25

Permanecieron en el apartamento, respetando el acuerdo de vivir como hermanos, durante ocho días, hasta el primer lunes de junio. Todas las mañanas Cathy afeitaba el cráneo a Steve y todas las tardes salía él a dar un breve paseo para probar la efectividad de su disfraz y para comprar algo de comida y un periódico. Su fotografía apareció en primera plana por un par de días y los artículos sobre el caso eran inicialmente largos y situados en las páginas más importantes. Pero a medida que fue trascurriendo la semana, las noticias se fueron haciendo más escuetas, se fueron retirando hacia las páginas interiores y, por fin, el jueves desaparecieron. Steve no sabía si eso significaba que la policía se había vuelto más reservada, pero le importaba poco. Lo fundamental eran los agentes de Brandt.

Al segundo día de afeitarse el cráneo, el sol le había irritado el cuero cabelludo; pero con el tiempo su calva había adquirido un saludable tono bronceado y daba la impresión de ser muy antigua.

Los fondos habían descendido a menos de un dólar aquel lunes y entre ellos y la inanición sólo se interponían los cheques de viaje de Steve, que eran peligrosos porque debía firmarlos con su verdadero nombre.

Pero la fase publicitaria del caso ya había pasado y estaba bastante seguro de que los pagadores del banco aceptarían el nombre sin que les alertara una nota de familiaridad. De estar en condiciones de hacerlo, habría esperado una semana más; pero había dos factores que lo presionaban. Uno era la falta de dinero, el otro la inactividad. Ocho días sin nada que hacer, sin nada que leer, sin poder costearse siquiera una entrada al cine, le habían llevado al borde de la locura. Casi había sucumbido a la tentación de cambiar los cheques el viernes, pero había dejado pasar el fin de semana. Mientras más esperara, mayores serían sus posibilidades de éxito. Esperó, pues, hasta que los víveres se agotaron y ya no le quedó más remedio que aventurarse.

El lunes por la mañana se aprestó para la lid. Su cráneo estaba recién afeitado, el abdomen postizo en su lugar, los rellenos de algodón le redondeaban las mejillas. En esa semana se había dejado crecer un pequeño bigote negro. El parecido con el Stephen Gregory original era tan vago, que casi se lo podía considerar inexistente. Bajó con paso decidido los escalones que le llevaban a la acera. Su andar de pato y su postura agobiada no parecían forzados. Había calculado llegar a un banco de la zona céntrica a la hora del almuerzo, para así tener que hacer cola frente a las ventanillas. Si los empleados estaban ocupados prestarían menos atención a los nombres.

Invirtió una de las monedas que le quedaban en el billete de autobús y otra en un periódico. Se instaló en un asiento contra la ventanilla que daba a la calzada, abrió el periódico y se dedicó a la lectura mientras duró el viaje a la zona céntrica. Nadie le prestó atención; tampoco él había esperado que se la prestaran. Descendió una manzana más allá del banco al cual se dirigía y retrocedió lentamente a pie, por la acera opuesta. El sol brillaba ardiente y despiadado sobre el pavimento y bañaba a las multitudes que circulaban por las calles a aquella hora. Eran poco más de las doce y las aceras estaban atestadas.

Caminaba lentamente, con su andar de pato que ya se le había hecho una segunda naturaleza, sin aparente rumbo, pero sus ojos no perdían detalle. Vio al policía de la esquina y al de vigilancia que descendía por la calle. Veía todas las miradas que le rozaban y distinguía las distraídas de las interesadas. Buscó, sin encontrar, a alguno de los hombres de Brandt. Los hombres de Brandt tenían una ventaja adicional sobre la policía: le conocían personalmente. No necesitaban fotografías para refrescar la memoria y conocían sus trucos. Pero esa ventaja era un arma de doble filo, porque si ellos le conocían a él, él los conocía a ellos. Sólo sus antiguos compañeros eran capaces de adivinarlo tras aquel disfraz, pero eso les llevaría tiempo; él, en cambio, podía localizarlos instantáneamente. Sin embargo, en ese momento no veía a ninguno y cruzó bajo las barbas del policía a la sombreada acera del banco.

A cualquiera que lo observara le habría parecido alguien que sabía a dónde iba y que se movía sin prisa pero sin vacilación. No obstante, en su interior Steve estaba lleno de vacilaciones. No era el temor lo que hacía que su andar de pato se hiciera más lento al ascender la escalinata de entrada, sino la sensación de estar metiéndose en una trampa. En el exterior podía confiar en sus ágiles piernas si era preciso, pero una vez que atravesara esas puertas quedaría encerrado. Si los cajeros del banco estuvieran alertas con todo el que canjeara cheques de viajero… Observaría el más leve cambio en la expresión del empleado y, si era necesario, desaparecería rápidamente. Pero de ninguna manera podía darse el lujo de perder aquellos cheques.

