Cathy esperaba en la puerta cuando Steve subió las escaleras. Al verle llegar desde la ventana se sintió invadida por una sensación de alivio.
—¿Por qué ha tardado tanto? Temía que le hubieran apresado.
—Casi, casi —dijo Steve y luego añadió sin preámbulos—: Recoja sus cosas lo antes que pueda. Nos vamos de aquí.
Ella obedeció, pero no sin formular preguntas.
—¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué pasa?
Sentía curiosidad, pero se las arreglaba para escuchar y recoger, cosa que no le exigió mucho tiempo. Steve arrojó en su maleta las cosas que le interesaba conservar y narró su historia.
—Entré a la tienda y salí por otra puerta —concluyó—. En ese momento pasaba un ómnibus, lo alcancé y unas manzanas más adelante descendí y tomé un taxi. Luego caminé las últimas manzanas. Por lo menos nadie me siguió, de modo que tenemos un poco de tiempo.
—¿Pero por qué le pegó? —preguntó Cathy, desorientada—. Podía habernos ayudado.
Steve lanzó un gruñido y cerró su maleta de un golpe.
—¿Está bromeando? Dick es demasiado astuto para hacer una cosa así. Creyó ver la oportunidad de pescarnos a los dos juntos; sólo que yo me adelanté un poco. Él sabía que yo podía atacarle pero valía la pena correr ese riesgo porque él estaba prevenido y todo lo que yo hiciera sería inútil. El error que cometió fue creer que no le atacaría hasta que nos encontráramos en los suburbios. Supuso que en pleno centro yo no llegaría a correr ni diez metros y, confiado en eso, se dejó llevar a una calle lateral no muy concurrida —Steve rió ante el recuerdo—. Apostaría a que en este instante se está maldiciendo a sí mismo.
—Pero fue usted el que sugirió la idea. Usted le convenció para que viniera. ¿Cómo sabe que no habría colaborado? Si lo hubiera sugerido él, serían comprensibles sus sospechas; pero fue usted quien lo inventó todo.
—Por supuesto —respondió Steve con una sonrisa y recogió ambas maletas—. Es la regla número uno del código del buen detective. Siempre hay que esperar que la víctima haga los avances. Ésa es la regla básica para evitar sospechas.
—Comprendo. Como cuando usted me llevó a que yo le pidiera trabajo en lugar de ofrecérmelo.
—Va pescando la idea. De cualquier manera él sabe que yo sé eso, pero mi actuación fue lo bastante buena como para desorientarlo un poco y hacerlo pensar que yo estaba desesperado.
Cathy asintió con expresión sombría y se dirigió a la puerta seguida por Steve quien se encasquetó el sombrero panamá antes de salir. Ya no había necesidad de exhibir su calva. Más bien prefería ocultarla ahora.
—¡Pero él podía habernos ayudado, Steve! —insistió Cathy—. Creo que nos podía haber prestado una ayuda real.
—¿Y por qué, Cathy? ¿Por qué había de exponerse él también a una sentencia de prisión? ¿Por qué había de sacrificar su carrera? ¿Simplemente porque yo aseguraba que usted es inocente? Nos habría entregado y quizá se hubiera ocupado del caso después, pero nunca antes.
—¿Entonces por qué lo hace usted?
—Dejemos eso —dijo Steve brevemente y abrió la puerta—. Lo que haremos ahora es tomar un taxi que nos lleve a la ciudad más próxima. Pero tenemos que ser muy cautos. Dick cometió el error de anunciarme que las carreteras están vigiladas y la vigilancia se redoblará en cuanto él llegue a un teléfono. Por eso tenemos que andar rápido y tratar de salir antes de que la policía y los hombres de Brandt se organicen. Conseguiremos un taxi y yo cambiaré de lugar con el conductor, para que él se siente atrás con usted. Quizá las cosas salgan bien así.
