Alrededor de las dieciséis del mismo día, Cathy y Steve establecieron su campamento en un pequeño claro a unos tres kilómetros de Springfield, a orillas de un arroyuelo y junto a un árbol caído. Habían comido unos emparedados por el camino, pero aún estaban hambrientos y, sobre todo, sedientos.
—Puede encender el calentador y hervir un poco de agua —dijo Steve—. Pero hágala hervir cinco minutos, antes de beberla.
—¿Cuánto tardará en volver?
Steve consultó su reloj.
—Tendría que estar de regreso a las dieciocho.
Luego extrajo la billetera y contó la mitad de su dinero.
—Aquí tiene. Guárdelo en su bolso. Es por si llegara a sucederme algo. Si hasta mañana por la mañana no he regresado no me espere más. Camine hacia el sur por los bosques, por el mismo camino que seguimos y tome el tren de regreso a Nueva York o vaya a Maine, si quiere. No importa. Con esos cuatrocientos dólares podrá cubrirse hasta que encuentre algún trabajo. Quizá Maine sea lo mejor.
Los ojos de Cathy estaban muy abiertos y el miedo asomaba a ellos.
—¿Y qué ocurrirá con usted?
—No pueden hacerme gran cosa. Shapely verá que no soy cordero para sacrificio. Conozco algunos abogados que nada tienen que ver con él y yo también tengo influencias. Shapely comprenderá que ha agarrado a un oso por la cola.
Ella seguía estando preocupada, y Steve le acarició un hombro con ademán afectuoso.
—No son más que precauciones por si ocurriera lo imposible. Shapely no es capaz de prender a alguien como yo. No sería raro que aún esté en Jacksonville esperando que asomemos.
—¿Podrá encontrar el camino de regreso sin dificultad?
—Descuide. Este tronco caído y este gran roble me ayudarán a localizarlo. Por eso he elegido este lugar.
Steve avanzó hasta la orilla del arroyo que debía costear para salir del bosque y dijo:
—En ningún caso se mueva de aquí.
—No.
—Adiós, Cathy.
—Steve.
Steve se detuvo y se volvió.
—¿Sí?
Ella movió la cabeza.
—Nada. Regrese, por favor.
Él rió e hizo un gesto de despedida. Luego se abrió camino entre los arbustos de la orilla y dejó de verla. La vegetación era tupida y el suelo de la orilla pantanoso. El lodo y el agua se le metían en los zapatos, pero Steve ya había perdido sensibilidad para esas cosas. El sucio mono y la camisa de franela que vestía daban veracidad al papel que quería y se veía forzado a desempeñar: el de un vagabundo, el de un sucio holgazán.
Marchó bajo un sol cálido, moviéndose con rapidez pero sin hacer casi ruido. Sus oídos estaban siempre alerta a los rumores de cualquier presencia extraña. Tras veinte minutos de marcha se encontró en el linde del bosque. Delante de él se extendía un campo abierto por donde serpenteaba el arroyo, antes de pasar bajo el pequeño puente de madera de la carretera Springfield-White River. Steve se detuvo y miró en torno suyo. Sólo divisó un automóvil que avanzaba desde la izquierda hacia la ciudad principal. Volvió a entrar en el bosque, se quitó la gorra que usaba para ocultar el pelo que había comenzado a crecer y se lavó la cara y la cabeza en el agua del arroyo. Luego se volvió a calar la gorra y se puso de pie. Cuando regresó a la orilla del bosque, el auto había pasado.
Miró una vez más en derredor y atravesó con paso rápido el espacio abierto, escaló el terraplén hasta la carretera, pasó bajo la valla y echó a andar por la cuneta con ese andar ligeramente desigual de quien ha bebido unas copitas de más. Caminaba por la izquierda de la carretera enfrentando el tráfico prácticamente inexistente, no tanto por razones de seguridad, como para evitar que alguien se ofreciera a recogerlo.
Lo pasaron tres coches, antes de llegar a las afueras de Springfield, y uno de ellos se detuvo y se ofreció a llevarlo, pero arrancó en seguida cuando lo vio tambalearse y tartamudear al volverse para responder. Había cumplido el trayecto sin el menor inconveniente.
Halló un quiosco de diarios en las afueras de la ciudad y prefirió eludir la zona céntrica. Un extraño en una ciudad de tres mil habitantes podía atraer la atención de la policía, sobre todo si ésta había sido alertada por el sello de la carta al director del diario.
