Cuando el taxi salió de debajo de la rampa superior para avanzar por el vasto aparcamiento, Shapely miró en torno y dijo:
—Flor de ciudad esta Miami, ¿eh? Lástima que tenga que irme tan pronto. ¿Había estado antes aquí, Gregory?
—Algunas veces. Mi trabajo me obliga a viajar —respondió Steve.
—Me imagino.
El sheriff estaba complacido con la marcha de los acontecimientos y se mostraba más comunicativo.
—No me importa decirle que usted ha hecho un buen trabajo. Dígame una cosa. ¿Cómo consiguió que le acompañara?
Steve también parecía estar comunicativo.
—Nada especial sheriff. Le preparé una carnada y ella picó.
Shapely se sacudió de risa. Aquello sí que era bueno.
—Jo, jo, jo. La pequeña Cathy Sinclair que se hace la orgullosa y la sabihonda muerde la primera carnada que le tiran. ¡Qué bueno!
A Cathy no le parecía tan gracioso. Steve adelantó la cabeza para observarla y vio que ella miraba fijamente al frente con los labios apretados, mientras el color subía lentamente a su rostro.
—Muy astuto, Gregory —el sheriff se volvió a Cathy, para deleitarse en su rubor—. Apostaría a que esta damita está descubriendo que el crimen no es un buen negocio.
»Ya no es tan peligrosa, ahora que está maniatada —prosiguió el sheriff con una amplia sonrisa, mientras revolvía sus bolsillos en busca de un cigarrillo—. Cathy ya no apuñalará a nadie. Ahora sólo puede hacerle daño a una persona: a ella misma. Tenemos que vigilarla, para que no se vaya a suicidar en su celda.
La última observación fue acompañada de una carcajada y cuando se puso el cigarrillo entre los labios aún reía. Volvió a tantear sus bolsillos en busca de fósforos.
—Le escribiré a su jefe para decirle lo que pienso de su trabajo, Gregory. Estoy realmente orgulloso de usted.
Habían llegado al final del aparcamiento y comenzaban a dar la vuelta para regresar a la terminal. El sol brillaba, el aire estaba tranquilo y cálido. Sobre sus cabezas aullaba un jet. El mundo de Shapely marchaba a las mil maravillas y su sonrisa seguía siendo radiante cuando tiró de la muñeca de Cathy para encender un fósforo y hacer pantalla con la mano mientras encendía el cigarrillo.
En ese instante estaba indefenso y Steve se había preparado. Su mano descendió con calculada precisión pero con inusitada velocidad hasta el cinturón de Shapely y extrajo de allí el revólver. El cañón del arma se hundió en el voluminoso abdomen del sheriff. El gesto sorprendió a Shapely justo en el instante en que iba a arrojar el fósforo, y sus manos se paralizaron a mitad de camino. Sus ojitos porcinos se abrieron alarmados.
—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó.
La voz de Steve era acero y hielo, sus ojos granito.
—No se mueva, sheriff. No quisiera tener que perforarlo.
Luego, sin apartar la mirada de Shapely, se dirigió al conductor:
—Olvídese de la Eastern Air Lines, viejo. Siga andando y tome la calle de salida.
El conductor que ya estaba sobre la mano derecha, rumbo a la entrada de Eastern Air Lines, aceleró y retomó la otra banda. El tono de la voz de Steve le había atemorizado.
—¿Qué está tratando de hacer, Gregory? —ladró Shapely.
Cathy contemplaba la escena con ojos muy abiertos.
Steve no respondió a la pregunta. Se apoyó contra la portezuela y mantuvo el revólver fuera del alcance de Shapely.
—Apoye las manos contra el pecho, Shapely, y muévase con lentitud o este artefacto puede dispararse. No importa su cigarrillo.
Shapely colocó las manos como se le ordenaba y miró hacia adelante, con ojos duros y sombríos. Cuando vio que el auto comenzaba a alejarse del edificio del aeropuerto murmuró con amargura:
—No sé qué piensa hacer, Gregory, pero le prevengo que no va a salirse con la suya.
Steve le ignoró y sólo habló para dar indicaciones al conductor. Cuando comenzaron a avanzar hacia el sur por Perimeter Road, Shapely adoptó un tono más conciliador. Todavía tenía esperanzas de alcanzar el avión de las diecisiete.
—Baje esa arma, hijo —dijo, mordiendo su cigarrillo—. Baje esa arma y olvidaremos este incidente.
—Prefiero no matarle, Shapely —dijo Steve—; pero si no deja sus manos quietas lo haré. Si voy a ayudar a una asesina, bien puedo cargar también con un asesinato propio.
Con ademán rápido, quitó el cigarrillo de labios de Shapely y lo arrojó por la ventanilla.
—Doble a la izquierda en la próxima esquina, chófer, y no viole ninguna regla de tránsito.
Descendieron hasta West Flager y doblaron hacia la derecha en dirección a la ciudad. A no ser por las instrucciones de Steve, el cuarteto viajaba en un cargado silencio. Cuando pasaron bajo el puente del Pametto Expressway y la carretera se hizo más estrecha, la zona menos poblada, Shapely comenzó a palidecer. Había una nota de preocupación en su voz cuando dijo:
—¿Qué piensa hacer?
