El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media

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Una de las más graves tragedias vividas por Europa en los siglos remotos fue la caída del imperio romano. En aquella época, como sucede a menudo con los acontecimientos humanos, muchos no se dieron cuenta de la gravedad del hecho. Una buena parte de los ciudadanos de Cartago estaban disfrutando de los juegos en el anfiteatro cuando la ciudad fue atacada por los vándalos, y los nobles de Colonia celebraban un banquete cuando los bárbaros llegaron a las puertas de la ciudad. Otros, en cambio, se dieron perfecta cuenta de la gravedad de los acontecimientos: cuando el ejército de los godos, acaudillado por Alarico, saqueó Roma en el verano del año 410 d. C., san Jerónimo —que por aquel entonces vivía en Belén y no era aún santo— escribió: «Se ha apagado la luz más brillante del mundo» y, con profunda angustia y un temblor en las piernas, tuvo el valor de añadir: «Si Roma puede perecer, ¿nos queda algo seguro?».

Los historiadores modernos, con raras excepciones,[1] están de acuerdo en el alcance histórico que tuvo el desmoronamiento del imperio romano, pero no coinciden en las causas que motivaron su decadencia.

Unos culpan a los cristianos, otros a la degeneración de los paganos; para unos la causa fue el nacimiento y la consolidación del Estado burocrático-asistencial, para otros fue la decadencia de la agricultura y la extensión del latifundio; unos lo atribuyen al descenso de la fertilidad, otros al ascenso de la clase campesina. Un sociólogo norteamericano ha replanteado recientemente el problema presentando la tesis brillante y original de que la decadencia de Roma fue debida al progresivo envenenamiento por plomo de la clase aristocrática romana.

El plomo, si se ingiere o absorbe en dosis superiores a un miligramo al día, puede provocar estreñimiento doloroso, pérdida de apetito, parálisis de las extremidades y, finalmente, puede producir la muerte. Puede, además, ser causa de esterilidad en los hombres y de abortos en las mujeres. Siguiendo con la tesis del ilustre sociólogo, los romanos, y en particular los aristócratas, ingerían cantidades de plomo superiores al límite tolerado. No tan sólo existía recomendación de Plinio el Viejo de que «se usaran recipientes de plomo y no de bronce» para la cocción de los alimentos, Sino que además el plomo era utilizado en la fabricación de tuberías de conducción de agua, jarras, cosméticos, medicinas y colorantes. Añádase a esto que los romanos, para conservar mejor y endulzar el vino, añadían zumo de uva no fermentado que, a su vez, había sido hervido y decantado en recipientes revestidos internamente de plomo. De este modo, mientras pretendían esterilizar vino, los romanos «no se daban cuenta de que se esterilizaban a sí mismos».

La alta tasa de mortalidad y la baja tasa de natalidad de la aristocracia romana son claramente indicativas, según el sociólogo norteamericano, de los fenómenos de envenenamiento por plomo y así, a lo largo de algunas generaciones, esta «aristotanasia» provocó la desaparición de las figuras más autorizadas del pensamiento y de la cultura. Una ciudad donde el envenenamiento por plomo debió de ser particularmente intenso y extenso fue Ravena, sede del poder del imperio de Oriente en Italia. No vayamos a creer que allí todo marchaba bien. Según Sidonio Apolinar, en Ravena «los muros se desploman, las aguas cesan de fluir, las torres ceden, las naves encallan, los ladrones vigilan. Los guardianes duermen».

Envenenados por el plomo y, por tanto, estreñidos, estériles y afectados por la «aristotanasia», los romanos no fueron capaces de contener a los bárbaros. La consecuencia fue una ruina general y profunda. A finales del siglo IV, Ambrosio, obispo de Milán, no veía a su alrededor sino «semirutarum urbium cadavera». Commodiano, horrorizado, escribía que «vastantur patriae, prosternitur civitas omnis». Un poeta anónimo se lamentaba de que «omnia in finem precipitata ruunt». Rufino confesaba amargamente: «¿Cómo se pueden tener ánimos para escribir, cuando estás rodeado de armas enemigas y a tu alrededor no ves más que ciudades y campos devastados?».

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Así comenzó la Edad Media, cuyos primeros siglos son llamados en inglés los «siglos oscuros» (dark ages). Un estudioso hizo notar, no hace mucho tiempo, que aquellos siglos «no eran tan oscuros para los bárbaros», puesto que nosotros no somos los «bárbaros», los primeros siglos de la Edad Media siguen pareciéndonos una época oscura. En la oscuridad suceden cosas extrañas. En la oscuridad de la Alta Edad Media, la sociedad se organizó en tres estamentos: los que combatían, los que oraban y los que trabajaban y que, por lo tanto, eran considerados siervos. Felipe de Vitry, secretario de Felipe VI de Valois, lo explicó de la siguiente manera:

Para escapar de las calamidades que la amenazaban, la sociedad se organizó en tres estamentos. Uno se encargó de rezar al Señor Dios Padre. El segundo se dedicó al comercio y a la agricultura. Y, por último, para proteger de las injusticias y agresiones a las dos clases antes mencionadas, se crearon los nobles.

Pero la explicación de Felipe de Vitry es partidista e inexacta. Los nobles no tenían ni la más mínima intención «de proteger de injusticias y agresiones a las otras dos clases sociales». Por el contrario, se afanaron por añadir injusticia a la injusticia y agresión a la agresión. Cultivaban una única pasión: luchar. Cuando esto no era posible, se desahogaban en cruentos torneos o en no menos cruentas partidas de caza. En conjunto, contribuyeron a llenar Europa de prevaricaciones y violencias.

