Llegaron a Jacksonville en las primeras horas de la mañana del sábado. El sol estaba aún bajo, pero ya iba desapareciendo el frío de la noche y comenzaba a anunciarse el calor. Se detuvieron delante del primer hotel que hallaron al paso y Steve se libró de Mike, asegurándole que era demasiado temprano para despertar a su tía. Él y su hermana irían más tarde. Le pagó, le dio una propina de diez dólares y tras despedirle con la mano, echaron a andar. El pelo de Cathy preocupaba a Steve; era forzoso encontrar un lugar adecuado para cortarlo. Había considerado la posibilidad de cortarlo en el auto, pero prefirió el riesgo de dejarlo ver unas horas más, a que Mike presenciara el hecho. Tarde o temprano Mike descubriría quiénes habían sido sus pasajeros y Steve no quería que todo el mundo se enterara de que Cathy Sinclair se había cortado el pelo.
No entraron en el hotel en que Mike los había dejado, sino que tomaron un autobús en dirección a un barrio menos respetable. Allí encontraron un decadente establecimiento llamado Hotel Ames. El encargado era un gordo que tenía el cuello de la camisa abierta y la chaqueta desprendida, y roncaba tras el mostrador. Steve dejó a Cathy frente a la escalera y le previno que siempre diera el frente al individuo. Luego retrocedió e hizo sonar con fuerza la campanilla.
El hombre dio un respingo y parpadeó.
—¿Tiene una habitación para mi esposa y para mí? —preguntó Steve.
El empleado observó a Cathy, quien lo miraba fijamente a los ojos. Luego se puso de pie y se asomó sobre el mostrador.
—¿Dónde está su equipaje?
—No tenemos.
—¡Ah! De modo que usted y su esposa… ¡Vaya! —paseó nuevamente la mirada de uno a otro—. ¡Y a las siete de la mañana!
—¡Bueno! ¿Nos va a alojar o no?
—Si no traen equipaje tendrán que pagar por adelantado.
Steve extrajo un billete de diez dólares.
—¿Basta con esto? —preguntó.
El hombre miró el billete, parpadeó y su tono se hizo más cordial.
—Sí. Creo que basta. ¿Supongo que querrán cama de matrimonio?
—Eso es.
El hombre presentó el registro y dijo:
—Firme aquí.
Observó a Steve mientras éste escribía «Mr. y Mrs. Edward Jones»; luego hizo girar el libro y leyó.
—Usted no es muy original, ¿eh?
—Así es.
—Debería exigirle el libro de familia. ¿Es menor ella? —preguntó señalando a Cathy con el pulgar.
—¿Usted cree que soy tarado?
—No hay por qué malhumorarse. Tengo que pensar en mi reputación —dijo el hombre en tono conciliador y se volvió para descolgar una llave del tablero—. ¿Qué le parece la 208? Está en el segundo piso y tiene ventana a la calle.
—Está bien.
Steve tomó la llave y se acercó a Cathy.
—¿Y? —preguntó ella.
—Ya estamos instalados. Vuélvase y suba las escaleras. Yo subiré inmediatamente detrás de usted para que el hombre no tenga una idea clara de su aspecto.
Subieron por la estrecha escalera, hasta alejarse de la vista del encargado.
El edificio era una cueva vieja que, sin duda, no tardaría en ser clausurado. El piso crujía bajo la raída alfombra, el papel de la pared pendía en jirones, las puertas no calzaban en los destartalados marcos. Cuando Steve introdujo la llave en la cerradura, Cathy preguntó:
—¿Y cuál es mi cuarto?
—Éste.
—¿Y cuál es el suyo?
—Éste.
—¡Oh!
Steve empujó la puerta e hizo entrar a la muchacha. Ella entró con expresión helada y se detuvo cerca de la puerta.
—¡Ah, y además cama de matrimonio! ¡Qué maravilla!
Luego se volvió, puso las manos en jarra y lo miró ladeando un poco la cabeza. No estaba enojada. La expresión de su rostro era casi respetuosa.
—El sheriff Shapely era una porquería —dijo—; pero comparado con usted es un simple amateur.
Luego comenzó a asomar su enojo.
—¿Es posible que sea tan estúpido y tan engreído como para pensar que yo voy a admitir esto?
Steve echó llave a la puerta e hizo ademán fatigado con una mano.