Era una maniobra difícil. Por lo visto, el gremio, la compañía de autos y diversas razones más se oponían a la idea; pero Steve tenía dos billetes de veinte dólares de su parte y eso pudo más que la oposición.
—Yo no sé lo que usted se trae, señor —dijo el conductor, mientras se quitaba la chaqueta y la gorra—. No entiendo esta historia.
Steve se caló la gorra y bajó la visera todo lo posible sobre los ojos.
—Los billetes son para que usted no haga preguntas —replicó.
La chaqueta era demasiado estrecha y las mangas le quedaban cortas. Sin embargo, el efecto estaba creado y eso era lo más importante.
—Póngase mi chaqueta —ordenó Steve al hombre—, siéntese atrás con la señora y no se ponga mi sombrero.
El conductor, un individuo bajo y de pelo negro, acató las órdenes entre gruñidos de protesta.
—Le digo que esto no me gusta nada. No lo haría por un centavo menos de cuarenta dólares.
—Por eso le doy exactamente cuarenta. ¿Listo?
Steve subió al asiento delantero y puso el coche en marcha.
—Tendrá que dirigirme para llegar a la ciudad más próxima.
—Está bien.
Steve conducía rápido pero con cautela. No era momento de tener accidentes. Atravesaron la ciudad sin inconvenientes y salieron por la ruta que se dirigía al norte. El tráfico era moderado y Steve pasó a un coche tras otro. Al salir de la zona urbana distinguió el carrito de un heladero e intencionalmente disminuyó la velocidad al pasar junto a él. Quería que el vendedor pudiera ver a sus anchas a los ocupantes del taxi. Observó los movimientos del hombre por el espejo retrovisor y no pudo ver nada fuera de lo común. Lanzó un suspiro de alivio y pisó más a fondo el acelerador.
Casi en seguida se oyó detrás de ellos el aullido de una sirena y Steve se puso tenso. No podía haber estado conduciendo a una velocidad que justificara la intervención policial. Por un momento estuvo tentado de dar al coche toda la velocidad, pero se dominó y adoptó un ritmo de marcha moderado. Ahora estaban en una recta, a unos doscientos cincuenta metros por delante del automóvil más próximo. La sirena estaba más distante. Luego el coche de patrulla pasó al sedán que los seguía y comenzó a acercarse. Steve tenía las manos empapadas en sudor y, una vez más, sintió la necesidad de acelerar; pero, una vez más, decidió mantener su apariencia de compostura.
El taxista se volvió y miró por la ventanilla trasera.
—¿Qué ocurrirá? La policía anda a toda prisa.
—¿Están detrás de nosotros? —preguntó Steve.
Miró a Cathy por el espejo y procuró guiñarle un ojo. Estaba pálida y sus ojos se veían oscuros y enormes. Se había inclinado hacia adelante en su asiento y aferraba su bolso. Steve le hizo dos guiños procurando distraerla. No quería que el taxista se preguntara —si es que no se lo estaba preguntando ya— por qué le pagaban esos cuarenta dólares, en realidad. Pero Cathy ni siquiera lo miraba. Tenía los ojos clavados en la carretera que se extendía delante de ellos, como si allí estuviera la salvación.
—Viene a toda máquina —dijo el conductor—. ¡Ya lo creo que tienen prisa!
Steve observó por el espejo. El auto de patrulla se acercaba rápidamente a ellos; era cuestión de segundos. Pero en ese instante ocurrió algo.
—Se detiene —anunció el taxista—. Justo en el límite de la ciudad. Se han cruzado en la carretera y están bajando. Parece que venían a bloquear la carretera. Alguien debe haber hecho algo.
—Alguien ha hecho algo —dijo Steve entre dientes.
Al tomar la curva que interrumpía la vista de la carretera, vio que la policía había detenido al auto que les seguía. Se echó atrás en el asiento y pasó cinco minutos en silencio, tratando de superar los temblores nerviosos.