Como si esto no fuera suficiente, aguerridos y amenazadores pueblos extranjeros presionaban desde fuera, añadiendo violencia a la violencia y latrocinio al latrocinio. Los musulmanes presionaban desde el sur, los húngaros por el este y los escandinavos por el norte. Estos últimos eran tal vez los peores. Se ignora por qué y cómo empezaron sus sanguinarias incursiones, y por qué razones continuaron devastando Europa durante tanto tiempo. Ciertamente poseían una tecnología naval superior,[2] y el motivo que se suele citar es el del pillaje. Pero había otro. Una reciente publicación noruega afirma que tuvo mucha importancia el «papel de las mujeres en la belicosa sociedad escandinava. Fieras y formidables, las mujeres vikingas sabían también ser peligrosamente infieles si se les presentaba la ocasión y, en cualquier caso, jamás se dejaron someter».

No nos debe maravillar, pues, que los maridos de tan formidables mujeres optasen por pasar largas temporadas en el extranjero. Tanto más cuanto que en el sur los vikingos varones hallaban placenteras ocasiones de olvidar los difíciles problemas domésticos. Hallándose en los Annales de Saint-Bertin, en el año 865 d. C., un nutrido grupo de Nortmanni «ex se circiter ducentes Parisyus mittunt ubi quod quaesiverunt vinum» («enviaron un destacamento de unos doscientos hombres a París en busca de vino»). La pertinaz secuencia de violencias y las deprimidas y penosas condiciones de vida de la época elevaron las tasas de mortalidad hasta niveles muy altos. Es obvio que a una mortalidad elevada debe corresponderle una fertilidad igualmente elevada si se quiere que la sociedad sobreviva. Después de la caída del imperio, los europeos afortunadamente habían perdido la mala costumbre de esterilizarse con el plomo. Fue una suerte. Pero, al mismo tiempo, el comercio con Oriente iba languideciendo cada vez más y, en consecuencia, la pimienta oriental se convirtió en Occidente en un bien cada vez más raro y costoso. El gran historiador belga Henri Pirenne y su escuela han efectuado rigurosísimas investigaciones con objeto de demostrar que el avance musulmán, en los siglos VII y VIII de la era cristiana, supuso el golpe definitivo a las ya tambaleantes relaciones comerciales entre Oriente y Occidente; en consecuencia, la pimienta acabó siendo en Occidente un bien tan escaso como nunca antes lo había sido.

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La pimienta —todo el mundo lo sabe— es un potente afrodisíaco. Privados de pimienta, los europeos a duras penas consiguieron compensar las pérdidas de vidas humanas causadas por nobles locales, guerreros escandinavos, invasores húngaros y piratas árabes. La población disminuyó; las ciudades se despoblaron, mientras que los bosques y los pantanos se extendían cada vez más. Perdida ya toda esperanza de alcanzar una vida mejor en este mundo, la gente fue depositando cada vez más sus esperanzas en la vida del más allá, y la idea de obtener recompensas en el cielo la ayudó a soportar la falta de pimienta en esta tierra.

Solamente los tontos podían contemplar el futuro con optimismo. Los inteligentes sentían ante él un horror sobrecogedor, y muchos se refugiaron en la paz de los conventos para huir de un mundo brutal y sanguinario. Lo único que faltaba ya era que aparecieran los terribles jinetes del Apocalipsis, tal como había sido anunciado por los profetas. Todo el mundo estaba resignado y convencido de que tal acontecimiento sucedería la medianoche del día treinta y uno de diciembre del año 999. A partir de las once y media de la noche de aquel temido día, todas las madres apretaron fuertemente a sus hijitos contra su pecho y los amantes se fundieron en un último y patético abrazo de amor. La fatídica y temida medianoche llegó puntualmente, pero —con gran estupor por parte de todos— los jinetes del Apocalipsis no hicieron acto de presencia. Esta falta de asistencia a la cita señaló el turning point de la historia europea.

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El nuevo milenio puede ser justamente considerado el milenio de la Europa occidental. El mérito de haber abierto el paso a esta nueva época corresponde a dos personajes notables de aquel tiempo: el obispo de Bremen y Pedro el Ermitaño. Ambos fueron, en definitiva, los fundadores del imperialismo europeo. El obispo de Bremen sentía debilidad por la miel y la caza. Pedro, en cambio, tenía predilección por los manjares picantes. Lo que hicieron ambos fue, en realidad, muy sencillo. Rodeados como estaban de tipos violentos, cuyo deporte favorito era matarse mutuamente, el obispo y el Ermitaño actuaron de catalizadores e incitaron a los europeos a ejercer su violencia contra los no europeos, en lugar de hacerlo contra ellos mismos. Como buen alemán, el obispo habló de un modo claro y llano, sin ringorrangos diplomáticos, y en 1108 exclamó con voz de trueno: «Los eslavos son pueblos abominables y en sus tierras abundan la miel, el grano y la caza. Jóvenes caballeros, dirigíos hacia Oriente». De este modo, el terrible obispo, utilizando como cebo la miel, el grano y la caza, empujó hacia Oriente a muchos jóvenes alemanes violentos y dio comienzo a aquel Drang nach Osten que llevó a las conquistas germanas de los territorios situados más allá del río Elba y, en última instancia, a la creación del Estado prusiano.

