30

Steve se dejó caer en el heno del granero y casi inmediatamente se quedó dormido.

No sabía cuánto tiempo había dormido cuando oyó entre sueños que Cathy se movía junto a él. Una amplia abertura rectangular en la pared del cobertizo dejaba entrar suficiente claridad lunar como para permitirle distinguir la silueta de la muchacha sentada en el heno, junto a él.

—¿Qué pasa? ¿No puedes dormir?

—No —respondió Cathy en un susurro—. No sé qué ocurre. Esos perros me han despertado.

—¿Qué perros? —preguntó Steve procurando recuperar su lucidez.

—Esos que ladran afuera.

Steve se incorporó y prestó atención. El sonido llegaba claramente desde la distancia, a través del aire quieto y silencioso. Eran aullidos de sabuesos.

Sintió que el pelo se le erizaba en la nuca.

—Dios mío —exclamó—. ¿Será por nosotros?

—¿Qué? ¿Esos perros?

Él se había despabilado totalmente.

—Sabuesos o lo que sean que siguen nuestra pista —explicó consultando las manillas luminosas de su reloj de pulsera—. Es la una y media, Shapely aseguró que ya nos tenía. Se tiene que haber referido a eso.

Cathy estaba ahora de rodillas mirando hacia afuera.

—¿Quiere decir que nos persiguen con perros de presa? ¿Cómo en La Cabaña del Tío Tom? ¡No puedo creerlo!

Steve la tomó por un brazo.

—¡Sh!

Escuchó con atención.

—Se están acercando —dijo y se puso de pie para abrir la puerta del granero y escuchar nuevamente.

Cathy se acercó y él la tomó de un hombro.

—Están en los bosques. No puede ser otra cosa. Los han hecho olfatear nuestras bolsas de dormir y nuestra ropa. Han llevado a los perros al lugar en que hallaron nuestro campamento y nos siguen desde allí.

—¡Ay, Steve! —gimió Cathy—. Ahora nunca nos salvaremos.

—Tenemos que intentarlo —replicó tomándola de la mano y arrastrándola hacia la luz de la luna, a campo traviesa, alejándola de los ladridos y aullidos de los perros.

Los campos estaban iluminados por una claridad casi diurna y la luna, que avanzaba hacia el sudoeste, parecía una centelleante moneda de plata en una pradera celeste. Las estrellas eran pocas y espaciadas; parecían cálidas y tentadoras y casi al alcance de la mano. El aire estaba impregnado de paz y de quietud campesina. El ladrido de los perros era una nota discordante que rompía el fresco aire nocturno.

Las praderas estaban sembradas de rocas que brillaban con reflejos blancos contra el matiz grisáceo de los pastos; pero esas piedras no ofrecían cobijo contra los perros y Cathy y Steve corrían lo más rápido que les permitía el terreno en dirección a la oscuridad de los bosques que se levantaban unos doscientos metros más allá.

Estaban sin aliento cuando llegaron al abrigo de los árboles, pero no podían detenerse. En el ladrido había aparecido ahora una nota nueva, algo así como un estallido de entusiasmo al sentirse más cerca de su presa. Además los sonidos llegaban menos ahogados, más estridentes, lo que indicaban que habían salido del bosque y seguían la huella de la pareja a través de los campos, en dirección al granero que acababan de abandonar. No perderían mucho tiempo allí, Steve lo sabía. El camino que acababan de hacer sería descubierto por los perros en cuanto llegaran a las puertas del cobertizo. De tener tiempo, Steve habría hecho algo por desorientarlos. Podría haber aumentado la ventaja si el sheriff y sus hombres se hubiesen visto obligados a atravesar el granero. Ahora sólo dejarían un par de hombres allí y Shapely y el resto los seguirían pisándoles los talones.