Entró con paso inseguro al drugstore. Había tres mesas para los parroquianos en el centro del salón, dos estaban ocupadas por adolescentes que consumían bebidas gaseosas; él ocupó la tercera. Pidió unos emparedados y bebió todo el agua que pudo. Hasta compró y fumó unos cigarrillos, para que nadie le confundiera con Steve Gregory, fumador de pipa.
Mientras estaba sentado desplegó el periódico y lo primero que vio fueron los titulares de un artículo de primera plana: «NUEVAS PRUEBAS EN EL CASO SINCLAIR». Pero esas pruebas nada tenían que ver con las denunciadas por él en su carta. Su carta no había sido publicada; en cambio, el sheriff Jim Shapely anunciaba que sobre la base de nuevas pruebas, creía poder asegurar que la asesina y su amante se encontraban en la vecindad. Sugería, además, a la población que echara cerrojo a las puertas por la noche y que denunciara la presencia de cualquier extraño. Mientras tanto se haría todo lo posible por dar caza a los fugitivos.
Steve salió llevando consigo el emparedado sin terminar. Se alegraba de no haber llegado al centro de la ciudad. Hacía ya una hora que el periódico estaba en la calle y la novedad se difundiría con rapidez. Cualquiera fuese su aspecto, él era un desconocido y eso significaba peligro.
El artículo le reveló dos cosas: una era que Shapely estaba de regreso, y la otra que —como ya predijera Cathy— el hermano del sheriff no publicaría nada en contra de éste. Todo lo que le quedaba por hacer era echar la carta sobre la «falsa pista» en el buzón que estaba frente a la farmacia y esperar los acontecimientos. Al regresar se alejó de la carretera tan pronto como pudo. No deseaba que le viera ningún automovilista. No cabía duda de que Shapely haría lo posible por dar con él y con Cathy, y la zona tenía que estar infestada de policías y de ciudadanos en misión oficial. Steve estaba sorprendido de no haberse topado con ninguno hasta ese momento. Un cuarto de hora más tarde se explicaría la razón.
A ambos lados de la carretera se extendía una ancha faja de tierras de cultivo y los bosques estaban lejos. Habría sido más seguro cobijarse en la espesura, pero Steve tenía prisa. Luego de leer el diario quería regresar junto a Cathy lo antes posible y avanzar con más rapidez por los campos. Marchó a toda velocidad en dirección paralela a la ruta. Por momentos se veía forzado a retomar el pavimento para eludir las casas y graneros que se levantaban en el centro de cada granja, pero volvía a internarse en los alambrados no bien dejaba atrás los edificios.
Atravesaba un campo de pastoreo, no lejos del puente que había tomado como punto de referencia cuando oyó un grito desde el bosque. Se volvió y vio a dos hombres uniformados que salían del bosque a unos cien metros del lugar en que él se encontraba. Uno de ellos agitaba un rifle en actitud amenazante y le ordenaba detenerse.
Steve se detuvo, pero no en respuesta a la orden. Lo que hizo fue volverse y echar a andar en dirección opuesta. Los hombres estaban en una loma y él se dirigió hacia otra elevación, atravesando en diagonal el campo poblado de vacas y sembrado de grandes piedras. Su meta era el bosque, que se extendía más allá de aquella lomada.
Los dos hombres volvieron a dar la voz de alto y uno de ellos se llevó el rifle al hombro. Steve se encogió y comenzó a correr. Se movía con rapidez y con las piernas dobladas como una iguana. Avanzaba en zig-zag, tal cual le enseñaran durante su paso por el ejército. Una bala pasó silbando sobre su cabeza; otra se enterró en el barro a pocos centímetros de él justo en el momento en que cambiaba de dirección en su carrera zigzagueante. En otras circunstancias habría permitido que lo capturasen pero pensaba en Cathy y, aunque su corazón latía y sus nervios se ponían tensos a cada explosión a la espera del plomo que podía incrustarse en su cuerpo, continuaba corriendo. Corría hacia la loma con una velocidad que jamás había alcanzado, ascendió la ladera, agachándose y zigzagueando mientras las balas silbaban en torno de él y los gritos de los hombres iban en aumento. Ahora corrían tras de él y eso les impedía apuntar con precisión y aumentaba las posibilidades del fugitivo.
Casi al llegar al filo de la loma se arrojó al suelo y miró para atrás. Había ganado terreno a pesar de que sus perseguidores corrían barranca abajo y él había ascendido una ladera. Sin embargo, ellos se acercaban ahora a toda carrera y descontaban la ventaja.
Se puso de pie y reanudó la marcha, aunque esta vez cojeando. No vendría mal que lo creyeran herido. Fingió tropezar y se arrojó al suelo otra vez. Dejaron de disparar y se concentraron en acortar la distancia. Steve se levantó para volver a arrojarse, por última vez, detrás de una roca en la cumbre de la loma, fuera de vista de los perseguidores. Los bosques estaban próximos ahora; protegido por la loma, se agachó y corrió hacia ellos.
