11

Steve se levantó a las siete y media del día siguiente; se sentía mejor. Mientras se lavaba y afeitaba, silbaba entre dientes. Las preocupaciones que le acosaran la noche anterior habían desaparecido. Una noche bien dormida le daba una nueva perspectiva de las cosas y ahora se sentía capaz de ver a la muchacha con objetividad. Era una chiquilla inteligente, esa Cathy Sinclair, alias Regina Adams. Un hombre tenía que andar con tiento con muchachas como ésa. El secreto de su encanto estaba en esa ingenuidad que le dejaba a uno desarmado. Hacía que el hombre bajara su defensa. De todos los recursos arteros que es capaz de emplear la mujer, el aire de inocencia era el más efectivo. La mejor táctica consistía en demostrar que no se poseía táctica alguna. Pero él ya sabía a qué atenerse y hasta podía sonreír sobre su propia actitud de la noche anterior. El gran Steve Gregory, muy orgulloso de su habilidad, había perdido el equilibrio por algunas horas. Regina merecía orquídeas por su hazaña.

Salió del baño enjugándose la cara, tiró la toalla a un lado y comenzó a vestirse. Todo había pasado. Una vez más volvía a ser el avezado cazador. Le habían prevenido, y él tomaría en cuenta el consejo. Que la chica creyera que le había atrapado, si eso era lo que buscaba. Que siguiera mintiendo hasta quedarse muda. Había caído en la trampa y era inútil que se debatiera.

Steve descendió a tomar su desayuno con la mente despejada y un saludable apetito. La cacería iba tomando el cariz que él deseaba y por eso lo hacía sentirse bien. Había sido capaz de resistir la atracción que ella ejercía sobre él; ahora vería cómo se las arreglaba ella para resistirlo a él. Naturalmente, la chica estaba en desventaja porque él sabía de las mentiras de ella, mientras que ella ignoraba las de él. Pero no se trataba de un juego. Esto no era deporte, era trabajo. Un trabajo en el que se arriesgaba la vida. Cathy había matado una vez y no vacilaría en volver a hacerlo si surgiera la necesidad. Bastaría con que descubriera que él no tenía la más remota idea de lo que hacía un ingeniero para que… Un estremecimiento recorrió su espina dorsal mientras hundía su tenedor en el huevo frito. Acababa de imaginarse a la muchacha de la habitación 203, con el rostro distorsionado con una nueva y malévola expresión, acercándosele con sigilo mientras empuñaba la primer arma que encontrara a su paso. Tenía que cuidarse de no despertar sus sospechas.

Cuando hubo terminado el desayuno regresó, con ánimo alegre a su habitación. La puerta de la 203 continuaba cerrada y él no pudo evitar una sonrisa al pasar. Regina Adams no había advertido que le estaban enjabonando el piso.

En su habitación tomó una hoja de papel y garabateó: «He salido por negocios y para arreglar lo que ya sabe usted. No se mueva del hotel. La veré a las doce para almorzar». Deslizó el papel bajo la puerta de Regina y abandonó el hotel.

Había que perder tres horas aparentemente dedicadas a charlas de negocios y Steve sabía que era preciso mantenerse lejos de la vista de la muchacha, por si ella desobedecía sus instrucciones de no moverse del hotel. Contrató un taxi para un viaje de ida y vuelta a través del istmo. Recorrieron la carretera de dos direcciones hasta Balboa y luego regresaron. El cálculo había sido exacto. El conductor del maltrecho automóvil le dejó ante la galería del hotel a las doce y cuarto. Steve descendió y miró el cielo. Las nubes estaban allí, como siempre, pero el sol asomaba espasmódicamente y no llovía. Subió los escalones de a dos y entró en la penumbra del lobby.

Cuando se dirigía a la escalera la vio. Estaba hundida en una de las butacas, hojeando una revista y llevaba aquel vestido blanco, esa prenda de algodón de aspecto tan estival que había llevado la tarde anterior, bajo la lluvia. Pero ahora parecía recién planchado y le daba un aire más marcado aún de niñita despreocupada. Lo había estado mirando y cuando él se volvió encontró su sonrisa. Era una sonrisa cálida, confiada y esperanzada.

—Hola. Justamente subía a buscarla.

—Hola. Me he cansado de estar encerrada en el cuarto.

Se puso de pie y él la tomó de un brazo para conducirla al comedor; pero no tardó en soltarla, tratando de que ella no advirtiera el movimiento. Aquella sensación de cálido hormigueo volvía a surgir a pesar de sus resoluciones y eso le hacía sentirse incómodo. La objetividad era muy importante y la presencia de la chica la hacía muy difícil.

