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Steve Gregory no anduvo paseándose por las playas de Miami con una chica de cada brazo. Ni siquiera aprovechó aquella primera noche para hacer un recorrido por los clubes nocturnos con una chica del brazo. Pasó, en cambio, la velada en compañía de diversos funcionarios de todas las líneas aéreas representadas en el aeropuerto internacional de Miami y lo que recorrió fueron las listas de pasajeros del viernes anterior. La policía de Miami ya lo había hecho, pero sin más elementos de ayuda que un nombre y una firma, y eso no bastaba. Steve conocía los antecedentes de la chica y sabía en qué debía concentrarse. Ante todo se dedicó a los primeros aviones que salieron después de las ocho y treinta. Los dos siguientes puntos de interés fueron la línea Pan-Carib y los pasajes con destino a Panamá.

Uno de los primeros vuelos del viernes por la mañana había sido el del jet de Pan-Carib que salía todos los mediodías rumbo al aeropuerto de Tocumen, en la ciudad de Panamá. La lista de pasajeros de ese día incluía los nombres de seis mujeres que viajaban sin compañía: Marilyn Roos, Henrietta Converse, Shirley Mann, Regina Adams, Charlotte Little y Florence Doolittle. Eso bastó para que Steve meneara la cabeza. ¿Qué clase de fugitiva era ésa? ¿Podía ser que hubiera tenido tan poco sentido común como para adquirir pasajes en la Pan-Carib, luego de llamar la atención sobre su presencia en el aeropuerto a un agente de esa compañía? ¿No se le ocurría nada mejor como seudónimo que una combinación de los nombres de sus profesoras del colegio secundario? Realmente, todo estaba resultando demasiado fácil.

Pero Steve tenía suficiente experiencia en el juego como para confiar demasiado en las propias deducciones, y aunque el nombre de Regina Adams de San Diego, California (lo más lejos posible de New Hampshire), le llamó la atención desde un comienzo, no dejó que los funcionarios de las líneas aéreas se retiraran hasta no haber revisado y estudiado todos los nombres de pasajeros con destino a lugares que no exigían pasaporte, visado u otra prueba de identidad, que hubieran partido el viernes. Sin embargo, no encontró otro nombre con significado para él y, por eso, esa noche se retiró a dormir con un pasaje para Panamá en el bolsillo y un leve desencanto por la falta de dificultades que ofrecía el caso. Nunca había tenido una tarea más fácil en su carrera.

Cuando al día siguiente subió a bordo del jet de Pan-Carib, Steve no sólo llevaba la fotocopia de las huellas digitales de Cathy Sinclair, sino la de su firma, proporcionada por Reynolds. Eso era todo lo que necesitaba para completar el caso.

El cielo estaba nublado cuando el gran avión despegó, pero no tardaron en atravesar la capa de nubes y el vuelo prosiguió a pleno sol. Steve se quitó el cinturón de seguridad, extrajo su libro científico y se sumergió en la lectura. Aún no había atrapado a la muchacha y, aunque las huellas parecían frescas todavía, podían desvanecerse en cualquier momento. Bastaba con que Regina Adams existiera realmente, para que comenzaran sus dificultades. Pero Steve Gregory no tenía el aspecto de una persona corroída por la duda. Nunca se adelantaba a los acontecimientos ni se preocupaba por algo que aún no hubiera ocurrido. En ese momento se concentraba en su lectura, olvidando lo que le rodeaba, sin permitir que otros pensamientos le distrajeran. Era un viaje de dos horas y media de duración; demasiado tiempo para pasarlo mordiéndose las uñas.

Las nubes quedaron atrás al pasar la costa meridional de Cuba y desde el avión se divisaron con claridad las aguas que se extendían casi tres mil metros más abajo. Luego, el profundo azul del mar cedió el lugar al profundo verde grisáceo del Gran Caimán. Después de eso, sólo se divisó la enorme extensión de agua que se perdía en la bruma, a lo lejos.

Steve tomó su cóctel, almorzó y volvió a sumergirse en la lectura hasta que el aparato perdió altura sobre las densas y montañosas selvas de Panamá. Las nubes perturbaron por un momento la visión y, cuando pudieron ver nuevamente, el avión volaba en círculo sobre el Pacífico a la espera de la orden de aterrizaje. Por fin el aparato tocó las pistas de Tocumen, perdió velocidad, giró hacia la terminal de la Pan-Carib y se detuvo. Steve guardó su libro, extrajo su maleta de debajo del asiento y recogió la chaqueta.

No bien hubo desembarcado y cumplido con las formalidades de la llegada —salud pública, inmigración y aduana—, buscó las oficinas del señor Julio Corsi, principal representante de la Pan-Carib en Panamá. Estaban en el segundo piso, en un sector que gozaba de los beneficios del aire acondicionado. El señor Corsi salió a recibirle personalmente, tan pronto como la secretaria anunció su presencia.

—Sí, señor Gregory —saludó efusivamente, mientras conducía al detective a una confortable sala de recibo—. Tome asiento, por favor. Miami me ha comunicado su visita y la naturaleza… este… poco grata de su misión. ¿Es verdad lo que me informan? ¿Quiere usted hablar con las azafatas que estaban de servicio el viernes?

