15

Steve la observó unos instantes, y luego volvió a reclinarse en su asiento.

—Con franqueza —dijo—, creo que usted tiene un complejo de persecución. El sheriff quiere que se haga justicia. La considera culpable por las pruebas.

—¿Pruebas? —preguntó ella con amargura, dirigiéndose a la ventana—. Tengo que haber sido yo, porque ella era mi tía. Me gustaría que hubiera estado en la casa aquella noche.

—La cosa no es tan simple como cree —comentó Steve, pero no entró en detalles. No le correspondía a él decirle a un asesino en qué evidencias se basaba la policía para detenerle.

»Shapely puede haber querido tener sus lances y haber fracasado —prosiguió—. Por lo que sé de él, eso tiene que haberlo irritado, pero no hasta el punto de enviarla a la silla eléctrica por algo que usted no cometió.

Cathy meneó la cabeza.

—Usted no conoce al sheriff. Me odia —se estremeció—. La última vez creí que iba a matarme.

Steve le sonrió.

—No hay caso, usted tiene un complejo de persecución. ¿Y por eso decidió escapar?

Ella empezó a hablar y luego pareció pensárselo mejor.

—¡Oh, nada! —dijo—. Siempre me olvido. Usted es el Gran Detective Gregory que no vacila ante nada con tal de hacer que una chica le siga. Mr. Shapely era lo más vil que yo había conocido mientras estuve en White River; pero hay casos peores fuera de allí. Él es un santo comparado con otros detectives que he conocido.

Steve se contrajo.

—Está bien. Soy un canalla. Pero yo jamás he apuñalado a una mujer por la espalda.

—Y yo tampoco —replicó Cathy—. Si no le hiciera tanto caso al sheriff Shapely lo vería con toda claridad.

A Steve le habría gustado verlo con claridad, pero era inútil. Sin embargo, la actitud enérgica de la muchacha, su insistencia, le hacían dudar un poco. Pero ésas eran sus únicas armas. Eran los elementos con que ella contaba.

—Sí —replicó—. Al sheriff Shapely, al hombre que quiere verla muerta. Pero también he escuchado a otros habitantes de White River. Todos parecen estar de acuerdo con él.

—Y el sheriff se hará cargo de mí —dijo ella como si no lo hubiera oído.

Se estremeció en forma violenta ante la sola idea y miró fijamente al frente.

«¡Ojalá no tuviera que ser él! —añadió cubriéndose la cara con las manos—. Le tengo miedo. Ya no puedo defenderme».

Steve sonrió, pero fue una sonrisa débil. Estaba recordando el rostro de Shapely, su voz y sus gestos. El temor de Cathy podía no ser tan exagerado como parecía a primera vista. Shapely era un personaje bastante siniestro, por lo menos para sus víctimas.

—Mire, Cathy —dijo hablando en un tono más cordial—: no tiene por qué temer. Una vez que usted esté allí quedará en manos de la ley, no del sheriff.

Cathy se volvió y le miró de frente.

—¿Ley? Él es la ley. ¿Por qué cree que tengo miedo? Él es la ley y me odia. Me odia desde hace años porque nunca quise ser amable con él. Porque no le dejé que me besara y me pusiera sus pezuñas encima. Me dejó un tiempo tranquila, después de la primera vez que me besó, pero siguió tratando de congraciarse, tratando de gustarme. Pero era inútil.

»Cuando terminé el colegio secundario y me quedaba todo el tiempo en casa, él llegaba continuamente de visita. Charlaba un rato con mi tía en la galería y luego iba al fondo para cogerme por sorpresa. Y cuando yo menos lo esperaba, estaba allí observándome o tratando de acercárseme. Al comienzo se mostraba muy amable, pero yo no respondía a su amabilidad. No me gustaba y no podía fingir lo contrario.

»Empezó a enfurecerse cuando comprendió que no llegaría a ninguna parte. Entonces comenzó a insultarme y a emplear la fuerza. Me decía que le despreciaba porque yo venía de una ciudad, pero que ya me enseñaría cómo trataba él a las muchachas presumidas de las grandes ciudades y me agarraba y me besaba y yo no podía evitarlo. Tiene una fuerza terrible. Entonces su cara se congestionaba y su voz se enronquecía y los ojos se le ponían vidriosos. Y cuando yo conseguía escaparme y le demostraba mi repugnancia se enfurecía más aún y me decía que yo era la basura, no él, y trataba de agarrarme nuevamente. Al principio no era más que un beso y trataba de que a mí me gustara; pero una vez le di una bofetada y él me golpeó con el puño cerrado en la boca y me derribó. Me asusté tanto esa vez que me quedé tendida. Creo que él también se asustó un poco, porque se arrodilló junto a mí y me acarició una mano y cuando yo la retiré con violencia no se enojó.