La dejó adelantarse, sorprendido de su propia irritación interior. Le había estado esperando porque estaba ansiosa por el puesto y él habría preferido que estuviera ansiosa sólo por verle. Se decía a sí mismo que eso era importante, porque el éxito de su plan dependía de que ella creyera en él y le viera con agrado.

La muchacha escogió la mesa en que habían estado sentados la noche anterior y, una vez más, Steve se sorprendió preguntándose si la actitud había sido premeditada. En realidad, no sabía qué importancia podía tener el que lo hubiera hecho a propósito o no, pero le incomodaba no dar con la respuesta apropiada.

Escogieron sus menús y ella charló un poco acerca de lo que había hecho aquella mañana; de cómo no había salido ni para comprar apresto para su vestido, sólo porque él le había dicho que no abandonara el hotel; de que si llovería o no antes de que se dieran la zambullida en la piscina; de que si en esas tierras pasaría algún día del año sin que lloviera, y temas superficiales por el estilo. Steve respondía brevemente y sentía que su irritación iba en aumento. Con toda su inexperiencia, esa chica era uno de los embusteros más hábiles que había conocido. Sin duda alguna, su interés primordial residía en el puesto prometido, pero recordaba su resentimiento de la noche anterior y se esforzaba por demostrar que sólo estaba interesada en él; se mordía la lengua a la espera de que él mencionara el tema primero. En parte por obstinación y en parte por el placer de mantenerla en suspenso, Steve se limitó a discutir el menú y a pedirlo cuando llegó el camarero. Era el mismo hombre que les había atendido la noche anterior y al reconocer a los «enamorados» les dirigió una radiante sonrisa de complicidad que contribuyó muy poco a mejorar el humor de Steve.

Cuando el hombre se alejó, Regina adoptó repentinamente una expresión solemne. Apoyó los brazos desnudos sobre la mesa y cruzó sus manos sin anillos.

—¿Por qué está enojado conmigo? —preguntó.

La pregunta fue una sacudida para Steve. Ella era demasiado astuta y él demasiado descuidado. ¡Si no hubiera sido tan bonita y sus ojos no tuvieran esa maldita mirada de confianza! Sonrió con esfuerzo.

—Le pido disculpas. No es por usted. Es que mis gestiones de esta mañana no anduvieron muy bien.

—Lo siento mucho.

Steve deseó que no formulara más comentarios de ese tipo y decidió volver a su primitiva actitud brillante y encantadora.

—Sin embargo, algo me salió bien. Le conseguí el puesto.

El rostro de la muchacha se iluminó con una repentina belleza.

—¡Oh, Steve!

Luego se reprimió un poco.

—¿Es algo que yo pueda hacer? —preguntó—. Porque, por lo visto, por aquí sólo se necesita personal con experiencia.

Steve procedió con la máxima cautela para mantenerse dueño de la situación. Analizó en forma breve, pero a fondo, la presentación, estructuración y hasta la formulación de cada frase, hasta las inflexiones de su voz, antes de atacar el tema.

—Creo que se las va a arreglar muy bien. ¿Sabe algo de cocina y de administración de una casa?

—Sí, por supuesto que sé.

En su ansiedad había olvidado el papel de niña rica.

—Pero ésas son tareas secundarias en este trabajo. No se trata de un puesto de criada, sino de acompañante de una señora mayor.

—¿Acompañante?

—Eso es. Quizá tenga que preparar alguna comida ligera el día de salida de la criada, por ejemplo, pero lo esencial es que acompañe a la señora. Eso significa leerle, quizá escribirle sus cartas, hacer algunas gestiones que ella le pida y, en general, tratar de serle útil.

Los ojos de Regina brillaban de alegría.

—¡Ay, Steve! Parece maravilloso.

—Tendrá casa y comida y treinta dólares por semana.

—¡Treinta dólares!

Una vez más era la niña provinciana y olvidaba que era hija de padres ricos.

—Parece demasiado hermoso para ser cierto.

—¿Le gusta? El puesto es suyo.

Regina estaba radiante, el alivio inundaba su cara y borraba hasta la última reserva de su sonrisa. Ahora la tenía en la palma de la mano; un pasito más y su labor estaría completa.

—No sé cómo agradecérselo.

—Yo soy quien tiene que darle las gracias a usted. Usted es la chica ideal para ella. Esta tarde le comunicaré la buena nueva. Entre paréntesis: ¿cuándo puede empezar?

