31

Cuando despertaron el sol había pasado su cenit y el reloj sumergible de Steve marcaba la una y media. Él la besó largamente y una de sus manos había comenzado a deslizarse por el cuerpo de la chica cuando se sorprendió a sí mismo y la dejó con un esfuerzo. Ella se incorporó sonriente.

—Ahora que no estás helado, ya no eres tan digno de confianza.

—Y tú eres un peligro con ese atuendo. Más vale que recuperemos el pudor si no queremos olvidar la razón de nuestra permanencia aquí.

Se puso de pie y se acercó a la ropa.

—¡Qué mala suerte, todavía está mojada!

Cathy se echó atrás el desgreñado pelo y dijo:

—Estas permanentes caseras no sirven para nada. Tengo el pelo lacio como cerda.

Se vistieron juntos, estremeciéndose al ponerse encima la ropa húmeda.

—Me pregunto si alguna vez volveré a entrar en calor —comentó Cathy.

A Steve le preocupaban otras cosas. Deseaba fumar con verdadera desesperación y hasta habría recibido con alborozo un cigarrillo; pero mientras que los fósforos se habían secado, los cigarrillos aún estaban mojados y manchados dentro del húmedo bolsillo de la camisa. Los volvió a guardar con desaliento y dijo:

—Supongo que no tienes experiencia en materia de vida salvaje y no sabes lo que se puede comer en el bosque. ¿Aquí no cultivan café?

Cathy rió y sacudió la cabeza.

—Nada de café. Quizá consigamos algunas bayas, pero no sé dónde ni cuáles se consiguen.

—¿Tienes tanta hambre como yo?

—No había pensado en eso. Pero sí, tengo hambre. He pasado un día entero sin comer.

—No creo que sea conveniente beber el agua del río.

—Quizá se pueda. No veo cómo puede llegar a contaminarse el agua a esta altura.

—Es verdad, pero prefiero seguir sediento. Quizá encontremos algo para comer en tu casa.

Cathy lo miró alarmada.

—¡Oh, no, Steve! No podemos ir.

—Tenemos que ir. Shapely se presentará.

—¿Crees realmente que irá?

—Si es como yo pienso, lo hará. El director de la Gazette le mostró la carta de ayer. Le mostrará la de hoy. Y Shapely creerá en el contenido. No sé atreverá a ignorar el dato. Saldrá para la casa en cuanto se le presente la oportunidad y tratará de dar con la prueba que ha dejado allí. Tengo que estar allí cuando llegue.

—Tenemos que estar allí —corrigió Cathy.

—Tengo —repitió Steve—. Tú te mantendrás oculta por si se produjeran fuegos artificiales.

Ella le miró con una nueva y obstinada expresión en el rostro.

—Este problema me concierne directamente, y si tú vas a arriesgar la vida enfrentándote al sheriff, no permitiré que lo hagas solo. No digas una palabra. O voy contigo o no va ninguno de los dos. Si voy yo seremos dos contra uno. Quizá yo no sea tan efectiva como otro hombre, pero soy mejor que nada. Está decidido.

—No, no está decidido —dijo Steve con expresión grave—. Yo soy un lobo solitario. Siempre he trabajado solo. Así me formaron en el oficio. Puedo operar mucho mejor sin ayuda. Tú no serías más que un estorbo.

Cathy se aproximó y le miró a los ojos.

—Muy bien, Mr. Gregory, si tratas de dejarme saldré de los bosques y tomaré la carretera de White River a la vista de todo el mundo. Iré directamente a la oficina de Shapely. Tú te habrás metido solo en este asunto pero no me sacarás a mí del medio. Si nos separamos será para siempre y yo seguiré la carretera. —La voz le temblaba, pero ella permanecía firme—. Estoy hablando muy en serio, Steve. Me entregaré.

Steve gruñó y maldijo entre dientes. Luego echó una mirada hosca a las nubes oscuras que se iban levantando desde el oeste.

—Está bien —murmuró—. Nos queda tiempo de sobra para decidir eso luego. Tenemos que ponernos en marcha.

—¿Conoces el camino?