El Ermitaño era francés. Según escribió Guillermo de Tiro, «Pedro nació en la diócesis de Amiens, en el reino de Francia. Era menudo y de salud débil, pero tenía un corazón muy grande». Según Gilberto de Nogent, Pedro «comía poquísimo pan, y se alimentaba tan sólo de pescado y vino». Seguramente no tenía problemas de colesterol. Lo que nadie explica, sin embargo, es que Pedro sentía debilidad por las comidas picantes. Si consumía tan sólo pescado y vino, se debía a que era un pobre eremita y no un rico abad y, en consecuencia, no podía permitirse el lujo de adquirir la pimienta que los contrabandistas transportaban furtivamente a Occidente y vendían a elevadísimo precio. Solo, en su ermita rodeada de enormes árboles silenciosos del espeso bosque, Pedro sufría en silencio y rogaba sin cesar a la Divina Providencia que le concediera un poco de pimienta con que poder condimentar sus sencillas comidas. Pero la Divina Providencia sabía que incluso una pequeñísima dosis de pimienta hubiera comprometido la vida espiritual de Pedro y, por tanto, en vez de pimienta le enviaba lluvia, nieve y rayos.[3] Se trataba de una decisión sabia y justa desde el punto de vista divino, pero no desde el punto de vista de Pedro, que era un hombre fuera de lo corriente. Solo en su ermita, desengañado por los continuos fracasos que obtenían sus plegarias, Pedro fue elaborando un gran plan: promover una cruzada para liberar la Tierra Santa de la opresión musulmana, que permitiría, al mismo tiempo, abrir de nuevo las vías de comunicación con Oriente y, por lo tanto, reabastecer a Europa de pimienta de un modo regular. Así podía obtener de una sola vez la seguridad de una dulce recompensa futura en el cielo, y el premio picante en la tierra. En cuanto al éxito de la empresa, no podían caber dudas: ¿cómo podría el Señor Dios Padre, que conocía sin duda la recóndita aspiración de Pedro, negar su ayuda a una empresa que tenía por objeto aniquilar a los musulmanes y liberar la Tierra Santa?

Es increíble cómo una idea puede llegar a transformar a un hombre. Pedro el Ermitaño, el silencioso y solitario Pedro, abandonó los grandes y silenciosos árboles del espeso bosque y empezó su peregrinación de cabaña en cabaña, de aldea en aldea, de castillo en castillo, inflamando almas y corazones con un lenguaje irresistible. «Era un gran orador», escribió Guillermo de Tiro con admiración. Pero el mérito de su éxito no hay que atribuírselo sólo a él, sino también a una serie de factores socioculturales.

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En todas las formas de migración humana existen unas fuerzas de atracción y de estímulo. La pimienta fue, sin duda, la fuerza de atracción; el vino fue la fuerza de estímulo. El francés Rutebeuf cuenta que, tras una noche de abundantes libaciones, los nobles estaban henchidos de fervor por la Cruzada, y soñaban en voz alta con proezas en la batalla y acciones gloriosas. Esto lo escribía Rutebeuf en el siglo XIII, pero el sentido de su testimonio puede ser retrotraído a Pedro y a sus secuaces. Como ya tuve ocasión de decir, según Gilberto de Nogent, Pedro «se alimentaba de pescado y de vino». Es posible que a sus secuaces no les gustara demasiado el pescado, pero en lo que se refiere al vino desde luego no ponían ninguna objeción.

Las Condiciones económicas y sociales de la época facilitaron el proyecto de Pedro. La Iglesia oficial siempre había reprochado a los nobles su conducta violenta y sanguinaria. Ahora Pedro les proporcionaba la posibilidad de vapulear al prójimo y obtener al mismo tiempo elogios por parte de la Iglesia, en vez de reproches. Los jóvenes vástagos de la nobleza, privados de los derechos de sucesión según la estricta legislación feudal, vieron en el plan de Pedro la posibilidad de conquistar posesiones en Oriente y, al mismo tiempo, adquirir méritos a los ojos del Todopoderoso. Y el pueblo llano vislumbró, a su vez, la posibilidad de cambiar de vida: acabar con su miserable situación y participar en el saqueo de los tesoros orientales con el beneplácito y la bendición del Señor.

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Antes de la Revolución industrial, los transportes y las comunicaciones eran lentos y dificultosos. Lo habían sido también en tiempo de los romanos, aunque éstos podían disponer de carreteras y de puentes. Tras la caída del Imperio, las carreteras se deterioraron y los puentes se hundieron, con lo cual los transportes y las comunicaciones se hicieron más penosos y más lentos. La gente empezó a utilizar, siempre que fuera posible, las vías marítimas. En tiempos de Pedro, sin embargo, el Mediterráneo estaba casi totalmente en manos de los piratas musulmanes. Pedro y sus secuaces deseaban encontrarse con los musulmanes, pero no en alta mar. Los nobles eran valerosos en la batalla, montados en un caballo, pero no lo eran cuando se hallaban al borde del mareo. Cuando uno está mareado, lo último que puede desear es enfrentarse con un pirata musulmán. Por esta razón, la mayoría de los cruzados eligieron la vía terrestre, por lo menos hasta Génova o Venecia.

El viaje era largo, y los cruzados eran muy conscientes de ello. Además, aunque enfervorizados por el vino y las palabras de Pedro, los cruzados se daban perfecta cuenta de que se requeriría mucho tiempo para derrotar a los infieles. Sabían, pues, que no volverían a ver su patria ni a sus mujeres durante muchos años.

