Steve parpadeó y miró otra vez el asiento, pero con mirar no haría aparecer a Cathy Sinclair. El asiento trasero continuaba vacío. Lanzó una maldición y miró hacia la calle en todas las direcciones. ¡Mocosa estúpida! No quería dejarla sola, pero tampoco podía llevarla con él a la farmacia. Si el vendedor la recordaba y recordaba las tijeras, la policía ya no buscaría a una muchacha de pelo largo. Pero eso habría sido preferible. No era problema volver a encontrarla. Steve confiaba en su habilidad para hallar a cualquiera, pero muy especialmente a una chica que huía de la forma que Cathy lo hacía. El asunto era encontrarla antes de que cayera en manos de la policía. Cathy llamaba tanto la atención que difícilmente pasarían tres horas sin que la detuvieran.
De pie junto al auto, miró en derredor. La calle lateral estaba desierta, de modo que no sabía a quién preguntar. No podía haber ido muy lejos. No tenía ni un centavo y su maleta estaba cerrada con llave en el maletero del coche. Debería tener más sentido común. No era momento de ser tan femenina y de jugar al escondite.
De pronto, Steve trepó al asiento delantero y abrió la guantera. Las pertenencias de Shapely aún estaban allí; sacó la billetera. Cathy Sinclair no había sido tan estúpida en eso. La billetera estaba vacía y ella no estaba ya sin un centavo. Tenía los cuarenta dólares del sheriff.
Steve cerró de golpe la puerta de la guantera y salió maldiciendo nuevamente, sólo que esta vez se maldecía a sí mismo. Era la segunda estupidez que cometía en ese caso. Subestimaba a Cathy y ahora no sólo la condenaba a ella, sino que se estaba condenando a sí mismo.
Regresó a la esquina y miró por la avenida en ambas direcciones. Había una media docena de tiendas importantes sobre las dos aceras y la gente paseaba mirando escaparates, pero no había ninguna jovencita de pelo largo y vestido blanco. Steve consideró rápidamente las posibilidades y decidió que no podía haber pasado frente a los escaparates de la farmacia. Tenía que haber tomado la otra dirección.
Echó a andar, deteniéndose en cada establecimiento preguntando por su sobrina, una muchachita de pelo largo y oscuro, con flequillo. La cara de Cathy no era de las que se olvidan y si un empleado decía que no la había visto, era porque no había estado allí.
Había recorrido media manzana, cuando vio pasar otro autobús. El vehículo se detuvo en la esquina frente a la farmacia, al otro lado de la calle lateral. Ese punto no se veía desde el interior del comercio. Ésa era la solución, por supuesto. Un viaje en autobús al centro de la ciudad, directamente a los brazos de la ley. Y todo por afán de demostrarle lo mucho que odiaba su compañía.
Había varios comercios en la esquina de la parada del autobús: una frutería, una tienda de comestibles alemana y uno de esos puestos para la venta de jugo de naranja, tan comunes en Miami. Steve cruzó y se dirigió al puesto.
La fachada era de azulejos blancos y tenía un mostrador en la calle flanqueado de taburetes altos. El muchacho que atendía el mostrador no había visto a Cathy, pero un hombre de edad mediana, entrado en carnes, que vestía una camisa blanca muy deportiva, la recordaba bien. Sí, había visto a la muchacha. Pelo largo, vestido y bolso blancos, un tipo muy bonito. Llamaba la atención. No estaba bronceada. No lo iba a pasar muy bien si tomaba un poco de sol. Sí. Había tomado el autobús anterior a éste.
—¿Algún autobús especial? —preguntó Steve—. ¿O van todos al mismo lugar?
—Todos van hacia el centro, hacia Coral Gables —explicó el hombre—. Probablemente, estará allí esperándolo.
—Seguro —murmuró Steve.
Partió, tras darle las gracias al hombre. Sería él quien la esperaría al final del recorrido… si es que ella llegaba hasta allí. De cualquier manera, no le sería difícil alcanzar el autobús en su taxi. Estaba seguro de que Cathy aún estaba en aquel autobús tratando de alejarse de él.
Pero cuando iba a cruzar para regresar al auto se detuvo. Luego se dirigió a la parada de autobús. Ya no podría hacer uso del taxi. Había un auto de la policía junto a él y dos vigilantes lo revisaban. Steve y Cathy tendrían que seguir el viaje sin el equipaje, encerrado en el maletero del auto. El sheriff Shapely había dado la alarma.
Steve observó a los policías mientras esperaba el autobús junto con otras dos personas. No tenía prisa por partir, porque no temía que le detuvieran. Sabía, en primer lugar, que buscaban a una pareja; segundo: la descripción que podían tener de él debía de ser muy vaga; tercero: nunca sospecharían que él andaba todavía por los alrededores. Sin embargo, como medida de precaución, extrajo su billetera y, mientras simulaba buscar un billete, deslizó una falsa tarjeta de identificación —una de las muchas que llevaba bajo la lámina trasparente.