—Tendremos que costear el río, nos lleve adonde nos lleve. Dentro de pocos minutos no habrá sol y no tenemos brújula. Cuando lleguemos a tu casa es probable que el sheriff ya se haya ido. No perderá el tiempo una vez que lea la carta y Dios sabe cuándo llegaremos nosotros.

Cathy echó a andar tras de él a través de los arbustos que costeaban el río.

—¿Crees que se atreverá a ir a plena luz de día? —preguntó.

—¿Y por qué no? Tu casa no se ve desde ninguna otra vivienda de la vecindad. Podría escabullirse antes de que llegara tu vecina a dar la ración de la noche a las gallinas.

—Esa vecina no alcanza a ver la casa desde sus ventanas, pero puede ver la carretera que pasa por delante. ¿Crees tú que él se arriesgaría?

—Quizá no. Espero que no. Estos matorrales entorpecen demasiado la marcha —dijo con irritación en la voz—. Más vale que volvamos a andar por el río.

Cathy no dijo palabra, pero saltó al agua para demostrar su aquiescencia. Steve estaba de mal humor por su causa y ella quería demostrarle que era el elemento de éxito que había proclamado ser y no el factor de entorpecimiento que él temía. Él se volvió y la miró. Luego entró también al agua. Comenzaron a avanzar chapoteando.

—No crees que el sheriff esté aún en el bosque buscándonos. ¿No? —Arriesgó Cathy.

—No. No le quedará dónde buscar cuando se convenza de que no estamos en ese árbol.

—Apostaría que nos cree brujos.

Intentaba levantarle el espíritu, pero Steve se limitó a mirar el cielo y no dijo nada. Caminaron en silencio durante quince minutos. El cielo ya se había cubierto y el sol había desaparecido. Nubes muy oscuras se aproximaban rápidamente y se tornaban más amenazadoras por momentos. Steve parecía cada vez más sombrío.

—Seremos afortunados hoy si no nos mojamos más que los pies —dijo, por fin.

—Estoy acostumbrada a andar mojada —le recordó Cathy.

—Y seguramente también a andar hambrienta y sedienta.

Ella continuó siguiéndolo y recibiendo las gotas de agua que lanzaban al viento los despreocupados pasos de su compañero. Tenía el vestido empapado hasta las caderas, mojado hasta más arriba de la cintura y salpicado hasta el cuello. Como vestido era un excelente trapo de fregar. Estaba manchado, sucio, encogido, mojado y hecho jirones. Ningún hombre, salvo Steve la noche anterior, había visto tanta ropa íntima de Cathy como la que quedaba a la vista bajo los harapos; pero Cathy había cambiado mucho en los últimos días. Ya no le molestaba aquella exhibición. Ya ni siquiera le llamaba la atención. Lo que más la molestaba era esa lacerante sensación de vacío en el estómago, la dolorosa sensibilidad de sus músculos, aquel helado bloque de desesperanza que llevaba en sus entrañas como un hijo y su preocupación por el humor y las actitudes del hombre que iba con ella. El estado de su pelo, de su rostro, de su ropa tenía muy poca importancia ahora. Casi no recordaba las épocas en que les concedía atención, cuando era importante aparecer bonita, cuando no había nada más urgente ni más vital que un baño caliente o un lavado de cabeza. Parecía como si eso hubiera ocurrido en otra vida, en una vida que había quedado muy atrás, tan atrás que hasta el recuerdo era vago.

Cuando comenzó a llover el cielo ya estaba negro y, a pesar de ser media tarde, sobre los bosques se extendió un ambiente crepuscular. Primero fueron grandes gotas, redondas y pesadas, que salpicaban al golpear, que tamborileaban sobre las hojas de la fronda y se sumergían con un ruido sordo a lo largo de las tranquilas orillas del riacho. El hombre que la precedía comenzó a maldecir en voz baja. Lo adivinaba por el tono del murmullo, porque las palabras no llegaban hasta ella. Cathy marchaba tras de él en absoluto silencio, casi temerosa de su enojo. Era un día en que las cosas no marchaban nada bien y ella habría preferido permanecer veinticuatro horas más en el bosque, de ser posible. Todo salía mal ese día y era de mal augurio para los planes que tenían entre manos.

