3

El colegio secundario era un antiguo edificio de estilo victoriano situado en las afueras de White River, a unos cinco minutos de caminata desde el centro. Alardeaba de tener un promedio de sesenta alumnos o quince por clase. El director era Mr. Rivers, un hombre maduro y ligeramente encorvado, cuyos lentes no lograban conferirle un aspecto intelectual. Su despacho estaba en lo que debió de ser la antigua sala de recibo de la casa y desde su escritorio, situado en un rincón, se podía observar la calle empedrada que corría frente al edificio y el patio de tierra que se extendía a un costado.

Shapely hizo las presentaciones e informó a Rivers que Steve era el agente enviado por la Agencia de Detectives Brand para buscar a Cathy Sinclair.

—Bien. Bien —comentó Rivers—. Es una fugitiva. Toda la ciudad desea que encuentren a esa chica. Es mala. Yo siempre dije que era mala.

Shapely pidió el anuario correspondiente a la graduación de Cathy y Rivers sacó un cuadernillo con el título Anuario del Colegio Secundario de White River, fechado en junio, dos años atrás. Sus páginas contenían fotografías e informaciones no sólo de los graduados, sino de todas las demás clases. Había fotos de las actividades sociales y deportivas de los alumnos; pero los retratos de los mentores Regina Hall, John Durham, Eileen Adams y Eliot Norton, ocupaban un lugar tan importante como el de los alumnos del último curso.

Sin embargo, en el espacio destinado a Cathy Sinclair no había fotografía. Sólo figuraba su nombre y, debajo, en bastardilla, la profética pero poco imaginativa descripción «Las aguas corren aun en las profundidades». Bajo los nombres de los demás estudiantes figuraba una lista de actividades al margen del curriculum, pero bajo el suyo no había nada más. Por lo visto, Catherine Sinclair no se ocupaba de nada más que de sus estudios.

—No hay retrato —exclamó Steve—. ¿Por qué?

El pequeño Mr. Rivers echó una mirada al anuario y se acomodó en su silla con una expresión que denotaba concentración.

—No sé —dijo, por fin—. Quizá nunca se haya presentado para que le tomaran la fotografía. Eso suele ocurrir, ¿sabe?

—¿Y en otros anuarios?

—No sé. Voy a ver.

Mr. Rivers se puso de pie y comenzó a revolver nuevamente el armario.

Steve revisó el primer cuadernillo página por página y encontró otra referencia sobre la joven fugitiva; había merecido el máximo premio anual: diez dólares.

El director regresó trayendo los volúmenes correspondientes al primero, segundo y tercer año de Cathy y los dejó frente al detective. Steve los revisó todos. En todos figuraba el nombre, pero nunca el retrato de la muchacha.

—Debe de haber tenido fobia a los fotógrafos —comentó con acritud.

—Se la puedo describir, si quiere —propuso Mr. Rivers—. Quizá eso le sirva de algo. Claro que sólo puedo decirle cómo era cuando estaba aquí, porque creo que nunca volví a verla; pero estoy seguro de que no puede haber cambiado mucho.

Steve hizo un gesto afirmativo con la cabeza y luego dijo:

—Veo que era buena en sus estudios.

Rivers se rascó la cabeza.

—Creo que sí —dijo lentamente—. Bueno… creo que obtuvo el premio máximo en los cuatro cursos. Pero eso no quiere decir nada, ¿no suele ocurrir que la gente que siente «inclinación» al asesinato sea inteligente?

Al pronunciar la palabra «inclinación» pareció deleitarse acariciándola.

—No siempre ocurre eso —comentó Steve—. Entre paréntesis: ¿qué grado de inteligencia hay que tener aquí para ganar el premio máximo?

—¡Oh, hay que ser bastante inteligente! ¡Bastante inteligente, por cierto! Yo diría que hay que tener una mentalidad universitaria. ¡Sí, definidamente universitaria!

Steve esbozó una sonrisa y miró en dirección a Shapely, pero el sheriff estaba inclinado hacia adelante en su silla, con las manos entre las rodillas y la torva mirada perdida en un punto más allá del director.

El detective miró el tibio sol de mayo a través de la ventana y preguntó:

—¿A qué clases asistía? ¿Estudió geografía, historia e idiomas?

La pregunta animó un poco el ambiente, porque Rivers debió consultar una vez más sus ficheros.

—Sí —respondió, por fin, extrayendo varias fichas—. Historia de los Estados Unidos, historia antigua, dos años de geografía, cuatro años de latín y tres de francés.

—¿Alguna vez estudió castellano?

—Aquí no se enseña castellano. No hay necesidad. ¿Para qué querría estudiar castellano alguien, aquí?

Steve dejó pasar la pregunta.