Dejando aparte el caso extraordinario de Escandinavia, puede afirmarse con absoluta certeza que la Europa de la Edad Media estaba dominada indiscutiblemente por el hombre. El hombre era dueño y señor absoluto. Lo que pudieran pensar las mujeres en su fuero íntimo, no se sabe. Aparentemente declaraban aceptar la supremacía del varón. No obstante, había un proverbio que rezaba así: «Fiarse de la propia mujer está bien, pero no fiarse está mejor». Casi todos los cruzados eran analfabetos, pero conocían bien los refranes. Así nació en aquel contexto sociocultural la idea del cinturón de castidad: uno tras otro, los cruzados se preocuparon de ponerse a cubierto de bromas pesadas colocando a sus mujeres el incómodo (para la mujer) pero tranquilizador (para el marido) cinturón.[4] Fueron tiempos prósperos para los herreros, y la metalurgia europea entró en una fase de fuerte expansión. Éste fue tan sólo el primero de una serie completa de desarrollos espectaculares.

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FIGURA 1.

Los cruzados encontraron en Oriente muchas cosas interesantes, y olvidaron alegremente sus países de origen y a sus esposas.

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Los musulmanes fueron derrotados. Pedro pudo satisfacer su enorme deseo de pimienta y se olvidó de los grandes árboles silenciosos del espeso bosque. Los cruzados encontraron en Oriente cosas interesantes, y olvidaron alegremente su patria y a sus mujeres, cinturón incluido. Como escribió un cronista de la época, Fulcher de Chartres:

Nosotros, que éramos occidentales, nos hemos vuelto orientales. Nos hemos olvidado ya de nuestro país natal. Hay quien ya posee una casa, una familia y siervos como si los hubiese recibido del padre o por derecho de herencia. Hay quien tiene por esposa no a una mujer de su tierra sino a una siria, una armenia o, incluso, una sarracena bautizada. Todos los días se reúnen con nosotros parientes y amigos que han abandonado voluntariamente en Occidente todos sus haberes. El Señor ha hecho ricos aquí a los que eran pobres allá. Las pocas monedas que tenían se han convertido en muchísimas, y todas de oro. ¿Por qué motivo, pues, deberíamos volver a Occidente?

En esta increíble aventura en que se vieron extrañamente envueltos el Señor Dios Padre, la pimienta, las monedas de oro, los eremitas, los señorones feudales y las mujeres sarracenas, los únicos que no perdieron la cabeza fueron los italianos. Entre éstos, los venecianos, en los tiempos tristes de las invasiones germánicas se habían refugiado en algunas islitas en medio de los pantanos, y en aquellas islas, como anotó un observador del siglo X, «illa gens non arat, non seminat, non vindemiat» («aquella gente no ara, no siembra ni vendimia»). Para vivir tenían, pues, que dedicarse al comercio.

Un historiador norteamericano escribió hace algunos años que

La avidez veneciana por los beneficios derivados del comercio y obtenidos por cualquier medio sólo podía compararse a la falta de escrúpulos que caracterizaba a los genoveses.

Un economista anglosajón igualmente crítico escribió:

Los ingenuos cruzados se encontraron envueltos en una red de intereses comerciales que poco o nada entendían. Durante las tres primeras cruzadas los venecianos, que les habían proporcionado las naves, les engañaron descaradamente, igual que un mercader sin escrúpulos engaña en el mercado al tonto del pueblo.

El caso es que los italianos habían intuido el enorme potencial comercial que proporcionaba la ocupación cristiana de la Tierra Santa. Pedro no era el único europeo que deseaba intensamente la pimienta. Como Pedro, había en Occidente decenas de millares, y los italianos —aun sin haber seguido cursos de prospección de mercado— se adueñaron del comercio y obtuvieron beneficios monopolísticos notables. Si lo hubieran hecho los holandeses, los alemanes o los ingleses, habrían sido citados en los manuales de historia como ejemplos admirables de ética protestante y encomiables campeones del procapitalismo. Tratándose tan sólo de italianos, fueron definidos como ejemplos deplorables de «avidez» y de «falta de escrúpulos comerciales». En cualquier caso, tanto se afanaron los mercaderes italianos que el comercio de la pimienta entró en una fase secular de excepcional expansión. En Alejandría una calle entera, casi un barrio entero, fue destinado al comercio de la pimienta, y en Occidente, tras unos siglos de ausencia casi total, la pimienta reapareció en cantidades cada vez mayores en los mercados y en las mesas.

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Europa Occidental se transformó como por encanto. Del lugar lóbrego y triste que era, pasó a ser una tierra desbordante de vitalidad, energía y optimismo. El aumento del consumo de pimienta incrementó el vigor en los hombres que, al verse rodeados de tantas hermosas mujeres guardadas por sus cinturones de castidad, experimentaron un repentino y enorme interés por la elaboración del hierro; muchos se hicieron herreros y casi todos se dedicaron a la producción de llaves. Este hecho tuvo dos importantes consecuencias:

  1. La creciente frecuencia del apellido Smith («herrero») en Inglaterra, Schmidt en Alemania, Ferrari, Ferrario, Ferrero o Fabbri en Italia, Favre, Febvre, Lefevre en Francia.
  2. El desarrollo de la metalurgia europea que entró definitivamente en fase de expansión y de self-sustained growth («crecimiento autosostenido»).