Con otras tres personas atravesó las pesadas puertas e ingresó al fresco interior del banco. El recinto estaba coronado por una alta cúpula; grandes columnas de piedra separaban el departamento de cuentas corrientes del de caja de ahorros, un enorme salón situado a la izquierda de la entrada. Había largas filas frente a todas las ventanillas. No podía haber escogido mejor el momento.

Se colocó en la fila más corta y paseó una rápida mirada en derredor, luego limitó su foco de observación y su propia visibilidad a las filas que estaban a su izquierda y derecha. Otros hombres se incorporaron a su grupo y la fila se estrechó. Steve desplazaba el peso de un pie a otro, sintiéndose incómodo al pensar en su calva vista desde atrás.

Cuando llegó a la ventanilla extrajo el talonario con gesto natural.

—Quisiera cobrar algunos cheques de viajero —dijo.

La empleada, una mujer madura con ese rostro bonachón de la gente que no lee el diario porque trae noticias deprimentes, mostró sus dientes postizos en una sonrisa y respondió:

—Por supuesto, señor.

—Tendré que firmarlos aquí —dijo Steve, esforzándose por sonreír.

La mujer le alcanzó un bolígrafo a través de la reja de la ventanilla y él se hizo a un lado.

—Dejaré pasar al que me sigue —ofreció y recibió como premio otra sonrisa.

Apoyado en el borde de mármol firmó los últimos dieciséis cheques de veinte dólares y volvió a acercarse a la ventanilla cuando se alejó la persona que había ocupado su lugar. Deslizó los cheques por la abertura. Había llegado el momento. Observó a la mujer mientras ella cotejaba las firmas con el original. Vio que los dejaba a un lado.

—¿Cómo los quiere? —preguntó la empleada.

—En billetes de veinte.

Ella contó los trescientos veinte dólares y deslizó los billetes por la abertura con otra de sus dulces sonrisas. Steve le devolvió la sonrisa. Ahora se sentía capaz de sonreír con naturalidad. Sorteando las colas se dirigió a la salida.

Habría caminado cinco pasos, cuando sintió que una mano le aferraba el hombro.

—¿Qué tal? Steve Gregory. ¿Qué me dices? ¡Mira que venir a encontrarte aquí!

Steve se volvió, aferrando aún los billetes, y se encontró ante el sonriente rostro de uno de los hombres de Brandt, un agente llamado Dick Graves. Se recobró de la sensación de desmoronamiento que había debilitado sus rodillas y comprendió que era inútil tratar de insistir en que su interlocutor estaba equivocado. Dick era hombre de Brandt y los hombres de Brandt conocían su oficio.

Graves pasó la mano por la atezada calva de Steve, sin dejar de sonreír.

—Has perdido pelo, muchacho. No te cuidas bien.

Steve se las arregló para dirigirle una pálida sonrisa.

—¡Hola, Dick! ¿Qué te trae por aquí?

—El viejo me confió un caso. Un tipo que asaltó a un sheriff.

—¿No me digas?

Steve se alejó de la gente. Nadie les prestaba atención, pero prefería proseguir la conversación en privado. Era inútil tratar de huir. No llegaría a la puerta; él lo sabía y Dick lo sabía. Siguió la barandilla que dividía al departamento de préstamos y, como al descuido, comenzó a guardar el dinero.

—No, no, no —dijo Dick en tono de reprensión—. Traiga eso para acá, muchachito.

—¿Por qué diablos había de dártelo? Es dinero mío.

—Es dinero de la agencia, Steve. Tú ya no trabajas para la agencia ¿o es que no te habías enterado?

La voz de Dick seguía siendo amable. Había conseguido su presa y no quería ponerse desagradable. Steve le entregó el dinero con un suspiro.

—Supongo que trescientos dólares significarán la bancarrota para el viejo Brandt.

—No significarán la bancarrota para Brandt, Steve; pero sí para ti.

Dick guardó el dinero en una billetera de cuero. Esta actitud podía haber inducido a otro hombre a pensar que había llegado la oportunidad de huir, pero Steve sabía que no. Permaneció junto al detective.

—Pensé que ya habríais dejado esta ciudad —comentó.

—No mientras tú estuvieras aquí, Steve.

—¿Qué os hizo pensar que yo no había salido?

—Brandt conoce a su gente. Conoce el valor de las especulaciones y sabe que tú lo conoces. Eres un buen detective, Steve. Eres uno de los mejores en nuestro oficio. Pero no deberías haberte ensoberbecido hasta ese punto. No deberías haber provocado al viejo. Él era detective antes de que tú nacieras y por bueno que tú seas, él es mejor. Podrías haber provocado a cualquiera, Steve, a cualquiera menos a Brandt.

