8

Fue una espera larga. De vez en cuando una persona atravesaba el lobby, entraba o salía del hotel, subía o bajaba las escaleras; pero nadie descendía los escalones con la armoniosa agilidad de Cathy. Steve no se impacientó. No había razón para que ella se escondiera, para que huyera por otra puerta. Ella nada sospechaba. Era sólo cuestión de tiempo. Aunque su pulso se aceleraba cada vez que un nuevo personaje descendía la escalera hasta entrar en su radio visual, cualquier observador habría pensado que su único interés radicaba en la pipa que fumaba y en la húmeda noche que ya invadía la galería del hotel. La demora no le descorazonaba lo más mínimo. Tal vez había decidido tomar un baño. O puede que aún no tuviera hambre. Lo único que marcaba pausas en su espera era la anhelante sensación que le invadía a cada nuevo movimiento en la escalera, y el aflojamiento que seguía, al comprobar que no era Cathy. Era como si nunca en su vida hubiera estado al acecho.

Y de pronto, poco antes de las diecinueve, fue ella quien descendió la escalera y desapareció como un relámpago al cruzar el lobby en dirección al comedor. Ahora llevaba un vestido estampado en el que predominaba el verde y parecía tan resplandecientemente pulcra como un chorro de plata. Su pelo, aunque húmedo aún, estaba peinado con esmero. Steve se reclinó satisfecho y sintió que le abandonaba hasta el último vestigio de tensión. Los movimientos de esa muchacha podían predecirse como los del sol, podían calcularse con la misma facilidad que un problema de aritmética elemental. No había sido lo bastante astuta como para proceder con cautela en Miami; en Colón era totalmente ingenua. El esfuerzo que demandaba ese caso no estaba en relación con lo que se cobraría.

Decidió darle tiempo y esperó hasta terminar de fumar, luego volcó las cenizas y sólo después de que la pipa se hubo enfriado la guardó en un bolsillo, se puso de pie y se dirigió a la arcada que se abría sobre el comedor.

La muchacha estaba sentada a una mesa junto a los ventanales y le daba la espalda. Había concentrado toda su atención en el menú. ¡Ni siquiera vigilaba la puerta! Steve meneó la cabeza ante su ineptitud y atravesó el salón, aún no totalmente decidido, en dirección a la mesa de ella.

La joven no levantó la vista del menú hasta que él se hubo sentado en la silla opuesta a la suya; y cuando le miró, lo hizo con una expresión de momentánea alarma. Steve estaba preparado y le dedicó una sonrisa destinada a derrumbar sus defensas.

—Disculpe que me presente así —le dijo en voz baja e inclinándose sobre la mesa—; pero ¿puedo pedirle un favor? Un amigo mío y yo hemos hecho una apuesta. El resultado depende de usted.

La chica le miró con expresión grave y confusa.

—¿De mí? —preguntó con una voz baja, suave y algo alterada.

Steve apoyó el codo sobre la mesa y sonrió.

—Todo lo que tiene que hacer es responder a una pregunta —explicó—. ¿Es su nombre Candy Martin y canta usted con una orquesta en un club nocturno de Balboa?

Los oscuros ojos de la muchacha estaban ahora muy abiertos, pero su expresión grave persistía.

—No —dijo, por fin—. Se ha equivocado.

Luego bajó la vista.

Steve la miró con atención y ella se ruborizó.

—¿Está segura? —insistió el detective—. ¿Realmente no canta en Balboa?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Nunca he estado en Balboa.

—Pero su nombre es Candy…

—No. Ése no es mi nombre y yo no canto. Usted me ha confundido con otra persona.

—Fue mi amigo quien la confundió —explicó Steve sonriente, mientras movía la mano en dirección a la puerta como despidiendo a alguien.

Cuando la muchacha se volvió a mirar, continuó:

—Era Jack. Ya se ha ido. A rumiar su humillante derrota. Hemos ganado; usted y yo. ¡Venga esa mano!

La chica, confusa aún, vaciló ante la mano extendida; luego acercó lentamente la suya.

—Creo que no entiendo muy bien —dijo.

Era una mano suave, tibia y vibrante. Steve la tomó con expresión solemne y casi olvidó que debía dejarla en libertad. Era la mano que había blandido un cuchillo, pero él sólo tenía conciencia de la sensación que le comunicaba.

