13

El diminuto despertador de Steve dio la alarma a las ocho y media. Steve detuvo el timbre y se sentó gruñendo y luchando contra el deseo de sumergirse otra vez en el sueño. Cuando estuvo en condiciones de ponerse de pie, se dirigió a la ventana. El cielo estaba oscuro y nublado y el césped del parque brillaba de humedad pero en ese momento no llovía. Ya llovería, porque en la estación de las lluvias no había día en que no se produjeran chaparrones intermitentes.

Entró al cuarto de baño y se lavó la cara. El agua fría le despabiló y una ducha completó el proceso. Cuando regresó al dormitorio se sentía más humano, pero su cara mostraba aún la expresión sombría de la noche anterior. El día que se iniciaba no sería de los que se recuerdan con placer.

Se estaba anudando la corbata cuando sonó el teléfono sobre la mesita de noche. Se le ocurrió que podía ser de la compañía de aviación para cancelar el vuelo, pero la expresión de su rostro no varió. Steve nunca se preocupaba por problemas que aún no habían tomado forma. Ajustó el nudo de la corbata y se acercó al teléfono. Sus pasos se habían hecho más felinos y no hacían ruido sobre el suelo de baldosas y sobre las alfombras, pero sus gestos eran absolutamente normales. Se sentó sobre las arrugadas sábanas y levantó el receptor.

—¿Sí?

—¿Mr. Gregory? —preguntó una voz mesurada, con marcado acento español.

—Así es.

—De la oficina de telégrafos. Acaba de llegar un cable para usted de White River, New Hampshire. ¿Se lo envío o quiere que se lo lea?

—Steve lanzó un suspiro y un ángulo de su boca se contrajo.

—Léamelo.

A Mr. Stephen Gregory, Hotel Washington, Colón, Zona del Canal. Dice así: Buen trabajo. Tomo el primer avión hacia Miami para recibirlo y hacerme cargo personalmente. Firmado: Jim Shapely.

—O. K., gracias —dijo Steve y colgó.

Consultó su reloj de pulsera y se puso de pie. Aquel cable le molestaba. En primer lugar no le gustaba que le telegrafiaran y, además, había algo en el texto que no le gustaba. Su intención no era entregar a Cathy a Shapely, personalmente. Era cobarde, en cierta forma. El entregarla a la policía de Miami significaba una acción limpia y rápida, con un toque impersonal. Shapely lo convertía en algo personal. Iba a su encuentro para «conseguir» a Cathy. Entregársela a él sería sucio.

Arrojó la ropa usada a la maleta con gesto rabioso. La presencia de Shapely le haría sentirse más canalla todavía. Ya no sería el detective que lleva a un criminal ante la justicia, sino un conspirador que se había aliado con el sheriff en contra de ella. Cerró la maleta y la arrojó sobre la cama. Estaba cumpliendo con su deber, pero sabía que se le encogería el corazón al aferrar el brazo de Cathy para que no huyera al acercarse a ellos el gordo y pesado sheriff.

Salió al vestíbulo, hizo girar la llave en la cerradura de su puerta y se detuvo un momento sobre la esterilla, frente a los paneles color crema de la habitación 203. Tenía que sobreponerse; era preciso quitarse la máscara de preocupación y suavizar sus rasgos para asemejarse a un hombre que lo está pasando bien.

—¿Lista para el desayuno? —preguntó mientras golpeaba a la puerta.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Golpeó más fuerte.

—¿Duerme todavía?

Nada ocurrió. El silencio era vacío y absoluto. Steve agitó el pestillo.

—¡Eh! ¿No hay nadie?

Dio un paso atrás y su boca se contrajo. ¿No le había dicho que pasaría a buscarla a las nueve? Descendió la escalera y se dirigió a la mesa de recepción. El oscuro panameño que en ese momento hablaba a toda velocidad en castellano con el telefonista se volvió.

—¿Sí, Mr. Gregory?

—¿Ha salido miss Adams?

El hombre descubrió su blanca dentadura en una amable sonrisa. Todo el mundo por aquí parecía tener dientes blancos y fuertes.

—Sí —dijo—, ha salido.

—¿Cuándo?

—¿A qué hora, Mr. Gregory? Bueno, salió a las siete y media y volvió, dio una vuelta por aquí y volvió a salir hace un instante.

—¿A qué llama hace un instante?

—Hace apenas unos minutos. Yo estaba hablando por teléfono y ella estaba esperando su llave y cuando colgué me pareció que estaba muy descompuesta y se volvió y salió a toda prisa.

—¿Llevaba su bolso?

—Creo que sí.

Steve lanzó un juramento. Se volvió y salió casi corriendo; descendió la escalinata a saltos y atravesó el parque a toda velocidad en busca de un taxi. Encontró uno en la segunda esquina.

