El regidor decidió su futuro poco después de terminar el servicio religioso de aquel domingo. Los soldados condujeron a Joan a su presencia y el enfado del fraile pareció remitir al ver el labio del chico hinchado y con sangre.
—No puedo dejaros a ti y a tu hermano en la aldea —dijo con calma fingida—. Este invierno habrá hambre y no os queda familia. Además, debéis ser educados en el respeto a la Iglesia y a la autoridad. Si tuvieras unos años más, te daría una lección que no ibas a olvidar: eres una manzana podrida; si no cambias, tu alma arderá en el infierno y no quiero que contamines a tus vecinos, que son buenos vasallos.
—No son vasallos, son libres como las gaviotas —repuso el chico.
—Los pescadores son vasallos del abad de Santa Anna de Barcelona.
—Son libres, y si el abad tuvo algún derecho, lo perdió, puesto que vos no nos ayudasteis contra los piratas, como era vuestra obligación.
El oficial dio a Joan un cogotazo que le hizo perder por un momento de vista al regidor.
—¡Cállate! —le reprendió—. Y escucha, estúpido.
Joan estaba convencido de que el fraile mentía. Su padre le enseñó que los poderosos trataban de dominar a los humildes; y Tomás, que aquel hombre quería someter a los pescadores. Pero se dijo que el oficial le partió el labio para evitarle males mayores y que tenía razón, le convenía callar.
—¡Continúas igual de descarado! —saltó el regidor—. No voy a perder el tiempo discutiendo con un chiquillo que habla como un viejo hereje. Ni voy a esperar. Hay un mercader de confianza que está a punto de salir para Barcelona y le pagaré para que os lleve. Dejarás de ser mi responsabilidad y pasarás a ser la del abad de Santa Anna.
«¡Barcelona!», se sorprendió Joan. ¡Había oído hablar tanto de la gran ciudad!
Preparar los hatillos fue fácil, tenían poco. Un gran pañuelo en el que depositaron una cuchara de madera, el cazo de barro cocido, que usarían para beber y comer, y la poca ropa que llevaba: unas camisas, un sayo y un par de pañuelos recuerdo de su madre. Una vez anudados los cuatro extremos, Joan los sujetó a la punta de la azcona de su padre para así poder transportar el hatillo apoyando el asta en el hombro. Gabriel usaría el arpón de Tomás para llevar su fardo. Antes de salir, Joan recogió las preciosas ramitas de coral rojo y las escondió entre las ropas de su hatillo.
Los vecinos los despidieron con abrazos y cariño, y les dieron algo de pan, unas bellotas, uvas y castañas para el viaje. Era poco, pero mucho para ellos.
—Cuidaos, hijos míos —decía llorosa Clara, la mujer de Daniel, besándolos de nuevo—. ¿Qué será de vosotros?
—Cuando seamos mayores, nos haremos soldados y partiremos al reino de los sarracenos a rescatar a nuestras familias —insistía Joan—. ¿Verdad, Gabriel?
Su hermano sacaba pecho y afirmaba con la cabeza.
—Sí, y volveremos con un tesoro moro —explicaba el pequeño con una gran sonrisa.
—¡Pobrecitos niños! —exclamó otra de las mujeres.
—Ya son hombres —les recordó Daniel, intentando convencerlas.
—¡Volveremos! —dijo Joan a modo de despedida, pero las caras de los de la aldea decían lo contrario.
Todos se juntaron en la playa en el mismo lugar donde varaban a la Gaviota, símbolo perdido de su libertad. El día era nuboso, el mar estaba algo rizado y soplaba un garbí suave, ideal para navegar hacia el sur. Los vecinos se quedaron en la playa saludando y deseándoles fortuna hasta que dejaron de verlos. Entonces, Gabriel se puso a llorar y al poco también lo hacía Joan.
—Me alegro de que seáis pescadores —les dijo el patrón a los chicos como bienvenida a su barca—. Así no me ensuciaréis la cubierta con vómitos.
La barca era del tipo laúd, lo suficientemente grande para seis y la mercancía que transportaba. La capitaneaba un viejo patrón enjuto y malhumorado llamado Ferrán, que hablaba poco y cuando lo hacía era para increpar al marino que tenía a su mando con palabrotas y expresiones que hubieran ruborizado, de oírlo, al regidor de Palafrugell. Pero se notaba que conocía su oficio. Cuando vio llorar a los hermanos comentó:
—Mejor. Cuanto más lloren, menos mearán.
Por el contrario, mosén Bartomeu Sastre, el comerciante al que el regidor los había encomendado, era un hombre de unos treinta años, alto, bien parecido, de ojos oscuros, nariz aguileña, mirada observadora de ave rapaz y sonrisa fácil. Tenía el pelo cortado en media melena y la cara afeitada. Joan le observó con curiosidad; ningún hombre se afeitaba en la aldea y en el pueblo solo lo hacían el regidor y un par más. Y aquel pelo no era ni corto como el de un hombre, ni largo como el de una mujer. Además, hablaba de una forma rara, apenas lograban entenderle. Sin embargo, era amable y les dijo dónde podían colocar sus hatillos y dónde sentarse en la nave. Esperó a que los chicos se situaran para hablarles y una vez le cogieron confianza, consiguió que le contaran su historia. Joan notó que aquel hombre, a pesar de querer disimularlo, se emocionaba en algunos momentos de su relato.
—¿Que los sarracenos han vuelto? —inquirió extrañado el patrón cuando Bartomeu se lo comentó.
—Sí, saquearon el pueblo de estos chicos, mataron a su padre y se llevaron a muchos cautivos.
—¿Los sarracenos? —preguntó de nuevo el marino.
—Sí —confirmó Joan.
—Qué extraño —dijo el viejo—. Hace mucho que no sabíamos de ellos. De genoveses y franceses, sí, pero de moros no. ¿Estás seguro de que eran moros?
—Sí, sí lo eran.
El hombre calló y se fue a sujetar una de las cuerdas de la vela murmurando algo entre dientes.
—¿Cómo sabes que lo eran? —volvió a interrogar el patrón al rato.
—Llevaban turbantes y fray Dionís, el regidor, dijo que eran sarracenos.
—¿El regidor? ¡Puaj! —El patrón escupió despectivo por encima de la borda.