—¡Déjese de cosas! Estoy cansado. Quiero que el encargado piense exactamente lo que usted ha pensado. Eso lo distraerá y evitará que piense en alguna otra razón que podamos tener para refugiarnos aquí. Además vacilará antes de informar a la policía, si es que se le cruza esa idea. Él mismo saldría muy mal parado.
—Muy astuto —comentó Cathy con ironía—. Siempre ha sido muy hábil para inventar historias. Como, por ejemplo, que mi vida peligraba si no le seguía. ¿Quiere abrir esa puerta? —concluyó, dando un paso adelante.
—No lo haré. ¿Pero no entiende que no puedo permitir que la policía la detenga?
—Tengo la impresión de que ése es más bien problema mío. Y le diré una cosa: prefiero mil veces una celda en la prisión a un cuarto compartido con usted.
—No es un problema exclusivamente suyo. ¿No sabe que si la procesan por asesinato me procesarán a mí también? ¿No comprende que al ayudar a un criminal, a sabiendas, me estoy haciendo cómplice del crimen? A los ojos de la ley seré tan culpable como usted.
—Estaré encantada en declarar ante cualquier tribunal que lo que usted ha hecho no significa ni una ayuda ni un consuelo. ¿Ahora puedo retirarme?
—Por supuesto que no. Me he enterrado hasta el cuello por rescatarla de las garras de Shapely. Me he pasado en vela la noche entera y he gastado casi quinientos dólares de nuestro dinero tratando de evitar que él la recupere ¿y piensa que le voy a decir adiós, después de todo lo que he pasado para encontrarla?
—Entre paréntesis, ¿cómo hizo para encontrarme?
—Si realmente le interesa le diré que me bastó con pensar: «¿Qué haría yo si fuera un retrasado?»; entonces hice todo lo que habría hecho un retrasado y di con usted.
—¿Sí? Gracias.
—Y ahora se sigue comportando como una débil mental. ¿Cree que me tomaría todas estas molestias para evitar que la enjuicien? Lo que estoy tratando de evitar es que la asesinen.
—Estoy segura de que lo hace de muy buena fe.
—Lo hago por mí mismo, créame. Si la encuentran muerta en su celda por un aparente suicidio, no podré convencer a nadie de que no ayudé a una asesina.
—¿Más cuentos fantásticos, Mr. Gregory? Bueno, dígame quién va a entrar en mi celda y me va a asesinar.
—Shapely, por supuesto. ¿Todavía no se le ha pasado por la cabeza que fue él quien mató a su tía?
Cathy caminó unos pasos y se sentó al borde de la cama. Su expresión era de estupor.
—Creo que usted está realmente loco.
—¿Le parece? ¿No vio usted un cuchillo de caza clavado en la espalda de su tía? No lo tenía ayer en Miami, pero estoy seguro de que usted ha advertido que él lleva uno en el cinturón.
Para sorpresa de Steve, Cathy se echó a reír. Era una risa sonora y musical, que revelaba una genuina diversión.
—¡Ay, no! —dijo ella procurando controlarse—. ¿Y por eso ha hecho lo que ha hecho?
Le miró meneando la cabeza.
—¿Tiene una idea de los cuchillos de caza que hay en White River? Hay tantos como habitantes masculinos de más de ocho años. Cientos. Y todos se parecen.
Steve no parecía divertido.
—Fue Shapely —dijo terminante.
Cathy dejó de reír y lo miró con fijeza.
—Pero ¿por qué? No tenía nada en contra de mi tía. La estimaba. Le aseguro que la estimaba realmente.
Por fin parecía dispuesta a escucharle.
—Está bien —dijo Steve, más calmado—. Si es preciso que le explique las cosas con pelos y señales, lo haré. ¿Nunca se ha preguntado usted por qué alguien entraría en la casa y asesinaría a su tía, luego huiría para regresar poco después con la intención de matarla a usted? ¿Nunca se ha preguntado por qué no la esperó y la atacó cuando usted descendía la escalera?
Cathy parecía pensativa.
«Consideremos ahora a ese tipo Shapely. Durante años ha tratado de conquistarla. Pero usted se mostró irreductible. Usted le despreciaba. Le hacía sentirse todo lo inmundo que realmente era. Él la odia por eso, pero no puede estar lejos de usted y ése es el problema. Usted es una obsesión para él y usted le desprecia y él no soporta eso. Es un hombre arrogante y usted está destruyendo su autoestima. Necesita volver a usted, someterla a su voluntad y conseguir que le tema, ya que no consigue que le respete. Pero ni siquiera logra eso. Usted no se muestra atemorizada y lo deja en ridículo cuando él pretende usar la fuerza. Mientras más frustrado se ve, más se desespera y más inútiles son sus esfuerzos… Hasta que usted lleva al máximo la ignominia dejándole tendido en un charco de barro. Criatura: desde ese momento no se habría contentado ni con violarla. Tenía que hacer algo más para quedar en paz. Por eso trató de sacar el revólver y ni siquiera pudo hacer eso.
