9

La acompañó hasta la puerta de su habitación y cruzó el vestíbulo en dirección a la suya. Dejó la puerta entreabierta, por las dudas. Se lavó la cara, comprobó su provisión de camisas limpias y decidió no cambiarse. Luego encendió la pipa, se tendió en la cama y vio cómo el segundero de su reloj daba quince vueltas completas. Esa muchacha tardaba más en cambiarse y en peinarse que cualquiera de las chicas que había conocido. Por fin se puso de pie y salió al vestíbulo. Luego de echar llave a su puerta llamó en la de ella.

—Soy yo, Steve. ¿Está lista?

—Estoy casi lista —respondió ella desde muy cerca de la puerta, pero transcurrieron otros cinco minutos antes que se oyera el ruido del cerrojo al descorrerse y ella se deslizara fuera de la habitación. Aparte de repasarse la pintura de los labios, parecía no haber hecho nada con su persona.

—Hola, Regina —saludó Steve, atreviéndose a usar el nombre que ella le había dado.

—Hola —replicó ella, sin nombrarlo—. ¿Está seguro de que quiere salir?

—Completamente seguro.

Esperó a que ella cerrara la puerta y se guardara la llave en el bolso y no pudo dejar de asombrarse ante el aspecto inocente de la chica. Su belleza era cándida e inocente y su mano le transmitía shocks eléctricos cada vez que rozaba la suya al descender la escalera.

La lluvia había cesado, pero la atmósfera estaba densa de humedad y el pavimento mojado. Abandonaron el parque del hotel y se internaron en las sórdidas callejuelas, aspirando los olores que emergían de las tiendas y bares y permanecían flotando en el aire, creando una atmósfera pesada, lindante con lo desagradable. Las calles laterales estaban particularmente oscuras y Steve las eludió. La gente pululaba por todas partes y su aspecto era inofensivo, pero Steve conocía demasiado el mundo para fiarse de las apariencias. Lo que uno parecía y lo que uno era, no eran siempre sinónimos. Sin ir más lejos, esa preciosa chica que caminaba junto a él como si saliera de paseo con un admirador, era la más triste de las pruebas.

Recorrieron la avenida Bolívar en dirección al parque, bajo los soportales de los edificios, que sobresalían hasta cubrir la acera. Era una noche tibia a pesar de la humedad y, de no haber sido por los olores y por la música latosa que brotaba discordante de todos los bares, podía haberse tomado por una noche de verano en Filadelfia. Por supuesto, la gente no encuadraba en eso. En su mayoría eran negros que charlaban en castellano, amontonados en las esquinas, mirando a las mujeres y lanzando pullas a los vendedores de maíz frito. El resto del público lo componía un grupo de marineros de impecable uniforme blanco, que buscaban distracción en su noche libre.

—Parece un día de feria —comentó Regina, sumergida en la atmósfera festiva de la noche panameña.

—Podría confundirse con Coney Island si hubiera algún entretenimiento aparte de la bebida. ¿Bebe usted, Regina?

Ella movió la cabeza en gesto negativo.

—Sólo he bebido una o dos veces.

Cruzaron el parque y recorrieron otras calles y, sin que Steve pudiera decir cómo había ocurrido, repentinamente advirtió que caminaban de la mano. Era algo tan natural que ella parecía no advertirlo y él se esforzó por mantener la presión lo más suave posible, por temor a que tomara conciencia de ello y retirara su mano.

Al doblar una esquina se encontraron con una marquesina que adornaba el frente de uno de los edificios más discretos y en la que se leía «CLUB FLORIDA». Steve se detuvo y señaló el lugar.

—¿Qué le parece? ¿Quiere que entremos? Puede que allí se baile.

Ella vaciló. Parecía vacilar siempre.

—No bailo muy bien.

—Yo tampoco, de modo que no tenemos mucho que perder.