Luego los cielos se abrieron y la lluvia cayó a torrentes. Bajo los árboles no se habrían empapado tanto, pero al descubierto, en pleno río, no había refugio posible. Y siguieron marchando; Steve entre maldiciones, Cathy en tímido silencio, al principio, encogida bajo la andanada de gotas, luego —cuando ya estuvo empapada— ignorándola. Sentía frío y estornudó y Steve volvió a maldecir entre dientes. Ella presintió que el hombre la estaba considerando como una carga y trató de contener otro estornudo, luchando por suavizarlo cuando explotó a pesar de todo.

—Creo que el río corre hacia el sudeste —gruñó Steve.

—Vamos mal —dijo Cathy procurando mostrarse alegre y vivaz—. La casa queda hacia el noreste.

Unos minutos después él dijo:

—De cualquier manera, la lluvia anula la posibilidad de que haya alguien en los bosques buscándonos.

Después de eso continuaron marchando en silencio.

Los bosques estaban ya muy oscuros cuando llegaron a campo abierto y se encontraron frente a una gran extensión de tierra cultivada y, más allá, graneros, una casa y una carretera. La lluvia se había estabilizado y ahora era una cortina permanente que los calaba hasta los huesos. Las colinas que festoneaban el horizonte se habían perdido en la bruma y sólo se divisaban algunos de los árboles que delimitaban los terrenos de cultivo, como un fondo oscuro tras el pesado gris de la lluvia. Era un espectáculo frío y triste, que reflejaba el estado de ánimo de Cathy y Steve.

Cathy rechazó los recuerdos de días similares pasados en la casa de su tía, cuando una corrida hasta los gallineros, cubierta con un viejo impermeable, había sido el colmo de la incomodidad y cuando a la vuelta la había esperado un crepitante fuego en el hogar de la sala de estar. Veía ante ella la chimenea y a sí misma quitándose la ropa húmeda frente al fuego, envolviéndose en un confortable salto de cama y bebiendo a tragos el té caliente. Sin duda el fuego era un lujo que tocaba los límites de la extravagancia, pero el té se iba convirtiendo rápidamente en una necesidad. Sentía retortijones en el estómago y se preguntaba cuánto tiempo se podía resistir sin comer ni beber. El agua era abundante y Cathy pasó la lengua por sus labios mojados y tragó para humedecerse la seca garganta. Pero la comida era otra cosa. Mientras permanecían allí, observando la sombría escena, advirtió que no había la menor perspectiva de comer. Nada en el futuro inmediato tenía algo que ver con comida. Estaban apenas al norte de White River, pero no había nada para ellos allí. No podían dejarse ver. En cuanto a la casa, aun cuando lograran entrar sin que nadie los viera era dudoso que encontraran algo en la despensa. Por otra parte, era difícil que Steve accediera a entrar, por lo menos hasta que se convenciera de que el sheriff no iría.

Junto a ella, Steve preguntó:

—¿A qué distancia estamos de tu casa?

—A unos tres kilómetros.

Él lanzó un juramento en voz apenas audible.

—Oscurecerá del todo antes que lleguemos. Shapely puede llegar e irse con toda tranquilidad.

Ella esperó pacientemente la decisión de su compañero. Sabía que nada tenía que ver con la comida, porque él parecía haber olvidado eso que los demás consideraban como una necesidad. Además parecía no sentir la lluvia. Por lo visto sólo pensaba en el sheriff y en las posibilidades de éxito que tenían si lo llegaban a encontrar.

—Ven —dijo, por fin, Steve—. Tenemos que apresurarnos todo lo posible. No deberíamos haber dormido hasta tan tarde.

Echó a andar siguiendo el linde del bosque, buscando protección entre los últimos árboles, donde no los alcanzaran los ojos que podían estar espiando desde las ventanas de la casa más próxima. A Cathy le dolía el cuerpo y sus piernas parecían ya querer negarse a sostenerla; sin embargo, le siguió sin quejarse. Estaba convencida de que una palabra de queja de su parte lo haría volverse sobre ella como un tigre.

