23

Steve regresó a la habitación a eso de la una y media. Llevaba con él dos pequeñas maletas de poco precio («el equipaje de la estación»), por si Mrs. Bleecker andaba por ahí. La puerta estaba sin llave y cuando la abrió, halló a Cathy tendida boca abajo sobre la cama. Tenía puesto su vestido blanco, ya ligeramente empañado, y su ropa interior se secaba sobre una silla, frente a la ventana abierta.

Cuando Steve cerró la puerta tras de sí y dejó las valijas en el suelo, la muchacha se despertó, levantó la cabeza y se volvió. En seguida volvió a adoptar su posición; un ojo hundido en la almohada y el otro fijo en Steve con una mirada desolada.

—No estoy debidamente vestida —exclamó—. No puede entrar ahora.

Steve le dirigió una sonrisa fatigada.

—Le traigo algo —dijo, mientras colocaba una de las maletas sobre una silla y la abría—. Tome. Póngase esto y se sentirá más cómoda.

Le arrojó un salto de cama de algodón azul; pero el ojo de ella seguía fijo en él y no prestaba atención al regalo. Por fin se enderezó con cautela, de espaldas a él, y tanteó la cama tras de sí en busca de la prenda. Cuando se la hubo puesto y se hubo atado el lazo se sintió más segura y se volvió.

—La modestia es un don del cielo —dijo Steve sin entusiasmo.

Para él aquello era como preocuparse por el pago de una apuesta en medio de un bombardeo. Pero Cathy parecía tener otros puntos de vista.

—Yo sé lo que usted está tratando de hacer. Usted está tratando de destruir mis defensas por medio de la familiaridad, Mr. Gregory; pero eso no le va a dar resultado.

—Está bien. He hecho todo lo que he hecho, sólo por tener un lance con usted —dijo Steve y dejó nuevamente la maleta en el suelo, se sentó en la silla y cerró los ojos.

No se la podía culpar demasiado. Todos los hombres que había conocido se habían acercado a ella con ese pensamiento.

—Le he traído algunas cosas más —añadió con un suspiro—. Puede revisarlas.

Pero, en lugar de hacer lo que le decía, ella le empujó un poco hacia adelante. Steve estaba sentado sobre la ropa interior.

Cathy descolgó las prendas y las tanteó para asegurarse de que se habían secado.

—Tengo hambre —dijo—. Hace días enteros que no como.

—Y yo estoy cansado —dijo Steve—. Hace días enteros que no duermo.

—Si me da un poco de dinero, puedo salir a comer algo y usted puede dormir, mientras tanto.

—No podemos hacer eso. Tenemos que mudarnos otra vez.

—¿Otra vez? ¿Por qué? Acabamos de llegar.

—Somos fugitivos. No podemos permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Tenemos que mantenernos en movimiento.

Luego le narró su conversación telefónica. Ella permanecía sentada sobre la cama, retorciendo nerviosamente sus prendas interiores mientras lo escuchaba.

—Ahora el viejo también anda detrás de nosotros —dijo Steve—. Estamos en un verdadero aprieto. Sabe que mi llamada procede de Jacksonville y para el anochecer ya habrán llegado aquí todos los agentes disponibles. Parece ser que yo he dañado el prestigio de la agencia y él se comporta como un poseso. Hará lo imposible por encontrarnos.

—¿Entonces, por qué no salimos de Jacksonville?

—Porque a estas horas él ya debe de haber informado a la policía y todas las salidas estarán vigiladas. En segundo lugar, estamos prácticamente en la miseria. Hoy he gastado setenta dólares y sólo nos quedan unos sesenta y cinco. Por último, eso es precisamente lo que todo el mundo espera que hagamos. Tenemos que tratar de ganar tiempo. Tenemos que permanecer en la cueva hasta que amaine el temporal.

—Muy bien. ¿Por qué no nos quedamos aquí?

—Porque Mrs. Bleecker me ha visto. Usted está más o menos cambiada, pero yo no. Todos los agentes de Brandt me conocen al dedillo. Lo que es peor, Brandt enviará fotos mías a los diarios. Ahora soy yo el que tiene que cuidarse más. Usted está en mejores condiciones. Nadie conoce su aspecto; en cambio, mañana por la mañana todo Jacksonville sabrá cómo soy.

Cathy se inclinó hacia adelante con expresión grave.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó.

Steve se levantó pesadamente de su silla y se acercó a la otra maleta.