—¿En sus clases de geografía se estudiaba América Central y del Sur?

—Sí, por cierto. Es geografía universal.

—¿Y Puerto Rico?

—Sí. También. Puerto Rico.

—¿Y qué me dice de las Islas Vírgenes y de la zona del canal de Panamá?

—Por supuesto. Los muchachos estudian todo lo referente a la construcción del canal.

—¿Qué más se enseña acerca de esos lugares?

—Bueno… Lo que exportan y lo que importan, el nombre de los principales ríos, de la capital y de las ciudades principales.

—¿Me decía usted que podía describir a la chica?

—¡Sí, sí! Es eh… —Rivers se volvió a Shapely—. ¿Qué estatura diría usted que tenía, sheriff? ¿Uno sesenta y cinco?

—Uno sesenta —gruñó Shapely, mirando fijamente el espacio con mirada amarga—. Cincuenta o cincuenta y tres kilos, pelo oscuro y largo hasta los hombros, ojos oscuros, expresión solemne.

—Supongo que algunos la pueden considerar bonita —concedió Rivers—. Era llamativa, en cierta manera.

—Aspecto poco común —intercaló Shapely.

—Muy retraída. Muy… digamos, poco mundana. Casi infantil.

—Debe tener unos veinte años —dijo Steve—. ¿Quiere usted decir que es ingenua?

—Sí. Ingenua. Ésa es la palabra. Pero se veía la muerte en ella, ahora que la estoy recordando. Su tipo es peligroso. ¡Hay que guardarse de los inadaptados! Eso es lo que siempre digo.

Shapely se movió en su asiento.

—No es broma. Ella siempre tiene esa expresión inocente, pero si usted mira más allá ve cosas.

—¿Cómo es su corte de cara? —preguntó Steve.

—Ovalado —replicó Mr. Rivers.

—Cuadrado —corrigió Shapely—. Con un cuello muy delgado. Desagradable.

—Bueno —objetó Rivers—, supongo que mucha gente puede considerarlo un rostro hermoso. Yo no, por supuesto, pero alguna gente podría.

—Hermoso, no —rugió Shapely—. Extraño, eso es todo. Si se la mira parte por parte no hay nada bonito en esa cara. Los ojos no están mal, pero eso es todo. Además si los mira bien, no le gustarán.

Steve lanzó un suspiro bien audible.

—Pongámonos de acuerdo sobre el pelo. Es largo, hasta los hombros. ¿De qué color es?

—Negro —dijo Mr. Rivers.

—Castaño —dijo el sheriff.

—Castaño oscuro —especificó Mr. Rivers—. Y, además, no lo lleva hasta los hombros, sino hasta la mitad de la espalda. Es un pelo lacio, ligeramente ondulado en las puntas.

—Además lleva flequillo. Un flequillo lacio.

Steve tomó unas notas taquigráficas en su libreta y luego miró a los dos hombres.

—¿Qué me pueden decir de su figura? Bien desarrollada, poco desarrollada, ¿o cómo?

Mr. Rivers vaciló.

—Si no recuerdo mal, bien desarrollada.

Shapely resopló, despectivo.

—Tirando a flaca —dijo—. No es lo que se llama una buena figura.

Steve se puso de pie, no muy satisfecho.

—¿Podría hablar con su profesora?

Mr. Rivers también se puso de pie.

—¿Con qué profesora, Mr. Gregory? Ella ha estado con todas.

—Su preceptora.

—En este momento está en clase —explicó Mr. Rivers, pero luego tomó una grave decisión—. En vista de las circunstancias, sin embargo, ese espantoso asesinato y la expectativa de todo el mundo, creo que podríamos interrumpir la clase.

—A los padres no les va a importar que los chicos pierdan un rato de clase por una cosa así —puntualizó Shapely.

Miss Vickers, la profesora en cuestión, era una mujer alta y severa, de aspecto inflexible. Steve pidió hablar a solas con ella y Rivers le indicó una habitación vecina. A pesar de que la edad y el aspecto de Miss Vickers difícilmente podían tentar a alguien a propasarse, ella insistió en que se dejara la puerta entreabierta y, ya en la habitación, se mantuvo a prudente distancia del detective. Steve le sonrió ligeramente divertido y, sin aproximarse, le explicó su propósito. ¿Cómo era Cathy Sinclair? ¿Cuáles eran sus hábitos, su aspecto y sus modales?

Un odio helado inundó los ojos de Miss Vickers.