Cuando estuvo seguro de que ya no se los veía desde la granja, Steve salió de la espesura y comenzó a andar por el campo cultivado; pero no fue mucho lo que ganaron en velocidad. El suelo estaba blando y pegajoso por el agua que corría en arroyuelos por los surcos. Un niño podía haber seguido las huellas que dejaban.

Cuando oscureció del todo, Steve se aventuró más sobre campo abierto. Cruzaron una alambrada y un campo de pastoreo, allí les resultó más fácil avanzar. Sin embargo, era imposible apretar el paso porque la noche caía rápidamente con esa negrura absoluta que sólo trae consigo una tormenta de lluvia. Además, a cada paso se tropezaba con piedras y rocas, sembradas por la última glaciación.

Cuando la oscuridad hizo casi imposible la marcha, Steve buscó la carretera. Cathy pasó sus cansadas piernas por sobre una cerca de piedras para llegar a la superficie pavimentada y experimentó un extraño alivio al sentir un apoyo sólido bajo los pies llagados. Se sentían seguros en las tinieblas que cubrían la carretera, confiados en que los faros denunciarían la proximidad de cualquier automóvil.

—Si se acerca un auto —advirtió Steve—, arrójate a la zanja y quédate tendida hasta que pase.

—Sí, Steve —dijo ella sin inmutarse, pero la idea de sumergirse en los embarrados torrentes que corrían por la zanja la hizo estremecerse.

Sin embargo, por una vez tuvieron suerte. No pasaron autos.

Eran cerca de las nueve y la oscuridad era total cuando alcanzaron la casa. No podían verla desde la carretera, pero ella reconoció el lugar. Rozó la empapada manga de Steve con su mano mojada, se echó atrás el pelo y susurró:

—Está justo adelante. Inmediatamente después de la próxima curva, a mano izquierda.

Cuando habló, Steve ya no parecía tan irritado. Ella sintió la corriente eléctrica que le recorría cuando rozó su brazo. Parecía caminar de puntillas.

—Muy bien —le respondió en un susurro, a través de la lluvia—. Ahora avancemos con cautela.

Hallaron las piedras incrustadas en la barranca a modo de escalones que llevaban hasta el sendero de lajas y por allí hacia la galería, pero no vieron auto alguno. Steve subió y ayudó a Cathy a llegar al sendero, pero luego la empujó a través del césped hacia la hierba alta que se levantaba a un lado.

—Shapely ya se ha ido o no ha llegado todavía —dijo—. También puede haber aparcado más allá.

Luego consultó el reloj y añadió:

—Puede que no haya venido. Es probable que haya estado dirigiendo las operaciones de búsqueda el día entero. Quizá espere a que nadie se sorprenda ante su ausencia.

«Y quizá no venga ni haya venido», pensó Cathy, pero no lo dijo. No era un pensamiento optimista y Steve parecía menos atemorizado cuando tenía sus esperanzas puestas en algo. Él la tomó de la mano y la condujo hacia un lugar en que cierta cualidad de las tinieblas hacía adivinar la presencia de alguna masa sólida. Hasta ese momento, Cathy no había podido discernir los contornos de la casa ni había distinguido el menor signo de luz en el edificio o en torno de él.

Cuando estuvieron frente a aquella masa oscura, Steve se detuvo y escuchó. Cathy también escuchó pero no pudo oír más que el constante repiquetear de la lluvia.

—¿Hay algo? —preguntó vacilante.

Steve meneó la cabeza en la oscuridad.

—Estoy seguro de que no está aquí. Probablemente no venga.

—Me pregunto si no habrá algo de comer adentro —murmuró Cathy con tono pensativo.

Steve le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí.

—Pobrecita. Tienes que estar moribunda. Pero no podemos entrar todavía. Tenemos que esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Por lo menos hasta medianoche —respondió Steve con un suspiro.

—¡Oh! ¡Son casi tres horas! —exclamó Cathy sin poder contenerse.

