5

La mañana del martes fue también brillante y tibia. Sólo unas pocas nubes dispersas interrumpían el profundo azul del cielo. Steve viajó desde su hotel de Boston al aeropuerto en el ómnibus de la línea aérea y dedicó ese rato a repasar las notas tomadas el día anterior, del legajo de White River, la gente que había entrevistado y sobre lo que esa gente dijo.

El avión despegó poco después de las diez y Steve, instalado en un asiento al lado del pasillo, junto a una señora madura y bastante inquieta, rechazó el desayuno y continuó repasando sus notas hasta que se las aprendió de memoria. Luego extrajo un libro, la teoría de la relatividad de Einstein en una edición barata, y comenzó a leer. Durante la última hora de vuelo durmió. Hacia la una le despertó la ligera inclinación del aparato, que iba perdiendo altura. Se abrochó el cinturón de seguridad y se arrellanó en el asiento esperando que el sueño le fuera abandonando lentamente, mientras el avión describía círculos y luego se deslizaba con suavidad sobre la pista, para dejar a sus pasajeros en el aeropuerto internacional de Miami.

Steve descendió los escalones y estiró las piernas y los brazos, advirtiendo que la tibieza de Boston se había transformado en el calor de Florida, y que el amable sol mañanero del norte se había hecho despiadado en aquel mediodía meridional. El pavimento ardía y la chaqueta le resultaba ahora intolerable. Puso su reloj pulsera en la hora que regía Miami y se quitó la chaqueta, antes de dirigirse a la terminal en busca de un taxi.

—Al hotel Colombo —indicó al conductor una vez que se hubo acomodado en el asiento para contemplar, una vez más, el paisaje de Miami.

El Colombo estaba situado en la zona céntrica de la ciudad, cerca de Flagler y Biscayene, y era el que ostentaba la firma de Cathy Sinclair en su libro de huéspedes. Se descubrió a sí mismo pensando —mientras pagaba al conductor y ascendía los peldaños del modesto edificio— en los motivos que podían haber inducido a la chica a dar su verdadero nombre. Parecía increíble que alguien, por inexperto y alocado que fuera, pudiera ser tan estúpido como para creer que la distancia bastaba para salvarlo de purgar un asesinato. En el curso de su carrera había tenido que seguir las huellas de algunos sujetos interesantes y poco comunes; hasta había tenido su cuota de dementes, pero ésta se llevaba la palma. Era demasiado extraordinaria para ser real y Steve descubrió que paladeaba la idea de acorralarla, aunque sólo fuera por ser el primero en dar con aquella fantástica y contradictoria criatura.

El detective atravesó el alfombrado lobby y esperó unos segundos junto al escritorio, hasta que el empleado estuvo solo. Luego se apoyó sobre un codo y dijo en tono de charla convencional:

—Supongo que la policía ya habrá registrado esto de punta a cabo desde que se supo que Cathy Sinclair había parado aquí.

El empleado frunció los labios y adoptó una expresión pensativa.

—No tanto. Miraron su cuarto y creo que eso fue todo.

—¿Encontraron algo?

El empleado asumió una actitud más cautelosa.

—¿Qué sabe usted de ella?

—Sólo que ha abandonado el país.

Steve extrajo su insignia de ayudante de sheriff y la dejó suavemente sobre el escritorio. El empleado la miró y dijo:

—Ya veo. La policía de Miami podría decirle más que yo. Si encontraron algo en la habitación, no me lo comunicaron.

—¿Todavía tiene su nombre en el registro o se lo llevaron?

—Se lo llevaron para estudiar la letra.

—¿Vio usted a la muchacha personalmente?

El empleado se encogió de hombros.

—¡Qué sé yo! Éste es un hotel pequeño, pero tiene mucho movimiento. Puede ser que la haya visto. Es muy probable. Tal vez haya firmado el libro cuando yo estaba de turno.

—Parece muy joven. Casi una niña. Es más bien bonita, con ojos grandes. Llevaba pelo largo y lacio, hasta la mitad de la espalda, y flequillo.

El empleado hizo un gesto de asentimiento.

—Creo recordarla. No es mucho lo que puedo decirle, pero creo haber visto una chica con un peinado así cruzando el lobby, la semana pasada.

En vista de que no podía lograr datos más concretos, Steve decidió visitar la central de policía. Allí sacó a relucir su insignia y una copia del telegrama que le había precedido. Le encerraron con el detective que había tenido a su cargo la búsqueda de Cathy Sinclair. El nombre del detective era Don Reynolds. Era un corpulento sureño de rostro congestionado, en parte por el sol y en parte por la alta tensión sanguínea.

—No encontramos nada en el cuarto de la chica —anunció, arrastrando las sílabas—, salvo un periódico de Miami. Parece ser que buscaba trabajo, porque el diario estaba abierto por la página de anuncios pidiendo empleados.

—¿Alguna marca de lápiz? —preguntó Steve.

—Ha acertado, muchacho. Había marcado algunos de los anuncios.

—¿Qué tipo de anuncios?

—Trabajos de criada, vendedora, camarera y cosas por el estilo.

—¿Ningún empleo de secretaria o cualquier otra tarea que requiera experiencia?

—Nada. No marcó los que ofrecían buenos sueldos.

—¿Y después qué pasó? ¿Se enteró de que ustedes la andaban buscando y se largó al aeropuerto y tomó un avión?

—Más o menos. La noticia salió el viernes en los diarios de la mañana y el periódico que dejó era del jueves. Llegamos antes de que la criada limpiara, pero ella ya nos llevaba ventaja. Había pagado y se había marchado a las ocho y media.

