28

Cuando Steve despertó el sol ya había salido. Se despabiló instantáneamente, levantó la cabeza y trató de distinguir los sonidos. Luego consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y diez.

Se volvió para ver si Cathy estaba despierta y se alarmó al encontrar su bolsa de dormir vacía. De un salto se puso en pie y fuera de su propia bolsa, pero luego permaneció inmóvil mirando en torno de él, paralizado por una punzada de temor. Luego oyó un roce contra las ramas y le invadió el alivio al verla aparecer con el vestido roto y manchado, pero con un rostro limpio y radiante. Hasta sonreía.

—Hola. Encontré un arroyuelo. Es delicioso lavarse en esas aguas; pero no me animé a beber.

Steve se sentó sobre su bolsa.

—No me asuste, por favor —le reprochó—. Creí que había vuelto a escaparse.

—¿Y a dónde cree que iba a ir? No tengo absolutamente ningún lugar en donde refugiarme —rió ella y se sentó en su propia cama, acomodando su estropeada falda como si se tratara de galas reales—. ¿No le parece peligroso que encendamos el calentador? Hago un excelente café instantáneo.

—No creo que sea peligroso —respondió Steve, mientras revolvía la maleta de cartón en busca de su equipo de afeitar—. ¿Dónde está ese arroyo? Quizá pueda afeitarme.

Desayunaron sentados sobre las bolsas de dormir y, mientras saboreaban el humeante café y las galletas bajo el brillante sol de la mañana, las preocupaciones les parecieron remotas. Steve estaba satisfecho con vivir el momento, paladeando su comida y pensando que jamás había tomado un desayuno tan delicioso y menos aún en tan bella compañía. Cathy parecía radiante, más feliz de lo que nunca la había visto. Ella también parecía haber olvidado los problemas del pasado; parecía no recordar que en un momento dado había pensado que su compañero era un traidor.

Cuando terminaron, Steve sacó su pipa y la encendió. Cathy lavó las cosas en el arroyo y luego se sentó frente a él. Era hora de volver al problema que tenían entre manos. Steve guardó la pipa y dijo:

—Ahora tenemos que hacer planes. Ante todo, ¿a cuántos kilómetros al sur de Springfield estamos ahora?

—A unos nueve kilómetros.

—¿Y White River está dieciocho kilómetros más allá?

—Diecisiete.

—¿Y dónde está su casa?

—A unos tres kilómetros y medio del centro de White River.

—Veintinueve kilómetros de la casa. Bueno, tenemos tiempo de sobra.

—¿Volveremos a mi casa?

—En etapas breves. Nos mantendremos ocultos en los bosques, pero nos iremos aproximando a Springfield. ¿Cuándo sale la Gazette?

—A eso de las cuatro.

—Muy bien. Nos acercaremos a Springfield todo lo que podamos y luego nos instalaremos. Yo iré a la ciudad en busca de un ejemplar del periódico. Si publican mi carta, muy bien. Si no la publican enviaré una nota de otro tenor. Diré que Shapely está ocultando al verdadero asesino y que la prueba está en la casa del crimen. Señalaré que se trata de algo que él ha pasado por alto porque no ha sabido apreciar la significación, pero que si algún otro policía da con eso comprenderá la verdad.

—¿Y existe una prueba así?

—No. Es sólo una treta que puede inducirlo a ir a la casa para echar un vistazo. Si va, quizá pueda apoderarme de su cuchillo. Me comunicaré con la policía del Estado para hacerle saber lo de las huellas digitales en el cuchillo del pan y pediré que envíen a un laboratorio el camisón. Puede demostrarse que usted no lo tenía puesto. Pero creo que me tomarían más en serio y se molestarían en investigar a Shapely si yo los pudiera mandar junto con mi denuncia un cuchillo con huellas microscópicas de la sangre de su tía. Por eso quiero apoderarme del cuchillo de Shapely.

Cathy asintió solemnemente con la cabeza y observó el palito con que Steve garabateaba en el suelo.

—Comprendo. Pero ¿cómo va a conseguirlo? Si no pudo hacer desaparecer la sangre, habrá hecho desaparecer el cuchillo.