Steve arrastraba a Cathy tras de sí hacia el interior del bosque. Estaba muy oscuro allí dentro y, aunque distinguían los árboles más grandes, no cesaban de llevarse por delante ramas y arbustos y de tropezar contra raíces y piedras. A medida que se iban internando el cielo iba desapareciendo tras las ramas de los árboles frondosos y la marcha se hacía cada vez más dificultosa. Cathy no decía nada, pero los latigazos de las ramas contra su rostro le arrancaban sordas exclamaciones de dolor. Su respiración era agitada y jadeante, pero hacía lo posible por adaptarse al paso de Steve. El propio Steve sentía que los pulmones le ardían mientras la arrastraba de la mano en pos de él. Siguió avanzando y chocó contra un abedul con una violencia que lo dejó atontado; sacudió la cabeza y volvió a ponerse en marcha. Se sentía débil y descorazonado; la fatiga comenzaba a influir sobre sus emociones. Casi le parecía prudente renunciar. Había sido un mal trabajo desde el comienzo. Todo lo que había hecho estaba mal. Estaba solo contra Shapely, contra Brandt, contra la policía del país. ¿Cómo podía tener esperanzas de ganar? Era hora de darse por vencido y terminar de una vez con todo. ¿Para qué prolongar la agonía? Si Brandt hubiera estado de su lado habría sido diferente. Pero Brandt estaba en su contra. Tenía en contra a todo el mundo. Quizá él fuera realmente un tonto. No podía ser que todo el mundo estuviera equivocado. Si se hubiera tratado sólo de esconderse, él podría haberlo hecho; quizá aun contra los hombres de Brandt. Pero no se trataba de esconderse. Se trataba de encontrar pruebas, pruebas de que Shapely era el asesino. Quizá esas pruebas ni siquiera existiesen. Quizá Shapely no fuera el asesino. Quizá fuera algún otro. Quizá fuera la propia Cathy, después de todo. Quizá si él se diera por vencido alguien interviniera y descubriera la verdad.

Pero no era Cathy. Era la fatiga. Era imposible echarse atrás. No podía dejar que la fatiga le dominara. Se flageló mentalmente por su debilidad y apuró el paso. Tropezó y cayó. Cathy trastabilló al chocar contra él y cayó entre los arbustos, pero no dijo nada. Él se puso de pie, la levantó y siguió avanzando. No sabía en qué dirección se movían. La luna no se veía y quizá estuvieran caminando en círculo. Lo único que le orientaba era el ladrido de los sabuesos. Los perros ya estaban en el bosque, siempre sobre sus huellas. Le parecía que Cathy y él mantenían la ventaja, pero sabía que eso no duraría mucho. No podían seguir corriendo indefinidamente.

Las ramas se espaciaron por un momento y pudo ver la luna. Estaba justo frente a ellos. Eso significaba que avanzaban hacia el sudoeste. Estaban andando en círculo. Si mantenían ese rumbo llegarían nuevamente a la pradera. Se desvió hacia la derecha y luchó por avanzar. La fronda había vuelto a tupirse y la oscuridad se había hecho total. El jadeo de Cathy se había transformado en sollozos. Había disminuido el ritmo de su marcha, pero Steve no lo advertía porque él también caminaba ahora con más lentitud. La inutilidad del esfuerzo que estaba haciendo lo obligaba a pensar en que quizá fuera mejor rendirse mientras les quedaban aún fuerzas y probablemente lo habría hecho de no ser por los perros. Correr el riesgo de enfrentar a Shapely era preferible a una fuga estéril, pero ser destrozado por una sanguinaria jauría era algo que debía posponerse hasta llegar al final de las fuerzas.

Continuaron avanzando a tropezones, escuchando el incesante aullar de los perros a sus espaldas. Estaban rasguñados y sangrantes por el contacto con los arbustos espinosos. Los ladridos se iban acercando lentamente sin que ellos pudieran hacer nada. No podían aumentar la velocidad.

Steve perdió pie al llegar a una pequeña barranca, que no había alcanzado a ver en la oscuridad, y se fue de bruces raspándose las manos en las piedras de un lecho poco profundo. Cathy cayó tras él y se golpeó las rodillas. Con un gemido se incorporó y se sentó en la orilla. Steve se arrodilló; el frío nivel de la corriente le llegaba casi hasta el pecho. Ahora podía ver la luna, arriba y hacia la izquierda, brillando sobre la ondulante superficie de un sinuoso riachuelo. El agua parecía una cinta brillante contra el fondo oscuro de los bosques que se levantaban sobre la margen opuesta, a unos seis metros de distancia. La inquieta superficie reverberaba al precipitarse en cascadas sobre las rocas más pequeñas y al arremolinarse en torno a las más grandes, que emergían, a cada paso, de la superficie de las aguas. A lo largo de las orillas, la corriente era más regular y las aguas parecían más profundas que en el centro.