La pimienta tenía una importante cualidad: que no se deterioraba. Era, además, un bien extremadamente líquido, ya que nadie con la cabeza sobre los hombros lo hubiera rechazado. Podía, pues, utilizarse no sólo como fuente de energía sino también como elemento de intercambio. Puesto que la pimienta era usada a menudo como moneda, los mercaderes se convirtieron también en banqueros y practicaron la usura tanto con los pobres como con los señorones manirrotos. En el fondo de su corazón sabían muy bien que vendiendo armas a Saladino, pimienta afrodisíaca a los europeos y practicando la usura en gran escala se volvían extremadamente sospechosos a los ojos de Dios. Ocurrió entonces que, con objeto de tranquilizar su conciencia, destinaron notables sumas a actos de caridad y a donaciones a la Iglesia. Los mercaderes italianos tenían a gala ser los más competentes en contabilidad y en administración y, por consiguiente, anotaron con precisión y meticulosidad estas sumas en cuentas especiales, que figuraban en los libros mayores como «cuenta de Nuestro Señor Dios».

Una buena parte de las donaciones que los obispos y abades recibieron de los mercaderes las gastaron en la construcción o reconstrucción de iglesias, catedrales y monasterios. Además, los obispos y abades, que durante siglos habían acumulado inmensos tesoros sometiendo la economía europea a una gravosísima presión deflacionista, ahora que había pimienta disponible en el mercado abrieron sus arcas y pusieron en circulación fortunas enormes que aumentaron la demanda global efectiva. La gran cantidad de dinero que se gastó en la construcción de las catedrales procuró trabajo y dinero a los albañiles quienes, a su vez, emplearon el dinero ganado en adquirir pan y vestidos, con lo cual proporcionaron trabajo a los panaderos y sastres. De este modo, el «multiplicador» sostuvo y multiplicó el desarrollo de la economía europea.

Obviamente la población aumentó, pero a causa de: a) la expansión del comercio de la pimienta, b) los efectos a la alza y a la baja de dicha expansión y c) los efectos del «multiplicador» y del «acelerador», la tasa de crecimiento de la renta superó la tasa de población, la renta per cápita aumentó y hasta finales del siglo XIII Occidente consiguió evitar la caída en la trampa malthusiana.

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FIGURA 2.

Obispos y abades, que eran obsequiados con donaciones de los comerciantes, invirtieron buena parte de ellas en la construcción o reconstrucción de iglesias, catedrales y monasterios.

En términos cliométricos, la situación puede expresarse de la siguiente manera.

A falta de grandes movimientos migratorios

ΔN = B − D

donde ΔN representa el aumento de la población, B el número de nacimientos y D el de defunciones. D fluctuaba fuertemente en este breve periodo, aunque en torno a un nivel más o menos constante. Por otro lado

B = ∞ Pc

donde B representa los nacimientos, ∞ es la constante afrodisíaca de la pimienta y Pc es el Consumo de pimienta. Al aumentar Pc, B y ΔN asumían valores positivos muy elevados. Podemos identificar Pc = Pt, siendo Pt el comercio de la pimienta. De acuerdo con lo que hemos afirmado poco antes, a propósito de las catedrales, albañiles, panaderos y sastres, está claro que ΔY = β Pc, siendo ΔY el incremento de la renta. De todo esto se deriva que:

ΔN = (∞/β) ΔY − D

Supuesto que ∞/β < 1, tenemos:

ΔN = ∞/β ΔY − D < ΔY − D

ΔN < ΔY − D < ΔY

En otras palabras, la tasa de crecimiento de la renta aumentó más rápidamente que la tasa de población y, como se ha dicho ya antes, se evitó la caída en la trampa malthusiana.

A la revolución económica le siguió una importante revolución social. Un sociólogo norteamericano escribió a este respecto, hace algunos años, que

una versión preprotestante de la Ética protestante de Weber desempeñó un papel fundamental en la decadencia del feudalismo. En poco tiempo, por una razón u otra, las ciudades crecieron como complemento de los propietarios inmobiliarios. Al acumularse el capital en las Ciudades, los propietarios inmobiliarios se vieron obligados a recurrir a ciertas medidas que, en último extremo, determinaron la caída del sistema [feudal].

Veintisiete páginas de anotaciones algebraicas (generosamente subvencionadas por una academia de las ciencias) han sido necesarias para sostener, elaborar y aclarar esta hilarante afirmación.

En Europa occidental los protestantes «preprotestantes» tuvieron un notable éxito. Dentro de las murallas, que poco a poco se iban ampliando al extenderse las ciudades, los protestantes preprotestantes (es decir, la burguesía mercantil urbana) adquirieron una posición social cada vez más importante, y un papel cada vez más dinámico. Mientras que los aristócratas enseñaban a sus hijos a montar a caballo, cazar y batirse en duelo, los protestantes preprotestantes, por su parte, abrían en las ciudades escuelas de contabilidad. Solamente en un punto las dos clases estaban de acuerdo: explotar al máximo a los campesinos, que no eran considerados como hombres sino como animales de carga. De vez en cuando los campesinos se alzaban en rebelión, pero siempre acababan por ser sometidos de nuevo a palos.

Como repetían a coro los juglares de la época:

Rusticani non civiles

semper erunt et sunt viles

Rusticani sunt fallaces

sunt immundi, sunt mendaces.

9

Inglaterra ha tenido siempre un clima lluvioso, y no es casual que fuera un inglés quien inventó el paraguas. En la época de la que estamos hablando, Inglaterra, además de ser un país lluvioso, era también un país subdesarrollado (y subdesarrollado no sólo teniendo en cuenta los parámetros de hoy en día, sino tomando como base los mismos parámetros de la época). Dado que era un país lluvioso y, por tanto, melancólico y, además, subdesarrollado, Inglaterra era un país relativamente poco poblado. Este conjunto de circunstancias tuvo una serie de consecuencias importantes. Las lluvias copiosas y el clima húmedo favorecían la existencia de excelentes y abundantes pastos. La existencia de excelentes y abundantes pastos favorecía la existencia de rebaños de ovejas excepcionales. La existencia de rebaños de ovejas excepcionales significaba abundancia de lana de primerísima calidad. El hecho de que los habitantes fueran pocos y poco desarrollados suponía, a su vez: a) que la producción de lana superaba sus necesidades y b) que en lugar de transformar la lana en producto acabado (es decir, tejidos), los ingleses durante mucho tiempo continuaron ofreciendo su lana a la exportación como materia prima.

