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El pelo de Cathy no era un modelo de pulcritud cuando ella y Steve terminaron su obra, pero era innegable que se la veía diferente. Su amplia frente había quedado al descubierto, pues Steve había decidido suprimir el flequillo. Los mechones eran excesivamente cortos para sujetarlos hacia atrás, de modo que hicieron lo único que quedaba por hacer: los cortaron totalmente. El efecto no era precisamente óptimo desde el punto de vista estético; pero lo que le faltaba en belleza le sobraba en eficacia. Steve cortó el resto del pelo más arriba de los hombros y la permanente lo elevó un poco más, de modo que una porción de la blanca nuca quedó a la vista. Cathy lanzó un gemido de desolación cuando contempló los resultados, pero ya no había nada que hacer.

Completada la revisión, Steve le dio instrucciones y ambos las pusieron en práctica. Steve salió primero del hotel y advirtió que en el mostrador había otro empleado, cosa que le sorprendió gratamente. Tras un intervalo de dos minutos lo siguió Cathy quien se dirigió a la parada de autobús más próxima. Allí estaba Steve leyendo el diario. Ella subió primero, preguntó por algunas direcciones y pidió un billete con trasbordo. Steve esperó detrás de la muchacha, pagó su propio billete y pidió trasbordo. Luego se sentaron en asientos separados. Él bajó cuando lo hizo ella.

Siguiendo el mismo procedimiento tomaron otro autobús y Steve descendió en una esquina casi en las afueras de la ciudad. Cathy descendió en la parada siguiente y regresó a pie. Steve caminaba sin prisa, unos cincuenta metros más adelante y cuando, por fin, ascendió los escalones de entrada de un albergue de turistas, aminoró más aún la marcha para permitir que ella le alcanzara. Estaban juntos ya cuando hizo sonar la campanilla y alquilaron una habitación a nombre de Mr. y Mrs. E. S. Wells.

La encargada, una agradable mujer de unos cincuenta años, llamada Mrs. Bleecker, les mostró la habitación, que daba a la calle. Había allí camas gemelas con cubrecamas rosados, empapelado floreado sobre fondo color de rosa, dos cómodas, un sillón y una silla.

—Más tarde traeremos nuestro equipaje —le explicó Steve—. Lo dejamos en la estación hasta que encontráramos alojamiento.

—Está muy bien —sonrió la mujer y miró a Cathy, quien había cruzado las manos de modo que no se advirtiera la falta de anillo—. Las toallas están detrás de la puerta y si les hace falta algo no dejen de avisarme.

—Así lo haremos —replicó Steve, con una sonrisa de enternecedora franqueza.

Miró cómo la mujer se retiraba, esperó hasta que la puerta estuvo cerrada y luego se arrojó sobre la cama más próxima.

—Dios mío, que cansado estoy —suspiró.

Cathy le dirigió una pálida sonrisa.

—¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí, Mr. Gregory?

—Puede llamarme Steve. No me opongo.

—Me temo que soy yo la que tiene inconvenientes. Usted insiste en que nos alojemos en la misma habitación y quiero que quede bien sentado esto: aquí termina nuestra intimidad. Y espero que no permanezcamos mucho tiempo aquí, porque yo también estoy cansada y quiero dormir.

—Duerma.

—Muy gracioso, Mr. Gregory. Como no hay donde meterse, yo estaré en desventaja mientras permanezcamos aquí.

Steve se puso de pie y se restregó los ojos.

—Está bien, Cathy. De todos modos, tengo que salir.

—¿A dónde va?

Había una sombra de preocupación en su rostro.

—¿Ya se ha olvidado? Tengo que «retirar nuestro equipaje de la estación». Además, tengo que llamar al jefe. Supongo que al anochecer ya habrán llegado sus agentes y ellos se harán cargo de todo. Mientras tanto gastaré parte del poco dinero que nos queda en ropa y en un par de maletas baratas.

—¿Cuánto nos queda?

—Lo suficiente como para vivir hasta que lleguen. Unos ciento veinticinco dólares de los ochocientos que usted tenía y trescientos dólares míos, que no nos servirán de mucho, más lo que le quede del dinero de Shapely.

—¿Qué tiene de malo su dinero?

—Está todo en cheques de viaje a nombre de Steve Gregory. Para cobrarlos tengo que firmar y ocurre que en el diario de la mañana en que salió el aviso de estas habitaciones también se anunciaba en grandes titulares que el villano Gregory había asaltado a un sheriff y le había arrebatado a su prisionera. Me temo que tendré que vivir como gigoló por un tiempo, mi querida. Viviré a costa suya.