Corrió unos quince metros entre los árboles y arbustos y se detuvo. Adelante de él se oían otros rumores, otros policías que salían del bosque al ruido de los disparos. Observó rápidamente cerca de él y vio un enorme roble cuya rama más baja estaba apenas fuera de su alcance. Se acercó al tronco del árbol y saltó, mucho más alto de lo que habría saltado en una situación normal. Alcanzó la rama y en medio minuto estaba a diez metros sobre el suelo, lo bastante alto y protegido como para poder escuchar a los hombres que se movían abajo buscándolo, pero sin verlos y sin que ellos lo vieran a él.
Sintiéndose momentáneamente seguro miró en torno de él. La vista desde esa altura era excelente. A través de las ramas podía observar el campo que acababa de dejar atrás y, más allá, la carretera. Hacia la derecha se alcanzaba a divisar la casa y los graneros de la última granja.
Los hombres que habían emergido del bosque —dos también— se habían unido ahora a sus perseguidores. Steve alcanzaba a oír las voces.
—Lank lo hirió. Cayó por aquí.
—¿Dónde exactamente?
—Cerca de esta roca. Puede haberse arrastrado un trecho, pero es imposible que haya ido muy lejos.
—No lo vimos en el bosque. No se cruzó con nosotros, a menos que se haya ocultado entre los arbustos.
—Bueno, busquemos entre los arbustos; pero con cuidado. Shapely dice que está armado.
—¿En dónde le diste, Lank?
—En una pierna.
Se dispersaron por el campo, alrededor de la roca en que lo habían visto por última vez, y luego se perdieron de vista. Steve los oía moverse por el bosque.
—No puede haber ido muy lejos —dijo alguien con tono irritado.
Pasaron otros diez minutos y otro dijo:
—¿Estás seguro de que lo heriste, Lank?
—Lank ya no está seguro de nada —replicó otro.
—Quizá haya fingido.
—Es probable. Apostaría que ahora está a kilómetros de aquí. Hemos estado perdiendo el tiempo.
—Os digo que estaba herido. Corría, pero con dificultad. Deberíais haberlo pescado en el momento en que salíais del bosque. Vosotros sois los responsables de que se haya escapado.
Hubo violentas protestas. Todo, prácticamente, bajo el árbol.
—Por supuesto que sois los culpables. Es probable que él haya permanecido tendido entre los arbustos hasta que pasásteis, y luego se esfumó. Nosotros lo habíamos pescado y vosotros lo habéis dejado escapar. Ahora es imposible saber dónde está.
Hubo más discusiones y luego todos salieron al campo de pastoreo, en donde Steve les volvió a ver. Por la carretera se aproximaba un auto. Steve se esforzó por ver quién llegaba y cuando vio al conductor el rostro se le ensombreció. Del automóvil había descendido el propio Shapely. Saludó y avanzó a tropezones por el ondulado y rocoso terreno con su brillante pasto verde y sus piedras blancas.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó.
—Le hemos visto —grito uno del grupo—. Creemos que era él, pero se ha escapado.
El sheriff se aproximó al grupo y se entabló una conversación en voz más baja de la que Steve habría deseado, pues no alcanzaba a distinguir las palabras. Los hombres hacían señas indicando la posible dirección de su huida.
Shapely no se enojó demasiado con sus hombres. Parecía complacido con la marcha general de los acontecimientos y Steve oyó que su voz se elevaba:
—Está bien —decía el sheriff—. Ahora no podrá llegar muy lejos. Regresemos a la ciudad.
Se esforzaba por oír si se mencionaba a Cathy, si la habían capturado o no; pero nada más se dijo. El grupo atravesó el campo en dirección al automóvil del sheriff, echando una que otra mirada ocasional a los bosques.
Esperó a que el auto se alejara para descender a toda prisa de su escondite. Estaba genuinamente alarmado mientras atravesaba el bosque y procuraba mantenerse oculto, deteniéndose a cada paso para escuchar, siempre próximo al linde hasta que alcanzó la margen del arroyo.
Tardó veinte minutos en llegar al arroyo y en ese lapso no ocurrió nada. Aparentemente, todos los cazadores se habían retirado. El sol había descendido bastante y el aire estaba fresco. Eran las seis bien pasadas. Vadeó apresuradamente el curso de agua sin preocuparse de que sus pantalones se mojaran hasta la rodilla.