—Una muchacha espantosa —murmuró—. Ni siquiera era humana. De todas las damas de esta ciudad, Mathilda Whittemore era la más tierna, la más dulce, la más abnegada. Aunque sufriera privaciones nunca molestaba a los que no podían pagarle sus cuentas al día. Bastaba que alguien enfermara, para que ella corriera a ofrecer su ayuda. Se daba sin reservas, Mr. Gregory. Y que justamente ella haya sido asesinada, apuñalada por la espalda, por esa criatura ingrata, sádica y delincuente que ella había recogido y tratado como si fuera su propia hija, es… Bueno, la ciudad ha demostrado su temple. Esta ciudad y la gente de esta ciudad ha demostrado lo que Tillie Whittemore significaba para todos nosotros.

Steve le dirigió un mirada inquisitiva.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Me refiero al sábado. Al último sábado. Fue cuando el sheriff Shapely descubrió que la chica había huido. Ella creyó poder salvarse. Bueno, el sheriff habló con los miembros del ayuntamiento y ellos convocaron a la población esa misma tarde. Todo el mundo telefoneó a todo el mundo y todos estuvimos presentes. Todos los habitantes de esta ciudad, hasta los niños. No cabía un alfiler en el local de la sociedad de fomento. Y el sheriff Shapely nos comunicó cómo había escapado Cathy y nos habló de esa agencia de detectives de Filadelfia, que se especializa en personas desaparecidas, y nos propuso contratar sus servicios para encontrarla y traerla de vuelta. Bueno, no podía contarse con fondos municipales hasta que pudiera efectuarse una reunión oficial y el sheriff nos dijo que no podíamos esperar tanto tiempo, de modo que se organizó una colecta pública allí mismo y se recaudaron más de mil dólares. Todo el mundo contribuyó. Yo misma puse diez dólares —comentó, levantando orgullosamente la barbilla—. Y sacaremos todo lo que sea necesario de los fondos de la comuna no bien podamos reunirnos oficialmente.

—¿No hay nadie en la ciudad que haya sentido simpatía por esa chica? —preguntó Steve, apoyándose en el respaldo de su silla.

Miss Vickers negó con la cabeza.

—No era de los nuestros. Se había criado en la ciudad. No pertenecía a este medio. No se adaptaba. Era mala.

—¿Podía haber sospechado usted, cuando Cathy asistía a sus clases, que iba ser capaz de matar a alguien?

Miss Vickers apretó los labios.

—Sí y no. Permítame decirle que no me sorprende que lo haya hecho. No puedo decir que lo hubiera previsto. No soy adivina. Pero era rara. Siempre fue rara y prefiero no pensar en lo que se estaba preparando en ese cerebro suyo. Lo único que sé es que nunca demostraba lo que pensaba.

—¿Cree usted que es una demente?

Los ojos de Miss Vickers se achicaron en una mirada que inspiraba temor.

—Espero que no —dijo—. No me gustaría que eludiera su castigo bajo ese pretexto.

Steve hizo una mueca y miró el asiento de su silla.

—Miss Vickers: Cathy ganó el premio máximo de su curso en todos sus años de estudio, ¿diría usted que era lo que se llama un estudiante excepcional?

—No —respondió Miss Vickers con amargura—, eso es lo peor. Creo que no estudiaba nada de nada. Había montones de muchachos y chicas nacidos y criados aquí, jóvenes que trabajaban a conciencia, que estudiaban sus libros… y tenía que ser esa muchacha de fuera, que nunca abría un libro, la que se llevaba los premios. Bueno, pero nosotros, los de White River tenemos una cosa: somos honestos. Nadie puede decir que no lo seamos. Ella ganó y se le dio el premio, aunque yo no soy la única en pensar que era una vergüenza que una persona tan indolente se llevara el premio.

—Comprendo. Estoy tratando de establecer qué hacía con su tiempo. Por lo visto, no intervenía en las actividades ajenas al plan de estudios y, al parecer, no tenía aficiones ni amigos. ¿Sabe usted en qué empleaba el tiempo?

Miss Vickers no lo sabía.

—Creo que no se movía de su casa; quizá ayudara a Miss Whittemore en su trabajo. Realmente, no lo sé.

—¿Cómo era físicamente? He recogido opiniones muy variadas sobre su aspecto.

—Era más bien bonita —dijo miss Vickers con resentimiento—. Bonita de una manera poco común; no era bonita como las demás chicas. Su pelo, por ejemplo, no se ajustaba a la moda. No se ocupaba de él; simplemente lo dejaba crecer. Largo y lacio.

—¿Era de apariencia pulcra?

—Sí, parecía aseada —admitió miss Vickers con desgana.

—¿Qué me dice de las asignaturas? ¿Cuál parecía ser su predilecta?

La profesora meneó la cabeza.

—No podría decirle. No demostraba demasiado interés por ninguna. Por eso digo que es una vergüenza que haya ganado el premio todos los años. No se esforzaba nada.