—Espléndido. Así tendré algún dinero de sobra para costearme un abogado si me pescan.

—Si la pescan no necesitará abogado. ¿Y de qué se queja? ¿No vale la pena, si la salvo?

Cathy sonrió.

—Sí, Sir Galahad redivivo. Pero no sé por qué siempre pienso que de no ser por usted yo no estaría en esta situación.

—Bueno, medite sobre este asunto en una bañera llena de agua tibia y no se moje el pelo. Regresaré en cuanto pueda.

—No se apure demasiado.

Steve le palmeó un hombro y se encaminó a la puerta.

—Usted es una monada, chiquita. Se las arreglará.

—No tengo más remedio.

—¡Ah! ¿Qué talle tiene usted?

—Cuarenta y cuatro.

—Muy bien. La veré con un guardarropa nuevo, muchacha afortunada.

Antes de salir, Steve recogió el bolso de Cathy, lo abrió y extrajo el sobrante de los cuarenta dólares de Shapely.

—No es que desconfíe de usted —explicó—; pero no me gustaría gastar otros cien dólares para encontrarla.

Con una sonrisa, dejó la habitación y cerró la puerta tras de sí.

Antes de telefonear se dirigió al centro de la ciudad. Podía haberse arriesgado a hacer la llamada desde un teléfono más próximo a su alojamiento, pero tenía que ir al centro de todas maneras y siempre era más seguro hablar desde allí. Entró en una cabina telefónica, colocó la moneda en la ranura y marcó el número para «larga distancia».

—Quiero una llamada directa con Charles F. Brandt de la Agencia de Detectives Brandt, en Filadelfia. Cargue la llamada a la cuenta de ese abonado.

—¿Su nombre, por favor? —preguntó la operadora, arrastrando las palabras como si fueran de miel.

—Diga simplemente «Steve».

—Gracias.

Durante medio minuto pudo oír la misma voz que formulaba preguntas a otras operadoras, luego hubo una interrupción. Por fin volvió a escuchar la voz de miel que le decía:

—Su llamada.

Luego oyó la voz rabiosa e impaciente de Brandt.

—¡Hola, hola! ¿Es usted, Gregory?

—Sí. Hola, Mr. Brandt.

—¡Qué Mr. Brandt, ni que ocho cuartos! ¿Quiere decirme qué diablos está haciendo?

—Ha habido un pequeño problema.

—¿Problema? Habrá habido un problema, pero eso no es nada comparado con el que va a tener cuando yo le ponga las manos encima. ¿Tiene una idea del perjuicio que le está causando a la agencia? Lo voy a desollar vivo. Le voy a arrancar el corazón con mis propias manos. Lo voy a comer crudo en el desayuno, aunque eso sea lo último que haga. Todo el país se ha enterado que un detective de la agencia Brand ha asaltado a un sheriff y le ha robado su prisionera. Pedazo de…

Steve alejó el tubo todo lo que pudo, pero no dejó de oír hasta la última de la larga sarta de obscenidades que vociferó su jefe.

Cuando Brand gritó:

—«¡Hola, hola! ¡Contésteme pedazo de alcornoque!», Steve volvió a acercarse el tubo.

—Ha sido un poco fuera de lo común, jefe, lo admito.

—¿Fuera de lo común? En eso tiene toda la razón del mundo, idiota. ¿Quién se cree que es usted? ¿Dios?

—Bueno, escúcheme: no lo he llamado para que me insulte. Lo hice porque tengo algo que decirle.

—¿Para que lo insulte? ¿Qué pretendía que hiciera? ¿Que extendiera una alfombra a sus pies? No quiero ni pensar en el daño que le ha causado a esta agencia. Ha ensuciado nuestro nombre en todo el mundo. Pero le prevengo una cosa: cuando ponga mis manos sobre usted —y créame que las voy a poner— lo que usted nos ha hecho será un grano de anís al lado de lo que yo le voy a hacer. Yo, personalmente, lo procesaré. Y cuando salga de esto, si es que sale, su nombre estará tan manchado que jamás conseguirá trabajo en este terreno ni en ningún otro.

—Ahora escúcheme —dijo Steve—. No soy un estúpido y usted lo sabe. No asalté al sheriff para hacerme el gracioso. Lo hice porque la chica es inocente. La chica no lo hizo. Fue el sheriff. El sheriff es el asesino y va a matar a esa chica si ella llega a caer en sus manos. Ahora retire lo dicho.

