¡No nos podemos permitir mantener dos bocas más!
Los gritos despertaron a los chicos y Gabriel miró alarmado a Joan.
—¡Os los lleváis ahora mismo!
—Pero fray Antoni —oyeron argumentar a Bartomeu—. Fray Dionís, el regidor de Palafrugell, me encargó que se los trajera al prior.
—Lo que tiene que hacer el prior es proveer la despensa como debe, pero lo único que le preocupa es el boato y terminar sus obras. Llevaos a los chicos, lo que hay en esta cocina es de los frailes y no podemos alimentar a nadie más.
Gabriel sollozó asustado, sin apenas ruido, y Joan se incorporó para ver. Frente a Bartomeu y fray Jaume se alzaba un monje, también con túnica negra, alto, delgado, de cejas gruesas y pelo ralo. Su expresión era dura y su cara estaba enrojecida por el coraje.
—No me los puedo llevar, los traigo de muy lejos y no tienen familia —repuso Bartomeu—. Además, es un encargo del representante del priorato en Palafrugell, no creo que vos tengáis autoridad para rechazarlos.
—¡Claro que puedo! —repuso—. Soy el suprior y represento a la comunidad de frailes. Nosotros mantenemos la cocina y el prior no puede imponer más comensales a no ser que nos compense por ello. Y él paga tarde y mal. Además, ese Dionís siempre ha sido un protegido del prior y a mí no me incumbe lo que él decida.
—¡Por el amor de Dios, fray Antoni! —exclamó Bartomeu—. Pero si son unos niños desamparados.
—Pues os los lleváis a vuestra casa. Aquí ya damos socorro a unos cuantos pobres.
—No puedo hacer eso. Además, yo obedezco órdenes.
A Joan se le encogió el corazón. Nadie los quería y recordó con temor la tarde gris y lluviosa, y las calles embarradas. ¿Dónde irían si aquel fraile los echaba? Gabriel lloraba y le abrazó para darle consuelo.
Se hizo un silencio incómodo mientras el fraile y Bartomeu se medían con la mirada.
—Hermano —intervino al fin fray Jaume con humildad—, son chicos y comen poco. Les podemos dar empleo aquí en la cocina ayudando al cocinero y en el huerto mientras no llegue el prior y nos dé garantías para su sustento. Además, si los echáis, el prior lo usará contra vos frente a sus superiores del Santo Sepulcro en Italia. Ya sabéis las influencias que tiene.
El monje soltó un gruñido y se quedó mirando pensativo a Jaume, que a su vez lo contemplaba con las manos juntas sobre su panza y aspecto implorante.
—No creo que el prior nos aporte por el valor de lo que esos chicos puedan comer —dijo al fin con más calma—. Los acepto, de momento, con dos condiciones.
—¿Cuáles? —inquirió fray Jaume.
—Que mosén Bartomeu le busque al mayor un trabajo fuera del convento que pague por sus gastos, y que el pequeño ayude en la cocina y el huerto. Espero que el prior solucione el asunto en cuanto llegue.
—De acuerdo —dijo Bartomeu.
—¡Amén! —concedió fray Jaume—. ¡Chicos, besad la mano al suprior!
Joan y Gabriel se levantaron tímidamente.
—¡Vamos!
Cuando Joan besó la mano a aquel hombre, sintió la misma repulsión que si lo hubiera hecho a una serpiente. Estaba fría.
Un poco antes del rezo de vísperas, Bartomeu se cubrió con su capa y caperuzón para salir. La lluvia continuaba cayendo. La menguante luz de la tarde hacía el día aún más triste, más gris y una sensación de desamparo invadió a los pequeños.
—Bartomeu, no os vayáis, no nos dejéis aquí —le suplicó Gabriel, agarrándole del brazo.
Joan compartía los temores de su hermano, pero no dijo nada. Era lo suficientemente mayor para saber que la súplica sería inútil, no cambiaría su destino.
—No temas —respondió el hombre, apenado—. Os gustará el convento.
—¡Por favor, Bartomeu, llevadnos a vuestra casa! —dijo el pequeño rompiendo en lágrimas.
—No puedo, Gabriel. Mi mujer no os aceptaría y la casa es suya. Pero no te preocupes, vivo cerca y os vendré a ver.
