Steve y Cathy cruzaron el istmo en otro tren, esta vez con sus equipajes, y un taxi les llevó hasta el aeropuerto en medio de un diluvio. Había comenzado a gotear cuando el tren cruzó el brazo del lago Gatun y ahora el agua caía a cántaros.
Steve pagó al conductor con una mano, mientras aferraba a Cathy con la otra, y luego la condujo a la terminal. Ya no estaban esposados. Cathy no había expresado el deseo de que la liberara, pero Steve no se sentía cómodo andando así. No deseaba atraer la atención, de modo que se las quitó mucho antes de llegar al Washington Hotel y la tomó de la mano. Cathy no estaba muy conforme con que la llevara de la mano, pero puesto que todo era inútil se sometió fríamente y sin resistencia.
Ahora estaban sentados en la sala de espera del aeropuerto de Tocumen y Steve tenía la incómoda sensación de que el vuelo se cancelaría. Si tenían que pasar la noche en la ciudad, las complicaciones serían considerables. Condujo a Cathy —llevando cada uno su maleta— hasta donde se encontraba uno de los funcionarios de la compañía de aviación.
—Una leve demora —explicó el hombre—. Pero partiremos tan pronto como la lluvia amaine un poco.
—¿Y si no amainara?
—No tiene más remedio. No puede seguir lloviendo así. El aparato partirá en cuanto tengamos suficiente visibilidad en la pista.
—¿Con este tiempo?
—Es sólo un chaparrón local. Saldrán de él en pocos minutos.
Steve aceptó la explicación sin mucho entusiasmo y condujo a Cathy hasta unos asientos, y se instalaron dispuestos a esperar. La espera no fue larga. Cinco minutos más tarde se anunció que el avión estaba listo.
—¡Pasajeros a bordo por la puerta número uno!
Salieron junto con el resto del pasaje, y Steve se sorprendió al comprobar que aún llovía a torrentes. El campo estaba gris y el cielo parecía al alcance de la mano. Habían colocado una marquesina sobre la pasarela, pero las gotas caían en línea oblicua y al chocar contra una de las barandillas salpicaba el rostro de los pasajeros como una fina llovizna. Ascendieron los escalones tomados de la mano, y Steve se alegró de que la azafata que esperaba en la puerta con la lista de control no fuera ninguna de las que él había entrevistado.
Steve ayudó a Cathy a entrar y, dirigiéndose a la jovial muchacha latina anunció:
—Stephen Gregory y señora.
La azafata asintió con la cabeza e hizo una marca junto a los nombres.
—Está bien —dijo.
El jet tenía asientos triples a cada lado del pasillo. Un tercio de los lugares estaba ocupado por chilenos, peruanos y ecuatorianos que hacían escala allí. Había lugar de sobra para elegir y Steve escogió un asiento que estaba del lado del aeropuerto, un poco más atrás del borde posterior del ala. Se lo señaló a Cathy sin hablar y sin esperar su asentimiento.
Ella no le había dirigido una palabra desde que bajaron del primer tren en Gatun y ahora tampoco formuló comentarios. Se sentó junto a la ventana y se acomodó mientras Steve se sentaba a su lado y dejaba la chaqueta sobre el tercer asiento. Tras soltarle la mano, señaló el letrero que acababa de encenderse sobre la puerta que daba al otro compartimiento: No fumar. Colóquense los cinturones de seguridad. Steve la ayudó a abrocharse el cinturón; luego se ocupó del propio y se reclinó contra el respaldo. La almohadilla para la cabeza estaba a una altura perfecta y era suave y confortable; tuvo que luchar contra el imperioso deseo de dormir. Cathy estaba en su poder ahora, pero ya había bajado sus defensas una vez, al permitir que le leyeran el cable. Steve era un maniático de la perfección y aquel error le irritaba. En lo futuro no habría más errores.
Se esforzó por mantenerse alerta e irguió la cabeza, separándola de la almohadilla. Miró a Cathy con el rabillo del ojo. Una de sus manos descansaba sobre la hebilla del cinturón de seguridad. Era una mano pequeña, de líneas delicadas, la blanca piel parecía oscura contra el fondo níveo del simple vestido sin mangas. Parecía una niñita perdida en su inocencia, inconsciente de su condición de mujer con un gran poder de atracción. Su pelo caía en oscuros y pesados mechones y el rostro permanecía vuelto hacia la ventanilla. Sólo podía ver el ángulo de su ojo, la línea redondeada de su mejilla y una lágrima que se deslizaba lentamente sobre la suave superficie. Aquella visión le conmovió de una manera extraña. Apartó la vista, pero sabía muy bien que siempre llevaría consigo esa imagen de la muchacha a la que, en contra de sus deseos, debía entregar a la justicia.