El sheriff comenzó a sudar ante el ominoso silencio de Steve. Llegaron a un punto desde donde partía un camino de tierra hacia la derecha y Steve ordenó al conductor que doblara por allí. Sobre la izquierda había algunas casas que fueron espaciándose a medida que avanzaban.
—Escuche, señor: yo tengo mujer y chicos… —dijo pálido el taxista.
—Está bien. Haga lo que le digo y no le pasará nada. Y lo mismo va para usted, Shapely.
Steve sabía que Cathy le estaba mirando con ojos desmesuradamente abiertos desde su rincón; pero no la miró ni le habló.
Siguieron avanzando en silencio hasta que las casas quedaron bien atrás; entonces Steve ordenó al conductor que parara y detuviera el motor.
—Bueno Shapely: abra esas esposas.
Shapely no gruñó ni profirió amenazas. Extrajo la llave lo más rápido que se atrevió y obedeció.
—Quítese el cinturón canana.
Shapely hizo lo que se le ordenaba, apretando los labios. Steve buscó con una mano el cierre de la portezuela y descendió del auto sin volverse.
—Bueno, Shapely: Baje. Usted también, chófer. Vengan aquí.
Los hombres bajaron y Cathy les miró aterrada.
—Basta —gritó—. Déjelos ir.
Steve hizo como si no la hubiera oído.
—Está bien, Shapely. Espose su muñeca derecha con la muñeca derecha del taxista.
—Usted está cometiendo un tremendo error, Gregory —dijo Shapely con tono ácido—. Está permitiendo que esa pequeña lianta haga de usted un pelele.
—Ajústelas bien —ordenó Steve, ignorando el comentario—. Eso es.
Satisfecho con la operación, se colocó a espaldas del sheriff y le quitó la llave y la billetera que éste llevaba en el bolsillo del pantalón.
—Ahora deje caer su insignia al suelo.
El sheriff dejó caer la insignia y Steve hizo correr a los dos hombres y la recogió.
—Muy bien. Ahora camine hacia el norte.
Los dos hombres echaron a andar.
Steve se volvió y tomó asiento frente al volante del taxi; puso en marcha el motor y emprendió el camino de regreso.
—¡Usted está loco o es idiota! —dijo Cathy desde el asiento trasero.
—Algo de eso hay.
Mientras sostenía el volante con una mano, Steve revisó la billetera del sheriff.
—Cuarenta dólares —dijo por fin—. Parece que la ciudad de White River no ha sido muy generosa con los viáticos. Deben de haber temido que se los gastara en algún club nocturno de Miami.
Cathy ya no temía por la vida de los dos hombres y el miedo había sido reemplazado por la indignación.
—Déjeme salir de aquí, Steve Gregory. No puede salirse con la suya. Esto es un rapto. No quiero ir con usted.
De pronto, la voz se le quebró en un sollozo.
—Ahora no me queda la menor probabilidad de demostrar que soy inocente.
Steve conducía rápido, demasiado rápido como para que ella se arriesgara a atacarle. Vio cómo el detective abría la guantera, guardaba el revólver, la billetera y la insignia, y luego la volvía a cerrar.
—Lástima que no hubiera un árbol a mano —comentó él—. Los podría haber atado alrededor del tronco y habrían tardado mucho en librarse. Ahora no tendremos mucho tiempo. Mala suerte. Sacaremos el mejor partido posible de lo que nos queda. De cualquier modo, es posible que Shapely tenga dificultades para demostrar su identidad; eso nos ayudaría un poco.
El automóvil retrocedió hasta Flagler, dobló hacia el sur por la primera carretera y luego hacia el este, en dirección a la civilización.
—Lo primero que tenemos que hacer es cortar su pelo y teñirlo. No. No. Ellos supondrán que la voy a hacer teñir. Creo que optaré por una permanente casera.
—No quiero cortarme el pelo, ni quiero permanentes caseras —protestó Cathy—. Ahora el sheriff debe estar más furioso conmigo. ¿Por qué no me ha dejado usted en paz?
—¿¡Qué!? ¿Dejarla con Shapely? ¿Y si se propasaba?
Cathy se sumió en un silencio sombrío. El buen humor de Steve no estaba muy de acuerdo con su estado de ánimo.
Steve la miró por el espejo. Se había recostado contra el respaldo, muy erguida y había cruzado los brazos sobre el pecho.
—Escúcheme, chiquilla. Corro un riesgo muy grande al arrancarla de manos de la policía. Lo menos que podría hacer usted es demostrar que aprecia mi actitud. ¿No sabe que lo primero que hará Shapely es informar que ando armado y que soy peligroso? Los vigilantes tendrán orden de disparar.
—Espero que le maten.
—Si lo hacen no habrá muchas esperanzas para usted, chiquilla. Espero que usted lo recuerde y que aprecie lo que estoy haciendo por ayudarla.