El niño no respondió aunque se le agarraba con fuerza, llorando. Joan comprendió el cariño que en pocos días le habían cogido a Bartomeu. Por las historias que contaba, por su sonrisa fácil, por el cuidado que tenía con ellos, por la seguridad que daba estar a su lado; era lo más cercano a una familia de lo que disponían. Y ahora, cuando Bartomeu se iba dejándolos en aquel lugar tenebroso, él se sentía tan abandonado como su hermano.
—Vamos, vamos, Gabriel —dijo fray Jaume con su vozarrón profundo—. Bartomeu debe irse. Le esperan en su casa. Mira, después del rezo os presentaré al novicio; es un poco mayor que vosotros pero os haréis amigos.
Bartomeu le acarició la cabeza a Gabriel mientras fray Jaume los separaba con ternura. Después, el mercader le dio un cachete cariñoso a Joan en la mejilla.
—Nos veremos pronto. Quedad con Dios —dijo emocionado al despedirse.
Gabriel buscó la mano de su hermano mayor y vieron cómo Bartomeu se calaba la capucha para lanzarse a los charcos del empedrado. En pocas zancadas cruzó el patio bajo la lluvia y desapareció de su vista.
Joan sintió a Gabriel aferrándose a su mano y vio que las lágrimas corrían por sus mejillas.
—No te preocupes, yo cuidaré de ti —dijo abrazándole.
—No os podría llevar a su casa aunque quisiera —les comentó fray Jaume cuando el mercader se hubo alejado—. No insistáis. Su padre le desheredó, mas es listo y bien parecido y se casó con una mujer guapa y rica. Es muy celosa y manda en la casa; todo lo que hay en ella es suyo.
—¡Pero no tienen hijos! —se lamentó Gabriel.
—Ese es el problema —repuso el fraile—. No tienen hijos y cuando él quiso adoptar, ella se negó en redondo.
—¿Y cómo sabéis vos todo eso? —inquirió Joan.
El fraile rio.
—Aquí conocemos a todos los vecinos y sus vidas. Vienen a misa y se confiesan.
—¿Y por qué le desheredó el padre? —quiso saber Gabriel.
—Es muy complicado —repuso el fraile bufando—. No lo vais a entender.
Los chicos le miraban interrogantes y el hombre, parlanchín por naturaleza, no pudo callarse.
—A Barcelona la hizo grande y poderosa una raza de mercaderes audaces que establecieron consulados comerciales en todo el Mediterráneo e incluso en el mar del Norte. Bartomeu Sastre procede de una familia con esa tradición. Pero en las últimas generaciones muchos de ellos prefirieron comprar un título de nobleza y tierras con remensas, vivir de rentas y no preocuparse por si el barco con las mercancías naufragaba o era asaltado por piratas. Eso fue lo que hizo el padre de Bartomeu, pero él, que es el hijo menor, quiso continuar con la tradición comercial. Después llegó la guerra civil y mientras su familia estaba con los señores terratenientes, Bartomeu luchó a favor del rey, al que también apoyaban los remensas. El rey ganó la guerra, aunque a él le desheredaron. Le va bien con su comercio, pero está lejos de la fortuna de su padre y de su mujer.
Dando por terminada la explicación, el monje les hizo un gesto para que se apresuraran.
—¡Vamos! Que llegaremos tarde a misa.
Las paredes de la iglesia eran altas y los ventanales dejaban entrar una luz grisácea que no conseguía disipar las penumbras del interior. Encontraron a los frailes de espaldas a ellos, vestidos con sus hábitos negros, algunos encapuchados, en silencio y mirando hacia el altar mayor, al fondo, donde quemaban dos velas. Un monje, con la cabeza cubierta, se situó junto al altar y empezó a dirigir las oraciones. Por su porte larguirucho, Joan se dijo que sería el suprior.
Los rezos se prolongaron durante media hora y el chico tuvo la sensación de encontrarse en un lugar irreal, tétrico. ¡Cuánto añoraba el mar azul, los pinos encaramados en rocas y rompientes, el cielo luminoso y las nubecillas que contenían aquellos seres etéreos y hermosos! ¡Cuánto añoraba a su padre, y aquel tiempo en que le creía invencible cuando levantaba su arpón en la proa de la barca! Y se preguntó qué sería de su querida madre, de su hermana María y de Elisenda.
