Desde la cabina telefónica de la estación de White River, Steve hizo una llamada a su agencia en Filadelfia. Cerró la puerta plegable para evitar la mirada de una mujer que, desde la taquilla, parecía querer leer el movimiento de sus labios, y se metió la pipa vacía entre los dientes.
—Hola, jefe —saludó, al obtener la comunicación—. Estoy listo para partir.
—¿Ya conoces la historia, Steve? ¿De qué se trata?
—Es lo que el sheriff dijo. Esa jovencita veinteañera parece anormal, a juzgar por lo que dice la gente de aquí. Se me ocurre que no le gustaba la ciudad y no encontró nada mejor que apuñalar a su tía por la espalda y robarle el dinero. No sé por qué llegó a eso, pero quizá haya tenido algún resentimiento imaginario contra la tía.
—¿Está seguro de que no se trataba de un resentimiento real, Steve?
—Puede ser, pero lo dudo. Todo el mundo está de acuerdo en que la chica estaba chiflada y la tía era una santa. Una reputación como la de ambas no se adquiere gratuitamente en una ciudad pequeña.
—O. K. Satisfecho por ese lado. ¿Cómo es la chica?
—Uno sesenta o uno sesenta y cinco, cincuenta o cincuenta y tres kilos, esbelta. No hay retratos y la única descripción que he obtenido es que su aspecto no es común. Por lo visto, los ojos son los responsables de ese aspecto poco común y supongo que eso tiene algo que ver con su problema mental.
—¿Qué clase de descripción es ésa? —gruñó el jefe—. No puede llegar a ninguna parte sin más datos que esos.
—Tiene una característica que la distingue —aclaró Steve—. Lleva el pelo largo. Pelo lacio, con flequillo. Eso hace que se destaque como un faro en medio de la multitud.
—Si es que no se lo ha cortado. Con sólo ir a la peluquería puede esfumarse para siempre.
—Si es que va a la peluquería. No se inquiete, jefe, esa criatura no ha aprendido ni a gatear, para qué hablar de caminar. Dio su verdadero nombre en Nueva York, en el avión y en un hotel de Miami. No un nombre falso hasta que descubrió que la policía la estaba buscando en Florida. Además no tiene mucho dinero. Apuesto a que ni siquiera ha pensado en su pelo.
—Ojalá tenga razón —gruñó el jefe—. ¿Tiene idea de dónde puede haber ido?
—A algún lugar en el que no se exija pasaporte ni visado y en donde se hable inglés. Eso limita las posibilidades a Puerto Rico, las Islas Vírgenes americanas o Panamá. Personalmente, me inclino por Panamá.
—¿Por qué?
—En sus clases de geografía se dedicó más tiempo a Panamá, por la cuestión del canal. Le debe haber parecido más familiar. Además está el problema de la huida. En una isla estaría atrapada, de seguirla alguien. En Panamá puede desaparecer en la selva, si es necesario, o tomar un tren hacia otra parte. Allí no se vería acorralada.
—Hablando de problemas de huida, si yo estuviera en el pellejo de la chica, tomaría el primer avión que saliera para cualquier parte y mandaría al diablo la geografía. No debe descartar esa posibilidad.
—No lo haré. Pienso hurgar un poco por Miami antes de seguir mis corazonadas. Quizá allí obtenga un panorama más claro.
—No se detenga demasiado allí. No quiero encontrar una fotografía suya con una rubia prendida de cada brazo.
—Es mayo, jefe. Todas las rubias están de regreso en el norte.
—Más vale que no se busque ninguna rezagada. Y no olvide de pasar su informe diario, encuentre algo o no.
—Está bien. Y hablando de informes, este tipo Shapely quiere que le informe directamente. No quiere información de segunda mano.
—Que se vaya al diablo. Usted informará aquí primero. Y si está tan impaciente que no puede esperar los datos por la vía que corresponde, muy bien, dele lo que pide pero después que a nosotros. Y cuidado con lo que le dice. No hable de los métodos que piense emplear. Simplifique.
—Está bien, jefe. Lo llamaré desde Miami.
—Hágalo. ¿Cuánto dinero sacó para los gastos?
—Quinientos. Le telegrafiaré si necesito más.
—Más vale que no necesite más en mucho tiempo.
—Y que me reserven pasaje en el avión que sale de Boston por la mañana. Llamaré para confirmar en cuanto llegue allí.
Steve colgó y salió al andén inundado de sol.