—No quiero su ayuda.
—La necesita.
—Si usted no me hubiera ayudado antes, ahora no necesitaría socorro. Usted no hace más que ayudarme y cada vez empeora más las cosas.
—¿Empeorar las cosas? Las cosas mejorarán para usted. Espere y verá lo que se logra con un corte de pelo y una permanente.
—Usted se cree muy gracioso. Pero no lo es. Lo único que ha conseguido es arruinarme hasta la última posibilidad de demostrar mi inocencia. Ahora todo el mundo estará convencido de que soy culpable. Le desprecio. Le odio. Ojalá usted nunca hubiera nacido.
Estaban en una avenida importante del sector oeste de Miami; Steve la recorría en busca de una droguería. Encontró una en una esquina y dobló a la izquierda por la calle lateral. Detuvo el auto junto a la acera, sacó las llaves y se volvió, apoyando un codo sobre el respaldo de su asiento.
—Ahora escúcheme, Cathy —dijo con expresión seria—: le guste o no, usted está comprometida conmigo en este asunto. Mientras se quede junto a mí, la policía no la podrá detener y en un día o dos la habré sacado de este lío. ¿Me entiende?
Ella lo miró con los labios apretados y los ojos llameantes e hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Muy bien. Hemos andado por espacio de veinte minutos y no sé qué puede haber hecho Shapely en este tiempo, pero tenemos que suponer lo peor… es decir que ya se ha difundido la alarma. Quédese en el coche. Ni siquiera se deje ver por las ventanillas. Su pelo es una característica demasiado llamativa. No quiero que lo vea más gente de lo que sea absolutamente necesario. Si la alarma se ha difundido o se difunde más tarde alguien puede informar que la ha visto aquí y, entonces, Shapely y la policía sabrán que aún estamos en la ciudad. No permita que nadie la vea ¿entendido?
La boca de Cathy continuaba apretada en una línea hostil.
—Sí, —respondió, como lo habría dicho un niño de seis años a quien su madre pregunta si ha entendido que no tiene que abrir el tarro de las galletas.
—Así me gusta. Porque si la policía la detiene, dese por muerta. No se mueva que regresaré dentro de cinco minutos.
El vendedor era un anciano de pelo blanco y ese rostro suavemente arrugado tan común en el sur. Usaba gafas de cristales muy gruesos por los que asomaba una mirada estrábica, y estaba hablando con voz descolorida sobre un tema descolorido a una regordeta que vestía un modelo ideado para alguien mucho más joven que ella.
—Es lo que yo uso para los dolores de estómago —le decía mientras le alargaba una caja—. No tiene mucha circulación y no es tan conocida como otras marcas, pero a mi juicio es muy superior.
Steve estudió las cajas de caramelos apiladas en forma de pirámide sobre una mesa, en el centro del salón. Luego se dirigió a los estantes en que se exponían las revistas y contempló las tapas. De esa manera mantenía oculto el rostro y, aunque era difícil que la policía hubiera hecho circular ya una descripción física adecuada de su persona, era mejor dejarse ver lo menos posible.
La señora todavía vacilaba y parecía no tener ninguna prisa. Miami era diferente del resto de Florida, pero en los suburbios el ritmo era todavía muy lento. Steve vio pasar un autobús y un camión-tanque. Algunos coches se deslizaban por la avenida y luego fueron detenidos por la luz. Desde donde estaba no alcanzaba a ver bien la parte posterior del taxi que había robado.
Por fin la mujer se marchó; al pasar junto a Steve, aún se reflejaban dudas en su rostro. El vendedor se adelantó con las manos plegadas frente al pecho, en un ademán que traducía su deseo de ganar la voluntad del cliente.
—Necesito unas tijeras —dijo Steve y luego añadió, como si lo acabara de recordar—: ¡Ah! Y una de esas cajas de permanentes caseras. Usted sabe a qué me refiero, esos equipos para hacer la permanente en casa.
—¿Alguna marca en particular?
—Mi esposa no me ha dicho nada. No sé. Da lo mismo.
—Está bien, señor.
El hombre se dirigió a una estantería que estaba al fondo del salón y sacó la mercancía. Steve le pidió que lo pusiera todo en una bolsa de papel, que no valía la pena envolverlo y atarlo; luego pagó y esperó el cambio tamborileando nerviosamente con los dedos. ¡Aquel hombre era tan lento!
—Tres, cuatro, cinco —contó el vendedor—. Gracias, señor. Espero verle de nuevo por aquí.
—Gracias.
Steve se dirigió a la puerta lo más de prisa que pudo, aunque sin demostrar demasiado apuro. La compra le había supuesto diez minutos en lugar de cinco como había calculado, y no le gustaba dejar sola a Cathy, y menos en un auto robado.
Había luz roja, pero cruzó de todos modos sorteando los autos. El taxi estaba aún allí y no lo rodeaba la policía de Miami. Con un suspiro de alivio se acercó y abrió la portezuela.
—Daremos una vuelta para buscar alojamiento —dijo, y se detuvo bruscamente.
El asiento trasero estaba vacío.