Una vez en la margen opuesta comenzó a marchar por la orilla llevándose por delante las ramas, tropezando, sujetándose en donde mejor podía. No hacía esfuerzo alguno por evitar el ruido. Su única preocupación consistía en llegar al árbol caído que señalaba el claro.
Llegó a él inesperadamente y su aparición fue tan repentina que le cogió de sorpresa. Tuvo que detenerse y mirar en torno de él para asegurarse de que era el lugar exacto. Ahí estaban el tronco caído y el gran roble, pero aun así no estaba seguro. El lugar junto a la orilla, en donde Cathy y él había extendido sus cosas, estaba absolutamente vacío.
Miró en torno, caminando hacia un lado y hacia otro. No veía los sacos de dormir, ni el bolso de las provisiones, ni las maletas de cartón, ni a Cathy. Allí no había más que un rodal de hierba pisoteada. Se acercó al borde del arroyo y volvió a observar el tronco caído. Era el mismo. Era el mismo roble. Su pie chocó contra algo y se agachó a recogerlo: era la tapa del calentador.
La miró sin expresión y luego la dejó caer en un gesto de desolación. Nunca se había sentido tan abatido, tan vencido. Se maldijo a sí mismo por haberla dejado sola. Debía haber previsto que aquello podía suceder. Debía haberla escuchado. El sello del sobre les había puesto en evidencia y él nunca debió haber estado tan seguro de sí mismo como para ignorar el peligro que eso significaba. Pensó que Shapely iba a buscar en las ciudades, no en los bosques. Pero era indudable que Shapely había recogido la descripción de la pareja con mochila y sacos de dormir y hasta Shapely era capaz de comprender el significado de eso.
Se sentó en la barranca del arroyuelo, con los pies medio sumergidos en el agua, y buscó su pipa. Los hombres del sheriff se habían llevado hasta eso y ahora sólo le quedaba un paquete de insípidos cigarrillos. Sacó uno y lo encendió. Los cuatrocientos dólares era todo lo que le quedaba.
—¿Steve? —la voz era muy suave.
Steve se incorporó de un salto y miró en derredor.
—¡Cathy!
—Steve.
La voz era más audible y tenía una nota de angustia.
Él se volvió a uno y a otro lado con desesperación. Le costaba creer lo que oía.
—¿Dónde estás?
—Aquí arriba.
Oyó un crujido en el gran roble y corrió hacia él. Cathy descendía vacilante. Steve permaneció inmóvil, sin aliento, mientras ella iba tanteando su descenso, rama por rama. Fue como si el tiempo se hubiera detenido hasta que ella cayó a su lado. Luego la sintió en sus brazos estremeciéndose en sollozos quebrados, apretándose contra él, rodeándole el cuello con los brazos, abrazándolo como ella nunca había abrazado a nadie.
—¡Oh, Steve, Steve!
Él la abrazó, también, y besó su frente y su pelo, sin poder pronunciar palabra. Cathy continuaba llorando contra su pecho con profundos sollozos que estremecían su cuerpo menudo y se aferraba a él con desesperación.
Steve se dejó caer al suelo arrastrándola con él y acunándola en sus brazos. Los oblicuos rayos del sol que atravesaban la fronda arrojaban parches de luz sobre el pelo y la cara de la muchacha y danzaban en la brisa fresca de los jirones de su vestido y sobre sus piernas desnudas. Steve sintió que ella temblaba tanto como él.
Así permanecieron durante varios minutos aferrados uno al otro en su reacción emocional, hasta que los sollozos de Cathy se fueron calmando y su temblor cesó. Por fin pareció haberse tranquilizado, pero su cabeza no se apartó del pecho de Steve.
—¿Han venido? —preguntó él cuando se sintió en condiciones de hablar.
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se apartó suavemente. A él le costó dejarla en libertad.
—Tengo algo para usted. Se han llevado todo lo demás, pero pude salvar esto.
Introdujo los dedos en el hueco de su corpiño, visible a través de los andrajos del vestido, y extrajo un puñado de billetes. Eran los otros cuatrocientos dólares.
Esta vez Steve rió de buena gana.
—Mi querida y práctica Cathy —exclamó—. ¿De modo que te ha quedado algo?
—Sólo dinero. Se han llevado todo lo demás. Ojalá no hubiera tenido temor de cambiarme en el bosque. Ahora se han llevado todo y no podría cambiarme aunque quisiera. Ahora estoy prácticamente desnuda. Ni siquiera conservo el chaleco.
—Que se lleven todo lo que quieran mientras no sea a ti —la consoló Steve—. ¿Qué ocurrió?