Es fácil seguir su plan, después de eso. Decidió introducirse en la casa por la noche y apuñalarla. Contaba con la sordera y la mala salud de su tía para mantenerla a ella ajena al asunto. Luego lo llamarían para resolver el caso, en su condición de sheriff del distrito. Por supuesto, fracasaría o, de ser necesario, elegiría a algún tipo de mala fama como víctima propiciatoria. De cualquier manera, ésa sería su venganza».
Cathy permanecía sentada en la cama. Había apoyado la barbilla en las manos y los codos sobre las rodillas. Cuando Steve calló, levantó la vista.
—Bueno, ¿y por qué no lo hizo?
—Creyó hacerlo. Sólo que usted había cambiado el cuarto. ¿Recuerda? Estoy seguro de que el sheriff no lo sabía.
Steve vio que los ojos de la chica se agrandaban.
«Por eso se equivocó —prosiguió—. Se deslizó hasta esa habitación en la oscuridad y creyó que era usted quien estaba en la cama. Sólo él sabe si pensaba decirle a usted quién era, antes de matarla. Pero su tía se despertó y gritó. Él tenía que actuar con rapidez y clavó el puñal. ¿Cómo cree que puede haber reaccionado cuando un instante después de apuñalarla oye que usted salta de la cama y grita “¡Tía!”? Acaba de matar a una mujer inocente y lo van a sorprender in fraganti. Le domina el pánico. Ni siquiera extrae el cuchillo. Simplemente corre.
Una vez afuera se calma lo suficiente como para pensar. Comienza a apreciar en qué situación está. El puñal clavado en la espalda de su tía es el suyo y lleva sus impresiones digitales. Y hay algo peor: será usted, precisamente, quien lo descubra. Será usted quien llame a la policía. Y el hecho de ser sheriff no le ayudará para nada con semejantes pruebas en su contra. Sus influencias no bastan para cubrir un hecho así. Usted será la responsable de su ruina. ¿Cómo cree que puede haber tomado eso? Si hay algo de lo que quiere asegurarse en este mundo es de que usted esté muerta. La va a matar aunque sea lo último que haga.
Vuelve a la casa y la busca por todas partes. Esta vez lleva el revólver y una linterna. Pero una vez más se ve frustrado. No la encuentra y llega a la única conclusión que podía llegar. Usted ha huido aterrorizada y no regresará. Comienza a pensar, entonces. Si eso ha ocurrido, parecerá que usted es la culpable. Si puede acumular unas cuantas pruebas que confirmen la teoría, no será difícil convencer a la gente de la ciudad de que usted acabó con su tía. Usted no es muy popular entre la gente del lugar. Ellos nunca la entendieron. Con sólo mover un dedo estarán dispuestos a creer lo peor. Creerán que siempre esperaron algo así.
De modo que extrae el cuchillo de caza y lo reemplaza por uno de cocina, sabiendo que debe tener las impresiones digitales de usted. Luego busca uno de sus camisones, empapa el delantero en la sangre y lo esconde en el fondo del canasto de su dormitorio. Luego sale y se va a su casa».
Cathy permaneció inmóvil por largo rato. Por fin dijo vacilante:
—Podía haber sucedido así. Estoy segura de que no sabía lo del cambio de dormitorio. Pero nadie sabía eso. No es forzoso que haya sido el sheriff. Cualquier otro pudo haber hecho lo mismo.
—Pero nadie más deseaba matarla a usted, Cathy; no olvide eso. ¿Y si no fuera Shapely, por qué pasó por allí con uno de sus ayudantes al día siguiente? Él siempre iba solo; pero ese día, precisamente, cuando deseaba un testigo que lo viera descubrir el cadáver y encontrar las pruebas, mandó su coche a arreglar y salió de ronda con el ayudante. Shapely insistía mucho en citar a ese testigo, Cathy. Trató de arrastrarme a la casa del tipo para que oyera la historia de sus labios.
