La azafata les alcanzó dos vasitos de papel llenos de café. Tenía una expresión alegre; sobre su cabeza no pendía una acusación de homicidio. Cathy rechazó el café y luego reasumió su postura solemne, volviéndose hacia la ventanilla. Steve se sirvió azúcar y crema.
—Gracias. ¿Cuánto falta para que lleguemos?
—Una media hora.
La azafata se alejó. Steve removió su café con una cucharita de madera y alargó el vaso a Cathy.
—¿Ni un sorbito?
La chica movió la cabeza en gesto negativo.
—¿Dónde habíamos quedado? —preguntó él luego de probar la humeante bebida.
—En ningún lado —replicó Cathy sin volverse—. Vuelvo a mi país para ser juzgada por homicidio, gracias a usted.
—Todo saldrá bien —la consoló Steve—. Si usted es inocente como asegura, quedará libre a pesar de todo lo que pueda hacer o pensar Shapely. Y si es así ¿no le parece mejor afrontar las cosas en lugar de vivir una vida de fugitiva?
Steve hizo una pausa y luego prosiguió en tono más grave:
—En cualquier caso, es mejor hacer frente a la situación. Yo preferiría ir a la silla eléctrica antes que pasarme la vida huyendo.
Cathy se volvió. Su rostro mostraba ahora un rubor de contenida indignación.
—Usted cree realmente que yo lo hice, ¿no?
—No —respondió Steve con cautela—. Creo que usted no tenía conciencia de lo que estaba sucediendo.
—Pero conscientemente o no, la apuñalé, ¿no es así?
Steve se encogió de hombros, sintiéndose incómodo.
—Después de todo, usted robó el dinero. Usted huyó.
—¿Qué quería que hiciera? —había amargura en la voz de Cathy—. ¿Que me quedara y me dejara matar?
Le miró de frente y sus labios se crisparon.
—Sí, veo que eso es lo que usted pretende.
—¿Eso es lo que usted alega? ¿Defensa propia?
—No soy valiente, Mr. Gregory —replicó ella dirigiéndole una mirada acusadora—. Estoy segura de que usted lo es; pero yo no. Cuando vi a mi tía tendida allí, con ese horrible cuchillo de caza clavado en la espalda, me aterroricé. Me escondí y, en cuanto se me presentó la oportunidad, huí.
Steve contuvo el aliento. Miró sin ver el respaldo del asiento delantero, con su cubierta de plástico y el bolsillo que contenía instrucciones para caso de accidente. Quizá estuviera mintiendo una vez más, pero esta vez él tenía la sensación de que aquello no era una mentira. El comentario se había deslizado sin premeditación. No tenía el énfasis que hubiera puesto hasta el más experto y consumado de los mentirosos. Lo había dicho como algo que se da por sentado, como si estuviera convencida de que él lo sabía. Sintió ganas de gritar de alegría, pero su rostro no dejó traslucir ese estado de ánimo.
Cathy le miraba con indiferencia; en su expresión sólo se veía el frío desdén, siempre presente desde que descubrió la traición. Fue una mirada larga, y sin embargo tuvo tiempo de volverse a reanudar su contemplación del vacío, antes de que él hubiera recuperado el control de su voz.
Cuando, por fin, habló, su voz era profunda y vibrante; se reflejaba en ella la emoción que su actitud externa no había revelado.
—¿Quiere repetirme eso? —dijo.
—¿Repetir qué?
—Lo que dijo acerca del instante en que descubrió a su tía.
—En cuanto la vi comprendí que estaba muerta —comentó ella volviéndose nuevamente hacia la ventanilla—. Ni siquiera entré en la habitación. Quizá debiera haber sentido dolor al verla así, pero lo único que pensé fue en huir antes de que él volviera.
—¿Antes de que volviera quién, Cathy? —preguntó Steve pronunciando las palabras con mucha lentitud.
Ella se encogió de hombros.
—No sé quién. Si lo supiera, no habría huido.
—Cuénteme todo lo que sucedió esa noche. Cuénteme todo lo que ocurrió.
Ella había advertido el interés que había ahora en las preguntas del detective y, contra lo que cabía esperar, adoptó una actitud terca.
