Capítulo 3

Joan vio que allí en la cima, bajo la protección de la torre, faltaban muchos de los aldeanos, y más mujeres que hombres. Ellos vigilaban tensos la posible aparición de sarracenos, con sus ballestas y arcos preparados, y ellas atendían a los heridos y a los niños. Los más pequeños lloraban, alguno preguntaba por sus padres y Gabriel se unió al desconsuelo. También los mayores tenían lágrimas en los ojos.

Desde la cima se divisaba parte de la playa de Llafranc y en ella la galera. Con sus múltiples remos parecía un horrible ciempiés que devorara las casas, situadas poco más allá de donde la nave clavaba su quilla en la arena.

Joan no podía permanecer quieto, su ansiedad le vencía: necesitaba saber qué pasaba, dónde estaban los suyos, y cuando Tomás y Daniel dijeron que bajarían hacia la aldea por si podían ayudar a alguien, quiso acompañarlos.

—Pero ¿adónde vas? —protestó Clara, la mujer de Daniel, tomándole del brazo—. ¡Si eres un crío! ¡Vas a hacer que te maten!

Joan forcejeó diciéndole que le soltara, que quería encontrar a los suyos.

—Si han de volver, volverán por ellos mismos —repuso ella—. No hay nada que tú puedas hacer.

—Déjalo, mujer —intervino Tomás—. Que venga con nosotros. Se le acabó la inocencia. Hoy tendrá que ser un hombre.

Joan le dijo a Gabriel que se quedara junto a Clara, que él iba en busca de mamá y los demás.

A pesar de las palabras de Tomás, el chico calculó que los mayores le superaban en altura al menos un par de palmos y se dijo que aún le faltaba para ser hombre. Pero siguió a los otros dos, que, armados con sus ballestas, avanzaban con precaución; todos habían perdido a alguien y había angustia en sus rostros.

Se acercaron hasta donde el camino descendía hacia el pueblo y desde allí trataron de ver, a través de los árboles, qué ocurría abajo.

—No se entretendrán mucho —dijo Tomás.

—¡Desde el mirador de abajo los veremos! —gritó Joan.

—No grites —gruñó Daniel—. De acuerdo, bajemos, pero despacio.

Joan descendió por el camino mientras los hombres lo hacían bordeándolo para evitar emboscadas. Llegaron al mirador que mostraba la aldea y desde allí los vieron; eran muchos, Tomás dijo que había más de cien piratas. Parecían hormigas: entraban a las casas, salían, amontonaban cosas y se movían por la playa cargando en la galera lo que saqueaban. El mar estaba tranquilo, muy azul, y Joan vio sobre la arena un grupo de gente inmóvil.

—¡Mirad! —chilló—. ¡Los tienen allí, en la playa, prisioneros!

—¡No grites! —le advirtió Daniel.

—No puedo distinguirlos bien —dijo Tomás.

—¡Yo sí! ¡Son ellos, son ellos! —insistió Joan.

—Bajemos más, pero con cuidado —propuso Tomás.

Era el mismo camino en que sufrieron la emboscada, solo había que seguirlo y llegarían al lugar donde cayó su padre. Joan se puso a correr.

—¿Adónde vas? —susurró casi en un grito Daniel.

—¡Quiero ver a mi padre!

—¡Maldito crío!

—¡Voy con él! —dijo Tomás.

—¡Haréis que nos maten también a nosotros! —se lamentó Daniel.

Aquellas palabras hicieron estremecer al chico, que empezó a rezar mientras bajaba a toda velocidad, jadeando. «¡Dios mío, que no esté muerto! ¡Por favor, Señor, que se pueda curar!».

Al divisar los cuerpos que yacían en el suelo, Joan apenas podía respirar, no tanto por la carrera, sino por la angustia que le oprimía el pecho. Le vio en el mismo lugar donde aquel terrible trueno le derribó. Estaba boca arriba, sobre un lecho de agujas de pino manchado de sangre. Tenía los ojos cerrados y tapaba con sus manos una gran herida entre la parte baja de las costillas y la tripa. De nada le sirvió la cota de malla que Joan creía mágica y que Ramón cuidaba con esmero.

—¡Papá! —musitó.

No hubo respuesta y el chico se acercó para acariciarle la mejilla. Sus ojos se abrieron con esfuerzo y le miró.

—Joan —dijo, débil—. Joan.

—¡Estás vivo! —exclamó, para gritar después a los demás que ya llegaban—. ¡Mi padre está vivo!

Le tomó la mano, la tenía muy fría.

Tomás corrió hacia ellos. Tenía los ojos enrojecidos y al ver a su amigo se le llenaron de lágrimas. El alivio que Joan sintió al encontrar a su padre con vida se disipaba por momentos. Debía de estar muy mal.

—¡Le tenemos que curar! —dijo. Nadie respondió.

—Agua —pidió Ramón—. Dadme agua.

—¡Agua! —gritó el chico.

Y de un salto se apoderó del pellejo que llevaba Daniel. Puso un poco de agua en su boca, pero le hizo toser. Después Ramón suspiró y cerró los ojos.

—Papá, papá. Te vas a curar.

—¿Dónde están mamá y los niños?

—Arriba, a salvo en la torre —mintió Tomás sin dejar responder al chico.

Joan recordaba a su padre fuerte y lleno de energía, le había creído invulnerable. La pena le ahogaba mientras se esforzaba por entender lo incomprensible.

Los sarracenos se habían llevado las ballestas, pero dejaron tirada la lanza de su padre, esa que el chico creía tan poderosa.

—Joan —musitó, girando la cabeza para mirar a su hijo a los ojos.

—Sí, papá.

—Eres un chico valiente, estoy orgulloso de ti. —Y respiró hondo—. Dile a tu madre y a tus hermanos que os quiero mucho.

Tosió y de su boca salió sangre.

—¡No te mueras! Te llevaremos a la torre.

Jadeante, Ramón miraba al cielo.

—Las gaviotas —dijo buscándolas con la mirada—. Ellas son libres desde que nacen, pero nosotros tenemos que luchar.

Ramón respiraba trabajosamente y Joan sollozó.

—Prométeme que serás libre.

—Lo prometo. Pero no te mueras, papá. No te mueras, por favor.

—Cuídalos —susurró el hombre.

—Sí, papá.

El padre cerró los ojos con una leve sonrisa y se mantuvo en silencio mientras Joan acariciaba angustiado su fría mano. Después habló haciendo un gran esfuerzo.

—Sé que lo harás.

Ramón tomó aire de nuevo y lo dejó escapar con fuerza. Fue como si se cerrara una puerta, como si soltara un peso con el que no podía. Ya no volvió a mirarle. Joan tardó en comprender que había muerto. Una pena horrible le desgarraba.