Era un viaje largo y Steve estaba hambriento, pero no había tiempo para detenerse a comer. Los minutos eran piedras preciosas y Steve los cuidaba como un avaro.
No tenía la menor idea de lo que estaría haciendo la policía a esta altura del proceso y no trató de enterarse. Había radio en el auto, pero prefirió no conectarla. La noticia de que Cathy se encontraba a bordo de un autobús despertaría las sospechas de Mike y la ulterior presencia de la chica las confirmaría. No era su intención desprenderse de Mike tan pronto como diera con Cathy. El automóvil era caro, pero razonablemente seguro, y no quería cambiar de medio de transporte hasta no haber salido de la zona de peligro.
Avanzaban por una carretera que, según Mike, cortaba camino y el paisaje era monótono y deprimente. Eso fue durante la primera hora, antes de que oscureciera totalmente. Después no se vio nada más que las luces de otros coches y la periódica aparición de las estaciones de peaje.
Durante la mayor parte del tiempo viajaban en silencio. Steve no tenía ganas de conversar y Mike conducía a demasiada velocidad para distraerse. Steve llevaba el horario del coche de línea en la mano y lo consultaba cada vez que pasaban por una ciudad o una parada. En Hollywood anunció que habían ganado ocho minutos; en Fort Lauderdale, once. Cuando llegaron a West Palm Beach, pocos minutos antes de las veinte y media, habían descontado ya veintisiete minutos y el autobús les llevaba sólo dieciocho de ventaja.
—Hay una parada de quince minutos en Melbourne —dijo—. Se detendrán allí de veintidós treinta y cinco a veintidós cincuenta. ¿Cree que podremos llegar a las veintidós y treinta y cinco?
—¿A Melbourne? Sí, creo que sí —dijo Mike.
Continuaron avanzando a través de la noche, pasando ciudad tras ciudad, pequeñas luces de neón en el oscuro mapa de Florida. A las veintiuna y quince pasaron por la entrada a Stuart, y cuando dejaron atrás el parque Fort Pierce para tomar la ruta 1, eran las veintiuna y treinta y ocho. El autobús no estaba muy lejos.
—Deberíamos llegar entre las veintidós y veinte y las veintidós y treinta y cinco, si todo anda bien —anunció Mike, cuando dejaron atrás Fort Pierce—. Podríamos alcanzarlo en Grant. Eso está a unos dieciocho kilómetros de la parada, pero vamos a tener que coger gasolina. Usted no nos dio tiempo a prepararnos. El auto no estaba listo para esta carrera.
Steve maldijo entre dientes.
—Está bien —dijo, por fin—. Pero no se meta en una estación de servicio demasiado concurrida y cargue lo absolutamente necesario. No quiero perderlos.
—No se preocupe. Llegaremos a la parada antes que ellos.
Mike no compartía la urgencia de Steve ni podía suponer que era mucho más conveniente arrancar a Cathy del autobús antes de que éste llegara a la parada. Era decepcionante pensar que podían detenerla unos minutos antes de que ellos la alcanzaran.
Mike entró en una estación de servicio cerca de Wabaso y se detuvo junto a los surtidores.
—Cuarenta litros, viejo.
Steve miró hacia el interior del edificio y vio un mostrador cargado de dulces, emparedados y bebidas sin alcohol. En una apresurada incursión, escogió unos sandwiches de jamón y otros de huevo duro y atún. Pagó a la anciana que le había atendido y regresó al auto. Mike estaba arrellanado en su asiento y con los ojos cerrados escuchaba los sones de una melodía popular que brotaban del parlante.
—¡Qué buena es la música! —comentó—. Y en este auto tenemos parlantes atrás y adelante, ¿sabe?
—Muy bien. ¿Quiere un emparedado?
—Gracias. No me vendría mal.
El encargado de la estación de servicio cerró el depósito y se adelantó dispuesto a limpiar el parabrisa.
—Salgamos de una vez —gruñó Steve.
—Deje eso —dijo Mike dirigiéndose al hombre—. Tenemos que partir.
Alargó un billete a la esbelta y metódica figura enfundada en el mono.
—Voy a buscar cambio.
—Al diablo con el cambio —dijo Steve—. Quédese con la vuelta. Andando, Mike.
—¡Era un montón de dinero! —protestó Mike—. Lo alcanzaremos. Tenemos tiempo de sobra.
—Andando, Mike —insistió Steve—. Le devolveré su dinero, pero no pierda tiempo.
—Usted sabrá lo que hace con su dinero —murmuró Mike, mientras ponía el coche en movimiento— y, a propósito, ¿por qué anda tan apurado?