Steve dijo que sí, que era verdad.

El señor Corsi, hombre moreno y rechoncho, con una reluciente dentadura y bigotes negros, apretó un botón del intercomunicador y le dirigió a su secretaria un pequeño discurso en castellano, a la velocidad de una ametralladora. Luego se sentó tras su escritorio y sonrió.

—La Pan-Carib no es una línea estadounidense, pero siempre estamos deseosos de cooperar con la policía norteamericana. He citado a dos azafatas. Esperemos que ellas puedan ayudarnos.

—Espero que esto no le haya ocasionado perturbaciones en el servicio —dijo Steve, después de darle las gracias.

El señor Corsi se encogió de hombros.

—No tiene importancia. Unos ligeros cambios en los horarios del personal. Pequeñeces.

Por espacio de uno o dos minutos charlaron sobre generalidades —el viaje de Steve, la velocidad con que hoy se desplazaba la gente, etc.— y luego se abrió la puerta para dar paso a dos muchachas latinas muy monas, que vestían el uniforme verde y blanco de la Pan-Carib. Las chicas parecían nerviosas y permanecieron de pie, como a la espera de algún golpe de hacha. Los dos hombres se pusieron de pie y el señor Corsi las miró con aire solemne.

—Éste es el señor Steve Gregory —anunció—. Trabaja para la policía de América del Norte. Quiere conocer datos acerca de una chica que voló con ustedes desde Miami el viernes pasado, una tal miss Regina Adams.

»Quiero que le digan lo que recuerden —añadió mirando a Steve en espera de su confirmación—. Señor: ésta es la señorita Sánchez y ésta la señorita Jiménez. ¿Quiere formularles preguntas?

—Sí, gracias —respondió Steve y dirigió una sonrisa tranquilizadora a las muchachas—. En primer lugar: ¿recuerda alguna de ustedes a miss Adams?

El ceño fruncido en el esfuerzo por recordar parecía favorecer a las dos chicas.

—¿El viernes pasado? —dijo, por fin, una—. No sé, señor. No recuerdo. Había sesenta pasajeros.

—La chica a que me refiero es muy joven. Veinte años. Viajaba sola. Tenía pelo largo y oscuro y usaba flequillo. Quiero decir, pelo aquí —añadió Steve señalándose la frente.

El rostro de otra azafata, de la señorita Sánchez, se iluminó.

. Yes, señor.

Luego se volvió a su compañera.

—La del fondo. La que estaba sola, al fondo.

La otra joven asintió como si recordara algo y la señorita Sánchez prosiguió:

—Parecía… —a esta altura se encogió de hombros—. Solitaria. Muy… muy… nerviosa o asustada.

—Puede ser ésa la muchacha. ¿Habló usted con ella?

La azafata hizo un gesto afirmativo.

—Sí. De cuando en cuando me sentaba con ella. Me daba lástima. Parecía tan joven.

—¿Le dijo adónde pensaba ir? ¿Le habló de sus planes?

—No tenía planes, señor. Me dijo que esperaba encontrar trabajo.

—¿Aquí? ¿En la ciudad de Panamá, o en Balboa?

—En cualquier parte. Pero creo que fue a Colón. Creo que cruzó el istmo.

—¿Por qué? ¿Qué le hace pensar eso?

La camarera le dirigió una sonrisita nerviosa.

—Yo vivo en Colón. Sé que una compañía norteamericana está organizando sus oficinas allí y me han dicho que están contratando a mucha gente. Le dije que allí tenía buenas posibilidades de conseguir trabajo.

—¿Y ella le dijo que iría a Colón?

La chica negó con la cabeza e hizo un gesto dubitativo.

—No, señor; pero creo que ha hecho eso. Me preguntó cómo se iba y yo le expliqué cómo se llegaba a la estación de ferrocarril. Le dije, también, que si iba a Colón se alojara en el hotel George Washington y le dije dónde quedaba y dónde estaban las oficinas de la compañía y ella tomó nota de todo.

Steve sacó su cuaderno de notas.

—¿Cómo se llama esa compañía?

—Rossano. Es una firma importadora y exportadora. Las oficinas están en la calle principal, cerca de la estación de ferrocarril.

Steve tomó nota.

—¿Y ese Washington Hotel? —preguntó—. ¿Es el único en Colón?

—Es el único para ella… para norteamericanos.

—¿Y qué hay de Cristóbal?

—Cristóbal es la sección norteamericana de Colón, señor. Cruzando las vías del ferrocarril. Pero es una zona residencial. Allí tienen sus casas los norteamericanos que trabajan en las compañías o en las bases militares de su país.

Las azafatas no podían proporcionarles más datos, de modo que Steve dio por terminada la entrevista y agradeció tanto a las muchachas como al señor Corsi.

Las chicas intercambiaron una mirada y la señorita Sánchez preguntó tímidamente:

—¿Ha hecho algo malo esa chica?

Steve le sonrió con una sombra de tristeza.

—Me temo que sí —respondió.