Tras una breve pausa, Graves cambió de tono.

—Bien pensado, eso de afeitarte la cabeza, Steve. Tuve que mirarte y mirarte para asegurarme. Está mejor hecho que en aquel caso de ¿dónde era? ¿Nueva Orleans? Aquel tipo que te engañó afeitándose así. Brandt nos dijo que lo tuviéramos en cuenta. Recordaba el caso y pensó que podrías valerte de la misma triquiñuela. Supongo que habrás hecho algo parecido con la chica; le habrás cortado el pelo, teñido y demás.

—Debía haber supuesto que no iba a superar en astucia a la agencia entera. Bueno, ¿y ahora qué?

—Saldremos de aquí e iremos a una comisaría que conozco. Queda muy cerca de aquí. ¿Vamos?

—Podemos ir —dijo Steve encogiéndose de hombros y echando a andar hacia la puerta, sin demasiada prisa—. ¿Cómo me localizaste, Dick?

—Te estaba esperando. El viejo nos ordenó cubrir todos los bancos. Se imaginó que no tardarías en necesitar dinero y que te verías forzado a salir de la cueva para cobrar esos cheques.

—Podía haberlos canjeado en una verdulería.

—Por supuesto. También pensó en eso, pero lo descartó. En una tienda tendrías que cambiar uno cada vez y eso aumentaría el riesgo. Supuso que preferirías correr una sola vez el albur y canjearlos juntos y para hacerlo tendrías que ir a un banco. Como te imaginarás, hay un hombre en cada banco.

—Me imagino —asintió Steve con aire sombrío—. Y en las estaciones de ómnibus y en las de ferrocarril.

—Por supuesto. Pero el viejo fue más allá. Sabía que tú darías por descontado ese tipo de vigilancia, de modo que ordenó vigilar las carreteras de salida por si se te ocurría robar algún vehículo. Los vendedores de helados de todas las rutas observan detenidamente los coches que pasan. Se les ha prometido una jugosa recompensa.

Habían llegado ya a la acera.

—Me siento muy halagado por todas esas atenciones —dijo Steve—. Brandt debe estar loco por echarme el guante.

—Realmente está loco por ti, Steve. No hay vuelta que darle. Cree que así va a mejorar su reputación en los departamentos de policía. El buen nombre de la agencia se había deteriorado bastante luego de ese asunto de la chica. ¡A propósito! Supongo que no querrás decirme dónde está la chica.

—Supones bien.

Dick suspiró.

—Sabía que perdería el tiempo preguntándotelo.

—¿De modo que también quieres pescarla a ella?

—Por supuesto. Uno de sus hombres la ayudó a escapar. Se siente responsable. No sé si me entiendes.

—Te entiendo. En eso has cometido un error, Dick. Yo volvía al lugar en que está ella. No debiste haberme detenido. Deberías haberme seguido.

Dick rió de buena gana.

—Sabes muy bien que yo no podría seguirte. Como tampoco podrías seguirme tú a mí. Un buen artista de la huida puede escaparse de un buen seguidor en cualquier momento. No, más vale agarrarte cuando estás a mano. Si te hubieras escapado la cosa habría sido grave, porque ya no estarías en la ruina. Ahora te tenemos y sin ti la chica está perdida. No podrá eludirnos ni tres días sin tu ayuda.

Lo que Dick decía era absolutamente cierto. Cathy estaba ahora sola y sin un centavo. Él se había llevado las últimas monedas que les quedaban.

Los dos hombres seguían marchando hombro con hombro y cuando cruzaron la calzada Dick maniobró con disimulo para quedar del lado exterior. De ese modo prevenía cualquiera repentina huida entre el tránsito.

—Este Brandt es excesivamente astuto —murmuró Steve.

—Así es —ratificó Dick—. Pero conseguiste eludirle una semana entera. Es el par de la cancha.

—Quiero decir que ahora la chica está frita. Brandt es un excelente detective, pero es nulo en otros aspectos. ¿Acaso supone que yo ando asaltando sheriffs porque tengo deficiencia vitamínica?

—A mí no me preguntes. No sé lo que piensa.

—A lo que voy —dijo Steve con aire grave—, es que si yo ayudé a escapar a la chica, lo hice por rescatarla. Es tan asesina como yo. La verdad desnuda es que fue el sheriff quien asesinó a la anciana y ahora está tratando de cargarle el fardo a la pobre chica.

—No conozco los detalles del caso, así que eso no me dice nada —dijo Dick—. Quizá tengas razón o quizá sólo estés enamorado de la chica. No es la primera vez que un tipo pierde la chaveta por una falda.

