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Steve levantó lentamente las manos hasta la altura de los hombros y Cathy repitió el gesto con bastante más rapidez. En la sala de estar, Shapely había advertido la luz y los ruidos que llegaban de afuera y se había puesto rígido, con la mano en la empuñadura de su revólver. Luego el hombre que había hablado desde la lluvia gritó:

—¡Jim! ¡Eh, Jim!

Shapely se movió entonces. Se acercó a la puerta y la abrió con cautela mirando hacia afuera. Sus ojos cayeron sobre Steve y Cathy, inmóviles a la luz de la linterna, y su boca se abrió. No alcanzaba a entender.

—¡Eh, Jim! —repitió la voz—. Soy yo, Howard. ¡Mira lo que he encontrado!

—¡Qué me cuentas! —exclamó Shapely y algo así como una sonrisa cruzó por su rostro.

Con movimiento rápido extrajo su propio revólver.

—Muy bien. A no moverse. Ninguno de los dos.

—No pensaba hacerlo —dijo Steve con disgusto.

—Ya los estoy apuntando con mi revólver —aclaró Howard—. Es una suerte que me hayas nombrado ayudante.

—¡Ahá! —gruñó Shapely y luego se dirigió a la pareja haciendo un ademán con la mano, pero sin dejar de apuntarlos—. Entrad.

Él mismo retrocedió y entró lentamente de espaldas a la sala. Parecía nervioso.

Cathy no sentía mucho miedo, pero Steve estaba inquieto. Shapely se sentía muy inseguro con esa arma en la mano y un hombre inseguro con un arma era mucho más peligroso que alguien con aplomo. Se movió con mucha lentitud, manteniendo las manos bien altas, esforzándose por no sobresaltar a sus captores.

Entraron y el hombre de afuera les siguió. Shapely colocó a Cathy y a Steve de espaldas a la chimenea, en el extremo de la sala y su confianza aumentó, sobre todo cuando Howard se situó a su lado, con su impermeable negro que chorreaba agua, una automática salpicada en una mano y una linterna también mojada en la otra.

—He visto siluetas contra la ventana cuando me acercaba —dijo Howard, señalando a los prisioneros—. Pensé que podías tener problemas.

Era un hombre alto y delgado, con ese rostro enjuto de líneas duras, característico de los habitantes del norte. Su pelo grisáceo estaba empapado.

—Muy bien —comentó Shapely, todavía procurando entender el asunto—. Gracias, Howard.

—Deberías haberme dicho que ibas a venir cuando termináramos. Creí que no ibas a prestar atención a esta carta, Jim. Yo he venido por un presentimiento… He aparcado antes de la curva y me he acercado a echar una ojeada.

—Supongo que usted es el director de la Gazette —dijo Steve.

—Así es —respondió Howard mientras metía la linterna en un profundo bolsillo.

—Uno de los conspiradores de Shapely.

—La conspiración parece estar de su lado. Las cartas insidiosas no le van a llevar a ningún lado. Jim es medio hermano mío y no entiendo adónde pretende llegar usted.

La sonrisa de Jim ya se había hecho más amplia.

—Por lo visto trataban de prepararme una emboscada.

Un elemento de dureza dio carácter sádico a la sonrisa.

—De modo que apoyando a su medio hermano en esta farsa, ¿eh, Howard? —dijo Steve—. ¿Quiere asegurarse de que él se libre de las pruebas?

Los ojos de Howard adquirieron una mirada fría.

—No me gusta el tono de sus comentarios. Es usted el que ha organizado una farsa; usted, con sus cartas. Pero no somos tan estúpidos los de esta región como para tragarnos semejante disparate.

—Howard me las mostró —anunció el sheriff con orgullo—. Usted se creyó muy astuto, pero la treta no dio resultado.

Steve lo ignoró; estaba haciendo su juego con el periodista.

—Si su sheriff está tan limpio de culpa ¿qué está haciendo aquí? Si no cometió crimen alguno ¿por qué está tratando de dar con la prueba que yo mencionaba?

Howard meneó la cabeza.