La condujo a través de las puertas de vaivén hacia el bar brillantemente iluminado que constituía la mitad exterior del club nocturno. El club, propiamente dicho, estaba más allá de otra puerta y era un salón en penumbras, atestado. El aire pesado por el humo y la deficiente ventilación y las pequeñas mesas, colmadas de un público en el que predominaban los marineros. En un extremo se levantaba una plataforma con un fondo de cortinajes. Los reflectores que la iluminaban eran casi la única luz con que contaba la sala. Una pequeña orquesta de ocho músicos, sentados tras sus atriles en la plataforma, tocaba algo indescriptible en ritmo de rumba. La música era espantosa; parecía provenir de un grupo de colegiales aficionados, pero estaba muy de acuerdo con el ambiente. En la misma plataforma, un hombre vestido de mujer bailaba la rumba con violentas contorsiones, torpes pero entusiastas.

Había varios camareros cerca, pero ninguno de ellos prestó atención a los recién llegados y Steve escogió por su cuenta una pequeña mesa en el fondo del salón, donde todavía quedaba lugar. Ayudó a la chica a sentarse y colocó su silla junto a ella. Sus rodillas se rozaron casi por fuerza.

El hombre terminó su rumba, recibió unos cuantos aplausos y se retiró. Un locutor de tipo netamente latino, vestido con smoking, se aproximó al micrófono y anunció el siguiente número. Primero lo hizo en castellano y luego en inglés. En la plataforma apareció una cantante gloriosamente ataviada con plumas y penachos.

Un camarero se detuvo junto a Steve.

—¿Usted qué bebe, Regina? —preguntó el detective tras ordenar un Canadian Club y agua para él.

La chica meditó un instante.

—Un ginger ale, por favor.

El camarero se retiró y la mujer de las plumas empezó a cantar. También parecía un número de aficionados. No tenía voz y su sentido del ritmo era muy escaso, pero como compensaba esas deficiencias con una ondulante sensualidad cosechó suficientes aplausos de los marineros como para animarse a ofrecer otro número. Esta vez los aplausos no fueron demasiado entusiastas, pero ella insistió en su tercera canción.

—¿No se baila aquí? —preguntó Steve al camarero cuando éste llegó con las bebidas.

—Más tarde, después del espectáculo —respondió el hombre escuetamente.

El espectáculo era largo. Permanecieron sentados allí durante media hora. Steve decidió pedir cerveza cuando comprobó que en lugar de Canadian Club le habían servido un whisky de ínfima calidad. La cerveza, una marca panameña, no era mucho mejor. Regina fue más sabia. Hizo que su ginger ale le durara.

El maestro de ceremonias anunció a una bailarina y aunque lo hizo en tono prometedor, la aparición de la artista fue recibida con la misma indiferencia de que había hecho gala el público en los números anteriores. Era una muchacha joven, de pelo negro y un vestido que caía en pesados pliegues hasta el suelo. El baile consistía en caminar por el escenario durante tres minutos, al cabo de los cuales se desabrochó el vestido con bastante torpeza y lo dejó caer al suelo, de espaldas al público. Con un pie echó la prenda a un lado y allí la recogió el maestro de ceremonias. Luego se volvió, vestida con una falda abierta, corpiño y unos calzones muy breves y ajustados, hizo una pequeña reverencia y se retiró.

Los aplausos no fueron mucho más sinceros que antes, pero se mantuvieron más tiempo y algunos marineros comenzaron a golpear sobre la mesa con sus botellas de cerveza. La chica regresó y la música volvió a sonar; pero ahora una pálida luz azul había remplazado al brillante reflector amarillo de la primera parte. La bailarina desfiló unos minutos más por el escenario, se quitó el corpiño exterior y se volvió al público con una nueva reverencia. Esta vez exhibía un tenue corpiño interior en el que refulgían dos estrellas. Cuando se retiró, los aplausos se hicieron más sostenidos y el concierto de botellas de cerveza aumentó de volumen. Regina se llevó las manos a la cara y se volvió a Steve con expresión de pánico.

—¡Oh! ¡Es un strip tease!

Steve sonrió.

—Nos iremos —la tranquilizó y llamó al camarero.