—¿Que retire lo dicho? —rugió Brandt—. ¿Porque usted ha caído como un chorlito con esa tipa?

Siguió otra larga tanda de obscenidades sobre el tema.

—Adolescente piojoso, inútil y reblandecido —concluyó—. ¿Quién le dijo que ella no lo hizo? Apostaría a que fue la misma chica la que lo convenció. ¡Con que el sheriff es el asesino! ¡Y esa idea es de usted! Sólo a usted se le ocurre una cosa así. Ni la chica tendría el coraje de echarle el fardo a la autoridad. Ella tiene el sentido común de imaginarse que nadie se va a tragar semejante disparate. Y usted, usted, idiota, hijo de perra, piensa que yo me lo voy a tragar. Pero ¿qué diablos le ha hecho ella?, ¿le puso un filtro de amor en la sopa? Lo único que le puedo decir es que le conviene entregar a esa chica a la policía inmediatamente y venirse a Filadelfia lo más rápido que pueda.

—No haré eso. Ella es inocente.

—Mi tía Fanny, también. Su tarea consistía en encontrarla, no en seguir el caso. Líbrese de ella y vuelva. Quizá me tranquilice un poco.

—No lo haré. El sheriff la va a ahorcar en su celda.

Brandt adoptó un tono conciliador, como el que se emplea para hablar con un ser irracional.

—O. K. Steve. Quizá tenga razón. Le diré qué puede hacer. Entregue a esa chica y yo destinaré agentes para que la vigilen y vigilen a ese sheriff. Hágame caso.

Steve no se dejó convencer.

—Eso no servirá. Lo que quiero es que usted la esconda y envíe agentes para investigar al sheriff. Eso es lo que le pido.

La voz de Brandt volvió a convertirse en un ladrido.

—¿Cómo dice? ¿Ahora pretende que colaboremos con usted contra la policía? ¿No era suficiente con que un miembro de nuestra organización nos pusiera en ridículo? ¿Ahora pretende que todos colaboremos con usted? ¿Quiere arruinarnos del todo?

Brandt lanzó una nueva andanada de imprecaciones.

—Le prevengo una cosa —dijo—: más le vale no provocarme.

—Váyase al diablo —gruñó Steve.

—Porque si yo me lanzo tras de usted, más le valdría no haber nacido. Mis condiciones son éstas: le doy una hora para que me vuelva a llamar comunicándome que ha entregado esa chica a la policía.

—No puedo hacerlo. La policía me busca a mí también.

—Déjese de racanear. Yo sé tan bien como usted, que puede hacerlo sin necesidad de dejarse prender. Tiene una hora, Gregory, nada más. Si no me vuelve a llamar dentro de una hora, lanzaré a toda la agencia sobre sus huellas. ¿Me oye? Le lanzaré toda la agencia.

—Lárguelos y váyase al diablo —dijo Steve.

—Lo encontraremos antes de que haya recorrido doscientas millas.

—Guarde esas frases para sus campañas publicitarias —gruñó Steve y colgó el auricular.

Permaneció un minuto inmóvil, contemplando fijamente el teléfono. Gotas de sudor corrían por su rostro. Hacía calor en aquella cabina, pero no tanto. Sacó la pipa y se la puso entre los labios. Luego se secó la humedad de las manos contra los pantalones. Su rabia y frustración se iban desvaneciendo para dejar lugar a los hechos desnudos. No tenía a quién recurrir; no había quién le ayudara. Lo que era peor: la agencia ni siquiera era neutral; se había puesto del lado de la policía, en contra de él. Eso era lo más grave. Él no temía a la policía… pero sí a la agencia. Cuando Brandt decía que iba a soltar toda la agencia, era como si Dios todopoderoso diera rienda suelta al diluvio universal. Los hombres de Brandt eran los mejores en ese trabajo. Lo conocían y conocían todas sus triquiñuelas, puesto que tenían la misma escuela. Pensarían como pensaba él, se moverían en la misma dirección que él. No eran como los agentes de policía a los cuales es fácil engañar porque no conocen los recursos y los hábitos de uno. Estos hombres no eran vigilantes. No dirigían el tránsito, no cumplían tareas de oficina, no hacían ronda ni malgastaban su talento en una serie de tareas secundarias. Se concentraban en una sola cosa: en encontrar a la gente, en descubrir cosas. Sería muy difícil evitar que lo encontraran.