Cuando ella hizo ademán de retirarla, él reaccionó y abrió la suya. Habría querido mostrarse impertinente, en represalia, pero sabía que ella no respondería a esa actitud. Se acercó más.

—¿Se da cuenta? ¡Me ha ayudado a ganar una apuesta! Jack estaba seguro de que usted era la chica que canta en el club nocturno de Balboa y yo estaba seguro de que no lo era. Apostamos, y usted me ha hecho el favor de hacerme ganar cincuenta dólares.

Los ojos de la chica se agrandaron con genuina sorpresa.

—¿Cincuenta dólares?

Steve hizo un gesto de asentimiento.

—Como lo oye: cincuenta dólares. ¿Ahora comprende por qué le estoy agradecido?

—¡Pero esto es un montón de dinero!

—Así es, y yo tengo que retribuirle el favor. Por eso pienso invitarla a comer esta noche.

La muchacha hizo un gesto negativo con la cabeza y volvió a ruborizarse.

—¡Oh, no! No puedo aceptar.

Steve apoyó su mano sobre la de ella.

—Tiene que hacerlo. Usted me ha hecho un favor y tengo que retribuirle.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Me ha hecho ganar cincuenta dólares. No puede decirme que eso no es nada. Tengo que demostrarle mi gratitud de alguna manera. Es cuestión de honor.

—Pero es que… yo… Por favor —murmuró ella mientras retiraba lentamente la mano.

En ese instante llegó el camarero y ella se volvió rápidamente:

—Nada más que un emparedado de pollo —dijo.

—Va a comer algo más —aseguró Steve dirigiéndose al camarero—. Vuelva dentro de unos minutos.

—¿Sí? —quiso asegurarse el camarero paseando la mirada de una a otro.

—No, no. ¡Por favor! —exclamó la chica, casi con desesperación—. No quiero más que un emparedado de pollo.

—No le haga caso. No sabe lo que dice.

El hombre les miraba desconcertado.

—Una pelea de enamorados —murmuró Steve—. Vuelva cuando yo le llame.

El camarero descubrió su blanca dentadura en una amplísima sonrisa y se dirigió a la afligida muchacha:

—Tómese su tiempo, señorita. Volveré en seguida.

Cuando se quedaron solos, ella se volvió a Steve con expresión desolada.

—¿Por qué le ha dicho eso? ¿Qué va a pensar él ahora?

—Él piensa que el amor hace girar al mundo. Y yo le digo que usted va a comer algo más que un emparedado de pollo para que quedemos en paz.

—¡Pero es que usted no va a pagarme de ninguna manera! No puedo aceptarlo.

—Tiene que aceptar. ¿No se da cuenta que le debo alguna atención? No hay necesidad de que me dirija la palabra mientras come. No hay necesidad de que me diga su nombre. Ni siquiera tiene por qué sentarse en la misma mesa, si no lo desea. Todo lo que pido es que me deje pagar su comida. Con eso quedamos en paz. Será muy egoísta por mi parte, pero quiero tener la conciencia tranquila.

Ella le miró un instante y una sombra de sonrisa asomó a sus labios.

—Creo que su conciencia es muy caprichosa.

—Será caprichosa, pero es mía. ¿Conforme?

La chica vaciló un instante más.

—Si usted me asegura que esto es todo. Que así paga una deuda…

—Eso es todo. Una deuda —aseguró Steve y le extendió una vez más la mano—. ¿Trato hecho?

Nuevamente ella le abandonó su mano por breves instantes.

—Está bien —dijo—. Pero insisto en el emparedado de pollo.

La corriente eléctrica que volvió a transmitirle aquel roce persistió aún después de haber retirado ella su mano y Steve se preguntó si la muchacha tendría conciencia del efecto que provocaba.

—Nada de emparedados de pollo —dijo con severidad—. Se comerá un bistec.

Ella hizo un gesto de resignación y se rindió. Steve le sonrió y llamó al camarero. Sabía que Cathy Sinclair no se resistiría demasiado a un bistec. Los ochocientos dólares que había robado se evaporaban rápidamente y ella estaba mal preparada para conseguir trabajo, sobre todo fuera de los Estados Unidos. Aquel emparedado de pollo por toda comida, a una semana del asesinato, era ya un indicio de pánico.

Después de ordenar la comida, dio su nombre a la muchacha.