—¿Para qué? Usted no me creería. Usted ya se ha imaginado las cosas a su manera. Usted y el sheriff están convencidos de que la pequeña Cathy Sinclair apuñaló a su tía por la espalda con un cuchillo de caza y le robó todo el dinero. ¿Cree usted que si yo hubiera deseado ese dinero, me habría sido preciso matar a mi tía?
Y ahí estaba otra vez, la referencia inconsciente a un cuchillo de caza. Parecía ignorar que era un cuchillo de cortar el pan lo que había encontrado clavado en la espalda de su tía.
—No importa lo que yo crea. Trate de entender que esto es importante. Cuénteme lo que ocurrió esa noche; todo lo que usted oyó o vio o pensó.
Cathy se volvió y le miró con extrañeza, pero si sentía curiosidad no lo demostró. Por otra parte, el tono de la voz de Steve borró todo vestigio de terquedad en su actitud.
—Nos acostamos a eso de las once, como era habitual —relató simplemente—. Mi tía ocupaba el dormitorio de abajo, yo dormía en el piso de arriba.
—Lo sé. He estado en la casa.
—¡Ah! Entonces sabrá que la cama de mi tía estaba contra la pared de la ventana y que yo tenía que cruzar toda la casa para llegar hasta allí. Era una noche oscura. No recuerdo que hubiera luna o estrellas. Puede que estuviera nublado; lo que sé es que al apagar la luz se hizo una oscuridad absoluta, tuve que tantear mi camino hasta la cama. No sé qué hora era ni qué fue lo que me despertó. Quizá haya sido el grito de mi tía o quizá yo ya estuviera despierta cuando ella gritó. Fue un alarido que me heló la sangre en las venas. No sabía qué estaba ocurriendo, pero presentía que era algo terrible. Pensé que podía ser otra vez su corazón. En realidad no sé lo que pensé, pero es probable que haya sido eso. Sin embargo, parecía ser algo peor que su corazón, algo más urgente, como si se hubiera levantado de la cama, se hubiera caído haciéndose daño terrible. Todo lo que sé es que salté de la cama y me lancé a ciegas hacia la puerta, casi antes de haberla oído. «¡Tía!», —grité—. Fue algo así como un reflejo, o quizá haya sido para hacerle saber que iba hacia ella. Pero no podía encontrar el picaporte. Me pareció que tardé una eternidad en llegar a la planta baja. Allí había una terrible conmoción. Alguien corría y se llevaba por delante los muebles y yo creí que era mi tía. Bajé la escalera a tientas y no sé por qué no encendí la luz, pero estoy segura de que fue una suerte que no lo hiciera. Al oír aquellos tropezones y empellones grité una y otra vez «¡Tía! ¡Ya voy!», con la esperanza de que ella se detuviera; pero los ruidos no cesaban y, por fin, oí que la puerta vaivén del frente se cerraba violentamente. Luego se oyeron pisadas que cruzaban la galería y eso fue todo. Por entonces yo ya había llegado a la sala de estar y no encendí las luces, ahora sí conscientemente, porque eso me impediría ver el exterior. Pero cuando me acerqué a la puerta y miré hacia afuera no pude ver nada de todas maneras; estaba demasiado oscuro. Creí que era mi tía; por lo menos, me parece que creí eso. Sin embargo, no sé por qué no salí tras ella; quizá advertí algo raro en los pasos que oí. Al pensarlo después comprendí que no podía haber sido mi tía, porque ella no podía correr. Pero en ese momento no lo pensé. Sólo sé que de repente tuve temor de dejar la casa. Algo parecía decirme que fuera al cuarto de mi tía. En la casa reinaba un silencio mortal pero yo tuve la sensación, una premonición o algo así, de que debía ir a ese cuarto, en lugar de buscar a mi tía afuera.
»A tientas, regresé al vestíbulo adonde daba su habitación. Ella siempre dormía con la puerta cerrada, pero ahora estaba entreabierta. La abrí del todo, pero tuve miedo de entrar. Pensaba que ella estaba afuera y, sin embargo, algo me decía que aún estaba allí. Eso me dio fuerzas. Introduje la mano en la habitación y encendí la luz.
Cathy se estremeció. Sus palabras parecían impregnadas por el recuerdo.
«Estaba tendida con medio cuerpo fuera de la cama.
La cabeza casi rozaba el suelo y uno de sus brazos descansaba sobre la alfombrita. Estaba de espaldas a mí y…».