—Después que usted se fue hice unos emparedados para la comida de la noche y estaba sentada tratando de reunir coraje para quitarme este vestido rojo y ponerme los jeans y la camisa que usted me compró, cuando oí pasos en el bosque. Al principio pensé que era usted, pero me pareció que era demasiado temprano. Luego creí distinguir las voces de dos personas y me aterré. Mi primer impulso fue correr, pero usted me había dicho que no me moviera de aquí y vi ese árbol, entonces me subí. Como no podía trepar llevando el bolso tomé el dinero y abandoné todo lo demás.
»En seguida llegaron dos policías y casi se desmayan de alegría cuando vieron todo lo que yo había dejado. Buscaron y llamaron y pronto llegaron más hombres y decidieron que debíamos de estar cerca. Entonces uno de ellos, se ocultó por aquí, entre los arbustos, y los demás comenzaron a recorrer el bosque por las inmediaciones. Eso duró media hora y yo no sabía qué hacer para prevenirlo a usted. No se me ocurría nada. De todos modos, usted no llegó y muy pronto los hombres regresaron y decidieron que debíamos de haber huido al oírles llegar, de modo que recogieron todo lo nuestro y se lo llevaron. Comentaron que al no tener nada nos veríamos obligados a salir del bosque.
—¿No miraron el árbol?
—No sé. Quizá hayan mirado hacia arriba, pero yo había subido lo bastante como para no verlos y como para que ellos no me vieran a mí… Steve ¿es la gente de Mr. Shapely?
—Sí, Shapely está a cargo de la operación y regresará. Sabe que estamos en el bosque.
—¿Qué haremos?
—Permaneceremos en el bosque y pasaremos hambre. Él cuenta con que la carencia de todo nos haga salir, pero le defraudaremos. No saldremos hasta que estemos muy lejos de aquí. Partiremos ahora mismo y avanzaremos todo lo posible hacia el norte. De cualquier manera, tenemos que llegar a tu casa mañana mismo, de modo que vamos andando.
—Ojalá me hubiera metido un emparedado en el corpiño, junto con el dinero —suspiró ella—. Los había preparado todos.
Steve se puso de pie, la tomó de la mano y comenzó a andar, guiándola entre la maleza.
—¿Quieres decir que se llevaron hasta los sandwiches?
Cathy hizo una mueca.
—Esa gente horrible se sentó bajo al árbol y se los comió. Se comieron hasta el último. No dejaron ni una miga. Realmente hemos perdido muchas cosas desde que salimos desde Miami. Hemos dejado cosas como para equipar a media población.
—Sólo hay una cosa que lamento haber perdido: el revólver que le quite a Shapely. El resto no me importa.
—Ya verá cómo se lamenta también de haber perdido la cena.
Después de andar poco menos de un kilómetro, tuvieron que cruzar un camino para internarse otra vez en los bosques. La marcha era penosa por el terreno ondulado y a través de una tupida maraña de arbustos y zarzas, rodeando las rocas cubiertas de musgo que se levantaba a cada paso, vadeando arroyos y zanjas. Fue preciso cruzar otras carreteras y en un punto los bosques se interrumpieron por un largo trecho. Debieron esperar a que oscureciera para atravesar los campos y granjas e internarse otra vez en la espesura.
La noche era más aprovechable que la anterior, porque al oscurecer se levantó una luna casi llena. Aun así la marcha era difícil dentro del bosque y tras unas cuantas caídas, se vieron forzados a salir a campo abierto.
El avance se hizo más fácil a través de los campos de cultivo y alrededor de las diez habían llegado a la granja de alguien a quien Cathy conocía.
—Éste es el campo de los Boardman —dijo, tomando a Steve de la mano—. White River está allí, a dos kilómetros aproximadamente.
Con una mano señaló hacia la izquierda y un poco hacia atrás.
—No estamos a más de dos kilómetros y medio de la casa de mi tía. ¿Es allí a donde quiere que lleguemos?
—No. No podemos ir a tu casa, porque hay una mujer que se encarga de alimentar a las gallinas. Además, es probable que esté vigilada. Pasaremos la noche a la intemperie.
—¿Y si nos refugiáramos en el granero de los Boardman? Podríamos entrar en el más grande, ese que está más alejado de la casa. No lo usan más que como depósito, de modo que nadie nos molestará.
Steve aceptó con ciertas vacilaciones.
—Parece bastante seguro… mientras no se les ocurra revisarlo.
—No lo harán, y por la mañana podemos regresar al bosque sin que nadie nos vea. Además tiene bastante heno ahí dentro, no cogeremos una pulmonía y dormiremos más cómodos.