—Por supuesto, esto no quiere decir que usted deba darme el suyo —añadió—. ¡Y sobre todo no me lo diga si es que se llama Candy Martin!

El último comentario no sólo le valió una sonrisa, sino una información.

—Para su tranquilidad, le diré que me llamo Regina Adams.

—¿Qué tal Regina? ¿O prefiere que hagamos una presentación más formal?

Y siguió charlando con aparente despreocupación. Él llevaba la conversación y le arrancaba las respuestas. No era difícil porque las réplicas de ella, aunque breves, no mostraban prevención alguna. Procuraba no transformar el diálogo en un interrogatorio y mantenía un tono ligero e informal; no obstante, tomaba nota mental de todo lo que decía su adversaria y su sorpresa iba en aumento. Las descripciones de Cathy Sinclair que había podido obtener le parecían cada vez más incompletas. La muchacha no era simplemente bonita; era bellísima. El calificativo bonita describía cualidades superficiales y en Miss Alias Regina Adams había mucho más que eso. Su pelo era lacio y de un castaño cálido, y aunque el peinado era corriente y nada complicado, se adaptaba de un modo curioso a su personalidad. Bajo el flequillo se alcanzaba a ver una frente amplia e inteligente; y las cejas eran oscuras, no sabían de depilaciones y se destacaban sobre la pálida blancura de su piel. La nariz era pequeña y la boca recta, sobre una barbilla pequeña y firme. Al hablar o al sonreír, sus labios mostraban esa expresión sensitiva que nunca aparece en una muchacha endurecida. Era una boca atrayente.

Pero, sobre todo, la belleza estaba en sus ojos. Se abrían grandes y oscuros en el menudo rostro cuadrangular. Eran sombríos en los instantes de distracción, pero chispeaban en cada sonrisa. Hasta ese momento, las sonrisas habían sido escasas, pero Steve había visto lo bastante como para comprender que esos ojos alcanzaban su máximo grado de belleza en aquellos momentos. Tal como habían dicho Shapely y los demás, había un abismo tras esos ojos; pero eran profundidades que no asustaban y en ellas no había el menor atisbo de anormalidad. A medida que la estudiaba, Steve consideraba más difícil creer que esa chica hubiera cometido un asesinato en un rapto de locura. Esa creciente certeza lo incomodaba; de ser así, ella había tenido plena conciencia del acto, lo cual lo hacía más horrible aún. Se descubrió a sí mismo buscando —discretamente, pero casi con desesperación— algún signo de perturbación mental que pudiera salvarla de un veredicto de homicidio en primer grado.

Cuando llegó la comida, advirtió que manejaba los cubiertos con graciosa desenvoltura. Las inflexiones de su voz, sus modales, sus movimientos, su rostro, su figura, todo en ella era seductor, y la combinación le atraía hasta el punto de distraerle de su misión. Había sido contratado para capturar y entregar a la justicia a una muchacha extraordinaria.

Steve rezongó para sus adentros y trató de analizar su propio problema. Hasta ese momento no había experimentado el menor interés personal por los sujetos que debía perseguir. En la mayoría de los casos se había tratado de hombres; pero, de tiempo en tiempo, le habían comisionado para seguir el rastro de alguna mujer joven y jamás había considerado la tarea como algo que no fuera simple obligación. Informaba del paradero de la mujer o la devolvía o hacía lo que se le pedía y eso era todo. Eso haría también en esta oportunidad, pero no podía negar que el recuerdo de esta muchacha en particular perduraría hasta mucho después de haber cumplido su misión.

Aquella comida no duraría eternamente; Steve lo sabía y aprovechaba el tiempo preparando sus trampas para el futuro. Una vez que hubiera identificado plenamente a la muchacha, podía colocarle las esposas y arrastrarla tras de sí a los Estados Unidos; pero ésa no era su intención. En primer lugar no estaba muy seguro del punto al cual podía llegar su autoridad en la ciudad de Colón… si es que ésta formaba parte de Panamá o de los Estados Unidos. En segundo lugar un procedimiento tan directo habría sido torpe y complicado. Había métodos más fáciles para hacerla regresar y él recurriría a esos métodos. Se hizo pasar por un ingeniero a cargo de la filial de una compañía que operaba al otro lado del istmo. En Balboa. Mencionó los sesenta empleados que tenía a sus órdenes y el problema de la constante renovación de personal. Dejó entrever que era soltero y que su madre era el único miembro viviente de su familia. Colón era territorio desconocido para él, le dijo. No había estado allí más que dos veces y ahora había venido a conferenciar con un cliente acerca de un trabajo de construcción en la base naval. El cliente era quien había visto Regina y había cometido… bueno, ese error que le costó cincuenta dólares.