Llegados a este punto, y aun a costa de interrumpir el hilo de la narración, se me ocurre de pronto hacer una confrontación entre el destino de Inglaterra y el de Italia. Inglaterra dispuso de excelente lana cuando (en la Edad Media) la lana era la materia prima más buscada; dispuso de excelente y abundante carbón cuando (en tiempos de la Revolución industrial) la materia prima más valiosa era el carbón, y dispuso del petróleo del mar del Norte cuando (en nuestros días) el petróleo se convirtió en la fuente de energía más utilizada en la actividad productiva. En cambio, Italia tuvo lana escasa y birriosa en la Edad Media, escasísimo y miserable carbón en la Revolución industrial, y poquísimo y miserable petróleo en la época actual; en compensación, dispuso siempre de abundante mármol, que utilizó sobre todo para adornar iglesias y erigir monumentos funerarios en los cementerios.

La necesidad agudiza el ingenio, y los italianos de la Edad Media supieron cómo agudizarlo. En el continente, los protestantes preprotestantes de categoría gastaban bastante dinero en vestirse y andaban siempre en busca de telas refinadas. Como dos más dos son cuatro, los comerciantes italianos relacionaron ambos hechos: importaron las lanas inglesas, instalaron eficientes manufacturas de tejidos de lana, mecanizando el proceso productivo mediante unos molinos llamados batanes, y obtuvieron pingües beneficios.

Gran parte de la lana inglesa procedía de las tierras de los monasterios y conventos ingleses. Francesco de Balduccio Pegolotti, un comerciante florentino bien informado de la primera mitad del siglo XIV, incluye en su relación:

Estas instituciones vendían las mejores lanas de Inglaterra.

El floreciente comercio de la lana hizo muy ricos a los monjes ingleses. Una parte de esta riqueza fue destinada a la reconstrucción y al embellecimiento de los monasterios otra parte se dedicó a la adquisición de nuevas tierras, pero una gran parte fue invertida en combatir la melancolía que se apodera de quienes viven en lugares lluviosos y húmedos. Por mucho que les gustara la pimienta, siendo monjes no podían consumirla en exceso, dados sus efectos colaterales. No les quedaba, pues, sino el vino.

El vino fue llevado por primera vez a Inglaterra por los romanos, y los cristianos se afanaron mucho por poseerlo. En la Alta Edad Media, cuando el comercio a larga distancia era prácticamente inexistente y el abastecimiento de vino procedente de Francia era bastante inseguro, los ingleses cultivaron extensamente la vid en su propia isla. Pero su vino era pésimo. Guillermo el Conquistador lo sabía y, cuando decidió invadir Inglaterra en 1066, se acordó de llevar consigo una buena provisión de vino francés.

Los acontecimientos de los siglos siguientes complicaron notablemente las cosas. El día de Navidad del año 1137, Leonor de Aquitania se casaba con Luis VII, rey de Francia, aportándole como dote los extensísimos territorios del ducado de Aquitania junto con sus magníficos viñedos. No obstante, el matrimonio no estaba destinado a tener éxito. «Leonor probablemente no era la mujer más adecuada para un hombre tan sensible como Luis VII». Con esta frase un historiador inglés se adjudicó el premio mundial del understatement. Leonor, según los datos que tenemos de ella, era muy hermosa, inteligentísima, intrigante, indomable y extraordinariamente exuberante. Devoraba la pimienta como si de chocolate se tratara (aunque el chocolate en aquellos tiempos aún no había llegado a Europa). Luis VII, en cambio, era un hombre piadoso, enamorado, eso sí, de su mujer, pero absolutamente incapaz de satisfacerla intelectualmente, psicológicamente y físicamente: su compañía favorita eran los monjes; le gustaba cantar con ellos cantos litúrgicos.

En el año 1144 el papa Eugenio III, apesadumbrado y deprimido por las pérdidas de hombres y territorios que sufrían los cruzados en el Oriente Medio a causa de la reacción árabe, convenció al rey Luis para que organizara una segunda cruzada con la que detener el avance musulmán. El rey Luis, con la ayuda de Bernardo de Claraval, consiguió convencer a sus nobles para que le siguieran. Leonor no era el tipo de mujer que se queda en casa haciendo ganchillo encerrada en un cinturón de castidad, y decidió ir a la Cruzada con su marido y su séquito de nobles caballeros.

La aventura del Oriente Medio, sin embargo, en vez de estrechar los vínculos entre marido y mujer acabó por romperlos del todo. Leonor se mostraba excitadísima a la vista de las maravillas y los placeres del Oriente, y se volvió más exuberante que nunca, mientras que el rey Luis —cuando no estaba ocupado en la lucha contra los musulmanes— dedicaba cada vez más su tiempo libre a acompañar a los monjes en sus cantos litúrgicos. Leonor iba diciendo que su marido «era más monje que rey» y según un cronista, desde luego poco benévolo, la reina increpó un día al rey gritándole que «valía menos que una pera podrida».

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FIGURA 3.

Cuando Guillermo el Conquistador se preparaba para marchar a la conquista de Inglaterra en el año 1066 no olvidó llevar consigo provisiones suficientes de vino francés.