—A la estación ferroviaria lo más rápido posible.

—Sí, señor.

El conductor dobló a la izquierda por la calle principal y aceleró, sorteando vehículos y gente. En un minuto había llegado al edificio de ladrillos amarillentos. Steve no tuvo tiempo de darle las gracias, pues alcanzó a ver un tren a punto de partir. Le arrojó un billete y echó a correr.

La vieja y polvorienta estación de suelo engrasado estaba desierta y Steve la atravesó casi a saltos.

—¿Ha sacado billete una chica americana? —preguntó, sin aliento, en la taquilla—. Pelo largo, oscuro. Vestido estampado verde o quizá blanco, liso.

—Ha venido una chica americana. No le he visto el pelo.

El tren había comenzado a moverse y Steve no esperó más. Corrió hacia la puerta y entró en el andén cuando el último de los vagones pasaba por el lugar. Corrió todo lo que daban de sí sus largas piernas y empezó a acortar distancia, pero el tren iba aumentando la velocidad. Un guardia le gritó algo desde el otro extremo, pero no había nadie cerca para detenerle. Había llegado junto al último coche y se mantenía a la par, pero no podía alcanzar la portezuela. Disminuyó un poco la velocidad al acercarse al final del andén y comenzó a dejar que el tren lo pasara. La máquina había acelerado tanto ahora, que temió no poder colgarse del vagón. Miró hacia atrás y vio que se acercaba la plataforma posterior. Le pareció que se le acercaba a enorme velocidad. Volvió a apretar el paso para aproximarse en lo posible a la velocidad del convoy y se agarró a la barra vertical del pasamanos, luego saltó sin encontrar los escalones y el tren le arrastró, pero logró cogerse de la barandilla con ambas manos y así pudo subir los pies. Ya a salvo en la escalerilla sintió que el corazón le latía con violencia. La caza de Cathy no era tan importante como para arriesgar así la vida. Podía haberla seguido en taxi hasta la próxima estación o, si era necesario, haberla dejado llegar hasta Panamá. Quizá le hubiera costado un poco de trabajo pero ella no era capaz de eludirle por mucho tiempo. ¡Pero qué hombre no se arriesgaría por economizarse un poco de trabajo!

Subió la escalerilla mientras recuperaba el aliento y luego se detuvo en la plataforma posterior del vagón hasta que su corazón volvió a latir a ritmo normal. A través del vidrio de la puerta podía ver los respaldos de paja de los asientos y las cabezas y hombros de unos doce pasajeros. Ninguno de ellos llevaba el pelo largo.

Steve se estiró la chaqueta y se arregló la corbata, abrió la puerta y caminó a lo largo del vagón hasta llegar al próximo. En la plataforma se detuvo para estudiar a los pasajeros antes de abrir la puerta. Cathy tampoco estaba allí, pero eso no le sorprendió. Conociéndola, habría apostado que se encontraba en el vagón delantero y hacia allí se dirigió.

Steve la conocía, pero no tanto como él creía. Cathy había escogido el segundo vagón. La vio sentada en un asiento solitario, en el centro del coche. Había apoyado la barbilla en una mano y tenía la mirada perdida en el paisaje. En el coche sólo había tres pasajeros más. Se detuvo a observarla y vio que el revisor recorría el vagón picando los billetes. Cathy se volvió, buscó en su bolso y alargó el suyo. Cuando el hombre lo perforó ella volvió a sumergirse en la contemplación del monótono paisaje, los arbustos achaparrados y la carretera.

Steve esperó hasta que el revisor hubo salido a la plataforma en que él se había detenido, le pidió un billete hasta la próxima estación, observó cómo el hombre entraba en el siguiente vagón y sólo entonces abrió la puerta y avanzó sin ruido por el pasillo. Ahora no temía una escena; ya no le preocupaba enfrentarse con Cathy Sinclair. Para él la chica no era más que una asesina fugitiva que trataba de huir una vez más. La situación había cambiado ahora. Ella estaba a la defensiva; él no.

La contempló mientras iba acercándose, pero la atractiva forma de su cabeza, los pálidos hombros y el deslumbrante blanco de su vestido estival ya no le afectaban. Ya no la veía como a una muchacha, ni siquiera como a un ser humano. Ella era una presa, el objeto de una cacería; era el contrincante, el que debía ser vencido y sería vencido. Ninguna niña de veinte años, con la falta de talento para esconderse que había demostrado Cathy, podía alejarse más de un metro de él. Una sonrisa amarga cruzó por el rostro de Steve. Era tan transparente que podía predecir sus movimientos con una aproximación de un vagón de ferrocarril.