—¿Crees que puedo enamorarme de una chica que le ha clavado un cuchillo en la espalda a su tía?

—¡Qué sé yo! Tampoco sé lo que piensas tú.

—Escucha —dijo Steve y se detuvo—. Hablo en serio. El sheriff va a colgar a esa criatura en su celda si consigue encerrarla. De esa manera todo el mundo dirá «¡Si se ahorcó es porque era culpable!». Tienes que ayudarme a salir de esto, Dick. Te aseguro que si la vieras comprenderías que te estoy diciendo la verdad. Si hay alguien en este mundo incapaz de dañar a una mosca es esa niña. Desde el principio, desde el instante en que la vi, supe que había algo raro en todo este asunto. Pero cuando la traje de vuelta y la vi junto al sheriff supe lo que ocurría. Ella es inocente y él la va a colgar y yo soy el único tipo en el mundo que puede salvarla. Dick, yo no puedo hacerlo solo, pero es preciso hacerlo. Tendrás que ayudarme. No me importa lo que piense el viejo, tienes que trabajar conmigo.

Dick empujó suavemente a Steve para que continuara andando; parecía melancólicamente pensativo.

—Yo no sé, Steve —dijo—. Hablas como si te estuvieras enamoriscando de la chica. No es que yo me oponga al hecho, pero es que eso te predispone automáticamente a su favor. Puede que ella sea inocente, pero también puede muy bien ser culpable. No puedo arriesgar mi cabeza por lo que tú digas.

—Yo he arriesgado la mía.

—Lo sé. Y ahora no tienes nada que perder y sí mucho que ganar embarcándome a mí en la aventura. Vamos. Cruzamos aquí.

—Somos amigos, Dick. Yo no te haría una cosa así.

Steve se había detenido nuevamente.

—¿No quieres correr un riesgo? Está en juego la vida de una chiquilla.

—Y la mía también, Steve. No puedo meterme en el asunto sin tener la certeza de que ella es inocente. Quizá tú estés seguro, pero yo no lo estoy y no puedo basarme sólo en tus palabras.

—Si la vieras estarías seguro, Dick.

—Lo siento, viejo. No la he visto.

Steve colocó el cebo en el anzuelo.

—Te diré qué podemos hacer. Si te llevo hasta donde está ella ¿me prometes ayudarme si ella te convence de que es inocente? Creo que es juego limpio. Si ella no logra convencerte nos llevarás a los dos.

Dick meditó unos instantes, luego sonrió.

—De todas maneras ya os tenemos prácticamente a los dos. Pero me arriesgaré, Steve.

—¿Pero no lo harás por salvar la vida de esa criatura?

Dick vaciló.

—Depende. ¿Dónde vive?

Steve sonrió.

—No, no. Te llevaré, pero no te lo diré.

Dick volvió a vacilar.

—Está bien, llévame —dijo, por fin, lentamente—. Te daré esa oportunidad.

—Ven. Tomaremos un autobús.

Retrocedieron y dieron vuelta a la esquina a paso más vivo, pero Dick no abandonó el lado de la calzada. Anduvieron otra manzana y doblaron por una calle lateral para llegar a una avenida.

—Voy a necesitar esos trescientos dólares, Dick.

—Si decido intervenir te los daré, muchacho. Hasta entonces tendrás que permanecer en la ruina.

Estaban a mitad de la manzana, en una calle de dirección única, cuando Steve se detuvo bruscamente ante la puerta de una gran tienda.

—Mira, Dick —dijo apoyando la mano izquierda sobre el brazo de su compañero—. Quiero saber si vas a jugar limpio. ¿Me lo dirás?

Y sin esperar respuesta golpeó a Dick con el canto de la mano en la nuez de Adán.

Dick se atoró y Steve, con la precisión de un maestro, lo volvió a golpear con el filo de la mano, pero esta vez en la nuca. Dick cayó de rodillas y luego hacia adelante, hasta quedar apoyado sobre las manos. Unas cuantas personas contemplaban la escena estupefactas a media manzana de distancia y cuando reaccionaron comenzaron a llamar a voces a la policía, pero no se aproximaron.

Steve tomó al caído por los hombros.

—Lo siento, Dick —le dijo—. Pero estoy seguro de que tú me comprendes.

Dick no respondió. Su cabeza había descendido hasta rozar el suelo y ahora se apoyaba sobre los antebrazos.

Con movimientos rápidos, Steve le quitó la billetera, sacó todo el dinero que encontró —incluyendo el suyo— y la volvió a guardar en el bolsillo de su compañero.

Media docena de personas gritaba a voz en cuello:

—¡Socorro! ¡Al ladrón!

Había quienes se animaban ya a avanzar. Steve les miró y, sin inmutarse, atravesó las puertas de la tienda.