La muchacha escuchaba con aparente interés, formulaba los comentarios del caso y hasta aventuraba una que otra opinión, pero no mordía los cebos que él le arrojaba. El único punto a favor que iba logrando Steve, a medida que la comida progresaba, era el de haberla convencido —por lo menos en apariencia— de que la trampa que ella preveía no existía en realidad. Se comportaba como el caballero perfecto, un hijo cariñoso con su madre, un hombre incapaz de engañar a nadie, que ni por un momento podía tomarse por un farsante al acecho.

El camarero, que atendía a los «enamorados» con un interés personal, les llevó el postre con una radiante sonrisa y lo dejó frente a ellos.

—Me alegro de que se hayan arreglado —comentó—. Eso me deja satisfecho.

Regina llegó a sonreír ante la observación.

—Mire lo que ha provocado —dijo en tono burlón.

A Steve le gustó su sonrisa. ¿No le habían dicho en White River que ella siempre se mostraba solemne? No era imposible sacarla de su ensimismamiento. Sus sonrisas eran todavía expresiones tímidas y vacilantes, pero eran sonrisas. Con un pequeño estímulo podían llegar a florecer con todo su vigor. Steve estaba seguro de eso y de que, llegado ese punto, le sería fácil tomarla de la mano y llevarla de regreso a casa.

Mientras tomaban el café, Steve extrajo su pipa y consideró el problema tras la cortina de humo de una charla intrascendente. Hasta ese momento ella no había mordido el anzuelo cuando le hablaba del personal a su cargo, y comenzaba a inquietarle la idea de que quizá ya hubiera conseguido trabajo. En ese caso, la tarea de traerla de regreso a los Estados Unidos se complicaría bastante. Inclusive podría desaparecer el interés en seguir a su lado. Hasta ese momento, ella había soportado su compañía durante la comida, pero él la había forzado a aceptarlo. Ella había respondido, pero había timidez en esa respuesta y, detrás de la timidez, reserva. Le había tolerado, pero no lo había animado. Con pesar, Steve se veía forzado a admitir que —asesina o no— le habría gustado verse estimulado en sus avances ante una chica como aquélla. Era tan atractiva y simpática que casi le hacía olvidar, aunque no perdonar, su condición de ladrona y asesina de una anciana enferma. Era el tipo de chica que le podía tentar a elegir el camino más largo antes de entregarla a la justicia.

El camarero trajo la cuenta con su habitual sonrisa radiante y la dejó sobre la mesa. Steve la recogió y frunció el ceño.

—Las cosas no son muy caras aquí —dijo—. Con esto no quedamos en paz.

Luego le sonrió.

—¿Me haría un favor más? —preguntó.

Ella se echó atrás en su silla y dejó con todo cuidado la servilleta junto a la taza. Sus ojos oscuros y expresivos delataban una sombra de sospecha.

—¿Qué clase de favor?

—Sírvame de guía. No conozco esta ciudad y usted me haría un gran favor si me la mostrara.

Su timidez se transformó en cautela.

—Me parece que no —dijo con precaución—. Necesito dormir.

—No la detendré más de lo que usted quiera. La velada puede ser corta o larga. Todo depende de usted.

—Temo no poder mostrarle mucho de Colón. Hace muy poco que estoy aquí.

Ése era el primer dato que daba acerca de sí misma y Steve tomó nota.

—Muy bien. Entonces le propongo una cosa —exclamó con aire satisfecho—: explorémosla juntos.

Ella vacilaba aún, pero su resistencia se estaba debilitando. No veía un peligro real en esa propuesta.

—Tendría que cambiarme de ropa.

Steve comprendió que había logrado su objetivo y sonrió.

—Por lo que he visto de la ciudad, no me parece necesario.

—Pero tendría que arreglarme un poco. Mi pelo…

Steve sacó la billetera.

—Muy bien. ¿Cuál es el número de su habitación?

—203.

La sorpresa de Steve parecía muy natural.

—¡No lo puedo creer! Yo estoy en la 204.

—¡Oh!

Steve no supo cómo interpretar ese «Oh».