La pareja regresó a París en noviembre del año 1149. A su alrededor había dos abades: el dulce, culto y esteta Suger, y el pelma por antonomasia Bernardo de Claraval. Suger murió en enero de 1151 y con él desapareció un elemento que se preocupaba por salvar el matrimonio de la real pareja. Quedaba el pelmazo que, por el contrario, siempre había alimentado sentimientos de desconfianza y hostilidad hacia Leonor, igual que albergaba sentimientos de desconfianza y de hostilidad hacia cualquier mujer, especialmente si era atractiva. La nefasta influencia del pelma sobre Luis VII fue decisiva. El rey pidió al papa la anulación del matrimonio alegando motivos de consanguineidad, y en marzo de 1152 el matrimonio entre Luis y Leonor fue anulado.

Una vez obtenida la anulación, Luis ordenó que en todas las iglesias de Francia se entonara el Te Deum, pero aún no había acabado de sonar la última nota del Te Deum cuando el rey Luis recibió la terrible noticia de que la indomable Leonor se había casado, el día 18 de mayo de 1152, con Enrique, duque de Normandía, doce años más joven que ella y heredero del trono de Inglaterra por vía materna. Enrique había heredado de su padre Normandía, Maine, Anjou y Turena. Al casarse con Leonor se aseguró también Aquitania. En 1154 subió al trono de Inglaterra. Así pues, en 1154 el rey de Inglaterra tenía el control no sólo de Inglaterra sino también de más de dos tercios del suelo francés, junto con los magníficos viñedos que en él prosperaban.

Fue entonces cuando el vino francés comenzó a afluir al mercado inglés en cantidades considerables. Tras la pérdida de Poitou y Normandía, el rey Juan hizo de Burdeos el centro del poder inglés en Francia, por eso los consumidores ingleses empezaron a interesarse por el clarete de Burdeos. La primera partida de vino de Gascuña llegó a Southampton en 1213, y a Bristol al año siguiente. Por aquella época, la venta de lana por parte de los monjes ingleses entraba en una fase secular de rápida expansión. A finales del siglo XIII, Inglaterra exportaba una medía de 30.000 sacos al año de lana en bruto. De modo paralelo creció el comercio del vino gascón, y los historiadores creen que a principios del siglo XIV Burdeos exportaba a Inglaterra una media de 700.000 hectolitros de vino al año.

Fue entonces cuando el capitalismo medieval alcanzó su momento cumbre. La pimienta, el vino y la lana eran los principales ingredientes de la prosperidad general, manteniendo naturalmente la pimienta el papel de lo que Marx ha llamado el motor de la historia.

10

El longobardo Bertoldo se sentía infeliz en los días de sol porque sabía que la única cosa que cabía esperar eran días de mal tiempo. Y, en cambio, era feliz cuando llovía por la razón opuesta. Había habido demasiados días de sol en la economía de Europa occidental entre el año 1000 y el 1300; según la ley de Bertoldo, había que esperar días de mal tiempo. Y así sucedió.

A los reyes ingleses les gustaba mucho el vino y le rendían auténtico culto, por decirlo de algún modo. Cuando Enrique, el hijito de Eduardo, enfermó la noche de Pentecostés, el rey mandó añadir un galón de vino al agua del baño del muchacho.

En la Edad Media se producía el vino sin prestar atención especial al proceso de envejecimiento, por lo cual una parte considerable de la enorme reserva real acababa agriándose. Los soberanos ingleses, por regla general, se aseguraban de que el buen vino estuviese reservado para su mesa y de que a los invitados se les sirviera el que se había estropeado. Pedro de Blois, escribano en la corte de Enrique II, cuenta que:

He visto servir, incluso a la alta nobleza, un vino tan turbio que se veían obligados a cerrar los ojos, apretar los dientes y, con la boca torcida y gran repugnancia, filtrar y hasta beber aquella porquería.

En definitiva, para los soberanos ingleses el vino era una cosa seria. No debe, pues, sorprendernos que en 1330 surgiera entre el rey de Inglaterra y el rey de Francia una grave disputa por el control de las zonas vinícolas francesas. El infausto resultado de este litigio fue una guerra conocida con el nombre de «Guerra de los Cien Años», aunque la verdad es que duró 116. El verdadero héroe de esta contienda interminable fue una mujer, Juana de Arco, que luchó valerosamente contra el rey de Inglaterra por conseguir que el vino francés permaneciera bajo control francés en su denominación de origen. La larga guerra arruinó económicamente a ambos países, y supuso también la ruina de muchos viñedos franceses, que fueron devastados por las compañías de mercenarios. Lo cual demuestra, una vez más, la locura de las guerras.

En aquel triste periodo, Europa sufrió, además, otro flagelo. Entre el año 1000 y el 1300 de nuestra era y gracias a los efectos, entre otros, de toda la pimienta importada, la población europea había aumentado de forma considerable. Las estimaciones más recientes ofrecen las siguientes cifras, expresadas en millones de personas:[5]

1000 1340
Italia 5 10
España 7 9
Francia 5 15
Islas Británicas 2 5
Alemania y Escandinavia 4 12

Comentando este crecimiento demográfico y además los correspondientes movimientos de colonización, un famoso profesor anglorruso escribía hace algunos años:

Mientras el movimiento de colonización avanzó con la ocupación de nuevas tierras, las cosechas de estas tierras vírgenes alentaron la creación de nuevas familias y la formación de nuevos asentamientos humanos. Con el paso del tiempo, Sin embargo, el carácter marginal de las nuevas tierras no dejó de manifestarse. A las grandes cosechas les sucedieron largos periodos de ajuste de cuentas, en los cuales las tierras depauperadas, y que ya no eran nuevas, parecían querer castigar a quienes las habían puesto en cultivo. No es aventurado interpretar la decadencia de la producción agrícola como un castigo natural por un cultivo anterior excesivo.