—¿Y dicen que un agente de viajes la vio en el aeropuerto?

Reynolds se encogió de hombros.

—Bueno, sí y no. Lo que pasa, en realidad, es que yo hablé con un agente de la Pan-Carib, que recordaba a una muchachita demasiado joven para viajar sola que andaba preguntando sobre diferentes vuelos y no sabía una palabra de pasaportes, visados ni vacunas. Era una criatura sin la menor experiencia. Creía que salir del país era lo mismo que salir de una ciudad; que era cuestión de sacar un billete y partir. El hombre tuvo que explicarle todo y le costó bastante hacerle entender qué lugares exigían un pasaporte y demás. La cuestión es que estuvo con ella lo bastante como para recordar que llevaba flequillo y tenía el pelo largo y lacio. Por eso creemos que se trataba de la chica en cuestión.

—¿Eso es todo lo que recuerda de ella?

—Tiene que comprender, muchacho. Es un hombre casado, tiene ocho hijos y esa chica era un clavo. El pobre está en esa tarea todo el día.

—¿Y que decidió por fin?

—El agente no sabe. La chica se fue, y si sacó algún billete no fue allí.

—¿Y es el único que la recuerda?

—El único agente de viajes. Un muchachito que atiende el bar tambien la recuerda. Pelo largo, oscuro, vestido blanco, muy bonita, completamente sola. Los jóvenes son los que se fijan. Ellos siempre tienen el ojo alerta para una cara bonita. Lamentablemente eso es todo lo que recuerda.

—¿De modo que no hay el menor indicio del avión que puede haber tomado?

—Ni siquiera hay pruebas de que haya tomado un avión. Suponemos que ha dejado el país, basándonos en el dato de esa chica que anduvo haciendo preguntas también suponemos que se cambió el nombre, porque no figura en ninguna lista de pasajeros. Tenemos una muestra de su escritura, la firma del hotel, pero no hemos podido hacerla coincidir con ninguna otra firma del aeropuerto. Por supuesto, eso no significa nada. No somos expertos y había como media docena de fichas de turistas en las que la firma podía ser la suya. Por los datos que tenemos, bien pudo haber renunciado a la idea de abandonar el país y haber regresado a Nueva York. También puede estar escondida aquí mismo, en esta ciudad. Por cierto, no tenemos suficiente personal como para investigar todas esas posibilidades.

—Todo esto podría haber ocurrido, pero usted no lo cree, ¿verdad?

—No. Después de haber hablado con el agente de viajes, no. Él cree que la chica estaba muy decidida a salir del país.

—¿Podría darme una fotocopia de la firma? —pregunto Steve—. Esté donde esté, tiene que haber registrado su nombre en alguna parte… y sea cual sea el nombre que dé, lo más probable es que lo haya escrito de su puño y letra.

—Sin duda, y espero que usted tenga más suerte que nosotros. ¿Se va a quedar unos días en Miami?

—No, a menos que algo me demuestre que ella está aquí todavía. Como usted, me inclino a pensar que se ha ido para el sur, y allí voy yo también.

—O. K., Mr. Gregory. Tendré la fotocopia mañana por la mañana. Puede pasar a recogerla cuando quiera.

Reynolds hizo una anotación y volvió a hablar, ahora con tono confidencial:

—¿Usted conoce bien a ese tipo Shapely?

—Simplemente trabajo para él.

Reynolds meneó la cabeza y frunció el ceño.

—Me parece que ese tipo se toma demasiado trabajo. La chica se escapó. ¿Por qué no abandona el asunto? ¿Para qué quiere raptarla y hacerla entrar nuevamente al país?

Steve se encogió de hombros.

—A mí no me pregunte. Él dice que está empeñado en no dejar que los criminales se salven con sólo cruzar la frontera.

—Sí, pero buscarla fuera del país… Recurrir a detectives privados… No lo entiendo.

—Quizá tema las próximas elecciones. Quizá la gente de la ciudad le esté presionando. Quizá haya estado más encariñado de lo que dice con la mujer a la que asesinó esa chica.

—¿Usted cree que haya habido algo entre ellos? ¿Amor o alguna otra cosa?

Steve sonrió.

—No se lo he preguntado. No me contrataron para eso. Ni siquiera sé la edad de la tía. Todo lo que sé es que no tenía muy buena salud. Usted piense lo que quiera.

Reynolds estiró las manos.

—No voy a pensar nada. ¿Para qué cargar con preocupaciones ajenas? Lo que le digo es que nunca hemos tropezado con un caso como éste. Todo este alboroto por un asesinato salvaje y vulgar. El hombre actúa como un obseso.

—Es un obseso —confirmó Steve mientras se ponía de pie—. Pero eso no es de mi incumbencia. Mi tarea consiste en traer a la muchacha de vuelta.

Reynols sonrió.

—Todo lo que puedo decir es que no me gustaría estar en el pellejo de esa chica. Por lo menos si él llega a echarle el guante.

—A mí tampoco me gustaría estar en su pellejo, pero recuerde que ella clavó un cuchillo por la espalda a su propia tía.

—Así es —admitió Reynolds, poniéndose tambien en pie—. Así es. De modo que no debería importarme mucho si la condenan a muerte, si la meten en un asilo o si la linchan… Si es que usted da con ella. Personalmente, no sabría cómo arreglármelas para ir tras de alguien con los elementos que usted tiene. Con todo lo que hay al sur de Miami para elegir, para mí es como buscar una aguja en un pajar.

—Tampoco es tan difícil encontrar una aguja —dijo Steve en camino hacia la puerta—, siempre que se sepa quién la escondió y por qué.