Deseaba que él y Gabriel crecieran pronto para abandonar aquel convento horrible, hacerse soldados, combatir al moro y rescatarlas. En su oración le preguntaba al Señor por qué permitió tanta desgracia. Sentía que su odio contra los sarracenos regresaba y rezó pidiendo poder matar a muchos, a cientos, y que ellos y sus familias sufrieran. Y que el miserable de mosén Dionís fuera castigado. Su interior estaba mucho más oscuro que la iglesia. Sentía un vacío en el pecho y un puño que le atenazaba las tripas. La rabia dolía y también sus mandíbulas apretadas.
Al terminar los rezos, fray Jaume les presentó a los monjes conforme iban saliendo de la iglesia. Fray Llorenc, Nicolau, Miquel, Francesc, Melchor y otro Jaume. Los chicos les besaron la mano a todos y algunos les respondieron con una frase de bienvenida, otros con una bendición. Al suprior ya le conocían y cruzó hacia el claustro sin saludar.
También había tres criados y un muchacho larguirucho; vestía este una túnica oscura que no llegaba a ser hábito y usaba una cuerda por cinturón. Era el novicio y fray Jaume se lo presentó como Pere. El chico debía de ser un par de años mayor que Joan, tenía ojos azules diluidos y aspecto ausente.
—De momento dormiréis en su celda —les dijo el fraile.
Las celdas de los frailes se comunicaban con el claustro, pero la del novicio estaba en el patio, así que tuvieron que cargar los jergones de paja y sus hatillos bajo la lluvia que arreciaba. Fray Jaume les dio unas capas con capuchas, muy grandes para ellos, pero que los protegieron del agua.
La celda era pequeña y tenía solo una puerta y un ventanuco que daban al patio. No había muebles aparte de un taburete y unos estantes hechos de mampostería con un cántaro y un cuenco. Una vez pusieron sus jergones en la pared opuesta de donde el novicio tenía el suyo y sus hatillos en un rincón, quedaba muy poco espacio para moverse. El cubículo atufaba a húmedo, a ropa mojada.
Fray Jaume les dio unas escudillas y unas cucharas de madera advirtiéndoles que debían cuidarlas, puesto que sin ellas no se comía. Después hizo sonar una campanilla para llamar a la cena. Los frailes, silenciosos, se pusieron en fila para subir la escalera de caracol que llevaba a la planta superior y los chicos formaron detrás del novicio. Se encontraron con una gran sala, más ancha y tan larga como el cuerpo principal de la iglesia. La sostenían tres enormes arcos góticos y los cuatro grandes ventanales terminados en ojivas iluminaban la sala con la luz moribunda de un atardecer lluvioso.
En el centro estaba la mesa principal, con pedazos de pan distribuidos a tramos junto con unos vasos de madera y unas fuentes con manzanas e higos. En una mesa pequeña y cercana a la escalera, el cocinero y los criados colocaron un gran perol. Después los frailes desfilaron con sus escudillas y el cocinero las llenó de un potaje de nabos, verduras, garbazos y tocino. Cuando los chicos recibieron su ración, se sentaron aparte con los criados. Todos se levantaron para la bendición de la mesa y un fraile, ayudado por la luz de un candil, leyó algo que los chicos supusieron sagrado. Comieron en un silencio en el que solo se oía el murmullo de escudillas, cucharas y jarras de vino y agua. Al terminar la lectura el fraile se apresuró a sentarse a la mesa y tomar su potaje antes de que se enfriara y la sala se llenó de murmullos de conversación.
Comieron con el cocinero, el hortelano, y otro criado del que Joan no supo cuál era su cometido.
—Esos frailes solo rezan —comentó el hortelano—. Los de otras órdenes sí que trabajan, pero estos solo saben rezar y pedir.
Terminada la cena, los monjes lavaron sus escudillas y cucharas en un barril para guardarlas en los amplios bolsillos de sus hábitos. Luego se pusieron en fila y, encapuchados y con sus candiles encendidos, desfilaron hacia la iglesia cantando una salmodia. Allí rezaron las completas para acostarse después.
A pesar del cansancio y de las emociones del día, aquella fue una noche intranquila para Joan. Unas voces le despertaron en la oscuridad. Tardó en comprender que el novicio hablaba en sueños, gemía, suplicaba. Quiso librarlo de su pesadilla sacudiéndole con suavidad. Pero entonces empezó a gritar. Gabriel se despertó sobresaltado y Joan, encogido también por el temor, se abrazó a él para consolarlo. No paró ni un rato, aun durmiendo. Eran gritos de miedo, de terror, que producían escalofríos. Al día siguiente, Pere dijo no recordar nada y se mostró ofendido y molesto cuando Joan insistió.