Cathy se quejaba mientras masajeaba una de sus piernas.

—¡Ay, mi rodilla!

Steve se había puesto de pie, con las ropas empapadas. La tomó por los hombros y la sacudió.

—¿Puedes andar? Tienes que andar. Quizá podamos salvarnos todavía.

—Caminaré —dijo Cathy dándole la mano e internándose tras él en la corriente—. ¿A dónde vamos?

—Un trecho corriente arriba.

Steve avanzó en diagonal hacia la derecha, arrastrando a la muchacha, que ahora cojeaba. Chapalearon a través de los tramos más arenosos y se hundieron hasta la cintura cerca de la margen opuesta. Subieron con esfuerzo al césped de la orilla y Steve ayudó a Cathy a incorporarse.

—¡Apresúrate! ¡Tenemos que apresurarnos!

Los perseguidores estaban ahora tan cerca que podían oír los gritos de los hombres, sobre los ladridos de los perros. Steve arrastró a Cathy a través de los arbustos hasta el pie del árbol más grande que pudo localizar en la claridad lunar y que estaba a unos cinco metros de la orilla. Las ramas más bajas estaban fuera de su alcance, pero no había tiempo para buscar otro. Se detuvo y miró.

—Sí. Hay una rama del otro lado. Te puedo alzar para que la alcances.

—No, Steve, no. Nos encontrarán. Los perros nos encontrarán.

—Ssh. No nos encontrarán. Y ahora volvamos al río por el mismo camino por el que vinimos; por el mismísimo camino. Y de prisa.

La condujo, guiándose por el resplandor del agua a través de los arbustos y llegaron al trozo de orilla desmoronado por donde habían subido.

Los ladridos se habían acercado mucho a la otra margen. Su sonido ya llenaba el aire de la noche. Se escuchaban también voces de hombres que azuzaban a los animales y el crujir del ramaje de los arbustos. Tan cerca estaban que hasta se veían los rayos de las linternas rompiendo la oscuridad.

Steve saltó al agua arrastrando a Cathy tras de sí. Chapoteó a toda velocidad en dirección a la orilla opuesta, sólo unos seis o siete metros más arriba del punto de partida.

Contuvo el aliento, temeroso de que los hombres llegaran al río antes de que ellos tuvieran tiempo de ocultarse, pero les quedó un minuto de margen.

—No roces la orilla —ordenó a Cathy mientras la alejaba del lugar, costeando la margen del río, con el agua por la cintura.

Ella seguía a ciegas las instrucciones, sin saber de qué se trataba, confiando en la habilidad del hombre.

Se habrían alejado otros quince metros corriente arriba cuando los perros llegaron al río.

—¡Abajo! —ordenó Steve y se hundió en el agua hasta el cuello.

Acercó a Cathy a la barranca y la apretó contra la tierra mojada, procurando que la saliente de hierbas los cubriera todo lo posible.

Las voces se oían ahora con toda claridad, corriente abajo a pocos metros de distancia, y Cathy pudo distinguir los rayos de muchas linternas. Se sentía terriblemente expuesta a la miradas, sin nada que les ocultase. Le parecía que los hombres la verían no bien iniciaran el cruce del río y cerró los ojos, temblando como una hoja. Steve le apretó la mano bajo el agua y susurró:

—No muevas un músculo. Ni siquiera parpadees.

Cathy se mantuvo inmóvil, mirando hacia el lugar en que aparecían los hombres y los perros. Deseaba no mirar para allí, pero no se atrevía a volver el rostro. Lo peor de todo era que ellos estaban en un codo del río y casi eran visibles desde la misma orilla. No bien avanzaran un paso por el lecho, los perros y los hombres estarían a la vista. Sin embargo, se produjo una pausa antes de que los perseguidores se decidieran a vadear la corriente.

—Silencio —dijo alguien y Cathy reconoció la voz del sheriff—. ¿No los oyen moviéndose en el agua?