La muchacha estaba desfilando una vez más y se quitaba los últimos vestigios de corpiño, cuando Steve pagó la cuenta. Los golpes de botella eran ahora atronadores y se oían algunos violentos silbidos. Los marineros exigían a gritos a la bailarina que se quitara otras prendas, cuando Steve y Regina cruzaron el bar exterior en dirección a la calle.

Regina, ruborizada y afligida, se llevó las manos a las mejillas ardientes.

—Perdón —dijo—. Me sentía tan incómoda. ¿Usted quería quedarse?

—De haber sabido esto, nunca la habría traído a este lugar —aclaró Steve sonriendo.

Luego detuvo un taxi que pasaba y preguntó:

—¿Hay algún lugar decente en esta ciudad, donde se pueda bailar?

—El Stranger’s Club, en la avenida Costanera; pero tiene que ser socio —dijo el hombre sin mayor interés.

Steve le agradeció y se volvió a la muchacha.

—Creo que no tenemos suerte. Lástima que no estemos en la otra costa. Allí hay montones de lugares.

—Podemos seguir caminando.

—Me parece muy bien.

Echaron a andar nuevamente y esta vez Steve tuvo plena conciencia del instante en que le tomó la mano. Recorrieron la avenida Costanera, que conducía a los muelles. Era la calle de los comercios y la actividad era muy reducida a esa hora; sin embargo se entretuvieron mirando escaparates y observando los precios de las carteras de lagarto y de los artículos importados que llegaban de toda América Central. Bromeaban acerca de las formas de exhibición, de los precios y de la semejanza entre los distintos escaparates y tiendas, y las sonrisas de Regina se iban trasformando en risa franca. Siempre estaba latente la reserva, el fondo de cautela, pero se la veía cada vez más confiada, más cómoda.

Cuando pasó un coche de paseo, tirado por una vetusta y cansada yegua, no se hizo rogar para subir, y cuando Steve tomó asiento a su lado, encontró que la mano de ella ya esperaba la suya. Esta vez fue la mano izquierda, no la que había empuñado el cuchillo; pero Steve ya no recordaba el cuchillo. Aquella velada no era simplemente un cebo en la trampa; era un paseo con una chica, con una chica que le había impresionado más que cualquier otra que él recordara. Lo que vendría después, lo que había ocurrido antes… por el momento prefería olvidarlo todo.

—Steve.

Llevaban veinte minutos recorriendo la ciudad en el coche de paseo y desde hacía un rato viajaban en silencio. Era la primera vez que ella pronunciaba su nombre y Steve se estremeció.

—¿Sí?

—¿Dijo usted que tenía sesenta personas a sus órdenes?

De modo que no había conseguido empleo. De modo que estaba tragando el anzuelo.

Era lo que había estado esperando y, sin embargo, ahora sentía una punzada de decepción. Shapely le había prevenido acerca de la muchacha y, repentinamente, comprendía que debía haber prestado más atención a las palabras del sheriff. Lo de las manos entrelazadas era una táctica. También lo era el aire ingenuo. Debía haberlo esperado ¿no había planeado él mismo las cosas de esa manera? ¿No se las había arreglado para comer con ella? ¿No había usado su supuesta condición de empresario para tentarla a salir con él? Ella había respondido, pero él había olvidado la razón. Había llegado a creer que se interesaba por él como persona. Ahora lo despertaban con violencia y lo arrojaban a la realidad. Una sonrisa amarga cruzó por un instante su rostro. ¿Quién jugaba con quién?

Cuando respondió, su voz era impersonal.

—Unos sesenta. Dos o tres más, o a veces menos. Depende.

Ella aspiró profundamente. Por lo visto le resultaba difícil.

—¿Hay vacantes para mujeres en su oficina?

—Suelen producirse. Hay mucho movimiento de personal.

Se esforzó por que su voz sonara normal e interesada.

—¿Por qué? ¿Está buscando trabajo?

Ella asintió con la cabeza y desvió rápidamente la mirada.

—Estoy desesperada por encontrar algo.

—Hmm.

Steve hizo una pausa como si reflexionara, pero Regina continuó hablando sin esperar la respuesta.

—Quizá sea mejor que le explique por qué estoy aquí. No soy una turista, si eso es lo que usted piensa.