—Tengo que trasformarme en una persona completamente distinta. Tengo que aprender a caminar de otro modo, tengo que cambiar de gustos en materia de ropa, tengo que alterar mi rostro y mi figura. Si logramos ocultarnos por una semana me dejaré crecer bigote.

Comenzó a extraer de la maleta su propia colección: Había una chaqueta sport de colores vistosos y dos tallas más grande de lo necesario; había unos pantalones rayados de cintura demasiado grande; había algunas camisas deportivas de tela floreadas, también enormemente grandes para él. El equipo se completaba con zapatillas de tenis, un cinturón, una almohada, una funda, algunos artículos de tocador y una maquinilla para cortar el pelo.

Cathy miró la máquina.

—¿Y eso para qué es? —preguntó.

—Para cortarme el pelo. Seré calvo.

—¿Será qué?

—Seré un tipo calvo y agobiado, de unos cincuenta años, que hace guiños a las chicas y camina con las puntas de los pies hacia afuera. Usted me afeitará la coronilla ahora mismo, antes de que salgamos de aquí, y hasta he traído un sombrero para ponérmelo al salir. De esa manera, Mrs. Bleecker no se enterará de la operación. Luego, cuando entremos a nuestro próximo alojamiento, me quitaré el sombrero y seré otro personaje.

—Pero —arguyó Cathy, vacilante—, ¿no cree usted que si todo el mundo anda detrás de nosotros, lo primero que harán será controlar todos los hoteles y alojamientos para turistas?

—Es muy probable. Alquilaremos una habitación amueblada y permaneceremos allí hasta que yo considere prudente cambiar los cheques de viajero.

—¿Y entonces qué? No podemos seguir viviendo así para siempre.

—Entonces regresaremos a White River y buscaremos algo que demuestre la culpabilidad de Shapely. Es lo único que nos queda por hacer. Preferiría no llevarla conmigo, pero no veo otra solución. No hay lugar en que pueda dejarla sin que Brandt o la policía la encuentren.

—No veo por qué. Ahora nadie sabe qué aspecto tengo.

—Usted no conoce a Brandt —dijo Steve, meneando la cabeza—. Usted no tiene recursos para mantenerse oculta ni una semana. Encontrarla a usted ha sido la tarea más fácil que se me haya confiado jamás y sería igualmente fácil para cualquier otro agente.

Cathy se ruborizó, pero permaneció en silencio.

—Bueno, comencemos la esquila —propuso Steve—. Tendrá que ayudar a convertirme en un pelado. Primero cortaremos el pelo de la parte superior de mi cabeza y luego afeitaremos esa porción de cráneo. La calva no debe ser tan amplia como para que asome por debajo del sombrero. Desde lejos parecerá genuina, pero de cerca va a tener un aspecto muy curioso, porque no podemos cortar el pelo en el límite del área no calva. Sin embargo, cuando nos hayamos instalado, ampliaremos la calva hasta la zona de pelo corto. Ese corte soportará mejor una inspección a corta distancia.

Cathy se mostró un poco apenada ante la idea y Steve se burló de ella.

—No estaré muy guapo, pero el ardid puede dar buenos resultados. Un tipo al que yo andaba siguiendo me desorientó por una semana con esa maniobra.

Acercó la silla al espejo de la cómoda y comenzó a dar órdenes que Cathy obedeció. Con las tijeras y la maquinita abrió una senda desde la frente hasta la coronilla y Steve comprobó la medida encasquetándose su sombrero panamá. Una vez que el pelo de la zona señalada estuvo cortado al rape, la chica lo enjabonó y lo afeitó. El efecto no era de entusiasmar, pero ella rió.

—¡Está tan gracioso!

—Es una costumbre en mí —comentó él devolviéndole la sonrisa—. Pero lo importante es que mi aspecto ha cambiado.

—¿Me permite que guarde un mechón de su pelo? Si alguna vez salimos de esto quiero conservar algo de recuerdo.

—Sírvase. Es todo suyo —replicó él haciendo un gesto hacia el montón de pelo esparcido sobre el periódico que ella había extendido en torno a la silla.

Luego se contempló en el espejo, hizo una mueca y se encasquetó nuevamente el sombrero. Así recuperaba su aspecto normal.

—Esto engañará a Mrs. Bleecker. Ahora todo lo que tengo que hacer es quitármelo en presencia del agente de la compañía inmobiliaria y seré Ernest Cartwright, corredor de una fábrica de alfombras.

—¿Es forzoso que sea Ernest? No me gusta el nombre.

—Ernest Stephen. De sobrenombre Steve. —Se puso de pie—. Y ahora probemos la funda para mi prominente abdomen.