El comandante del aparato y el copiloto recorrieron el pasillo seguidos por el navegador y otra azafata. La lluvia continuaba cayendo, pero la tripulación actuaba como si aquello fuera rutina. Pasaron mirando aquí y allá con ojos expertos, asegurándose de que todo el avión estaba como debía estar, hicieron algún comentario jocoso entre ellos y desaparecieron por la puerta metálica que llevaba al compartimiento de primera clase.
Steve los miró al pasar, luego paseó la vista por sus compañeros de viaje y, finalmente, se concentró en el respaldo del asiento de adelante. Pensó en las vacaciones que hacía tanto tiempo que no tomaba y en lo que podía hacer con ellas. En ese momento ansiaba unas vacaciones. Había momentos en que la tarea de detective era abominable.
La lluvia era aún intensa cuando el gigantesco jet enfiló hacia el extremo de la pista, giró, se preparó y comenzó a despegar chapoteando en los charcos que encontraba a su paso. Cuando inició el ascenso alcanzaron a divisar brevemente la extensión gris del Pacífico a través de las ventanillas azotadas por la lluvia. La niebla los envolvió por un instante, al atravesar el borde de una nube. Luego la lluvia se hizo más intensa.
El aparato siguió elevándose, desviándose de vez en cuando para eludir una nube y, por fin, la lluvia cesó y un minuto después veían el sol. Estaban más arriba de la capa de nubes pero continuaban el ascenso. Luego el avión se enderezó y a los pocos minutos las nubes que ocultaban la tierra se abrieron. Volaban sobre una extensión de agua, pero esta vez eran aguas azules y brillantes; era el Golfo de México. Steve se recostó en su asiento y aflojó los músculos. Su cabeza se apoyó contra la muelle almohadilla y casi inmediatamente se quedó dormido.
Se despertó cuando la azafata se acercó a ellos para ofrecerles una merienda. La breve siesta le había despejado y recordó que ese día había tenido muy poco tiempo para comer. Se lavó y permitió a Cathy hacer lo mismo. Comieron. Cathy, sin entusiasmo y en silencio, Steve con verdadera hambre. Cuando retiraron las bandejas se recostó satisfecho, sintiéndose capaz de analizar fríamente la situación. Había advertido que Cathy permanecía silenciosa y solemne, en cierto modo, resignada con su destino. Él, por su parte, estaba casi contento y podía pensar en ella de una forma más impersonal. ¡Era tan joven! No había vuelto a mirarle desde que él le quitó las esposas. Era una manera infantil de devolverle el golpe. Ahora se comportaba tal como le había dicho Shapely y toda la gente con que había hablado en White River. La chica que nunca sonreía, que siempre se mantenía distante. La recordó como la había visto la noche anterior. Entonces había sonreído. Había estado llena de sonrisas. Había sido feliz, quizá por primera vez en su vida. Era una vergüenza que no hubiera podido vivir siempre así, pensó Steve. Pero no se puede asesinar a alguien impunemente. Puede que la infelicidad la hubiera llevado a eso, pero no era manera de escapar.
La ternura no era su fuerte, pero de manera sorpresiva sintió ternura hacia la muchacha. Era joven, inexperta, no estaba preparada para enfrentarse a la sociedad. Quizá no había que juzgarla con excesiva severidad. Era verdad que sus padres habían muerto en un incendio, pero eso no significaba que ella lo hubiese iniciado o, por lo menos, que lo hubiese provocado deliberadamente. Quizá ella fuera una víctima más, en la misma medida que su tía.
Cathy aspiró hondo y lanzó un suspiro apenas audible. Su mirada seguía fija en la ventanilla, desde la que se divisaba el verde del Gran Caimán. Steve extendió una mano y palmeó suavemente la mano de la muchacha.
—No es tan terrible, pequeña.
Ella retiró la mano como si se hubiera quemado y, por primera vez, le miró. Era otro de sus gestos infantiles. Él era el demonio contaminado y ella no podía soportar su contacto.
Steve sonrió levemente.
—No es el fin del mundo, pequeña. No lo es forzosamente.
Una comisura de sus labios se contrajo. No sabía cómo hacer un gesto despectivo y lo que logró fue sólo una aproximación.
—¡Ah, no! Vuelvo para que me maten ¿no es así?
Steve advirtió que ella había dicho «que me maten» y no «que me ejecuten». Luego la vio estremecerse y volverse nuevamente hacia la ventanilla.
—Quizá sea lo mejor. El mundo es peor aun fuera de White River.
—Por supuesto que lo es. Ustedes los hombres nunca saben cuándo están bien.
