7

El ruidoso tren que condujo a Steve a través del istmo se detuvo con un resoplido en la estación ferroviaria de Colón minutos antes de las diecisiete. El detective abandonó el edificio adornado con ladrillos amarillentos y vigas de madera y se dirigió, sin pérdida de tiempo, al edificio de la flamante Rossano Export-Import Co. situado a sólo media manzana de distancia sobre Front Street. Fue una averiguación breve y un nuevo blanco. Pelo largo, flequillo y una maleta. Acababa de dejar el tren y buscaba trabajo. Un disparate. No hablaba castellano, no era mecanógrafa ni taquígrafa, no tenía experiencia ni preparación. Por supuesto la habían rechazado. Se le podía haber ocurrido algo más inteligente que pedir trabajo allí. No, no sabían adónde había ido después.

Steve supuso que no podía haber ido muy lejos; agradeció a sus informadores y salió. Al cruzar la calle encontró un automóvil destartalado que hacía las veces de taxi. Lo manejaba un negro muy negro que dejó al descubierto unos dientes blanquísimos en una sonrisa poco sincera y le preguntó hacia dónde se dirigía.

Steve se acomodó en el asiento trasero con su maleta de mano y su chaqueta y ordenó:

—Al hotel Washington.

—Eso queda en dirección contraria. Tengo que dar un rodeo de varias manzanas.

—Adelante.

El negro dobló en la primera esquina y se alejó de Front Street y sus negocios. Las calzadas estaban ahora atestadas de vehículos. Había gente por todas partes. Gentes que cruzaban las calzadas, otras que paseaban por las aceras o bien se reunían en las esquinas. La mayoría eran nativos, una población que era producto de la variada mezcla de sangre negra, española e indígena; pero también había mucho extranjero: turistas norteamericanos con sus cámaras colgando del cuello, marineros de la base naval, soldados y marineros de países muy distantes, cuyos barcos habían hecho escala allí.

La ciudad entera parecía estar constituida por barrios bajos y olía a podredumbre y a miseria. La apretada construcción parecía en un avanzado estado de decadencia; las paredes agrietadas y muy sucias, las pinturas de color pastel que las cubrían, desconchadas y desteñidas. Había bares por todos lados y de todos brotaba el estrépito de los jukeboxes, para luego mezclarse en un ensordecedor pandemónium. El cielo gris que se cernía sobre la ciudad contribuía a hacerla más sórdida y deprimente.

Doblaron por la Avenida Central y atravesaron el parque, que ostentaba una réplica en miniatura del Bowl de Hollywood. En el otro extremo de la ciudad, la edificación era mucho más pulcra. Por fin, tras doblar una esquina, entraron en los bien cuidados jardines del hotel Washington. El edificio en sí, cuadrangular y rodeado de una galería con arcadas, era de piedra y asomaba sobre Limón Bay. Desde su fachada se veían los barcos que enfilaban hacia el canal y, a lo lejos, la escollera. Era una edificación amplia para lo que se construía en Colón, agradable y bien mantenida; mucho mejor de lo que Steve se habría atrevido a esperar. El taxi había dado un rodeo bastante más grande de lo que su conductor anunciara y el largo viaje le había preparado para lo peor.

Descendió, pagó, recogió su maleta y su chaqueta y dejó la atmósfera cálida y húmeda, cargada de amenazas de lluvia, para entrar en el fresco interior del hotel. Atravesó la galería, entró al lobby y se acercó a un escritorio en el que un empleado —con más de español que de negro— clasificaba la correspondencia, junto a un cartelito que rezaba «Oficina telegráfica, en dos idiomas» y a otro que se leía «English Spoken».

Steve dejó su maleta en el suelo y preguntó:

—¿Cree que puedo conseguir un cuarto?

El empleado levantó la vista.

—Por supuesto. ¿Dónde lo quiere?

—¿De modo que es tan fácil? No sé todavía. ¿Hay otros americanos aquí?

—Algunos. ¿Quiere firmar el libro?

Steve asintió y el conserje sacó un registro de debajo del mostrador y lo abrió por una página señalada con una cinta. Recorrió rápidamente la página izquierda revisando los nombres mientras el empleado le alcanzaba un lapicero y le señalaba el lugar donde debía poner su firma. El nombre de Regina Adams estaba en mitad de página y no había fecha de partida. Eso significaba que aún se encontraba en el hotel, pero lo más importante para Steve era que aquella firma se asemejaba mucho a la que había dejado Cathy Sinclair en el Hotel Colombo, de Miami.

El número de habitación que figuraba junto al nombre de Miss Adams era el 203 y Steve echó una ojeada a los demás números de habitación mientras garabateaba su verdadero nombre pero una falsa procedencia en el lugar indicado.

—¿Puede ser en el segundo piso? ¿El cuarto doscientos cuatro, doscientos seis o algo así?

El conserje se volvió al casillero de la correspondencia y descolgó una llave.

—Puedo darle el doscientos cuatro, si quiere.

—Muy bien.

Steve tomó la llave y el empleado llamó a un botones.

La 204 era una habitación limpia, con un piso de baldosas, baño privado y abundante ventilación. Pero su principal ventaja consistía en estar situada directamente enfrente de la 203. Steve entró y dejó la puerta abierta, pagó al botones —un hombre cuarentón de color café— y se tendió en la cama. Mientras se enjugaba el sudor de la frente y se quitaba la corbata, su oído estaba alerta a cualquier señal de vida en el cuarto de enfrente. Si Cathy Sinclair no era la ocupante de esa habitación él se iba a llevar una enorme sorpresa.