Cathy se detuvo y su voz se quebró.
—No entré. El cuchillo estaba hundido hasta el mango y la sangre corría hasta la alfombrita. Nadie en el mundo podría haberme hecho entrar. Quizá lo normal habría sido que entrara y la tocara y llorara sobre ella. Quizá no me haya comportado como una sobrina amante, pero yo no sentía amor. Mi tía se había ido. Mi tía ya no estaba allí. Todo lo que quedaba era un cuerpo. Yo no quería entrar, sentía que me iba a desmayar. No sé cómo me mantuve en pie. Lo único que atinaba a pensar era que había una persona oculta en la oscuridad, fuera de la casa, y esa persona podía volver. Yo no podía desmayarme. Debía mantenerme consciente.
»Apagué la luz lo más rápido que pude, porque sabía que si seguía contemplando aquel cuadro me desmayaría, pasara lo que pasara. Volví al vestíbulo sin saber adónde ir. Pensé en regresar a mi habitación, cerrar la puerta y esconderme bajo la cama; pero sabía que si ese hombre regresaba derribaría la puerta y me mataría también. Pensé en salir por la puerta trasera y alejarme de la casa lo más rápido posible, pero él estaba afuera en algún lado y quizá me diera de manos a boca con él. Tenía que quedarme dentro.
»Me deslicé a la cocina sin atreverme a encender más luces. Todo lo que quería hacer era bajar al sótano. Pensé que podía no ocurrírsele buscarme allí. Descendí los escalones a ciegas. Por las ventanas no entraba ni el más leve resplandor. Siempre le tuve miedo a la oscuridad y en ese momento estaba muy asustada, pero sabía que había mucho más que temer arriba que allí abajo, en el sótano. El cadáver de mi tía estaba arriba y quienquiera que la hubiese matado podía volver en cualquier momento. Mí primer impulso fue echar llave a la puerta del sótano; pero luego pensé que tenía que coger la llave del tablero de la cocina y si él regresaba y revisaba la casa, encontraría la puerta cerrada y sospecharía que yo estaba abajo. Si él derribaba la puerta y bajaba, nada me salvaría. No había más salida que la escalera que desembocaba en la cocina.
»A tientas y procurando no hacer ruido me abrí camino a través de los trastos. Era imposible evitar los choques y casi me rompo un dedo del pie al llevarme por delante los bidones de basura. Uno de los bidones estaba vacío y me metí dentro y deslicé la tapa sobre mi cabeza con el mayor silencio posible. Y allí permanecí acurrucada, temblando de pies a cabeza. No podía sentarme en el fondo, porque el depósito no era suficientemente ancho y mi postura era tan incómoda que apenas podía aguantarla; pero no me atrevía a moverme».
Cathy hablaba con voz suave y baja; con la mirada perdida en el vacío revivía su terror.
—Fue una suerte que no lo hiciera —prosiguió—. Por largo rato todo se mantuvo tranquilo, pero de pronto oí un chirrido, tan leve que ni siquiera estaba segura de haberlo oído. Nuevamente comencé a temblar de pies a cabeza. Era el sonido de la puerta de la despensa que se abría. Luego pude oír pasos cautelosos. En esa casa se oye todo. Tropezó contra algo en la sala de estar y murmuró algo. Los pasos continuaron luego y escuché una voz que me llamaba casi en un susurro. Recorrió toda la casa con extremado sigilo. Gran parte del tiempo no oía más que su voz llamándome casi en un murmullo. Yo hasta contenía el aliento. Le oí entrar en el cuarto de mi tía y luego en la cocina. Temí que descendiera al sótano, pero no lo hizo. Volvió al vestíbulo sin dejar de pronunciar mi nombre con ese susurro casi hipnótico. Al oírle sentía deseos de acudir a su llamada. Daba la sensación de que todo andaba bien y de que él había llegado a rescatarme. Pensé que quizá fuera así, en realidad, pero estaba demasiado asustada. No respondí. Algo me decía que si respondía esa vez a su llamada, no volvería a hacerlo nunca más. Luego subió a la planta alta. Ya no lo oía tan bien y él había cesado de llamarme. Tanto se entretuvo arriba, que por un momento pensé que se había marchado. Estaba tan incómoda en el bidón de basura, que sentí la necesidad de moverme, pero en ese instante la escalera crujió nuevamente y yo me paralicé. Descendía otra vez. Cuando pasó por encima de mi escondite, me pareció que estaba conmigo en el sótano. Luego le oí entrar por segunda vez en la cocina y abrir la puerta del sótano. Había una pequeña hendidura en donde la tapa del bidón no había encajado bien y pude ver un haz de luz que se movía cerca de mí. Tenía una linterna y se había detenido en el vano de la puerta para recorrer con la luz todo el recinto. Yo estaba tan inmóvil que hasta mi corazón parecía haber dejado de latir. No dejó rincón por iluminar. Yo alcanzaba a ver la luz que iba y venía. “Cathy ¿estás ahí?”, preguntó y lo dijo de un modo que parecía querer decir que había llegado la policía para protegerme. Me habría gustado responder: “Sí, estoy aquí, sálveme”. Pero ¿y si no era la policía?, ¿si me equivocaba? Permanecí inmóvil. Al cabo de unos minutos, él lanzó una maldición entre dientes y descendió la escalera. Yo estaba tan aterrada que ni siquiera temblaba. Sabía que ese hombre no estaba ahí para salvarme. No era la policía.