El tono de Steve había adquirido un tinte de ira; ira ante la inutilidad de la acción que ella había cometido, ante la falta de sentido de aquel asesinato.
—Debió haberse quedado donde estaba —añadió.
—Claro —dijo ella con amargura y sin dejar de mirar por la ventanilla—. Quedarme para que me mataran.
—Probablemente no la «maten», como usted dice. Shapely me dijo que encargaría su defensa a un cuñado suyo. Es posible que él la saque del embrollo.
—El cuñado del sheriff Shapely —comentó Cathy casi divertida—. ¡Qué maravilla! ¡Ah, el sheriff estará encantado!
—¿Usted cree? ¿Y por qué?
—La tiene conmigo. Siempre fue así. No me sorprenderá que venga hasta a Miami. Está impaciente por recibirme.
—Usted está exagerando, Cathy —dijo Steve, pero tuvo que admitir que Shapely acudía a Miami.
—Me odia. Siempre me ha odiado. Desde que era una niña.
Steve sonrió, pero su sonrisa no era muy sincera. En todo esto había algo que él no entendía bien.
—Es probable que siempre haya sospechado de usted.
—¿Sospechado?
Cathy le miró con sorpresa, pero sus ojos se achicaron en una expresión alerta. Parecía un animalito salvaje que se acerca a un trozo de carne envenenada.
—Siempre le ha llamado la atención la forma en que murieron sus padres.
—¿Le ha llamado la atención? —preguntó Cathy con aire incrédulo—. ¿Qué es lo que le llama la atención?
—Las circunstancias.
—Entonces es más estúpido de lo que yo creía. Murieron en el incendio de un club nocturno. Salió en todos los diarios y estoy segura de que mi tía le debió de hablar del asunto.
Steve la observó detenidamente, pero no pudo descubrir ninguna señal de que estuviera mintiendo.
—Quizá Shapely haya estado mal informado —comentó y se preguntó por qué creía que ésa podía ser la explicación. Aquella burda historia de los padres ricos era suficiente para poner en duda todo lo que dijera la muchacha. Sin embargo, la forma despreocupada con que trató el tema daba a sus palabras un aire de veracidad. Pensó que en su conversación con Shapely tenía que haber habido un malentendido.
—¿Y si es así, qué le hace pensar que el sheriff la odia?
—Porque le conozco.
Había resentimiento en su voz.
—¿Le conoce? ¿Bajo qué aspecto?
—Sé cómo es —Cathy hizo un gesto de desagrado—. Solía visitar a mi tía cuando yo era una niña. Pero el asunto no empezó hasta que yo tuve doce años, más o menos. Desde entonces comenzó a visitarnos varias veces por semana. Solía decir que era parte de su trabajo —un matiz de amargo desprecio se deslizó en su voz—. Se sentaba en la galería a charlar con ella y me observaba constantemente, mientras yo jugaba por allí. Cada vez que yo levantaba la vista, él me estaba mirando. No sé por qué, pero él sabía que me desagradaba. Hacía comentarios jocosos y a veces trataba de tomarme de la barbilla; pero yo siempre retrocedía y, entonces, él se reía más fuerte. Yo no sabía lo que él buscaba, pero más tarde lo descubrí. Estaba preparando el terreno. Trataba de convertirse en el amigo de la familia y quería que yo le llamara «tío Jim»; pero yo nunca lo hice. Quería agradarme; pero yo nunca le podía tragar.
Cathy respiró hondo y luego prosiguió:
—Las cosas siguieron así hasta que cumplí los catorce.
»Entonces yo trabajaba mucho en los gallineros; sobre todo cuando veía que su coche negro entraba en la granja. De modo que se sentaba en la galería con mi tía y hacía como que la visita era para ella. Después daba una vuelta por los corrales, para echar un vistazo, según él. Yo estaba allí y él me seguía… Al principio trataba de entablar conversación, pero era inútil. Y cada vez que me volvía le sorprendía mirándome con esa mirada desagradable, como si yo fuera un pollo frito o algo así.
Cathy hablaba en voz baja y casi parecía haber olvidado la presencia de Steve. El detective tenía que aproximarse a ella para oírla bien. Las palabras eran apenas audibles pero claramente articuladas y había aspereza en el tono.
»Luego intentó varias veces rodearme los hombros con su brazo, en un gesto aparentemente amigable, y yo reaccioné de muy malos modos. Le quitaba el brazo con violencia. Entonces él se reía y decía: “¿Qué pasa, Cathy? Soy un amigo. ¿No te ha enseñado tu tía Tillie cómo debe tratarse a los amigos?”.
