17

El avión tocó las pistas del Aeropuerto Internacional de Miami a la hora indicada y rodó hacia la rampa de desembarque. Steve permaneció silencioso mientras duró la operación, pero su mente trabajaba a una velocidad febril. Junto a él, Cathy miraba por la ventanilla tratando de ocultar su rostro, para que Steve no leyera en él su creciente ansiedad. Había asegurado que no le importaba nada y que la compañía del sheriff sería preferible a la presente, pero la perspectiva de la prisión y la más inmediata aún de encontrarse frente a frente con Shapely, comenzaban a surtir su efecto.

Cuando el aroma dulzón del DDT se extendió por el compartimiento y se desvaneció, y cuando las puertas se abrieron, Cathy sintió que estaba a punto de temblar. La presencia silenciosa y grave de Steve era ominosa y ella nunca se había sentido tan sola y desamparada.

Desembarcaron con el resto del pasaje y subieron por la escalera mecánica hasta la rampa. Faltaban los trámites de inmigración, sanidad y aduana, eslabones finales en la cadena que la ataría a Shapely. No había otra salida, de haberla, Cathy hubiera intentado con gusto la huida. Pero era imposible escapar a la aduana.

Cuando entraron en las oficinas de inmigración y sanidad, Cathy rezó para que la burocracia les entretuviera todo lo posible, pero Steve fue fríamente eficiente. Sacó a relucir su insignia de ayudante de sheriff cuando el empleado les exigió sus certificados de vacuna y las pruebas de su ciudadanía.

—Traigo una prisionera —dijo con toda tranquilidad—. Supongo que estará informado.

El hombre miró a la muchacha y luego a Steve.

—¡Ah, sí! —dijo—. Le estábamos esperando.

Y les dejó pasar. Descendieron la escalera mecánica hacia la aduana. Para Cathy ése era el final del viaje.

Una rápida mirada a través de los paneles de vidrio de la salida les permitió ver al sheriff Shapely, esperando como un buitre. Estaba muy cerca de la puerta y se le veía gordo y feo embutido en la chaqueta que hoy llevaba por excepción. Sonreía. Era esa sonrisa socarrona que Cathy conocía tan bien, pero ahora había algo más en su expresión. Había triunfo. Instintivamente, la muchacha se acercó a Steve y luego, conscientemente, se volvió a alejar. De la misma ralea. Los dos traidores.

La expresión de Steve era solemne. Una breve sonrisa revoloteó en su rostro al advertir la presencia del sheriff.

—El viejo Shapely justo a tiempo —dijo entre dientes.

No parecía complacido.

Les fueron devueltas las maletas. Era imposible posponer más el encuentro. Aún así, Cathy se echó un poco atrás y Steve la tomó del brazo.

—¿Y? ¿Qué espera? —le preguntó con rudeza—. ¿No estaba tan ansiosa por cambiar mi compañía por la de su camarada?

Cathy le siguió de mala gana. Prácticamente, Steve la arrastraba tras de sí. Marcharon tras otra pareja y al atravesar la puerta encontraron al sheriff junto ellos. Su sonrisa radiante era malsana.

—Bueno, Gregory, tengo que retirar todo lo que dije. Es usted mejor de lo que creía.

Luego se volvió a Cathy.

—¿Qué tal, mi querida? ¡Mira que venir a encontrarnos aquí!

Luego la sonrisa se transformó en una mueca dura.

—¿Creíste que te escaparías, no?

Cathy le miraba de frente. Era imposible adivinar el miedo que ocultaba. No era aquella la chica temblorosa y aterrorizada que podía haberse esperado. No había protesta de inocencia ni demandas de piedad. Su rostro sólo mostraba un helado desdén.

La sonrisa socarrona de Shapely se extinguió dejando lugar a una rechinante furia.

—Dame tu muñeca —rugió, mientras extraía las esposas.

Quería llevar la humillación al extremo esposándola en público, pero Cathy había creado un escudo protector en torno de ella y ni siquiera ese acto final la rozaba. Fue el rostro de Steve el que se congestionó. La gente se detenía y observaba; miraba primero las esposas, luego al sheriff y luego a la chica.

