27

Steve y Cathy entraron a Nueva York en taxi, por el puente George Washington. El viaje había sido lleno de rodeos y muy caro. Habían dejado su taxi de cuarenta dólares en Yulee, Florida, pocos kilómetros al norte de Jacksonville, y desde allí habían tomado un tren local hasta Brunswick, Georgia. En esa ciudad habían alquilado un avión particular para volar hasta Washington. En Norfolk, en donde habían descendido para cargar gasolina, Steve había cancelado el resto del vuelo y se habían embarcado en un autobús con destino a Nueva York. Descendieron en Wilmingston y tomaron un tren hacia Filadelfia, en donde Steve retiró fondos de su cuenta personal. Lo hizo en una sucursal de su banco destinada a operaciones breves y tuvo la satisfacción de comprobar que la ventanilla de atención a los automovilistas no estaba vigilada por la gente de Brandt.

Habían sacado una ventaja a la policía y a los detectives de Brandt, pero Steve no sabía cuál era la ventaja que llevaba. Los diarios del sur habían publicado la historia de su fuga de Jacksonville y él la leyó al día siguiente, en el aeropuerto de Brunswick. No fue una sorpresa, porque aunque Steve sabía que el taxista andaría con pies de plomo; también tenía la certeza de que se presentaría a la policía en cuanto supiera que se buscaba a una pareja. Su gran ventaja residía en el hecho de que nadie conocía su destino. Hasta Brandt debía de haberse desorientado, porque pensaría en términos de escondite y Steve no trataba de esconderse.

Pero a Brandt no se le podía engañar por mucho tiempo. Steve lo sabía y cuando él y Cathy dejaron Filadelfia con billete para Nueva York, descendieron en Newark y atravesaron el Hudson en taxi para evitar el túnel. Ignoraba en cuántos de aquellos callejones sin salida se estaría metiendo la policía, pero era indispensable crear todos los que fuera posible. Uno de sus objetivos era entorpecer la persecución.

Salieron de compras por uno de los distritos comerciales más populosos de Nueva York, para reemplazar la ropa que traían de Florida por atuendos más norteños y para adquirir otros elementos indispensables. Luego, una Cathy transformada en una modelo que partía de vacaciones y un Steve con el aspecto de excursionista excesivamente cargado entraron en Grand Central Station por puertas separadas, adquirieron boletos por separado y se sentaron en diferentes asientos en el mismo vagón de un tren con destino a Springfield, Massachusetts.

Cuando el tren dejó la estación de Springfield en dirección norte, hacia la otra Springfield de New Hampshire, había muy poca gente en el vagón y Steve consideró que podía arriesgarse a tomar asiento junto a la chica. Cathy llevaba un sencillo vestido color natural, abotonado hasta el cuello, un pequeño bolso tostado y tenía los labios discretamente pintados. Del perchero, junto a ella, colgaba un chaleco amarillo. Cuando Steve se sentó a su lado, Cathy lo miró por la fracción de un segundo y luego se volvió hacia la ventanilla.

—No creí que me diera miedo volver —dijo—, pero estoy asustada.

—Yo también lo estoy, pero no se me ocurre otra solución.

Ella se encogió de hombros con un movimiento muy característico.

—No hay solución para mi problema. Ojalá no hubiera huido. No hago más que enredar las cosas. Arruino lo que toco. Nunca pude hacer amigos en el colegio. No era capaz de hacerme respetar por los muchachos sin espantarlos. Fui causa de la muerte de mi tía, la única persona que me ha querido. Despilfarré todo el dinero que ella había ahorrado y ahora le he hecho perder a usted su puesto y su libertad. Aun cuando saliera bien parada de este asunto no sé de qué me serviría. No tengo dinero, trabajo ni preparación adecuada. Por lo visto soy una carga para todo el mundo, incluyéndome a mí misma —concluyó con una pálida sonrisa.

—Va a salir de esto —aseguró Steve—. Y cuando usted deje de ser una fugitiva, yo también dejaré de serlo. Tan pronto como se demuestre su inocencia yo dejaré de ser culpable de ayudar a una asesina. Es más, creo que Brandt me ofrecerá mi antiguo puesto de rodillas.

—No me cabe duda —comentó ella con ironía—. Pero usted no tiene planes. ¿Qué puede hacer? No es más que nuestra palabra contra la del sheriff y usted no pensará que alguien va a creernos ¿no? Su Mr. Brandt no lo creyó y mucho menos nos creerá la gente de mi ciudad. Nunca les he caído simpática y ellos me consideran culpable.

—Tengo algunos planes. Shapely mató a su tía, de modo que tiene que existir alguna prueba que lo demuestre. Todo lo que tenemos que hacer es conseguirla.