Por un momento consideró la posibilidad de trasladarse a otra parada de autobús, pero en seguida rechazó la idea.
Si la policía interrogaba a la gente apostada en la zona, especialmente al hombre del puesto de bebidas, prefería estar presente. Había tiempo de sobra para huir después.
Cuando llegó el autobús, subió, pagó su billete y se sentó. Echó un último vistazo a los vigilantes a través de su ventanilla. Habían vuelto a subir al coche policial y estaban comunicando su descubrimiento.
Luego se concentró en el paisaje urbano que desfilaba ante sus ojos, en el que buscaba alguna clave. Le preocupaba el hecho de que su ventaja sobre la policía, en materia de tiempo, era mínima. Esa ventaja estaba más que compensada por el número de ellos que actuaban y por la celeridad de sus comunicaciones. Tenía que ser rápido y afortunado para alcanzar a Cathy antes que ellos.
Las tiendas se hicieron más frecuentes y las viviendas de pocos pisos comenzaron a desaparecer, para ser remplazadas por edificios de apartamentos. El ómnibus se iba aproximando a la zona céntrica. Steve observaba todo atentamente a medida que el vehículo avanzaba. Trataba de adivinar qué parada podía haber atraído a Cathy casi media hora antes. Las posibilidades eran muchas; el hogar de turistas, una milla más atrás; la peluquería, en la acera de enfrente. Pero Steve no se dejaba distraer. Tenía la sensación de que Cathy llegaría al centro y allí cambiaría de medio de transporte, a no ser que algo especialmente llamativo atrajera su atención.
Un microbús de una línea interurbana pasó en dirección contraria tomando velocidad y Steve tocó la campanilla. Eso era, por supuesto. La terminal del autobús de la esquina.
Saltó a la calzada y cruzó con luz roja. En un amplio callejón cubierto esperaba un autobús con destino a Tampa; en ese momento entraba otro que decía «Miami-Coral Gables». Steve recorrió rápidamente con la vista los viajeros del autobús que salían para Tampa, pero Cathy no estaba allí. Se dirigió entonces a la sala de espera; en un extremo estaban las taquillas. Había seis ventanillas. En el centro de la sala había asientos dobles, casi todos ocupados. El anuncio de la próxima partida resonó desde el altavoz; lo pronunciaba una voz débil y nasal.
Había mucha gente sentada, otros estaban tomando refrigerios, sacando billetes o paseando. Nadie se parecía a Cathy y Steve se encaminó a las taquillas.
Los tres primeros taquilleros no tenían nada que decir, pero el cuarto hizo un gesto afirmativo cuando Steve exhibió su chapa.
—Sí, señor —dijo—. Creo que he visto a la muchacha. ¿Una chica bonita, elegante, con flequillo? Ha sacado billete para Jacksonville.
—¿Ha salido ya el coche de línea? —preguntó Steve.
El hombre miró el reloj eléctrico que pendía de una de las paredes.
—Sí, señor. Salió hace unos veinte minutos.
—Gracias —Steve nunca dejaba de ser cortés—. ¿Tiene a mano el itinerario?
El hombre le alcanzó uno.
—¿Necesita billete?
—No, gracias. De esa manera no la alcanzaríamos. Pasaré la comunicación con nuestra red —replicó Steve.
Luego, aproximándose un poco, añadió en tono confidencial:
—Entre paréntesis, si vinieran más policías a interrogarle puede decirles que ya se ha transmitido la alarma.
—Muy bien, señor. Espero que la alcance.
Steve saludó al hombre con la mano y partió. No esperaba que su artimaña indujera a la policía de Miami a no difundir la alarma, pero creía poder provocar con ello una cierta confusión y la consiguiente demora. De que la policía detendría el coche de línea, y muy pronto, no le cabía la menor duda. El primer movimiento sería controlar todos los aviones, autobuses y trenes que partieran de la ciudad. Esta terminal sería una de las primeras de la lista, por encontrarse en el camino hacia el centro de la ciudad; y era indispensable dificultarles la tarea todo lo posible.
Había salido otra vez a la luz del sol, pero las sombras se estaban haciendo más largas y el aire ya no estaba tan caliente. A medida que se aproximaba la hora de la cena, la gente parecía moverse con más entusiasmo y los vehículos que poblaban la calzada se ponían más impacientes.
Steve se alejó del edificio. No quería que le vieran cerca si la policía aparecía por allí. Encontró un taxi en una parada vecina y subió.
—¿Quiere ganarse cincuenta dólares? —preguntó al conductor.
El hombre le miró por el espejo.
—¿A quién quiere que mate?
—Quiero que alcance a un microbús que se dirige a Jax[1].
—¿Alcanzar un coche de línea? ¿Usted tiene idea de la velocidad a que se mueven esos bichos?
—No tanto como a la que puede ir usted.
—Más rápido de lo que quiero moverme.
—Los cincuenta dólares son para que usted bata su propio récord. Hace apenas veinticinco minutos que salió ese autobús.