Se detuvo detrás del asiento y apoyó la mano en el respaldo de paja amarilla. Cathy no se había movido aún. Su atención parecía concentrarse en la ventanilla, pero él sabía que no estaba mirando hacia afuera. Estaba mirando dentro de sí misma. Quizá estuviera lamentándose de haberse deslizado aquella noche a la cocina en busca de un cuchillo de pan, soñando con los placeres que le podían deparar los ochocientos dólares. Si no estaba arrepentida, muy pronto lo estaría.

—Perdón —dijo deslizándose junto a ella—. ¿Está ocupado este asiento?

Ella volvió el rostro y adquirió una palidez mortal. Sus ojos se abrieron mucho, pero en ellos había algo más que horror. Había asco y disgusto. Steve leyó aquel rostro en busca de un signo de desaliento, y lo encontró, pero no tanto por el futuro como por el presente.

—¡Usted! —susurró Cathy—. ¿Cómo llegó hasta aquí?

—¡Usted me sorprende! —dijo Steve con amargura—. ¿Acaso no sabe ya que donde usted va, allí voy yo?

Ella se apartó.

—No se me acerque.

Había odio en su voz.

—¡No! Ya nunca me alejaré de usted. Tenemos que alcanzar un avión y lo alcanzaremos.

—Yo no voy.

—¿Usted cree que no?

—No. Conozco su juego. Sé por qué me quiere llevar de regreso a los Estados Unidos.

—Por supuesto que lo sabe —dijo Steve con un suspiro—. Oyó al empleado cuando me leía el cable de Shapely. Lamento que se haya enterado así; pero tenía que suceder tarde o temprano. Ahora tendrá que regresar contra su voluntad, pero regresará.

—No. Estoy en un país extranjero y usted no puede tocarme. Si no se va ahora mismo llamaré al revisor y le hará bajar del tren.

—Debería repasar un poco de geografía, Cathy —recomendó Steve, empleando por primera vez el verdadero nombre de la chica—. No estamos en Panamá, sino en la Zona del Canal. Esto es territorio de los Estados Unidos y si me permite que llame al ejército y a la armada podremos dilucidar la cuestión.

Ella apartó la vista y lo ignoró, pero su rostro permitía adivinar la tortura interna. Steve extrajo un par de esposas del bolsillo y las estudió un instante. Decidió apelar a ellas como último intento de persuasión.

—Y para asegurarme de que no irá a ningún lado sin mí…

Cerró un anillo de hierro en torno a la muñeca de la chica. El frío del acero la hizo volverse. Retrocedió como un ciervo en la trampa, miró fijamente las esposas y luego levantó los ojos al rostro del detective. Su boca se contrajo en un rictus que pretendía ser una sonrisa amarga.

—Hasta eso. Usted es realmente despreciable.

—Usted tampoco es un lirio, nena —replicó Steve.

Había sentido la necesidad de devolver el golpe, y para completar la obra cerró el brazalete sobre su propia muñeca izquierda. Luego recogió el bolso arrastrando la muñeca de ella con la suya. Ella lo observó mientras él abría el cierre, revisaba el contenido y sacaba la billetera. Extrajo todos los billetes, sin contarlos, y los guardó en un bolsillo de su chaqueta, luego volvió a guardar la billetera.

—Sólo para asegurarme de que no podrá ir a ningún lado —explicó—. Ahora descenderemos en la próxima estación y tomaremos un taxi hasta Colón. Quiero recoger mi equipaje antes de cruzar el istmo, y supongo que usted querrá recoger el suyo. Si se porta bien le quitaré las esposas.

Para su sorpresa ella no demostró interés.

—Más le vale dejarlas puestas —replicó—. Porque le prevengo, Mr. Gregory, si se me presenta la oportunidad me escaparé lo más rápido y lo más lejos que pueda. Es más, Mr. Gregory, deseo llegar a Miami lo antes posible. Hasta ese horrible Shapely me parecerá un alivio después de usted.

—Yo también, nena —dijo Steve, pero su corazón no se sentía tan ligero como sus palabras.

—He conocido muchos hombres despreciables en mi vida —prosiguió ella—. En realidad no he conocido ninguno que no lo sea. Pero yo no sabía lo bien que estaba en White River. Porque usted es realmente detestable.

Steve sintió que la sangre le subía al rostro: la odió y se odió a sí mismo.

—Estoy cumpliendo con mi deber, nena —replicó sintiendo necesidad de defenderse.

—¿Y su dulce madrecita de Ohio? Apostaría que está orgullosa de que usted sea tan fiel a su deber.

—Mi madre murió hace veinte años.

—Y tuvo que mentir hasta en eso.

La voz de Cathy acusó un leve temblor.

Steve hubiera querido recordarle que ella también había creado algunas historias fantásticas acerca de sus padres, pero no pudo hacerlo.

Por fin, el revisor abrió la puerta y gritó:

—Gatun. Próxima estación: Gatun.