—Si está pensando en huellas digitales de cuando bajó al sótano o algo por el estilo, es inútil. Le bastará con decir que recorrió la casa en busca de pruebas.

—Ya sé que dirá eso. Pero hay otras cosas que pueden servirnos. Por ejemplo, tenemos al tipo que fotografió las huellas digitales del cuchillo del pan. Él tendrá que admitir que esas huellas no están colocadas como se esperaría si alguien hubiera tomado ese cuchillo para clavarlo.

—Tiene que ser uno de los secuaces del sheriff. Dirá lo que Shapely le ordene.

—Usted no confía demasiado en sus conciudadanos ¿no? —comentó Steve, pero omitió decir que él tampoco confiaba.

—Lo que yo querría es apoderarme del cuchillo de caza de Shapely —prosiguió—. Debe haberlo lavado. Pero el lavado no elimina todos los vestigios de sangre. Y hay algunas otras cosas que pueden conservar vestigios de sangre. Es probable que se haya desprendido de todas las ropas manchadas, pero las ropas pueden haber dejado rastros en alguna otra cosa. Puede haber alguna mancha en el asiento de su auto o en una arruga del cuero de su calzado.

Cathy meneó la cabeza.

—¿Y de qué nos servirá eso? Usted no podrá acercarse a él para hallar esas pruebas. Él tiene la ley de su parte y nosotros no podemos ni siquiera mostrar la cara.

—¡Oh, sin duda él tiene muchas ventajas por el momento! —admitió Steve—. Pero ya nos arreglaremos para hallar lo que buscamos. No somos precisamente gente sin recursos.

—¿Qué tenemos?

—En primer lugar, yo la tengo a usted y eso es importante. Usted puede llevarme a todos los lugares que yo quiera visitar.

—¡Vaya recurso! ¿Y qué más?

Steve extrajo un sobre sellado de su bolsillo.

—Y tenemos esto. Hay un diario en Springfield ¿no es así?

—Sí, la Springfield Evening Gazette.

Steve sacó un lápiz y comenzó a escribir una dirección en el sobre.

—Eso quería saber. Gracias.

—¿Qué carta es ésa?

—Es el comienzo de una campaña de «cartas al director» —explicó guardando nuevamente el sobre en el bolsillo—. Esta carta señala en pocas palabras que Shapely está creando evidencias falsas contra usted, que mojó su camisón en la sangre de su tía y que oculta el hecho de que la colocación de sus huellas digitales en el cuchillo del pan demuestran que ésa no fue el arma homicida. Seguirán otras cartas que vayan un poco más allá en las acusaciones. Quizá al principio nadie crea una palabra, pero la gente comenzará a pensar y no tardarán en mirar al sheriff de reojo y él empezará a ponerse nervioso. Quizá hasta salga de la ciudad.

Cathy sonrió débilmente.

—Me temo que usted no conoce muy bien estas regiones.

—No, pero conozco a la gente y sé cómo reacciona ante una cosa así. Shapely ya no podrá acomodar las cosas con tanta facilidad una vez que comiencen a circular los rumores.

—No, no, Mr. Gregory. Usted no sabe por qué Shapely es sheriff. Tiene influencia. Está emparentado con casi todos los que son algo en Springfield y White River y todas las localidades vecinas. Sus cartas nunca se publicarán en la Gazette. El director es hermano de Shapely.

Steve levantó una ceja y se sacó la pipa de entre los dientes.

—Por lo visto el sheriff tiene las espaldas bien cubiertas ¿eh? Pero despacharemos las cartas de cualquier manera. Puede ser que el director del periódico no sienta predilección por su hermanito Jim.

Descendieron una estación antes de Springfield, un pueblo en el que nadie conocía a Cathy y arrojaron la carta en un buzón del correo para que saliera esa misma noche.

—Cruce los dedos y recemos por que aparezca en el diario de mañana. Si la publican, nos habremos anotado un punto.

Cathy meneó la cabeza.

—Sabe lo que conseguirá con esta carta ¿no? Alertar al sheriff y a todo el mundo sobre nuestra presencia en la zona.

—Eso es inevitable —dijo Steve—. Tenemos que obligarlo a ponerse en descubierto. Eso es lo fundamental.

—No podemos obligarlo si nos detienen.

—No se preocupe por eso. Shapely no es un buen cazador.

Comieron en un bar y luego echaron a andar hacia el norte, llevando su equipo de camping. Cathy se había puesto el chaleco porque había refrescado al acercarse la noche. El junio de New Hampshire no era el mayo de Florida.

Cuando dejaron las últimas casas de la población, Cathy comenzó a mostrarse silenciosa y preocupada. Ante ellos estaba Springfield y más allá White River. Dejaron atrás los últimos faroles de alumbrado que iluminaban la estrecha carretera pavimentada y ella comenzó a temblar.