Luego se oyó un chapuzón y cuando su mirada siguió la dirección del centelleante curso del agua, pudo ver la oscura silueta de un hombre que avanzaba apresuradamente hasta el centro del río armado de una linterna. Cathy consideró innecesario que recurrieran a esa luz. En su pánico la noche le parecía tan brillante como el mediodía. Una mirada corriente arriba y el hombre descubriría dos cabezas apretadas contra la barranca, a menos de treinta metros de distancia.

El hombre se había vuelto en dirección opuesta y su linterna exploraba las aguas corriente abajo, en dirección a la luna, hacia el próximo meandro del río. En seguida se volvió en la otra dirección y el rayo iluminó con la fuerza de un reflector las aguas próximas a ellos. Primero exploró el centro del río, luego barrió la orilla opuesta, saltó nuevamente y comenzó a recorrer la margen en que ellos se ocultaban. Cathy procuraba mantenerse inmóvil pero se encogió involuntariamente cuando la luz inició el recorrido que a ella le pareció infinitamente lento. Se acercó y por fin la sintió pasar sobre su rostro helado. Parpadeó y dio un respingo, pero cuando volvió a abrir los ojos la luz ya no estaba allí y no había oído voces de alarma. Una vez más la vio pasearse por la orilla opuesta y el hombre dijo:

—No están en el río, a menos que hayan dado la vuelta a ese codo.

Cathy creyó que se desmayaría y sólo la conciencia de que se trataba de un breve paréntesis de tranquilidad impidió que el alivio la privara del sentido.

—Crucemos, quizá hayan salido del otro lado.

Otra vez la voz del sheriff. Él fue el primero en seguir su propio consejo y se le vio internarse en la corriente, tirado por dos perrazos que gimoteaban y aullaban, ansiosos por llegar a la orilla opuesta. Shapely recogió el sombrero que se le había caído al agua y prosiguió la marcha.

Se oyeron otros chapoteos y Cathy y Steve pudieron ver a todos sus perseguidores: cinco perros y ocho hombres. Los ocho hombres llevaban linterna. Sus siluetas se destacaban sobre la brillante superficie del agua hasta que alcanzaron la otra margen. Los perros treparon la barranca y comenzaron a ladrar frustrados. Shapely los contuvo y celebró una apresurada conferencia, con el agua aún a la cintura.

—O. K. Ahora sabemos. No cruzaron en línea recta. Nos dividiremos. No pueden haber ido muy lejos. Eso es seguro. Les estamos pisando los talones. Tom, lleva un perro a lo largo de esta orilla, aguas abajo. Yo llevaré a estos dos corriente arriba. Joe, tú y Howard llevad perros a la otra orilla y recorredla de arriba a abajo. El resto que se reparta y acompañe a los que llevan perros. No pueden estar muy lejos. Avanzad con cuidado y no tengáis miedo de disparar.

Se oyeron más chapoteos. Cuatro hombres treparon a la margen opuesta y se perdieron en la oscuridad. Su avance se revelaba por los ladridos y aullidos de los perros y por la aparición y desaparición de la luz de sus linternas entre los arbustos. Los demás regresaron a la orilla que habían dejado atrás. Medio minuto después no quedaba nadie en el río, pero el crujido de los arbustos, los ladridos y las voces llenaban el aire.

Del lado en que estaban Cathy y Steve los perros se iban abriendo camino a lo largo de la orilla y se acercaban segundo a segundo. Cathy se volvió hacia Steve y apretó la mejilla contra la barranca. Era inútil tratar de pasar inadvertida. Los perros darían con ellos. Era cuestión de un minuto o dos. Los ojos se le llenaron de lágrimas que comenzaron a rodar por sus mejillas en enormes y pesadas gotas. Habían hecho todo lo posible. Lo habían intentado por todos los medios, pero no podían resistir; eran dos contra el mundo. Steve se había empleado a fondo; era muy eficaz, pero toda su eficacia era insuficiente. Había sacrificado su trabajo por ella. Quizá tuviera que sacrificar algo más. Los hombres que se aproximaban no vacilarían en disparar. Si Steve hacía el menor movimiento habría sacrificado su vida por ella.

Si ella se ponía de pie y corría quizá lograra crear la necesaria confusión como para que él pudiera huir sin que lo vieran pero no podía moverse. Él le sostenía la mano en un esfuerzo final por darle ánimos. Sabía que no la dejaría ir y que no aprovecharía la confusión para escapar si ella lograba zafarse. Él permanecería junto a ella, porque siempre había permanecido. Nada de lo que ella dijera o hiciera lo induciría a abandonarla ahora.

