12

Esa tarde nadaron juntos durante media hora, después de haber hecho las reservas de pasajes; luego les mojó la lluvia. Regina se compró un traje de baño mientras Steve llamaba a la compañía de aviación. Eligió una prenda de látex blanco que sólo podía quedar bien en una figura como la suya. Steve no podía apartar los ojos de ella.

Cuando la lluvia puso fin a su baño de piscina, Steve le propuso beber un cóctel. Hasta ese momento nunca había bebido otra cosa que un poco de jerez, pero accedió a probar un stinger. Ahora accedía a todo lo que él proponía. Eso hacía que Steve se sintiera más incómodo aún en su papel de Judas.

Encontró que la bebida sabía a pasta dentífrica, pero aseguró que le gustaba y la bebió a pequeños sorbos y jugó con la copa y formuló preguntas y más preguntas sobre la mujer a la cual serviría de acompañante. Steve respondió sin titubeos. Tenía demasiada experiencia como para inventar una madre en Ohio sin inventar la correspondiente biografía. Cuando las preguntas se vinculaban con el carácter, recurría a su verdadera madre. Había tenido cinco hijos y los había mantenido con su propio trabajo cuando el padre estaba sin empleo, cosa que era bastante habitual. No había tenido un día de descanso en toda su vida; pero Steve se encargó de hacer las enmiendas necesarias al cuadro para presentar a Regina una dama en buena posición económica.

Regina adelantó la cabeza sobre su stinger, tras escuchar la narración de las obras de beneficencia en que intervenía la buena señora antes de que los años y la salud deficiente interrumpieran su actividad.

—¿Tiene alguna fotografía de ella? —preguntó.

Steve asintió solemnemente y extrajo un sobre de un bolsillo interior de su chaqueta. Del sobre sacó una fotografía y se la alcanzó sosteniéndola por una esquina. Era el retrato de la secretaria privada de Brandt.

—¡Oh! ¡Qué gracioso! —rió Regina—. Conserva la fotografía en un sobre.

Luego tomó el retrato y estudió el rostro de la mujer de cabello gris, que vestía un alegre estampado.

—Tiene una cara muy agradable. No se parece mucho a usted.

—Por eso es agradable.

Steve tomó la foto y la volvió a guardar con todo cuidado en el sobre y se la echó al bolsillo.

—Ojalá que yo le guste.

—Le va a gustar.

Comieron juntos y, como la lluvia había cesado, dieron un último paseo por Colón. Ahora no había vacilación en los gestos de Regina. Su mano esperaba la de Steve. Reía, se acercaba a él, apoyaba la mano en su brazo para atraer su atención.

Él sabía que la chica estaba sucumbiendo. Conocía muy bien los signos y síntomas. Pero lo que le preocupaba más eran sus propios sentimientos. Le agradaba su proximidad. Deseaba estrechar su mano. Se descubría a sí mismo espiando su perfil y tratando de reconstruirlo cuando apartaba los ojos. Era difícil. Sus ojos, grandes y con largas pestañas, se destacaban claramente pero el resto de la cara era difícil de recordar.

¿Y qué importaba, después de todo?, se preguntaba a sí mismo. Al día siguiente, en el aeropuerto de Miami, la policía se la llevaría y nunca más volvería a verla. Trató de imaginarse el momento de la separación: él de pie, en el lobby del aeropuerto viendo la figura femenina que se alejaba recortándose contra la luz exterior. Marcharía entre dos policías, con aquel vestido blanco que destacaba las firmes líneas de su cuerpo. Marcharía erguida, pero con la cabeza gacha. No se volvería a mirarle. Se iría dolorida y nunca volvería a mirarle. El cuadro le hizo estremecer. Su trabajo más fácil había resultado el más duro. Nada de lo que volviera a hacer en el resto de su vida se asemejaría al esfuerzo que representaba entregar aquella muchacha a la policía.

Esta vez ella no retiró su mano ni se alejó de él al entrar al hotel. Cuando abrió la puerta de su habitación ya no sostenía el bolso por delante como para defenderse de un ataque. Sus ojos brillaban al darle las gracias. Ahora Steve gozaba de una confianza que Cathy no había brindado a ningún otro hombre. Luego, para su total sorpresa, ella le puso una mano en la nuca, atrajo su cara hacia la suya y lo besó. Por un instante, Steve experimentó la delicia de sus labios, de su suave y tibio cuerpo contra el suyo.

—Esto es por todo —susurró Regina y desapareció, dejándole tembloroso e incapaz de moverse del lugar.

Contempló fijamente los paneles de la puerta que acababa de cerrarse, hasta que oyó el ruido del pasador. Después se volvió y entró a su cuarto. Caminó con paso firme hasta la ventana y llenó la pipa, pero las manos le temblaban. Se estremeció de frío, aunque su rostro ardía. Encendió la pipa y regresó a la cama; luego comenzó a pasearse por la habitación a grandes zancadas.