»Dudo que creyera encontrarme allí abajo, pero tenía que asegurarse y caminó de un lado a otro iluminando en torno de él con la linterna, mirando detrás de cada trasto. Pero no buscó tan a fondo. Olvidó mirar dentro de los bidones.
»Al no encontrarme volvió a subir y cuando le oí cerrar la puerta me sentí empapada de un sudor helado. Nunca había experimentado una sensación tan intensa de alivio.
»Estuvo mucho tiempo en la planta baja. Creo que entró otra vez al cuarto de mi tía. Luego regresó a la cocina y yo creí que bajaría a mirar dentro de los bidones. Tenía la sensación de estar en una pecera de cristal. No me explicaba cómo no me había visto. Puesto que no estaba en ninguna de las habitaciones de la casa, tenía que estar en el sótano y yo estaba segura de que bajaría a buscarme. Pero no volvió. Entró una vez más en el cuarto de mi tía y dejé de oírle durante largo rato. Luego salió al vestíbulo, subió la escalera y cuando bajó de nuevo permaneció un rato muy largo en la habitación de tía Tillie. Creo que subió otra vez más, pero no estoy segura. Por fin sus pasos atravesaron la sala de estar y me pareció que ya no eran tan furtivos. Inclusive, al salir dejó que la puerta golpeara un poco. Pensé que podía ser una triquiñuela para hacerme creer que se había ido y no me moví de mi escondite. No volví a oír un ruido, pero permanecí oculta hasta el amanecer».
Cathy se detuvo y Steve, impresionado por el relato a pesar suyo, volvió al presente para advertir que estaba sentado en un avión a reacción a veinte minutos de Miami, en donde les estarían esperando la policía y el sheriff Shapely.
Ella se había callado, perdida en sus pensamientos, y Steve la urgió para que continuara.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué hizo usted?
Ella meneó la cabeza y se estremeció un poco.
—Salí en cuanto hubo luz. Levanté la tapa con mucha precaución y salí del bidón. Esperaba que él se hubiera ido, pero no estaba segura. Pensé que no se atrevería a rondar la casa a plena luz del día y me consideré a salvo a pesar de todo, seguí siendo cautelosa. Subí la escalera y me asomé a la cocina. Estaba preparada para huir por la puerta trasera, si él estaba aún en la casa. Casi esperaba encontrarlo sentado en una silla esperándome, pero no estaba.
»La cocina parecía grande y sombría, pero estaba vacía, Luego me asome a la sala de estar. La puerta del cuarto no estaba como yo la había dejado, de par en par abierta. Ahora estaba entornada y no se veía el interior. No me asomé. No quería volver a ver aquel espectáculo. Subí a mi cuarto, dispuesta a correr si lo veía, pero mi habitación estaba tal cual yo la había dejado. Aparentemente no había tocado cosa alguna. Me vestí lo más rápido que pude, porque estaba segura de que él regresaría y luego bajé. Tía Tillie guardaba todo nuestro dinero en un azucarero que siempre estaba en la alacena de la cocina. No sé por qué no me sorprendí al encontrarlo en su lugar; creo que el fondo estaba segura de que el hombre no era un ladrón. Sabía quiénes éramos y quería matarnos a las dos.