Steve comprendía, de pronto, que no deseaba oírla. Estaba interiormente crispado. La muchacha iba a confesar. Confiaba en él y necesitaba ayuda. Eso le colocaba en una situación difícil. Si lograba llevarla de regreso a los Estados Unidos y entregarla allí a la policía antes de que ella advirtiera su juego, cuando todavía creyera que era ella quien lo estaba utilizando podía estar orgulloso de su faena. Pero si la chica le confesaba que había matado a una mujer y él la entregaba, ella nunca dejaría de creer que había abusado de su confianza y que la había traicionado. La captura de una asesina no era algo como para remorderle a uno la conciencia y, sin embargo, él no deseaba que las cosas se presentaran así.

—No importa la razón por la cual está usted aquí —dijo con brusquedad—. Si puedo darle trabajo, se lo daré. ¿Sabe escribir a máquina?

La chica meneó la cabeza.

—No. No sé.

—Bueno. ¿Sabe taquigrafía?

Ella bajó la cabeza con humildad.

—¿Es para enojarse así?

Steve se dominó, pero no del todo.

—Perdón. Pensé que había salido conmigo esta noche porque le gustaba mi compañía y no porque yo podía conseguirle trabajo.

Ella se mordió los labios. Se la veía muy joven y frágil, sentada allí en la penumbra como una preciosa criatura abandonada.

—No. No fue por el trabajo —susurró—. Apenas pensé en el puesto. He disfrutado del paseo. Usted me ha ayudado a olvidar… a olvidar un montón de cosas.

—Está bien —dijo Steve, ya más dueño de sí mismo—. Quizá pueda conseguirle algo.

—Por favor, no se sienta obligado. No fue mi intención forzarle. Sólo pensé que si le hacía falta personal quizá pudiera utilizarme. Ya sé que no puede. No sirvo para mucho, me temo.

Steve le apretó la mano y su mente volvió a ser fría y calculadora.

—Bueno, bueno. No es manera de hablar. Estoy seguro de que usted puede hacer una cantidad de cosas.

—No, realmente no sé hacer mucho. Mis padres eran muy ricos y nunca me permitieron mover un dedo.

Esa declaración le cogió tan de sorpresa que le costó un instante recuperarse. Su «¿Ah, sí?», tuvo un imperceptible dejo de ironía.

Regina asintió con la cabeza y prosiguió con toda seriedad:

—Nunca aprendí nada más que artes y todas esas cosas inútiles; no sé nada práctico, nada que sirva para ganarme la vida. Supongo que mis padres pensaron que nunca lo necesitaría.

—Esperaban que usted se casara ¿no? —preguntó Steve, sintiendo la boca seca.

Ella asintió con un gesto.

—Pero cuando quisieron obligarme a aceptar a un hombre veinte años mayor que yo y que no me interesa en lo más íntimo, me escapé de casa.

—Y ahora está aquí en plena quiebra, y no puede conseguir trabajo —dijo Steve, completando el relato.

—Eso es. ¿Le parece muy tonto de mi parte?

—No. Usted es muy hábil. Muy hábil. ¿A qué punto llega su bancarrota?

—Puedo arreglármelas por un tiempo, pero no demasiado —dijo ella con cautela—. Me quedan un poco más de cuatrocientos dólares.

Era, más o menos, lo que Steve había calculado.

—Bueno, en mis oficinas no hay nada para usted en este momento, pero conozco gente. Le encontraré algo.

—¡Oh, Steve! ¿Cree que podrá?

—Se lo garantizo —replicó Steve con expresión sombría.

Por primera vez en la noche ella sonrió sin reservas y el efecto fue notable. Se la veía tan joven y deliciosa, que Steve quedó sin aliento. Ella le apretó la mano por un instante y luego se la soltó, repentinamente confusa.

—Perdón. Creo que estoy un poco aturdida. Usted no sabe lo que se siente. Es como si acabaran de suspender mi sentencia de muerte.

Y Steve pensó, aunque no lo dijo en voz alta:

«Si supieras, nena. Si supieras».