—Hoy, mañana, en cualquier momento —replicó ella, sonriendo aún—. Se me había olvidado preguntarle quién es ella.

Aquí llegaban al primer escollo. Steve dejó caer la bomba como al descuido.

—Mi madre.

La expresión de ella se ensombreció.

—¿Su madre?

—Hace tiempo que no anda bien —prosiguió Steve en tono ligero—. Necesita a alguien y ha sido muy difícil dar con la chica indicada.

—¿No está tratando de hacerme un favor? ¿No…?

Las palabras parecían escapársele.

Era suspicaz, por cierto. Todos los hombres persiguen algún fin oculto, pero ninguno tan oculto como el que perseguía él.

—Ni lo piense —replicó Steve, con una breve carcajada—. Es usted quien me hace el favor. Le está haciendo un favor a mi madre. Necesita desesperadamente a alguien, alguien inteligente con quien pueda conversar, alguien que sea capaz de hacerse cargo de las tareas que ella ya no puede cumplir. Cuando me enteré de que usted buscaba trabajo… Es el destino, Regina. ¿No acepta? —concluyó, apoyando una mano sobre las de ella.

Su sonrisa asomó otra vez tímidamente.

—Si usted está absolutamente seguro… Yo haré lo posible por aprender y desenvolverme bien.

—Trato hecho —decidió Steve, y luego de palmearle una mano se echó atrás en la silla.

—No se imagina el alivio que siento —suspiró.

La sonrisa de ella se hizo más cálida.

—Para mí también es un alivio.

El camarero, sonriente ante tanta felicidad, se acercó hasta ellos con el almuerzo. Regina y Steve apuraron sus platos, riendo cada vez que sus miradas se cruzaban. El futuro de Regina estaba asegurado y por primera vez se la veía completamente tranquila y con su defensa baja. Steve también estaba tranquilo. Su tarea estaba casi cumplida. Sin embargo, le dolía un poco verla encaminarse tan a ciegas y tan feliz a la trampa que él le había tendido, y tenía que esforzarse por recordar lo que ella había hecho, para no sentirse demasiado canalla. Cathy Sinclair estaba a punto de tener un amargo despertar y Steve deseaba que el momento fuera breve para luego coger una borrachera y olvidar el asunto.

Hablaron poco durante la comida. A Steve le bastaba con que el anzuelo estuviera bien tragado. Sólo cuando hubieran terminado el postre consideró que había llegado el momento de atacar el otro punto difícil. Mientras pagaba dijo con aparente indiferencia:

—Antes de ir a la piscina deberíamos llamar a la compañía de aviación para reservar su pasaje. Por suerte yo también tengo que ir a los Estados Unidos por un problema de trabajo, de modo que me ocuparé de que quede bien instalada. Tendríamos que partir mañana por la tarde.

Regina se puso pálida y sus manos se crisparon sobre el respaldo de la silla.

—¿Dónde vive su madre? —preguntó en un susurro.

—¿No se lo he dicho? En Ohio.

Regina lanzó un gemido. Volvió a sentarse y se cubrió la cara con las manos.

—No puedo ir.

Steve se inclinó sobre ella y apoyó una mano sobre su hombro.

—¡Cómo no va a poder! ¿Qué razón hay?

—Mis padres. Me están buscando. Me harían regresar. Soy menor de edad. Me obligarían a casarme con ese horrible conde.

—Eso es un disparate. Mi madre vive en una pequeña granja en las afueras de una pequeña ciudad. A sus padres nunca se les ocurriría buscarla allí.

—Pero pueden recurrir a la policía. La policía me encontraría.

—La policía no está integrada por superhombres. Ése sería el último lugar del mundo en donde se les ocurriría buscarla.

Regina se volvió a él con expresión afligida.

—¿Pero no se da cuenta de que pueden estar vigilando los aeropuertos? Me verían en Miami.

—No la verán. Sacaremos los pasajes como si fuéramos un matrimonio y usted cambiará su personalidad para que no la reconozcan. Entraremos y saldremos del aeropuerto sin que lo adviertan.

—Tengo miedo, Steve. No quiero regresar.

—No hay por qué tener miedo. Y usted no se casará con ningún conde. Se lo garantizo. Déjelo todo en mis manos y no se preocupe por nada.

Ella accedió. Parecía preocupada e insegura pero confiaba en él.

—¿Me promete que saldremos en seguida de Miami?

—Saldremos antes de que usted misma se haya dado cuenta. Y ahora sonría.

Ella sonrió y así quedó superado el último gran escollo. Podía decirse que Cathy Sinclair ya estaba en manos de la policía de Miami.