—Así es. ¿Por qué no vas a los cobertizos de las gallinas y te guareces allí de la lluvia? Te llamaré cuando puedas venir.

—¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás aquí?

—Sí.

—¿Así de pie bajo la lluvia durante tres horas?

—No. Me sentaré.

—¿Tres horas enteras?

—Por lo menos tres. Pero tres horas no significan nada en el oficio de detective —añadió con una risita—. He esperado hasta diez.

—¿Bajo la lluvia?

—La lluvia no tiene nada que ver. La conducta humana depende muy poco de la situación meteorológica. Vuélvete y yo te llamaré.

Los labios de Cathy se comprimieron en una línea firme.

—No, gracias. Esperaré donde tú esperes.

Steve no discutió. Se limitó a sentarse en el césped, a unos diez metros de la casa, al borde de la hierba alta.

—Acomódate —invitó.

Ella se sentó junto a él, lo más cerca que se atrevió, pero no demasiado cerca porque él no parecía estar de un humor que invitara al compañerismo. Para su sorpresa, Steve la rodeó con un brazo y la atrajo hacia él, dándole ternura y calor sin abandonar su actitud de concentración.

Cathy sólo esperaba vivir las tres horas más largas que jamás hubiera enfrentado, pero a eso de las diez y media de la noche algo la hizo emerger de su helado, empapado y embotado ensimismamiento. Frente a la casa acababan de aparecer los faros de un auto.

Fue la presión de la mano de Steve sobre su hombro lo que la hizo volverse. Vio cómo las luces se acercaban lentamente, luego las vio doblar y ascender por la entrada de autos, produciendo un reflejo mate en el oscuro exterior de la casa al detenerse justo enfrente de donde ellos se habían apostado. Paralizada, observó cómo se apagaban y oyó el susurro de Steve.

—Bueno Cathy ahora retrocede hasta la hierba alta y tiéndete en el suelo.

Él la precedió mientras se oía el ruido apagado de una portezuela que se cerraba. No necesitaba que le dijeran de quién se trataba. Ella sabía por instinto que era el sheriff y sintió un estremecimiento de excitación y de disgusto.

Junto a ella, entre las altas hierbas, Steve yacía inmóvil y silencioso como un muerto. Era como una víbora de cascabel alerta al instante en que la incauta víctima penetrara en su radio de acción. Cathy se estremeció. Sentía que se avecinaba una hora que jamás olvidaría. En esa hora podía ocurrir una muerte. Casi sentía la presencia material de la muerte. Dedicó toda su atención a las tinieblas que se extendían ante sus ojos. Atisbo a través de los pastos en dirección al lugar en que había visto detenerse el automóvil pero no había nada que ver. Esforzó sus oídos a la espera de algún sonido que no fuera el de la lluvia y los ruidos llegaron.

La puerta exterior chirrió sobre sus goznes, luego se oyó girar el ordinario picaporte de la puerta principal y, un instante después, la puerta vaivén golpeó el marco con ruido sordo al cerrarse. La presa había entrado. Y mientras esperaban, un rayo de luz apareció tras las persianas cerradas. Era el inquieto haz luminoso de una linterna. Ésa fue la señal para que Steve se pusiera en movimiento; su presa estaba localizada y señalada por el rayo de luz.

Cathy esperó a que él saliera del pasto y luego le siguió, muy de cerca para no perderlo. Juntos reptaron a través de la empapada extensión de césped en dirección a la casa. Luego se agazaparon y esperaron con los ojos fijos en la móvil luz.

El rayo danzaba de un extremo a otro de la sala de estar en un incesante vaivén. Por fin desapareció para asomar un instante más tarde en el dormitorio de la víctima. Largo rato después apareció en la cocina y, por fin, en los estrechos tragaluces del sótano, a nivel del suelo.

En ese instante Steve se movió. Cruzó prácticamente en dos saltos la distancia que quedaba por recorrer hasta la casa, se arrojó cuan largo era cerca de los tragaluces y miró hacia dentro. Cathy se arrodilló junto a él y se agachó para poder ver.