»Tuvo suerte, porque aunque usted anduvo por la casa después que él hubo preparado el escenario, no destruyó las pruebas. Por añadidura, usted dejó el azucarero vacío con sus huellas digitales como prueba final. Sin embargo, la clave son sus huellas en el cuchillo de cortar el pan. No habló de la forma en que estaban dispuestas y apostaría que no tiene interés en menear el asunto. Tienen que estar dispuestas en la forma en que usted sostendría un cuchillo para guardarlo en un cajón, no en la forma en que uno podría tomarlo para apuñalar a alguien. Ese detalle nunca saldría a relucir si la defendiera el cuñado del sheriff».
Cathy hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Nunca pensé que se sospecharía de mí, hasta que vi los diarios en Miami. No entendía por qué se me hacía responsable. En los periódicos no se hablaba del cuchillo de cortar el pan.
Steve corrió una silla de madera que estaba junto a la cómoda y se sentó a horcajadas.
—¿Comprende ahora en qué situación está? Todo el mundo cree que usted mató a su tía. Es un caso que se cierra al abrirse. A mí mismo no se me ha ocurrido dudar hasta que usted habló del «cuchillo de caza». Él ha conseguido que las cosas le salieran a pedir de boca; pero usted es la pieza que le falta.
—Pero no entiendo para qué me quiere —dijo Cathy—. Yo puedo decir lo del cuchillo. Puedo crearle dificultades.
—Quiere hacerla pagar. Él ha matado a una mujer por culpa suya y no descansará hasta que la mate a usted también. Usted no diría nada sobre el cuchillo de cortar el pan. Usted no le crearía dificultades, porque no llegaría al juicio. La mataría en su celda y diría que se ha suicidado. ¿No se dio cuenta que en el taxi ya tocó el tema? Estaba preparando el terreno. Por eso seguí con ustedes. Para arrancarla a usted de manos de él. Cuando vi que no había traído a la policía de Miami, que pensaba eludir por completo el procedimiento de la extradición, que prácticamente la estaba raptando, no me quedó otro recurso.
—¿Extradición? —repitió Cathy lentamente—. Yo ni siquiera sabía eso.
—Yo sí. Yo contaba con esos trámites y con la policía de Miami para demorar las cosas hasta que yo llegara a White River y consiguiera alguna prueba. Pero fue más astuto que yo, de modo que sólo me quedó seguirle la corriente para que me creyera de su lado, hasta que pude llevármela. De subir a ese avión, usted no habría vivido ni tres días.
Cathy se estremeció y miró el suelo.
—Pero ¿qué voy a hacer ahora?
—Como primera medida: cortarse el pelo. Luego le haré una ondulación permanente. Luego saldremos de aquí sin que nadie nos vea y buscaremos un lugar en que nadie la haya visto con pelo largo. Después llamaré a mi jefe. Ése será el final de nuestros problemas. Brandt es dueño de una de las agencias de detectives más grandes del mundo. ¿Usted considera que el FBI es bueno? Tendría que ver cómo funciona la agencia Brandt. El viejo conoce todas las tretas. Y cuando sepa que Shapely ha tratado de tomarle el pelo; cuando sepa que ha pretendido engañarlo para que ayude a un asesino a librarse de su castigo va a reventar como un petardo. Nos esconderá en algún rincón en que la policía no pueda hallarnos jamás y enviará agentes a White River para que revuelvan todo hasta encontrar pruebas suficientes como para colgar al sheriff. Brandt es una fiera cuando está en juego el prestigio de su agencia. Va a pescar a Shapely en un periquete y cuando lo haga, usted y yo podremos salir nuevamente al sol.
—Muy bien, ¿pero está usted seguro que fue Shapely? ¿Está absolutamente seguro? Porque sería espantoso que se hubiera equivocado.
—Estoy seguro. ¿Usted no? Usted le conoce. ¿No lo cree capaz de eso? Usted oyó una voz llamándola esa noche. ¿No era la de él? Usted oyó pasos. ¿No eran los de un hombre pesado?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Creo que fue el sheriff. No pude reconocer la voz porque era un susurro ronco, pero creo que él susurraría así. Y, ahora que pienso, era un hombre pesado el que se movía.
Steve sacó las tijeras y la permanente de un bolsillo.
—Muy bien. Ahora, manos a la obra. ¿Entiende por qué tiene que mantenerse lejos de la policía?
Ella hizo un gesto afirmativo y sonrió débilmente.
—No se preocupe. No volveré a huir.