefieres trabajar en el huerto del convento. ¿Quieres eso? ¿Trabajar en el huerto bajo las órdenes del suprior?
—No, no quiero eso. Pero tampoco quiero llamar «amo» a nadie.
—Mira, tú eres un chiquillo que no sabe aún nada de la vida —repuso ahora serio el mercader—. En algo tenía razón el regidor de Palafrugell. Eres rebelde e insolente cuando aún ni siquiera tienes la edad para serlo. Pero también has demostrado ser muy listo, me caes bien y por eso te ayudo. Aprende, porque si no, terminarás cargado de grilletes remando en una galera. ¿Me entiendes?
Joan le mantuvo la mirada sin responder mientras trataba de asimilar sus palabras. Le tenía cariño a aquel hombre y sabía que quería su bien, pero odiaba cualquier cosa que sonara a servidumbre. Su padre le dijo que un hombre debía luchar por su libertad y la de su familia. Llamarle «amo» a alguien iba en contra de sus enseñanzas. Bartomeu interrumpió sus pensamientos.
—Mira, Joan, a ver si lo entiendes de una vez —le dijo tajante—. Mosén Corró es el amo de su casa. Y por eso se le llama así, no porque sea tu amo y tú su siervo. Y por tanto le llamarás «amo» mientras pertenezcas a su casa, mientras trabajes para él. No solo le debes obediencia, sino respeto y fidelidad. ¿Entiendes lo que es la fidelidad?
El chico continuó callado y Bartomeu le propinó un golpecito en el pecho.
—¿Entiendes qué es fidelidad? —El mercader elevaba la voz.
Joan se encogió de hombros.
—Pues te lo diré. Fidelidad a alguien es no engañarle y cumplir tus compromisos con esa persona hasta el final. Y si tú eres fiel a los Corró, ellos lo serán contigo. ¿Lo entiendes ahora?
Joan afirmó con la cabeza, pero eso no fue suficiente para el mercader.
—¡Dime que lo entiendes o te devuelvo al huerto del suprior!
—Sí, lo entiendo —musitó a regañadientes Joan.
—Pues bien, mosén Corró es tu amo, su esposa es tu ama y su hijo Joan Ramón cuando regrese de Lleida será el hijo del amo. Y les serás fiel. ¡Repítelo!
El chico, muy a su pesar, lo repitió.