—¿Qué estoy haciendo? —gimió—. Huí y ahora regreso.

—Recuerde a Shapely. No deje de pensar en él.

—¿Que piense en él? Lo que no puedo es dejar de pensar en él. Por eso estoy tan asustada. ¿Por qué tuve que dar con usted? ¿Por qué tuvo que suceder todo esto?

Steve le rodeó los hombros con un brazo.

—Tenía que suceder precisamente para que usted me encontrara, chiquita. Teníamos que encontrarnos, así como tenemos que pescar a Shapely.

—O que él nos pesque. Usted no conoce esta ciudad. No tenemos la menor posibilidad de éxito. No habrá prueba ni nada. El periódico no publicará su carta. El director se la llevará al sheriff y él se lanzará en pos de nosotros. Lo sé, Steve, lo sé.

Steve la apretó brevemente contra él.

—Veremos —dijo—. Y ahora dejaremos la carretera. Tenemos que hallar un lugar para pasar la noche y he visto que hay bosques por aquí. Marcharemos a campo traviesa y encontraremos algún lugar.

Tantearon el camino a través de la zanja que bordeaba el camino y salieron a campo abierto. Avanzaban con lentitud. El cielo parecía de tinta; estaba densamente nublado, ni una estrella iluminaba la marcha. Steve encontró una cerca de alambre de púa y Cathy se rasgó el vestido al atravesarla.

—Sé dónde estamos —dijo ella—. Es el campo de Mr. Delrico. Es de esos hombres que sospechan de todo el mundo. Asegura que el alambre de púa es para que no se le escape el ganado, pero no tiene ganado en las áreas alambradas. El alambre de púa sólo cerca su huerta.

Atravesaron penosamente la huerta, apartándose de un árbol para pegarse al siguiente y conservar así la dirección. El trayecto se hizo tan interminable que Steve se preguntó si los árboles no estarían plantados en círculo. A lo lejos se oyó el ladrido de un perro y Cathy exclamó:

—¡Ay, no! ¡Steve, apresúrese! Son sanguinarios.

Steve encontró una cerca de piedras tras la cual se hallaba el consuelo de los bosques.

—Llegamos —anunció, arrojando sus cosas por sobre el muro—. Vamos, chiquita, trepe.

Cathy trepó. La oyó caer al otro lado. Cuando Steve subió, sintió que la cerca se bamboleaba bajo su peso. Se arrojó y cayó casi encima de ella. La tomó de un brazo.

—¿Está bien?

—Magullada.

—¿Pero entera?

—Creo que sí.

De rodillas en el suelo, Cathy tanteaba en busca de su maleta. El ladrido ya no se aproximaba. Steve dio con las bolsas de dormir y con su propia maleta y se puso de pie.

—Déme la mano.

Ella extendió una mano muy fría.

—¿Cuánto tiempo andaremos, Steve? No veo nada.

—Tenemos que llegar adonde no nos vean.

—Hay víboras aquí.

—Las de afuera son peores.

Anduvieron unos cien metros por el bosque, golpeándose contra los árboles y arañándose con las ramas, antes de que Steve se diera por vencido.

—Es inútil —dijo—. Deberíamos internarnos más, pero puede que esto baste. Extendamos nuestros sacos de dormir aquí.

Cathy aceptó la idea con entusiasmo. Había dejado su maleta en el suelo no bien Steve se detuvo y ahora estaba ocupada desatando su saco de dormir. Trabajaba en silencio y sólo el roce contra las hojas y los arbustos señalaba sus progresos.

Steve trabajaba apresuradamente a su lado y cuando hubo extendido su saco de dormir, se quitó los zapatos y se deslizó dentro. Extendió un brazo y tanteó en la oscuridad en busca del saco de Cathy.

—¿Cómo anda? ¿Necesita ayuda?

—No —dijo ella—. Y no mire. Me estoy quitando el vestido.

Steve sonrió en la oscuridad y se volvió. Con esa noche era imposible distinguir siquiera una silueta. Pocos instantes después los rumores que llegaban desde donde estaba Cathy se aquietaron y se oyó el sonido sibilante del cierre de cremallera.

—Buenas noches, chiquita —dijo Steve.

—Buenas noches. Rece por que no haya víboras.

Steve rió.

—¿Alguna vez le he dicho que usted es una muchacha con agallas?

—No. ¡Qué voy a ser! Tengo un miedo que me muero.

Él sonrió y le volvió a dar las buenas noches. Luego se tendió de espaldas, apoyó la cabeza sobre las manos entrelazadas y permaneció con los ojos clavados en la oscuridad preguntándose cuál sería el próximo paso y cómo podría hacer para que Cathy siguiera confiando en que él conocía todas las respuestas.