—¿Sabes lo que estás haciendo pedazo de imbécil? —se murmuró a sí mismo—. Te estás enamorando de esa chica. ¡Te estás enamorando de una asesina!

Se tumbó en la cama e intentó relajarse, pero sus músculos seguían tensos. Miró el techo a través de las nubes de humo de la pipa.

—Eso es lo que está pasando —gruñó—. Eso es lo que estás sintiendo. Te estás enamorando.

Se restregó la frente con violencia. De todas las estupideces que había cometido en su vida, ésta se llevaba la palma. Y mañana la arrojaría a los lobos. Gracias a Dios que eso ocurriría mañana. Dos días más y no sería responsable de sus actos. Dos días más y estaría dispuesto a comunicar a la agencia su fracaso o, lo que era peor, huiría con ella en dirección contraria. Y con su ayuda, nadie sería capaz de encontrar a Cathy Sinclair. La muchacha desaparecería de la faz de la tierra.

—Ella ha asesinado a su tía —se repetía una y otra vez, pero era inútil. No podía convencerse. No conseguía dar importancia a ese hecho.

Repentinamente se incorporó. ¡Quizá fuera así! Quizá ella no había matado a nadie. ¡Tenía que ser así! Regina Adams no tenía pinta de asesina. El gran Steve Gregory se había equivocado. Regina Adams era lo que decía ser: la hija de padres ricos, que huía de un matrimonio impuesto. La verdadera Cathy Sinclair debía de estar en algún otro lugar. Seguramente en Puerto Rico. Dos muchachas del mismo tipo que huían simultáneamente por diferentes razones y él había seguido a la que no era.

Palpó su bolsillo interior y extrajo el sobre que contenía la instantánea de su «madre». Hasta ahora había estado tan seguro que el control de las huellas digitales le había parecido una simple formalidad. Ahora las cosas cambiaban. Sacó la fotografía del sobre con todo cuidado, sujetándola por los bordes. Las huellas digitales adquirían ahora una nueva importancia.

Dejó el retrato sobre la mesita de noche y encendió la luz. Ayer habría realizado la operación sin una sombra de duda, convencido de que las huellas de la chica coincidirían con las de Cathy Sinclair. Ahora su mano temblaba. Ahora deseaba estar equivocado. Abrió la maleta y sacó una botellita que contenía un polvo blanco; la destapó y esparció parte del contenido sobre la oscura y lustrosa superficie de la fotografía. Las huellas de la chica se distinguían a simple vista. Regina le había dejado excelentes muestras de sus huellas digitales y el polvo las haría resaltar a la perfección.

Sacudió la fotografía para que el polvo cubriera toda la superficie y cumpliera su cometido, luego sacudió el sobrante en la papelera. Sobre la superficie oscura había quedado la huella completa de un pulgar. Con una lupa estudió las líneas. Luego volvió a su maleta y extrajo el pequeño sobre que contenía las fotocopias de huellas dactilares de Cathy Sinclair. Observó las líneas del pulgar con la lupa, contuvo el aliento y volvió a enfocar las huellas dejadas en la fotografía. Estudió desesperadamente una y otra por espacio de cinco minutos. Luego dejó los papeles y la lupa y sepultó la cara entre las manos. Eran exactas. Steve Gregory había estado demasiado bien encaminado. Regina Adams era Cathy Sinclair.

Cuando Steve se puso en pie, su expresión era sombría, sus emociones se habían congelado. Había estado a punto de cometer una estupidez, pero ahora todo estaba en orden. Había logrado dominarse. La peligrosa Cathy Sinclair. Casi había conseguido utilizarle, pero las huellas digitales habían podido más que sus armas. Pagaría su crimen.

Abrió la puerta sin ruido y observó la de ella. No se filtraba luz por debajo. Cathy estaba dormida, soñando con la libertad. Steve cruzó el vestíbulo en puntas de pie y descendió la escalera. En el escritorio del lobby tomó un impreso de telegramas y escribió: «Jefe: llegaré Miami 16,30 con ya sabe quién. Arregle para que me reciban. Steve».

Y en otro impreso escribió: «De Steve Gregory, Washington Hotel, Colón, Z. C. a: Sheriff James Shapely, White River, New Hampshire. Llegaré Miami con su amiga mañana 16,30. La entregaré a autoridades locales».

Había quemado sus naves. Pagó y regresó sin ruido a la habitación. Debería haberse sentido más aliviado, pero andaba como si el moverse le costara un gran esfuerzo. Su espíritu aún estaba sombrío y cuando se durmió eran más de las tres de la mañana.