—Usted no engaña a nadie. Quizá a Jim no se le haya ocurrido lo que se me ocurrió a mí: que su carta era una trampa para añadirlo a él a su lista. Él se imaginó que usted había dejado algo por aquí y escribía sus cartas para complicar el caso contra esa chica, que está perfectamente claro. No le quedaba más remedio que venir para cerciorarse de lo que usted había hecho. ¿No es así, Jim? Hay algo que no se puede negar: si usted hubiera tenido algo legal entre manos no habría tenido necesidad de escribir esas cartas.

Howard volvió a menear la cabeza, esta vez con aire apesadumbrado, y añadió:

—Le tengo lástima, ¿sabe? Mire que caer con una chica así. Debería haber estado más prevenido después de lo que se le dijo sobre ella. Ahora usted se ha cavado la fosa. Bastante grave fue ya el haberla ayudado a huir; pero eso de planear un pequeño asesinato propio… usted se ha ganado la sentencia.

—¡Pero, madure de una vez! —exclamó Steve exasperado—. Shapely está armado y yo vengo a mano limpia. ¿Cómo podía haberlo atacado?

—Eso tampoco nos engaña. Usted le estaba tendiendo una trampa. Yo le he pescado con las manos en la masa. Y ya nos hemos enterado de lo que le ha hecho a su amigo en Jacksonville a mano limpia. Usted no necesita más armas.

—Así es, Howard —aprobó Shapely con un tono en el que se advertía una creciente cordialidad—. Tengo que admitir que me has salvado la vida. Cuando vine acá no pensé en que ellos andarían cerca. Les he buscado, por supuesto, pero no me he esforzado demasiado. Con esta lluvia y demás. En cuanto a esa pista de que hablaban, creo que es un cuento. Siempre lo pensé, pero tenía que asegurarme.

—¿No hay nada aquí? —preguntó Howard.

—Nada. Yo no me explicaba cómo se nos había podido pasar algo. No me explicaba cómo podían haber hecho una denuncia así sin haberle robado algún objeto a alguien, a mí por ejemplo. No hay nada aquí, Howard. Es lo que nosotros pensábamos, un simple intento por confundir las cosas.

—De modo que era una trampa y les ha salido el tiro por la culata.

—Así es. Y les dio justo. Me imagino que ahora habrán aprendido que cuando yo busco a alguien le encuentro.

—Los encuentras —ratificó Howard—. Y ahora que los tenemos ¿cuál es el próximo paso?

—Me gustaría que regresaras a Springfield y alertaras a todo el mundo. Consigue a tus fotógrafos y a todos los ayudantes de sheriff que hemos nombrado en estos días y haz que se reúnan en la cárcel del condado, porque los llevaré allí.

El director del periódico pareció vacilar.

—¿Crees que podrás arreglarte solo? Este tipo tiene muchos recursos.

—Yo tengo un revólver para sus recursos.

—Creo que deberías esposarlos, Jim.

—Sí. Había pensado en eso. Apúntales con tu arma, Howard.

Howard hizo lo que se le indicaba y Shapely se colocó detrás de los prisioneros y esposó la mano derecha de Cathy con la izquierda de Steve. Luego retrocedió unos pasos con gesto teatral y exclamó:

—¡Linda primicia vas a tener, Howard! Los amantes asesinos. Míralos. Unidos uno al otro y dispuestos a matar por eso.

—Va a ser una buena serie de artículos.

Shapely levantó otra vez su revólver y permaneció quieto, con las piernas muy separadas. Ahora se le veía muy confiado.

—¡Una historia de rechupete! —dijo—. ¿En cuánto tiempo puedes reunir a los muchachos? ¿Una hora?

—Más o menos. ¿Te importaría que traiga también a algunos de los muchachos de la imprenta?

—Trae a quien quieras. Te veré allí.

Shapely lucía una amplia sonrisa mientras miraba cómo el periodista abría la puerta vaivén y la dejaba cerrar tras de él para internarse en la lluvia. Observó el círculo de luz de la linterna que se alejaba por el sendero hacia los escalones de entrada y su sonrisa comenzó a disiparse. Cuando se volvió, había desaparecido por completo.

—Y bien —gruñó—, ¿dónde está?

—¿Dónde está qué? —preguntó Steve con dulzura.

—La prueba de que hablaba en su carta.