»Saqué todo el dinero del azucarero y me lo metí en el bolso. Luego salí por la puerta trasera y al ver a las gallinas, recordé que no les había dado de comer. Me detuve y lo hice lo más rápido que pude. ¡Quién sabe cuándo volverían a comer! Luego marché a campo traviesa. Me pareció más seguro que caminar por la carretera. Traté de que nadie me viera porque no sabía quién era aquel hombre. Podía ser cualquiera de los que conocíamos y no estaba dispuesta a correr riesgos. No sé cuánto anduve antes de salir nuevamente al camino, sólo sé que caminé y corrí durante tres horas hasta llegar a Springfield. Luego, una pareja que yo no conocía me ofreció llevarme en auto hasta la estación y allí tomé un tren para Nueva York. Era el único lugar que yo conocía. Esperé el tren al sol, porque en mi apuro ni siquiera había recogido un abrigo.
»Cuando llegué a Nueva York decidí que no era el lugar más conveniente para ocultarme; tía Tillie y yo íbamos una vez por año y cualquiera que quisiera dar conmigo me buscaría allí. Quería ir a donde nadie me encontrara. Sabía que la policía me haría volver para declarar y yo no quería volver más. Por lo menos hasta que hombre que había asesinado a mi tía fuese detenido. Por eso decidí trasladarme a Miami…
Steve dejó de escuchar. No sabía nada de White River y de sus habitantes ni de quién podía haber deseado con tanta intensidad la muerte de Mathilda Whittemore; pero sabía que Cathy Sinclair era inocente. Eso era seguro.
—¿Quien odiaba a su tía? —la interrumpió y de pronto volvió a tener conciencia de ella como mujer.
Cathy era algo más que una mujer. Era una mujer hermosísima y una mujer en una situación desesperada. Habría deseado tomarle una mano y consolarla, pero el período de las manos entralazadas ya había pasado para ellos dos. Él la había traicionado. No había sido una traición física, pero había traicionado su confianza y eso era peor. El disgusto y el desprecio habían reemplazado a los sentimientos que ella albergaba la noche anterior. Se veía en sus ojos, detrás de esa fría indiferencia, cuando se encogió de hombros en un gesto de ignorancia.
—Nadie la odiaba. Aunque todos parecen estar de acuerdo en que yo debo haberla detestado.
Steve ignoró el comentario ácido.
—Tiene que haber tenido un enemigo, Cathy. Piense. No se mata a una persona sin razón. ¿Qué hay de esa hipoteca? ¿Quién era el acreedor hipotecario?
—No lo sé. Pregúntele al sheriff. Él es quien me lo echó en cara.
—Dijo que podía crear dificultades con eso. ¿No sería él el acreedor?
—No sé. No lo creo. Ni siquiera sé si realmente podía haber creado dificultades, a no ser por la influencia que tiene en toda la región. Él y su cuñado son, prácticamente, dueños del condado.
—La granja no parece ser tan valiosa como para que alguien mate por ella —comentó Steve—. Y, entre paréntesis: ¿quién la hereda?
—Yo —dijo Cathy con brusquedad—. ¿Quién si no? Usted y el sheriff podrían arreglárselas para sacar partido de esa situación en el juicio.
—Escuche: estoy tratando de ayudarla.
—Sí, ya lo sé. Ha sido una gran ayuda.
La azafata pasaba junto a ellos en ese instante, luciendo su dulce y despreocupada sonrisa.
—Tienen que colocarse los cinturones —les dijo, señalando el letrero que acababa de encenderse—. Llegaremos a Miami dentro de diez minutos.
El clima se había roto y Steve no pudo volverlo a crear, una vez completados los preparativos para el aterrizaje.
—Trate de pensar, Cathy. No nos queda mucho tiempo.
—Estoy cansada de pensar. Usted ya ha conseguido lo que quería. Dejemos entonces las cosas como están ¿quiere?
—No he conseguido lo que quería. ¿Entiende usted que se espera que yo la entregue a Shapely?
—Eso es lo que yo quiero.
—No, usted no quiere eso. Usted teme al sheriff.
—No es que me haga feliz pero me lo imponen —replicó ella con frialdad—. Y, después de todo, considero que es el menor de dos males.