—Todavía lo tiene; de eso estoy seguro. Lo tenía cuando le vi por primera vez y eso significaba que no tiene nociones de criminología y no sabe lo que puede hacer un microscopio. Lo limpió, pero dudo que haya hecho algo más. Por lo menos vale la pena probar.

—Pero no pensará que se lo va a entregar a usted, ni a dejarlo por ahí.

—No, pero si va a la casa en busca de esa «prueba», irá solo. Yo estaré allí y le quitaré el cuchillo.

—¿Cómo? Él tendrá un revólver y el cuchillo. ¿Y qué llevará usted?

—Mis manos y el elemento sorpresa.

—Él es enorme y tiene una fuerza terrible.

Steve sonrió.

—No olvide lo que le hice a Dick Graves en Jacksonville.

Cathy sacudió la cabeza con violencia.

—Usted no puede hacer eso, Steve. Le matará. Sé que lo matará.

Los ojos se le habían llenado de lágrimas.

—Él le odia y va a tener un magnífico pretexto y… y…

Steve se inclinó hacia adelante y le dio unas palmaditas en la mano.

—No hay por qué preocuparse. Tengo siete vidas. Recuérdeme alguna vez que le narre mi historia. Soy peor que un gato.

—No, Steve. No.

Steve arrojó el palito entre los arbustos y se puso de pie.

—Sí, Cathy. Tiene que ser. Es lo único que nos queda por hacer si el diario no publica esa historia. Por otra parte, ya me han perseguido y acorralado bastante. Ahora quiero enfrentarlo y a solas. Quiero ver cómo echa mano a su revólver. No quiero tener simplemente su cuchillo. Quiero quitárselo.

Cathy se puso de pie, atemorizada por la expresión del hombre. Le rodeó la cintura con ambos brazos y comenzó a sollozar contra su pecho.

—No puede hacer eso. No le dejaré. Morirá y será como si yo le hubiera matado.

La expresión de fría ira se borró del rostro de Steve. Besó a la muchacha en la cabeza y le acarició el pelo.

—No tema, chiquilla —murmuró, sonriente—. No pasará nada de eso. Shapely no me matará. No le daré oportunidad. Lo peor que puede sucederme es que me pesquen, y ya me encargaré de que usted quede con dinero y con un plan de fuga.

—Eso no me importa —sollozó Cathy—. No me importa lo que me ocurra. Lo único que me importa es lo que pueda sucederle a usted.

Steve sintió que el corazón le brincaba y bajó la mirada hasta el rostro de ella.

—¡Chiquilla!

Cathy retrocedió bruscamente como si acabara de tomar conciencia de lo que había dicho y hundió el rostro entre las manos.

—Todo es culpa mía. Usted lo arriesga todo por mí y yo no puedo admitirlo.

Luego dejó caer las manos y dijo con rabia:

—¿No se da cuenta de que soy un veneno? Enveneno al que se me acerca. Primero a mis padres, luego a mi tía y ahora a usted. Traigo mala suerte. ¡Aléjese de mí!

Steve avanzó un paso y la atrajo bruscamente.

—No es culpa suya. Soy yo quien hace esto. Yo lo he decidido. No usted.

Lanzó una breve carcajada.

—Piense en los cuentos que les podrá contar a sus nietos de cómo cazamos un enorme y perverso sheriff. Piense cómo van a abrir los ojos.

Cathy se apartó.

—No habrá nietos ni hijos ni nada. Sólo estoy yo y no por mucho tiempo. ¿Por qué no se aleja antes de que sea demasiado tarde? ¿Por qué no se va?

—Porque esto no es ya asunto suyo, Cathy. Es cosa mía. Es a mí a quien Shapely tomó por tonto. Yo soy el responsable. Me debe algo y me las pagará. Usted puede irse si quiere, pero yo me quedaré.

Cathy se dejó caer de rodillas.

—Sé que todo lo que le diga será inútil —dijo con desaliento y comenzó a plegar su bolsa de dormir—. Ya sé que hará lo que ha dispuesto y que yo permaneceré a su lado mientras usted quiera.

Sus lágrimas rodaron sobre la tela de la bolsa.

—¿A dónde vamos? ¿A Springfield?

Steve se puso también de rodillas y comenzó a plegar su bolsa.

—Eso es. Y a través de los bosques.