—¿La que quedó aquí?

—Ya me ha oído.

Shapely estaba preocupado y Steve sacó partido de la situación.

—Haga memoria —le recomendó—. Piense en lo que hizo esa noche. Tendría que resultarle fácil. Usted se deslizó en ese dormitorio pensando que era Cathy la que dormía allí. Usted tropezó y se agarró y tocó cosas.

—¿Ah, sí?

—Usted abrió la puerta. Tocó el picaporte.

Los labios de Shapely se curvaron en una sonrisa burlona.

—Si lo que está pensando es en huellas digitales, le diré que difícilmente encuentre un lugar de la casa donde no estén mis huellas. Recorrí la casa después del asesinato y usted no podrá demostrar que esas huellas estaban antes. Déjese de rodeos.

—Entonces piense en lo que hizo.

—Yo sé lo que hice.

—Entonces no tiene por qué preguntarme nada.

Shapely avanzó un paso y se acercó a ellos.

—Déjese de rodeos, Gregory. Usted me dirá qué es lo que hay aquí.

—Usted mismo lo ha dicho: no hay nada.

—Tal vez si yo le diera a la niñita con la culata de mi revólver podría usted decidirse a hablar un poco más.

—Si usted la golpea tendrá que matarme a mí y eso le va a resultar un poco difícil de explicar. Será difícil explicárselo a su hermano, el director del diario; será difícil explicárselo a Mr. Brandt, de la Agencia de Detectives Brandt. Quizá se le ocurriera investigar un poco en torno a usted y a un hombre inteligente no le costaría mucho tiempo descubrir lo que pasó.

—No será tan difícil. Usted se resistió al arresto; eso es todo.

—¿Esposado y con un tiro en el pecho? A mí no me convence y tampoco convencerá a la policía del Estado. Todo su mugriento plan reventará; le reventará en la cara, Shapely, y cualquier cosa que usted nos haga sólo apresurará la explosión. Usted ha llegado donde ha llegado sólo porque nadie en estos lugares sabe nada acerca de lo que es trabajo policial. En cuanto se interese alguien de afuera se enterará usted de lo que es en realidad la tarea policial. Se sorprenderá de ver lo que puede lograrse. Un pelo manchado de sangre, una salpicadura en su ropa y usted está perdido.

—Ahórrese el discurso, señor detective —gruñó el sheriff retrocediendo un poco—. Son patrañas suyas. Aquí no hay ninguna prueba.

—Ya le dije que no.

—Y para asegurarme, todo lo que tengo que hacer es encender un fósforo y todo este edificio se hará humo.

—¿Con esta lluvia?

—Cuestión de empezar bien el fuego.

Steve suspiró.

—Yo he estado perdiendo el tiempo con estas escapadas. No tenía más que sentarme a esperar. Usted se perderá solo.

—Soy más astuto de lo que usted cree. Ya podrá comprobarlo —dijo Shapely y se hizo a un lado.

—Salgan de aquí —ordenó entonces señalando la puerta con un gesto.

Cathy dio un paso vacilante hacia la puerta vaivén, pero Steve la hizo retroceder con las esposas.

—Quédate donde estabas, Cathy. No precederemos al sheriff en ningún instante.

—Usted me precederá ahora mismo ¿ha oído? Salga por esa puerta.

—¿Para que usted nos dispare por la espalda y diga a todo el mundo que tratamos de escaparnos? Tendrá que matarnos de frente o nada. Yo también soy más astuto de lo que usted se imagina, sheriff.

Shapely pareció indeciso por un instante. El revólver que sostenía era tentador, pero no le atraía la perspectiva de explicar dos homicidios a sangre fría. Se mordió el labio en silencio y, repentinamente su atención se concentró en otra cosa. Desde afuera llegaba el ruido de unos pasos pesados que atravesaban la galería.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó una voz jovial.

El sheriff se volvió bruscamente y, por un instante, pareció que dispararía al azar a través de la puerta.

—¿Quién está ahí? —gritó.

—Soy yo.

Una figura se recostó en el vano de la puerta y se oyó una risita divertida.

—¡Pero mira lo que me encuentro! ¡Una reunión cumbre!

Por la puerta abierta entró Dick Graves.