—Steve —susurró pegada a la barranca—. Te amo.

—Sssh.

Él no había distinguido las palabras, pero había oído el sonido de la voz y apretó la mano de la muchacha con más fuerza. Cathy abrió los ojos y lo miró. La cabeza del hombre estaba casi enterrada en la barranca, como la suya, pero él tenía los ojos clavados en la otra margen. Su atención estaba concentrada en lo que allí sucedía, a pesar de los crujidos que se oían entre los arbustos próximos a ellos. Ella también dirigió la mirada hacia la otra orilla, pero no pudo ver nada más que movedizos fragmentos de luz en la oscuridad del bosque; no pudo oír nada más que los gañidos de los perros y los crujidos de las ramas bajo el peso del sheriff.

Luego, mientras así miraba y escuchaba, los perros comenzaron a ladrar y aullar frenéticamente. La voz de Shapely se levantó sobre la algarabía. Había en su sonido una nota triunfal.

—¡Aquí! ¡Encontré la huella! Han salido por aquí. ¡Venid!

Los ruidos de la cacería cobraron un ímpetu renovado. Río abajo hombres y animales chapalearon el agua con paso vivo. A poco más de cinco metros del lugar en que se ocultaban Steve y Cathy saltó al agua el perseguidor más próximo y su perro.

En pocos minutos todos se concentraron una vez más, lejos del agua. Steve lanzó un suspiro apenas audible y murmuró:

—¡Era hora!

—Pero regresarán —susurró Cathy—. Eso no los despistará.

Steve no respondió y juntos prestaron más atención a las voces. Por primera vez Cathy advirtió lo fría que estaba el agua. Tenía las manos y los pies agarrotados y su cuerpo parecía de hielo.

Desde el bosque les llegaban los gañidos y ladridos de excitación y de frustración. Reflejos amarillentos aparecían entre los arbustos y danzaban en los árboles.

—Han perdido el rastro —tronó la irritada voz de Shapely—. ¡Perros condenados!

Steve comenzó a moverse. Avanzaba centímetro a centímetro sin asomar más que la cabeza del agua y siempre pegado a la barranca. Cathy lo seguía, rígida de frío, apretando los dientes para no tiritar, esforzándose por no hacer el menos ruido, pese a que el burbujeo de las aguas cubriría cualquier cosa que no fuera el chapoteo de una fuga apresurada. Deseaba ponerse de pie y caminar, salir de aquellas aguas heladas y moverse con rapidez antes de que los cazadores regresaran, pero Steve continuaba moviéndose centímetro a centímetro, aumentando la distancia en forma constante pero con lentitud.

Allá en el bosque los rayos de luz abanicaban la fronda y Shapely rugía:

—¡Aquí se termina la pista! ¡No hay nada que hacer!

—Están en ese árbol —gritó alguien—. ¡Bajad! ¡Sabemos que estáis ahí!

—Rodead el árbol. Pueden haberse descolgado por una rama para interrumpir el rastro. Revisad los arbustos. Buscad otra pista. Si no aparece otra es porque están todavía ahí arriba y en ese caso ya están en nuestras manos.

—Que alguien suba a ese árbol.

Cathy y Steve avanzaban corriente arriba y se iban internando en el recodo, siempre adheridos a la barranca, en la certeza que de ponerse de pie quedarían a la vista de los cazadores si alguno de estos regresaba a la orilla. Era un riesgo que Steve no quería correr. Seguían avanzando lentamente hacia el próximo recodo; los estridentes gritos de los hombres y los ladridos de frustración de los perros se iban haciendo cada vez más débiles.

Cuando estuvieron fuera del alcance de la vista del grupo, Steve se puso de pie y Cathy se incorporó también. Ella temblaba de frío y sentía el aire de la noche sobre su piel como la primera helada de octubre. Pero estaba a salvo. Steve la abrazó brevemente y ella se aferró a la migaja de calor de ese contacto.