Tras veinte minutos de silencio en el pasillo, Steve se levantó, se lavó la cara en el diminuto baño, se cambió de corbata, se puso la chaqueta y descendió. En realidad, no había esperado que Cathy se encontrara en su cuarto a esa hora del día, cuando las oficinas y los negocios estaban aún abiertos. Si no se equivocaba al imaginar sus fines y propósitos, debía de andar por la ciudad en busca de trabajo.

Se dirigió a la galería posterior del hotel y observó la verja de la entrada, más allá de la zona de césped y palmeras. El cielo estaba cada vez más gris y la lluvia era inminente. Ella tenía que regresar de un momento a otro. Tomó una silla, sacó su pipa, la llenó, la encendió y se sentó a esperar.

A los pocos minutos comenzó a llover. No era una lluvia como las que había visto caer en Filadelfia. Ésta caía con un rugido de cataratas y apenas si le permitía divisar las verjas de entrada. Los minutos pasaban sin que el diluvio amainara. Había oscurecido, eran apenas las seis de la tarde, y parecía estar anocheciendo. Por fin, la lluvia cedió en violencia y el gris se aclaró un poco. Steve volvió a llenar su pipa y fumó otro rato.

Cuando la lluvia ya se había reducido a una llovizna menuda, entró un taxi hasta la escalinata del edificio y dos mujeres descendieron riendo. Pagaron al conductor y entraron en la galería lanzando una mirada a Steve al pasar. Una tenía el pelo castaño pero lo llevaba demasiado corto y sus ojos no miraban con esa expresión extraña que Steve esperaba encontrar en los de Cathy.

En el comedor se estaba sirviendo ya la cena. Steve podía oír los ruidos por encima del susurro, ahora apenas perceptible, de la lluvia: el entrechocar de platos, el murmullo de la gente que comenzaba a reunirse. El cielo estaba gris oscuro y la tierra más oscura aún, a pesar de que el sol debía de estar alto aún, más allá del toldo de nubes. La lluvia era deprimente y la humedad del aire, sumada al calor, hacía que el clima resultara enervante.

Y de pronto la vio en la verja de la entrada. Un chispazo blanco sobre el fondo gris. La figura juvenil de una muchacha que corría a través de la lluvia. No sabía por qué, pero estaba seguro de que era ella. Estaba demasiado lejos para ver su rostro o el flequillo lacio; el pelo largo no se veía de frente, pero Steve supo que era ella. Un sentido oculto le dijo que ése era el momento que había estado esperando. Permaneció inmóvil, con la pipa en la mano, mientras contemplaba la pequeña figura que se aproximaba. Corría con la cabeza gacha, para evitar la lluvia, de modo que no podía distinguir su rostro, pero cuando estuvo más cerca pudo ver el flequillo y el pelo largo y lacio. Antes de que ella subiera los escalones, Steve sabía que ese pelo le llegaba a la mitad de la espalda.

Fue sólo la visión fugaz de una figura empapada, salpicada de lodo, un pelo mojado, el vestido que se adhería a un cuerpo bien formado. Luego ella desapareció; pero era suficiente. Las deducciones de Steve habían sido acertadas. Nunca le había resultado más fácil localizar a una persona; era como quitarle los caramelos a un niño. Cathy Sinclair era patéticamente inepta para ocultarse. Nunca había visto a nadie más transparente que esa muchacha.

A pesar de lo fácil de esa misión, Steve sintió que su corazón latía con fuerza y que la respiración se le aceleraba. Se sentía como el día que dio con Mr. Alexander, un escurridizo ladrón de bancos, tras dos años de persecución. En aquella oportunidad su corazón había latido como ahora al divisar a su presa; pero eso había sido después de dos años de medir su ingenio con el de un maestro en el arte de despistar. Éste había sido su caso más fácil y la reacción era la misma. No podía entenderlo. Desde el instante en que la había divisado en la verja de la entrada, antes de saber siquiera si era ella, y hasta mucho después de que la chica desapareciera de su vista, la mano le había temblado en torno a la pipa. Luego comprendió: ¡había sido demasiado fácil! Era como si no hubiese tenido más que cerrar los ojos y extender la mano para alcanzarla. Una llamada de atención en su interior hizo que se pusiera de pie, recordando que no debía descuidarse. Parecía tranquilo e indiferente cuando vació la pipa, golpeándola contra la barandilla de cemento de la galería, y entró al hotel.

El lobby estaba desierto, a excepción del conserje, y el movimiento de los primeros comensales contrastaba con la quietud de aquel recinto. Steve caminó sin prisa hasta la arcada de acceso al comedor y recorrió con la mirada las mesitas con luces individuales y sus ocupantes. Cathy no estaba entre ellos, ni él había esperado que estuviera. Tenía que cambiarse de ropa antes de bajar a comer.

Steve volvió a llenar la pipa y se palpó los bolsillos como si no hallara el encendedor. Subió las escaleras, pero al llegar al segundo piso no entró en su cuarto. Se detuvo en el vestíbulo y encendió la pipa. Luego se aproximó a la puerta de la habitación 203 lo bastante como para oír algún movimiento en su interior. Era una simple comprobación.

Ya satisfecho, descendió al lobby y salió nuevamente a la galería. Allí colocó una silla de modo que pudiera observar la escalera sin que le viera el conserje, y se sentó a esperar.