—Mi hermana más chica se ha escapado de casa. Quiere casarse con un cabo del ejército. No es un buen tipo. Ya sabe lo que es el ejército.
Mike rió.
—¡Si lo sabré! Son un montón de inútiles. Yo lo sé bien. Estuve en la marina.
Había una nota de orgullo en su voz.
—¿Ah, sí? —exclamó Steve, como si no lo hubiera adivinado ya, mientras su mano buscaba con disimulo el interruptor de la radio. No tardaría en comenzar el boletín informativo de las veintidós y quince.
—¿Qué hacía usted? —preguntó.
—Era electricista. Me destinaron por un tiempo a Miami. Por eso me instalé aquí cuando salí. Soy de Pensilvania.
—En Pensilvania no hay palmeras —comentó Steve, mecánicamente, sin apartar los ojos de la ruta.
—Es cierto; pero lo bueno es que en Miami no hay nieve. Odio la nieve. Cuando era chico me gustaba, pero ahora no la puedo ver.
Steve no respondió. Había advertido que Mike no conducía a tanta velocidad cuando conversaba.
—¿Y usted de dónde es? —preguntó Mike.
—Nací en Nueva York. ¿Distinguiremos la parada cuando pasemos?
—No sé. Prestaremos atención. Si alcanzamos al autobús podríamos seguirlo.
Llegaron a Grant y Steve comenzó a prestar más atención, pero aún no lo había alcanzado. Según el horario, todavía les llevaba tres minutos de ventaja.
—Podemos descontarle más atravesando las ciudades —dijo Mike, que había adivinado su preocupación—. Lo alcanzaremos en cualquier momento.
Malabar era la próxima población, pero el autobús no apareció. Salieron del área urbana y Mike volvió a acelerar a más de cien. De pronto dijo:
—¿No será ese que se ve adelante?
Steve ya había distinguido la colección de luces rojas y amarillas que aparecían de tiempo en tiempo, más allá de varios autos que los precedían.
—Salvo que sea un camión…
—Un camión no anda tan rápido. Yo creo que sí que es.
Se fueron aproximando lentamente, pasando uno a uno a los coches que se interponían. Cada vez era más evidente que se trataba del coche de línea. El pulso de Steve se había acelerado. Y en efecto, era el autobús; pero con eso sólo había ganado la mitad de la batalla. Tenía demasiada experiencia en la tarea de seguir a la gente para dar por segura su victoria.
Ahora estaba a sólo doscientos metros de ellos y se abría para pasar a un auto. Mike pasó al mismo auto a ciento veinte y acortó distancia.
—¿Quiere que lo pase?
—Mejor que lo siga. No quiero perder la parada.
Mike levantó un poco el pie del acelerador y se contentó con avanzar a la misma velocidad del autobús, manteniéndose a unos cincuenta metros atrás. Pasaba los mismos autos que pasaba el autobús; frenaba cuando frenaba. Avanzaban por una recta y no había peligro de que otro automóvil se interpusiera y les dejara atrás.
Eran casi las veintidós y treinta y cinco cuando las luces de freno del autobús se encendieron y el pesado vehículo perdió velocidad. Steve se alegró de no haberlo pasado. La parada era un pequeño edificio rodeado por un aparcamiento sin pavimentar y, aunque el interior estaba iluminado, afuera no se veían luces ni letreros indicadores. Sin duda alguna, Steve y Mike la habrían dejado atrás sin advertirlo.
El autobús abandonó la carretera en una lenta curva y se detuvo a pocos metros de la puerta del frente. Mike lo siguió y estacionó más allá, de frente a la carretera.
—¿Qué hacemos ahora, Mr. Caine?
—Apague las luces y espéreme —ordenó Steve, mientras descendía.
Protegido por la oscuridad, se dirigió rápidamente a un lugar tras el autobús, desde donde pudo ver al conductor que descendía. Era el lugar ideal, fuera de las luces del edificio y en el mejor ángulo para observar a los pasajeros que descendían. El conductor permaneció junto a la puerta mientras descendían una pareja madura, dos ancianas, un muchacho que se desperezaba y bostezaba y algunas mujeres más. Uno a uno emergieron del vehículo y entraron al local. El conductor entró también y le siguieron unos pocos más, pero Cathy no estaba entre ellos.
Por fin descendió el último remiso y todo quedó en silencio. Las luces interiores del coche estaban encendidas, pero no se observaba el menor movimiento. Steve esperó medio minuto más. Su rostro carecía de expresión, en su mente bullían infinitas posibilidades. Luego se acercó a la puerta del ómnibus y subió cautelosamente.