Sacó a relucir hilo y aguja, sostuvo la funda contra su cuerpo y marcó los ángulos que era preciso suprimir para que el relleno siguiera los contornos de su cuerpo. Mientras Cathy cosía, él abrió la almohada y extrajo el relleno. La chica meneó la cabeza, pasmada.

—Usted piensa en todo.

—Tengo que hacerlo. No es un partido de fútbol en el que se puede decir: «El año que viene lo haremos mejor». Este partido tiene que ser ganado. Mire —dijo, estirando una mano en dirección a Cathy—. Hasta le he comprado un anillo de compromiso. Espero que sea su medida.

La expresión de Cathy se hizo más sombría.

—¿Por qué insiste en presentarme como su esposa? Podría ser su hermana y eso nos permitiría tener cuartos separados.

—Es un problema de estrategia. No me preocupa tanto la policía como los agentes de Brandt. Harán averiguaciones sobre usted como las he hecho yo y se convencerán de que usted no es el tipo de chica que admite esta clase de arreglos. Y justamente por eso usted va a admitirlo. En este juego nunca estaremos seguros y nunca sabremos cuando algo nos va a vender. La única solución es disminuir las posibilidades al máximo.

Una vez cosida la funda de acuerdo con las especificaciones, Steve la rellenó y pidió a Cathy que cerrara la abertura. Luego entró al baño y colocó la voluminosa bolsa en su sitio. Cuando la hubo cubierto con la camiseta y el calzoncillo, las líneas del abdomen postizo se hicieron más suaves y naturales. Se puso entonces los pantalones nuevos y ajustó el cinturón lo suficiente como para que el almohadón sobresaliera un poco por arriba y por abajo. Escogió una vistosa camisa sport e introdujo los faldones dentro del pantalón. Por fin, completó el atuendo con la chaqueta y se estudió en el espejo. El efecto era excelente. Tenía el aspecto de un hombre maduro, sin carácter, ligeramente obeso y con una curiosa calva.

Regresó a la habitación y comenzó a recoger las cosas apresuradamente.

—Creo que ya podemos arriesgarnos —dijo—. No me quitaré el sombrero y usted arreglará todos los detalles, para que yo pueda permanecer en segundo plano. Luego iremos a la compañía inmobiliaria.

—¿Y qué pasará si no tienen nada conveniente?

—Tienen. Ya he hablado con ellos y les he dicho que era Ernest S. Cartwright y que les había escrito hace dos semanas desde Ohio y que no había recibido respuesta de ellos sobre el departamento que buscaba. —Steve rió—. Estaban muy confundidos porque no podían encontrar mi carta y yo les he armado un escándalo. Me prometieron que esta tarde tendrían algo que me satisfaría ampliamente.

—¿Pero por qué ha hecho eso? Ahora lo recordarán.

—Por supuesto, pero me recordarán como a un señor calvo, natural de Ohio, que es hipertenso, que se ha trasladado aquí para descansar y que solicitó una habitación dos semanas antes que Steve Gregory asaltara al sheriff Shapely. Los hombres de Brandt andarán husmeando por aquí e investigarán a cualquiera que haya alquilado cualquier cosa a partir del día de hoy. Yo quiero dejar establecido que nosotros solicitamos el alojamiento hace ya mucho.

Cathy meneó la cabeza y se sentó en la cama.

—No podremos eludirlos. Yo sé que no podremos. Es inútil. Nos hallarán, Steve. Sé que nos hallarán.

—No darán con nosotros si nos mantenemos en movimiento y nos cuidamos de borrar los rastros —la consoló Steve, tomándola de la barbilla—. Póngase su anillo de casada y salgamos. Y sobre todo muéstrese alegre. Tiene que sonreír mucho y reír mucho. Los hombres de Brandt andarán tras una muchacha melancólica. Sea feliz.

Cathy esbozó una débil sonrisa.

—¿Cómo lo voy a hacer? Estoy asustada.

—Imagínese que es actriz de cine. Viva su papel. Usted es la esposa de un hombre que ha venido aquí a hacer una cura de reposo. Olvídese de todo, menos de eso. Usted está preocupada por la salud de su marido, pero está alegre de todos modos. Llámeme Steve si le cuesta esfuerzo cambiar; pero trate de habituarse a llamarme Ernie. Salgamos.

La sonrisa de Cathy se había hecho más sincera. Steve estaba realmente gracioso con esa cabeza afeitada, la almohada en la cintura y esa ropa atroz. La situación no dejaba de ser divertida pese a su seriedad.

—Muy bien, Ernie —respondió, poniéndose de pie.