Que los europeos merecían una especie de «castigo» por toda la pimienta que habían consumido entre el año 1000 y el 1300 d. C., está fuera de toda discusión.

Puesto que la pimienta se vendía sobre todo en los mercados urbanos, la gente invadía las ciudades y, dado que los tiempos eran aún inseguros, se apiñaba en los espacios bastante reducidos que había dentro de las murallas. Hacia 1340, París, Córdoba, Venecia y Florencia contaban con unos 100.000 habitantes; Bolonia, Roma, Milán, Londres Colonia, Gante, Brujas y Smolensko probablemente tenían unos 50.000. Muchas otras ciudades contaban entre 10.000 y 20.000 habitantes. Si lo juzgamos con nuestros parámetros modernos, no se trata de grandes cifras. Pero si examinamos las cosas teniendo en cuenta los niveles de higiene, sanidad y conocimientos médicos de la época, nos daremos cuenta enseguida de que alrededor de 1340 la situación se había vuelto explosiva. Y de hecho explotó.

En Asia, la peste es de naturaleza endémica, y la peste que asoló Europa entre 1347 y 1351 fue sin duda de origen asiático. Procedente de Oriente, la peste apareció en Sicilia y en el Sur de Francia hacia finales de 1347. En junio de 1348, había llegado a Venecia, Milán, Lyon, Burdeos, Toulouse y Zaragoza. En diciembre de 1348, había alcanzado Muhldorf, Calais, Southampton y Bristol. A finales de 1349, Escocia, Dinamarca y Noruega. No tenemos desgraciadamente un censo fiable de la población de ratas, y sus correspondientes pulgas, en Europa, entre 1347 y 1351. Sabemos, no obstante, que los acueductos romanos no se habían puesto en servicio desde la caída del Imperio, y que los habitantes de la Europa medieval rara vez tomaban un baño. En las ciudades medievales la mayoría de la gente vivía en condiciones de mugre y de miseria. Aunque no podemos proporcionar cifras exactas al respecto, podemos afirmar que en 1347 había en Europa occidental muchas más ratas y pulgas de lo que generalmente se cree.

Pero la gente de entonces no sabía que había muchas más ratas y pulgas de lo que generalmente se cree. No sabía ni siquiera que el proceso de la infección era del tipo rata → pulga → hombre. El caso es que, en el plazo de dos años, aproximadamente un tercio de la población europea desapareció, y de un modo no precisamente agradable. Fue una pesadilla. Además, la pandemia causó estragos que duraron cerca de tres siglos, en el sentido de que fue seguida por una serie de epidemias que de un modo intermitente, pero implacable, continuaron devastando alternativamente distintas partes de Europa. Hasta finales del siglo XV, la población europea se mantuvo sensiblemente por debajo de los niveles que había alcanzado en 1340.

La depresión demográfica hizo que los salarios aumentaran, lo cual supuso que sectores cada vez más amplios pudieran permitirse raciones satisfactorias de pimienta. Esto hubiera producido una enojosa escasez de pimienta en el mercado, de no ser por la oportuna intervención de los portugueses. El infante Enrique de Portugal —que fue llamado el Navegante porque enviaba a los otros a navegar— organizó la exploración sistemática de la costa occidental de África, con la esperanza (coronada finalmente por el éxito) de hallar un paso por mar que pusiera en comunicación marítima directa a Portugal con los países productores de pimienta, en Extremo Oriente. Entretanto, a lo largo de las costas occidentales de África, los exploradores portugueses encontraron pimienta negra en abundancia que, aunque era de calidad muy inferior a la pimienta asiática, no por eso dejaba de ser pimienta, y en sus carabelas la trajeron a Europa en cantidades importantes.

Mientras tanto habían ido sucediendo otras cosas extrañas.

En la primera mitad del siglo XIV, la situación financiera del rey de Inglaterra no era de las más halagüeñas. Entre otras cosas, el rey había pedido prestadas a los comerciantes florentinos sumas tan considerables que sólo pensar en el pago de los intereses bastaba para provocar dolor de cabeza a sus contables. Cuando en 1337 declaró la guerra al rey de Francia por causa de aquellos benditos viñedos franceses, el rey Eduardo creyó —como creen todos los que declaran la guerra— que la suya sería una guerra relámpago y, tal como ocurre con todos los que proyectan una guerra relámpago, se equivocó de medio a medio. Su guerra relámpago duró, como ya se ha visto, 116 años, y él no vivió lo suficiente para saberlo. Lo que sí comprendió, sin embargo, desde el comienzo del berenjenal, fue que sus recursos financieros no podrían sostener el coste de la empresa. Poco después de 1340 se declaró en bancarrota e informó a los banqueros florentinos de que no pagaría sus deudas. Para los florentinos fue una pérdida desastrosa. Más aún. Desde un punto de vista psicológico fue un verdadero shock. Si en el mundo de los negocios no puede uno fiarse de un caballero inglés, ¿de quien diablos podrá fiarse? Los florentinos sacaron las consecuencias lógicas: abandonaron el comercio y la banca y se dedicaron a la pintura, la cultura y la poesía. Así se inició el Renacimiento mientras sobre la Edad Media descendía la palabra.

FIN