Desde el edificio llegaban sonidos de tazas y cucharitas, el murmullo de conversaciones, la agitación de gente que come un rápido bocado, estira las piernas y se prepara para la próxima etapa del viaje. En el autobús reinaba el silencio, pero no todos los asientos estaban vacíos. Steve sólo alcanzó a distinguir la coronilla que sobresalía de los altos respaldos, pero suspiró aliviado. No necesitaba ver más.
Meneó la cabeza y sonrió débilmente al volver a descender a tierra. Debería haber pensado que ella iba a preferir la oscuridad. Luego introdujo una vez más la cabeza por la puerta y se aclaró la garganta.
—Disculpe, señorita —dijo, cambiando la voz—. Tendrá que bajar. Tenemos que coger gasolina.
No era un argumento muy convincente, pero bastaba para Cathy.
—Muy bien —la oyó decir, y retrocedió para dejarla bajar.
Oyó sus pasos en el pasillo y luego la vio inclinarse, descender con cautela los escalones y, por fin, pisar tierra. Cuando la muchacha se volvió, él le sonreía.
Por un instante ella se quedó paralizada. Luego escapó de su boca una exclamación de sorpresa y horror. Sus ojos se abrieron e hizo un gesto hacia la puerta abierta.
—¡Usted!
El efecto era uno de los más teatrales que había logrado en su carrera y no pudo resistirse a la tentación de acudir a la famosa frase:
—¿El doctor Livingston, supongo?
La broma no surtió efecto y tampoco su sonrisa. Ella se encogió en actitud de desamparo. Había derrota en su expresión. Su voz parecía vacía de emociones cuando susurró roncamente:
—¿Cómo llegó aquí?
Steve se puso repentinamente alerta e inclinó la cabeza. Su sonrisa había desaparecido.
—¿Oye eso?
Ambos permanecieron inmóviles por un instante. No había viento y el sonido llegaba nítido desde la distancia. Era el aullido de una sirena.
—Venga —ordenó Steve, aferrando una muñeca de la chica—. Es la policía.
—No voy.
La arrastró.
—No discuta. Están doblando a muerte en su honor. Dese prisa. Tengo un auto aquí.
Cathy seguía ofreciendo resistencia, mientras él la arrastraba.
—Déjelos que vengan —exclamó con furia—. Déjeme en paz. Gritaré.
Steve la aferró de ambos brazos y la sacudió.
—Grandísima tonta, ¿no se da cuenta que dentro de dos semanas estará muerta? ¡Yo soy la única persona del mundo que puede salvarla! Venga, por amor a Dios.
—No temo enfrentarme con un tribunal. Quiero que me detengan.
—Nunca habrá juicio. La asesinarán en su celda. No me pregunte cómo lo sé. No hay tiempo para explicaciones. Venga.
Algo en la urgencia de su actitud la conmovió. Además, la sirena se iba aproximando. Lo siguió con renuencia, pero sin rechistar.
—El conductor cree que usted es mi hermana. Mi nombre es Steve Caine. No diga nada que nos delate.
Habían llegado junto a la portezuela del auto y Steve la empujó al asiento y se acomodó junto a ella.
—Apresúrese Mike; salgamos antes de que adviertan su ausencia. Siga hacia el norte.
—¿Hacia el norte? —se sorprendió Mike—. Creí que regresábamos a Miami.
—Hacia el norte. Tenemos una tía en Jacksonville. Pero ahora puede andar despacio y tranquilito. No quiero llegar antes de la mañana.
—Muy bien. Pero mire que eso le va a costar un montón de dinero.
—Tengo dinero. No se preocupe. Le pagaré un hotel allá y podrá regresar luego que haya descansado.
—O. K. No entiendo nada, pero O. K.
No habían andado más de treinta segundos por la ruta cuando la sirena se hizo ensordecedora y un auto policial pasó aullando junto a ellos. Las gomas gemían sobre el pavimento y el motor trabajaba con toda su fuerza.
Steve se acercó a Cathy y le susurró al oído:
—¿Quiere apostar a que entran en la parada y registran la casa?
Cathy se estremeció y replicó, también en un susurro:
—No importa. Nos cogerán de todas maneras.
—Por ahora no, chiquita. Nadie ha visto el auto y ganaremos unas horas mientras revisan los alrededores en busca de usted.
—¿Qué decía de mi asesinato en la celda?
Steve le apoyó un dedo sobre los labios y señaló al conductor.
—Más tarde —susurró—. Ahora procure dormir.