»A mí tampoco me gustaba su risa. Aparentaba estar divertido, pero sus ojos no reían como su boca. En sus ojos había furia contenida.
»Y luego, un día en que yo estaba allí detrás con los pollos, me agarró y me besó. Me escapé, tenía la canasta de huevos cerca y la levanté como para pegarle. No sé si me habría atrevido a golpearle, pero él se detuvo y se rió con esa risa desagradable que nunca le llegaba a los ojos y me dijo: “¿Has visto? ¿No estuvo tan mal?”. Yo no pude ni responder. Hervía de indignación y estaba tan ahogada que no me salían las palabras. Quería decirle que si volvía a hacer eso se lo diría a tía Tillie, pero no conseguí articular una sílaba».
Cathy se detuvo, perdida en sus recuerdos, y Steve se inclinó hacia ella.
—Prosiga, Cathy —la urgió.
Cathy le miró y sus labios se separaron para hablar. Luego se ruborizó y pareció recordar quién era él. Apretó los labios.
—No importa —dijo—. Nada tiene importancia. Olvidaba que es amigo suyo.
—No es mi amigo. Me contrató, eso es todo.
—Le contrató —comentó ella con amargura—. No me puede dejar en paz. Nunca me ha dejado. Sólo que esta vez se saldrá con la suya. Me podrá llevar de vuelta a casa y comportarse como mi protector y, al mismo tiempo, se deleitará viéndome sufrir. Bueno, no me verá sufrir.
—Por lo visto, nunca ha conseguido doblegarla —dijo Steve y, sin saber por qué se sintió complacido.
—Ninguno de ellos lo ha conseguido —replicó Cathy—. Pero los muchachos… Ellos, por lo menos, tenían el detalle de darse por vencidos. El sheriff nunca lo admitió.
—¿Los jóvenes también la molestaban?
—Por supuesto. Eso es lo que hacen siempre ¿no?
—No todos.
Ella le dirigió una mirada helada.
—Tiene razón. Hay hombres que emplean métodos más sutiles.
Había reaparecido la nota cáustica en su voz.
—Pero los jóvenes que conocí en White River eran directos, por lo menos. Una sabía lo que buscaban. Hasta el sheriff Shapely era así, sólo que no podía convencerse de que si una decía no, lo pensaba realmente. Siempre creía que la próxima oportunidad sería diferente. Él no era capaz de dejarme en paz como los chicos.
Los ojos de Cathy tenían ahora una mirada helada y penetrante.
«Fuera de White River los hombres son iguales, sólo que saben hacerlo mejor. Primero se ganan la confianza de la muchacha y luego sacan el puñal. Así es más fácil. Es más duro para la chica, por supuesto, pero a un hombre experimentado eso no le importa. Obtienen lo que quieren sin mayores dificultades. Usted no arrastraría por la fuerza a una chica hasta Miami, no la forzaría como trataba de hacer Shapely conmigo en el gallinero. Usted hace que la chica desee ir».
La ira de Steve iba en aumento, atizada por la voz de Cathy. Estaba furioso con ella y consigo mismo, por acusar las puñaladas.
—Escuche, niña —dijo, volviendo al tratamiento despectivo—. Cuando persigo a un asesino no me dejo guiar por la compasión. Por otra parte, su tía podría opinar que eso de apuñalarla por la espalda no fue precisamente juego limpio. Es decir, podría opinar si estuviera viva.
—¡Yo no he matado a mi tía!
La voz de la chica estaba cargada de pasión; había fruncido el ceño y sus ojos tenían una mirada quemante.
Steve se tranquilizó un poco. Había vuelto a ser dueño de la situación.
—Por supuesto que no lo hizo —comentó—. Ellos nunca lo hacen.
—¿Quienes son ellos?
—Los asesinos. He pescado a ocho en mi carrera y todos me dijeron lo mismo.
—¡Pero yo no lo hice!
—Tampoco lo hicieron los otros, pero todos y cada uno fueron condenados. La justicia está cometiendo muchos errores de un tiempo a esta parte.
Cathy se irguió.
—Veo que ha estado hablando con el sheriff Shapely. Por supuesto, eso es lo que él quiere creer. En seguida se mostró dispuesto a creerlo. Pero lo cierto es que yo no he tenido nada que ver con eso.
Steve se arrellanó en su asiento y extrajo la pipa.
—Pierde el tiempo diciéndomelo a mí, nena. Yo no soy juez ni jurado. Resérvese para el proceso.
—Resérvese para el cuñado de Mr. Shapely, supongo. ¡Va a ser un proceso maravilloso! El sheriff me arresta y sus parientes me defienden. ¡Bueno, para qué hablar!
Se volvió hacia la ventana.