—No creo que eso haga falta, sheriff —comentó con enojo.

Pero le había tocado el turno a Shapely y, aunque Cathy se mantuviera distante e intocable mientras se la arrastraba por el lodo, él la arrastraría por el lodo. Cerró la esposa sobre su propia muñeca con un movimiento pomposo y dijo:

—Yo opino que es muy necesario. Usted no conoce a esta chica como yo, Gregory. No estaría tranquilo si la tuviera fuera de mi vista… sobre todo a mis espaldas. Ya sabe a qué me refiero. Me aseguraré muy bien de que no se aparte de mi vista.

Steve tragó y miró en torno.

—¿Dónde está la policía de Miami? Suponía que ellos estarían aquí.

Shapely lanzó un bufido y agitó el brazo, arrastrando a Cathy.

—Decidí hacerme cargo de esta parte personalmente —explicó—. No los necesitamos. Yo me las puedo arreglar solo con esta tipa. No necesito escolta para llevarla hasta el avión.

—¿De modo que ellos ni siquiera saben que usted está aquí o que nosotros hemos llegado?

Los ojos de Shapely se contrajeron.

—Mire, Gregory, a usted se le contrató para que hiciera un trabajo, no para que me interrogara. Recuerde que tengo que informar a sus superiores.

La actitud de Steve cambió bruscamente.

—No se preocupe, Shapely —dijo sonriente—. Yo he hecho lo mismo todo el tiempo. Le subestimé, eso es todo.

—Es un error que comete mucha gente. Sobre todo esta pollita.

—¿Se la lleva directamente desde aquí?

—Tengo pasajes reservados en el avión que sale a las diecisiete. ¿Para qué perder tiempo? Ahora ella es mi prisionera y yo soy el responsable. No estaré tranquilo hasta que no la vea tras las rejas en Springfield, New Hampshire. ¡Recoge tu maleta, muchacha! —ordenó, mientras tironeaba nuevamente el brazo de Cathy con las esposas—. Tenemos mucho que andar y no nos queda demasiado tiempo.

Steve dirigió una mirada cómplice al sheriff.

—El camino es largo, Shapely; sobre todo para andar así, esposados. Ya sabe a qué me refiero. Vigilantes y demás. Podrían hacer preguntas. ¿Por qué no conseguimos un taxi?

—He pensado en eso antes que usted, muchacho. Hay uno esperándonos —dijo Shapely y arrastró a Cathy tras de sí.

—Está bien —aprobó, Steve—. Iré con ustedes.

Shapely le miró sin entusiasmo.

—No pensará acompañarnos hasta Boston ¿no? No conseguirá pasaje. El avión está completo.

—Volaré a Filadelfia o a Nueva York. Tengo que sacar pasaje.

El taxi estaba en la rampa inferior y el conductor fumaba apoyado contra él, rechazando con un ademán a los posibles clientes. Cuando los vio acercarse arrojó el cigarrillo lejos y se irguió, impresionado por la importancia de una misión que incluía a una muchacha esposada. Shapely le ordenó que acomodara la maleta de la chica en el maletero y Steve le entregó la suya, con lo que quedó decidida la cuestión de su incorporación al grupo.

—De modo que a Nueva York o a Filadelfia, ¿eh? —comentó Shapely en un tono algo más amable—. Bueno, en ese caso creo que lo podemos admitir.

Empujó a Cathy al asiento posterior y se sentó junto a ella. Steve se apretujó también en el asiento trasero, a continuación del sheriff y cerró la portezuela.

—¿A dónde vamos, jefe? —preguntó el conductor que ya se había instalado en su sitio.

—Dénos la vuelta hasta la puerta de la Eastern Air Lines —ordenó Shapely acomodándose en el asiento, mientras se desabotonaba la chaqueta y dejaba al descubierto la cartuchera y el revólver.

—¿Eastern Air Lines? Pero eso está ahí a la vuelta. Usted habría llegado más rápido a pie.

—No me discuta, viejo. Ésta es una asesina prófuga y no estoy para andar a pie por ningún lado. ¿Entendido?

El hombre estaba impresionado.

—Sí, señor —respondió y puso el motor en marcha.