—Está bien, pero no permita que Gillis la represente. Conseguiré un buen abogado en Nueva York o en Filadelfia. Conozco uno muy bueno en Filadelfia.
—No, gracias. No quiero ninguno de sus buenos abogados de Filadelfia. No quiero nada que tenga que ver con usted, Mr. Gregory. Si algo me consuela de ser recibida por Shapely en Miami, es que nunca más tendré que verle a usted.
—Estoy tratando de ayudarla, Cathy. ¿Es que no se da cuenta?
—Me doy cuenta que usted ya ha hecho bastante por ayudarme.
Steve la miró exasperado.
—¿Pero no comprende? Eso era cuando la creía culpable. Ahora creo en usted. Ahora pienso que es inocente.
Si Steve esperaba que su revelación fuera recibida con muestras de alegría, el choque con la realidad debió de ser muy duro.
—¡Qué amable! —dijo ella fríamente—. ¿De modo que ahora soy inocente? ¿Para qué lo hace esta vez? Antes me hizo creer que era ingeniero, ahora pretende convencerme de que me considera inocente.
—Cathy: usted está en serias dificultades. Quiero ayudarla.
—¿Del mismo modo en que me iba ayudar dándome trabajo junto a su madre?
—¡Por amor a Dios! ¿Quiere dejar de ser tan femenina y escucharme? Si Gillis la defiende alegará que es una demente. La opción es el manicomio o la silla eléctrica. Está todo preparado.
—Diré la verdad —afirmó Cathy con llaneza—. No me sacarán de eso. Todo el mundo sabe que no puedo haber sido yo. Nosotras no teníamos un cuchillo de caza.
—¡Pero es que es un cuchillo de cocina, Cathy! Es un cuchillo de cocina, con sus impresiones digitales. El asesino ha desviado la atención hacia usted. Está perdida si no tiene un abogado listo.
Ni siquiera esa revelación turbó la calma exterior de la muchacha.
—¡Está bien, estoy perdida! Por lo que he visto de la vida, no vale la pena luchar por conservarla. Si es que existe la justicia, que hagan lo que quieran conmigo. Ya no me importa nada.
Steve la tomó de un brazo y la sacudió.
—¡Pero a mí sí me importa, Cathy! ¿Cómo no entiende lo que le estoy diciendo? La creo. Creo en usted. Sé que usted es inocente.
La mirada de Cathy descendió hasta los dedos del hombre, que se clavaban en su brazo, y una expresión de disgusto apareció en su rostro.
—¿No le parece que es demasiado impresionable, míster Gregory? Primero el sheriff le convence de que yo soy culpable; luego yo, la muchachita que ha fingido ser hija de padres ricos, le cuenta una historia y le hace cambiar de parecer. Cinco minutos con el sheriff, tan pronto como aterricemos decidirá nuevamente que soy culpable.
—Escúcheme: Shapely y los demás estaban equivocados respecto a usted en algunos aspectos y me trasmitieron una falsa impresión. Shapely creía que usted era de algún modo responsable del incendio que costó la vida a sus padres. No debí haber prestado atención a sus sospechas. No lo habría hecho de haberla conocido antes. Pero había muchas cosas que encajaban ¿comprende? Usted no tenía ni una fotografía de sus padres. Era como si no guardara un recuerdo cariñoso de ellos.
La mirada de Cathy se hizo obstinada y rabiosa.
—Yo tenía una foto de ellos y yo guardaba un recuerdo cariñoso. Sobre mi cómoda había un marco doble de cuero con retratos familiares.
El avión volaba bajo ya y estaba describiendo un círculo para entrar en la pista. Steve miró el campo de aterrizaje que se extendía allá abajo.
—Lo vi —dijo—, pero estaba en la cómoda de su tía.
—No. Ésa había sido siempre mi habitación, por eso los dejé ahí cuando me cambié.
—¿Se cambió de habitación? ¿Para qué?
—Para que tía Tillie no tuviera que subir las escaleras. Yo había usado siempre el cuarto de abajo, porque me levantaba más temprano para alimentar a las gallinas. Luego, cuando mi tía empeoró del corazón y demás, decidimos que sería mejor dejar esa habitación para ella. Las fotos me pertenecían, pero yo las dejé allí.