»Le dije que se lo diría a mi tía. Y cuando vio que yo ya estaba bien, comenzó a enojarse otra vez. Me dijo que más me valía que no se lo dijera si no quería saber de lo que él era capaz. Dijo que mi tía no podría hacer nada y que yo no haría más que crear problemas para ella y para mí. Y que no intentara abofetearle otra vez, porque aquello no había sido más que una muestra de lo que yo recibiría si volvía a hacerlo.

»No me atreví a contárselo a mi tía y ella se sorprendió al verme con el labio hinchado. Le dije que había tropezado contra el umbral del gallinero grande y me había golpeado contra el marco de la puerta. Tenía miedo de lo que podía hacer el sheriff; tenía miedo más por ella que por mí. Mi tía habría armado un escándalo en la ciudad y el sheriff podía haber hecho algo para quitarle la granja. Hay una hipoteca o algo así, y él tenía mucha influencia. No sé bien de qué se trata, pero él me previno. Me dijo que si yo hablada con mi tía y ella armaba lío, podía ocurrir algo muy grave. Y estoy segura de que mi tía habría puesto el grito en el cielo, sin reparar en las consecuencias. Por eso no le dije nada.

—¿Pero ella no notaba que estaba ocurriendo algo anormal? —preguntó Steve.

Si Cathy estaba mintiendo, él se estaba dejando arrastrar por la corriente.

La muchacha hizo un gesto negativo con la cabeza. Seguía mirando fijamente hacia adelante. Una débil sonrisa jugueteó sobre sus labios y por un instante se la vio perdida en el pasado y en los recuerdos de la mujer asesinada.

—¡Mi tía era tan inocente! —dijo, por fin—. No se daba cuenta. La complacía mucho que el sheriff la visitara tan a menudo. Creía que era por simpatía a ella, y eso la halagaba.

Cathy se retorció las manos y su sonrisa desapareció.

«Cuando el sheriff volvió a la casa y vio que yo no le había dicho nada a mi tía, se sintió muy feliz. Pensó que ya no tenía por qué preocuparse. Podía hacer lo que se le antojara y sólo tendría que ocuparse de mí. Se puso peor. Mucho peor. Ya no se contentaba con besarme. Ahora intentaba tocarme, y yo tenía que defenderme sin gritar. Él procuraba pillarme detrás de los gallineros, donde no se nos viera desde la casa, pero yo nunca le di la oportunidad. Comencé a vigilar el camino y me apresuraba a volver a la galería, donde estaba sentada mi tía, cuando le veía llegar. Cuando advirtió mi maniobra empezó a aparecer y a llegar a diferentes horas, de esa manera yo nunca me enteraba de su presencia hasta que le veía aparecer en el fondo de la casa. Yo no sabía qué hacer cuando eso sucedía. Si podía alcanzar la casa sin correr demasiado, me dirigía a la galería delantera fingiendo ante mi tía que se me había terminado el alimento para las gallinas. Pero la mayor parte de las veces él me interceptaba el paso y yo no quería correr para que no se diera cuenta de lo mucho que le temía. Eso le habría complacido. Por lo general yo aparentaba despreciarlo y eso lo indignaba. Se ponía furioso y yo pensaba que si lograba hacer que me odiara, quizá dejara de visitarnos.

»Lo malo es que no dejó de ir. Simplemente me empezó a tratar con rudeza. Una vez me arrastró hasta atrás de los cobertizos del gallinero y me desgarró la blusa antes de que yo pudiera zafarme. ¡Esa vez sí que corrí! Luego tuve que ir a mi cuarto y coserme la blusa para que mi tía no sospechara nada».

Cathy se detuvo y miró fijamente sus manos crispadas.

—¿Y qué hay del hombre que le acompañaba? —preguntó Steve—. Ese Tom Addison. ¿Qué hacía él mientras tanto?