—Creo que lo hemos logrado, chiquita —dijo él y Cathy pudo ver su sonrisa a la luz de la luna—. Ahora remontaremos la corriente todo lo que nos sea posible. Lo más probable es que ellos se sienten bajo ese árbol hasta que amanezca, pero nosotros nos iremos.

—Sí, Steve —respondió ella mientras procuraba evitar que sus dientes castañetearan.

Anduvieron por el agua durante una hora, internándose en los bosques, en dirección a las montañas, hasta que el último aullido de perro se perdió en la nada, hasta que Cathy creyó que ya no se mantendría en pie de cansancio y de frío. Sólo por consideración a ella Steve cedió a la tentación de volver a tierra.

Trepó a la orilla cuando la luna ya se hundía tras los árboles y el río se diluía en la oscuridad del bosque. Ayudó a la muchacha a subir a la hierba y se dejó caer. Ella se tendió junto a él agotada y helada como nunca lo había estado.

—¿No podemos hacer fuego? —imploró—. Daría diez años de mi vida por un fuego.

Él también temblaba y tiritaba en el frío de la madrugada.

—Yo perderé cuarenta años de mi vida si no lo encendemos —respondió—. Soy una presa fácil para la neumonía, pero no soy boy-scout y esto es todo lo que tengo.

Su mano helada hurgó el bolsillo de la empapada camisa y extrajo el recuerdo de su viaje a la ciudad: un sobre de fósforos casi deshecho por el agua.

Cathy se había puesto de rodillas frente a él, restregándose los brazos y tiritando.

—¡Oh, Steve! ¿Qué haremos?

Steve dejó con cuidado los fósforos sobre la hierba, para que el sol los secara por la mañana.

—Bueno —dijo con tono objetivo—, lo mejor que podríamos hacer es quitarnos la ropa y abrazarnos… pero…

Los ojos de Cathy se abrieron en la oscuridad, interrogantes pero obedientes.

—¿Toda la ropa, Steve? ¿Tendría que quitarme toda la ropa?

Él rió a pesar de sus temblores y del castañeteo de sus dientes.

—Sólo lo que te atrevas, chiquita. No necesitas quitarte nada si prefieres, pero yo me quitaré casi todo lo que tengo puesto.

Sus dedos helados se movieron torpes sobre los botones de la camisa.

—¿Bastará con que me quite el vestido y la combinación? ¿Puedo conservar el resto?

—Sería espléndido.

Steve se había puesto de pie y se desvestía con movimientos torpes, quebrados por los temblores. Por fin quedó en calzoncillos y extendió sus pantalones y camisa a la espera del sol matinal.

Cathy estaba tan entumecida que fue preciso ayudarla para que se quitara el vestido y la combinación. Mientras él tendía las prendas en la hierba ella se miró y dijo con tono sombrío:

—Una mujer es capaz de perder todo su pudor cuando está tan helada.

Steve se volvió y la tomó en sus brazos. Permanecieron fuertemente abrazados, pero ninguno de los dos tenía calor para dar. Steve besó el pelo mojado de la chica.

—Hoy es una noche en que el pudor no importa —dijo—. Aun cuando yo fuera el villano que tú me crees, en esta ocasión no tendrías que preocuparte. No me propasaría. Esta noche sólo trataremos de sobrevivir.

Ella le besó en el pecho y luego le apoyó la cabeza.

—Ya no me importa —susurró—. No me importa nada excepto tú.

—Chiquita.

Steve la obligó a levantar el rostro hacia él.

—Chiquita —repitió muy suavemente.

—¿No lo sabes? —prosiguió ella—. Puedes mentirme, puedes abandonarme, puedes hacerme lo que quieras. Te amo.

Y entonces la besó y la noche y el peligro desaparecieron. Se dejaron caer al suelo, uno en brazos del otro, ciegos al mundo, solos en el universo, casi olvidados del frío. Él la besaba en los labios, en los ojos, en la frente, en la barbilla, en las mejillas, en la nariz. Y ella devolvía los besos ansiosamente, sin alientos, hasta que ambos quedaron exhaustos y permanecieron tendidos quietos pero muy juntos, sintiendo algo de tibieza, pero tiritando aún. Y luego volvieron a besarse y la tibieza aumentó; pero sólo cuando el sol salió y sumó su calor al de sus cuerpos, cesaron de temblar y se durmieron, todavía abrazados.