—Veinticinco minutos es demasiado. Escuche, me gustaría esa gratificación, pero el coche ya está en plena ruta y a más de setenta. Es inútil que yo intente alcanzarlo. Tenemos restricciones. No puedo salir de los límites de la ciudad.
—Al diablo sus restricciones —gruñó Steve, exhibiendo su insignia de sheriff—. Es una misión policial. En ese ómnibus viaja un criminal prófugo y yo tengo que alcanzarlo. Yo me haré responsable si usted tiene inconvenientes.
—Oiga: el que usted se haga responsable no me evitará los inconvenientes. Alguna otra compañía de taxis me denunciará en cuanto salgamos de los límites de la ciudad y yo no voy a perder mi empleo por sus cincuenta dólares. Pero le voy a ayudar. Le llevaré a un servicio de alquiler de autos. Puede alquilar un auto y seguir a ese autobús hasta Maine, si se le antoja.
Los minutos corrían y cada uno de ellos añadía un kilómetro a la distancia entre él y el coche de Cathy. Steve suspiró.
—Está bien. Pero rápido, por favor.
El taxi se movió con rapidez y en sólo cinco minutos Steve estuvo ante un servicio de alquiler de automóviles llamado «Hearn’s», que funcionaba en combinación con un garaje. Encontró al encargado detrás de un escritorio en una pequeña oficina, situada junto a la amplia entrada del garaje.
—¿Lo quiere en este mismo momento? —preguntó el hombre—. La mayoría de los muchachos están comiendo.
—No importa. No quiero conductor. Lo que quiero es un auto.
El hombre levantó una mano como deteniéndole.
—Paso a paso, amigo. Ésta no es una organización de ese tipo; es una agencia de remise. Alquilamos nuestros autos con chófer. Tenemos todos los modelos de lujo: Cadillacs, Buicks grandes, Lincoln Continentales… Todos nuevos y relucientes, y no queremos que nadie, excepto nuestros empleados, se siente tras el volante. No le puedo alquilar un coche sin conductor.
Steve maldijo entre dientes al taxista por llevarle a ese lugar. Se apoyó en el escritorio y extrajo su insignia.
—No lo quiero para ir al teatro —dijo—. Es una emergencia. Ando tras un criminal prófugo y cada minuto que pierdo, él se me aleja. Quiero un automóvil que sea capaz de alcanzar a un coche de línea en ruta y si es necesario que lleve un chófer, llevaré un chófer; pero que sea uno capaz de hacer lo que le pido sin temores. Además lo necesito ya. Le pagaré cincuenta dólares extra si me lo tiene todo listo en diez minutos.
Los ojos del encargado lanzaron un destello, pero volvieron a velarse rápidamente. Había un poco más de animación en su ademán, pero aún no se lo podía considerar rápido.
—Bueno, muchacho, eso es hablar. Mike, uno de mis chicos, está comiendo allí enfrente. Le haré venir.
Se levantó con pesadez de su silla.
—Le pondremos en la ruta.
Mike resultó ser un tipo bajo y fornido, de cutis moreno y pelo oscuro. No había nada de sureño en sus modales ni en su manera de hablar, y Steve notó con satisfacción que se movía con eficacia y sin indolencia. Entró seguido por el encargado, descolgó una chaqueta oscura del perchero y se encasquetó una gorra negra.
—O. K. —dijo—. ¿Quiere ponerse en marcha? Pues andando.
—Llévate el Cadillac —le aconsejó el encargado—. Yo llenaré el formulario. ¿Su nombre, señor?
—Caine. C-A-I-N-E. Steve Caine.
Steve extrajo su billetera y contó cincuenta dólares.
—Aquí tiene lo prometido. Llene el formulario después. ¿Cuánto es la tarifa?
—Diez dólares la hora, para las primeras cuatro horas o fracción. Dos cincuenta los quince minutos u ocho dólares la hora a partir de ese límite. Espere que le dé el recibo.
—No importa el recibo. Confío en usted —dijo Steve mientras corría hacia el Cadillac, que ya salía a la calle, y se sentaba junto al conductor.
—¿A dónde va? —preguntó Mike.
—Vamos tras un coche de línea con destino a Jax.
—¡Ah, uno de ésos! ¿Qué ventaja nos lleva?
—Cuarenta y cinco minutos.
—Malo, malo.
Estaban ya en pleno tráfico, avanzando hacia el norte.
—No le podremos sacar mucha ventaja en ruta —prosiguió el conductor—. Todo lo que podemos hacer es aprovechar las paradas.
—Mientras adelantemos algo…
—Sí —aseguró Mike—. Adelantaremos. Quizá hasta lo alcancemos en cinco o seis horas.
—¿Dónde lo alcanzaríamos, más o menos? ¿En las afueras de Jacksonville?
Mike rió.
—Jacksonville está a casi seiscientos kilómetros. Eso significa un viaje de nueve horas. Tendríamos que alcanzarlo antes de Daytona Beach.