Ella frunció el ceño y le observó por un instante.

—Nadie le acompañaba. El sheriff siempre venía solo. No le interesaba llevar compañía que le hiciera más difíciles las cosas. Además, todos los hombres tenían sus tareas. El sheriff “patrullaba”, como él mismo solía decir. Según él, vigilaba su territorio, pero todo lo que hacía era pasear el día entero en su auto y visitar a la gente para que le convidaran a una taza de café, o para pasar un rato en las galerías. Y cada dos o tres días le tocaba el turno a nuestra galería.

—¿Y la golpeó con el puño cuando usted le abofeteó? —preguntó Steve, recordando el aspecto del sheriff.

—Hizo más que eso —replicó Cathy con furia contenida—. Creo que trató de matarme en una oportunidad. En realidad, fue la última vez que le vi. Fue a últimas horas de la tarde, y yo creí que ya no aparecería. Estaba dando de comer a las gallinas detrás del gallinero grande, donde están los cobertizos. No advertí su presencia hasta que salí con la olla vacía y cerré la puerta. En ese momento me tomó por los hombros desde atrás. Es muy fuerte y me hizo girar haciéndome perder el equilibrio, de modo que apenas me podía mover. Tenía esa curiosa mirada vidriosa en los ojos y todo lo que atiné a pensar fue «¡Dios mío, ha llegado el momento!». De un manotazo me arrancó todos los botones de la blusa. Es terriblemente fuerte y me besó hasta dejarme sin aliento. Me lastimó al besarme y me echó hacia atrás hasta que estuve a punto de caerme. Me había sujetado los brazos como para dejarme inmovilizada, de modo que ni siquiera pude darle con la olla. Luego trató de besarme nuevamente. Yo no tenía alientos ni para gritar y con seguridad no hubiera ganado nada con hacerlo, porque mi tía era algo dura de oído y estaba muy lejos. No sabía qué hacer, pero cuando volvió a besarme le mordí con todas mis fuerzas. Entonces me soltó y estuve a punto de caer. Hizo ademán de pegarme. Echó atrás el brazo para golpearme con todas sus fuerzas pero erró el golpe. Yo había estado en una postura forzada y cuando me soltó perdí pie y di un paso hacia atrás. Eso hizo que su puño pasara a varios centímetros de mi cara y el envión le tiró cara al suelo en un charco que había formado el agua de la manguera. Era un cuadro cómico, pero yo no estaba como para reírme. Todo lo que sé es que eché a correr. Nunca he corrido con tanta rapidez y fue una suerte que lo hiciera, porque cuando volví la cabeza al llegar a la casa vi en su rostro una expresión que no olvidaré jamás. Estaba aún en el suelo, todo embarrado, y se había apoyado sobre un brazo. Trataba de sacar el revólver. La funda del arma estaba embarrada y sus manos también, pero él revolvía el barro tratando de extraer el revólver. Creo seriamente que me hubiera matado; parecía tener esa intención.

»Entré en la casa, corrí escaleras arriba y me encerré en mi dormitorio. Busqué aguja e hilo para pegarme unos botones de la blusa, pero temblaba tanto que me fue imposible enhebrar. Luego me puse junto a la ventana para ver su auto y no dejé de temblar hasta que le vi subir en él y partir. ¡Estaba tan colorado! Estaba congestionado. Y cruzó el jardín en dirección al auto sin despedirse de mi tía ni nada. Ni siquiera se volvió para mirar la casa o mi ventana. Simplemente subió al auto y arrancó.

»No volvió más. Eso fue una semana antes de que ocurriera lo que ocurrió… antes de que me marchara yo; yo tenía miedo de salir de la casa. Daba vueltas y vueltas para ver si su coche no aparecía por algún lado, pero no volvió más. Creo que, por fin, se dio por vencido. Pero se fue furioso y por eso sé que va a sentirse feliz de encarcelarme. Por eso viene a Miami. Por eso lo contrató a usted. Decidió que yo era la culpable y quiere vengarse.

Cathy suspiró y se echó atrás en el asiento, clavando la mirada en sus manos que ahora reposaban sobre la falda.

—Creo que conseguirá lo que quiere si Mr. Gillies es mi defensor. Pero yo no haré nada por salir del aprieto. Nunca permitiré que me vea asustada.