Allí dentro estaba Shapely, moviéndose cautelosamente y paseando el rayo de su linterna de un lado a otro. De rato en rato, la luz le iluminaba el rostro; era un rostro que reflejaba mil expresiones; furia, preocupación, concentración, una sombra de pánico y más de un rastro de sospecha. Se movía con rapidez para un hombre de su peso y revisaba el recinto de prisa, como si temiera ser interrumpido.

Cuando hubo terminado volvió a subir y se arriesgó a encender las luces. Primero fue la de la cocina. Luego esa luz se apagó y apareció la del dormitorio. Esa última permaneció largo rato encendida y Steve y Cathy pudieron acercarse a la ventana y espiar a través de la hendidura que quedaba entre la persiana y el antepecho. Shapely recorría el cuarto con una minuciosidad tal, que sólo le faltaba usar una lupa.

A continuación subió la escalera y las luces de la planta alta se encendieron por un breve intervalo. Steve tomó a Cathy de la mano y la condujo alrededor de la galería.

—¿Cruje? —preguntó en un susurro.

—Algo —susurró ella en respuesta—. Pero no lo suficiente como para que nos oiga desde arriba con esta lluvia.

—Está bien.

Subieron con cuidado el escalón que llevaba a la galería. La madera crujió más de lo que ella creía, y las tablas de la galería le parecieron tremendamente ruidosas. No recordaba que alguna vez se hubieran comportado tan mal en el pasado.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó al ver que Steve se detenía junto a la puerta.

—Esperaremos a que salga.

Steve se echó atrás y se aplastó contra la pared vecina a la puerta vaivén y Cathy lo imitó. Pero mientras que él parecía cómodo y en una actitud casi natural, ella estaba tensa y sin alientos. Aunque podía transcurrir algún tiempo antes de que apareciera Shapely, se sentía como si el sheriff ya hubiera asomado medio cuerpo fuera de la puerta. Ahora no los mojaba la lluvia, pero ella habría preferido sentir su helado castigo a estar allí de pie en un lugar por el que pasaría Shapely. Por encima del rumor del agua que chorreaba del techo y abría una zanja en la tierra, alcanzaba a oír los pesados pasos del sheriff que descendían la escalera. Contuvo el aliento.

Se encendió la luz de la sala de estar. Shapely había dejado a un lado sus precauciones y buscaba desesperadamente esa única pista que parecía haber pasado por alto. Aunque todo aquello podía ser un ardid, no podía correr el riesgo.

Las ventanas arrojaron un par de brillantes parches de luz sobre las húmedas tablas de la galería y Steve se alejó de la puerta para atisbar por debajo de una de las persianas. Cathy también se agachó. Había una abertura como de quince centímetros y las cortinas del interior impedían que el sheriff los viera, pero a ellos no les entorpecía en lo más mínimo la visión.

Si Cathy conservaba alguna duda sobre la identidad del asesino de su tía, una mirada al rostro de Shapely bastó para disiparla. Nunca había visto una expresión de maldad como aquella. Odio, ira y desesperación se pintaban en los toscos rasgos y se reflejaban en los gestos. Se le veía obeso, dentro de la camisa gris manchada por la lluvia, y la estrella prendida sobre el bolsillo danzaba al compás de su agitada respiración. Observó el cinturón con cartuchera y de pronto el corazón se le oprimió. No llevaba el cuchillo.

Se preguntó si Steve lo habría advertido y estuvo a punto de decírselo, pero no se atrevió a hablar. Steve era un detective y tenía que haber observado el detalle. Sólo quedaba por ver qué haría ahora.

Shapely dejó una vez más la habitación y volvió por última vez al escenario del crimen. Un minuto después regresó y se detuvo perplejo en medio de la sala, mirando en derredor. Cathy y Steve continuaban agazapados junto a la ventana observando con atención.

Y de pronto, desde atrás, los iluminó el rayo de una linterna. Cathy vio su propia sombra sobre la ventana y la sorpresa hizo que lanzara un pequeño chillido. A través de la lluvia les llegó una fría voz nasal:

—Levanten las manos o dispararé.