Steve comprendió que no podía sacar mucho más de aquella mujer y decidió dar por terminada la entrevista. Sintió la tentación de preguntar si el resentimiento contra Cathy Sinclair tenía su origen en el crimen o se remontaba a sus años de estudiante, pero comprendió que no obtendría una respuesta imparcial y, de cualquier manera, eso era secundario ahora.

Las respuestas de miss Vickers no habían contribuido a aclarar la imagen de la chica y Steve necesitaba otras opiniones, de modo que dejó el colegio y se encaminó a la ciudad, mientras el sheriff partía en busca de una fotocopia de las huellas digitales.

Los resultados de esas entrevistas fueron mejores. En una ciudad minúscula como White River, todo el mundo se conocía. Mr. Buchanan, dueño de la ferretería, lo informó de que Cathy tenía buenos modales y parecía amable, pero que tenía «algo raro». Tras un mostrador del bazar dio con una de las compañeras de clase de la chica. Según pudo averiguar, Cathy había concurrido a algunos bailes del colegio en los dos primeros años, pero luego había dejado de salir. A los muchachos no les gustaba. A ella tampoco le había gustado mucho. Y no era porque Cathy fuese una forastera. A nadie le importaba eso. Era por Cathy misma. Era tan distinta. No compartía el interés de las demás chicas por los vestidos, por los muchachos, por las modas, por las invitaciones. Era el bicho raro de la ciudad y había algo extraño en ella y en la manera en que trabajaba su mente. Nunca se podía saber en qué estaba pensando y siempre se tenía la sensación de que era preferible no saberlo.

La noticia de la presencia de Steve en la ciudad y de la misión que le había llevado allí no tardó en difundirse y a la hora del almuerzo, cuando se detuvo en un bar y parrilla, ya no tenía necesidad de abordar a los lugareños. Le abordaban ellos, ansiosos de brindar información útil para encontrar a la chica y entregarla a la justicia.

Cuando Shapely regresó del destacamento policial de Springfield con las fotocopias, Steve le estaba esperando en la pequeña habitación reservada en la municipalidad para el sheriff del condado y su ayudante, en White River.

Las autoridades del municipio se estaban encargando de suministrarle más información, nada nueva por cierto, ya que toda giraba en torno al punto de que Cathy era una chica extraña y que su delito no les cogía de sorpresa. Lo peor de todo, para Steve, era que nadie le podía mencionar un solo acto censurable cometido por la muchacha, antes del crimen. De toda esa gente que había intuido problemas futuros, ni uno solo había hecho nada por evitarlos.

Shapely le entregó las fotocopias en un sobre y Steve las sacó para examinarlas, luego las volvió a guardar, satisfecho.

—Con esto me arreglo —fue su comentario.

Shapely hizo un gesto de asentimiento.

—Ahora, todo lo que tiene que hacer es encontrarla.

—No creo que sea difícil.

Steve miró a los que permanecían en la habitación dispuestos a escuchar su conversación con Shapely.

—¿Puedo hablar a solas con el sheriff? —les preguntó.

Los curiosos se fueron retirando, sin entusiasmo, y el último cerró la puerta.

—¿Qué quiere? —quiso saber Shapely.

—Quiero que me tome juramento como ayudante de sheriff.

Shapely tomó asiento ante el escritorio y echó atrás su silla.

—¿Y para qué?

—Usted quiere que le traiga a la chica, ¿no?

Los ojos del sheriff se convirtieron en piedras negras, duras y brillantes.

—Por supuesto que quiero que me la traiga. No voy a dormir hasta que la vea aquí. No sé cuáles son sus opiniones sobre el crimen, Mr. Gregory —prosiguió, enderezándose en el asiento—, pero le diré cuáles son las mías y las de esta ciudad. No habíamos tenido un crimen como éste en los últimos cien años y quizá en Filadelfia no les importe mucho el asesinato; pero aquí, en White River, nos importa y mucho. Y si alguien comete un crimen en White River recibirá su merecido.

Steve sonrió.

—A usted le va a costar más encontrar un jurado imparcial que a mí dar con la chica.

—No se preocupe por eso —gruñó Shapely—. La gente de aquí es recta y honesta. Se la juzgará como corresponde. Por cierto, mi cuñado, que vive en Springfield, será su defensor. Es el mejor por estos alrededores, y si alguien puede sacarla de este embrollo con el pretexto de que es subnormal, ése es él.

—Creo que no le van a faltar testigos. Y ahora, si quiere tomarme el juramento…

—Bien. Pero todavía quiero saber por qué.

—Para arrestarla si la encuentro. Para poder hacerla entrar al país.

—¿Qué quiere decir «poder hacerla entrar»?

—Ella no tiene pasaporte, a menos que haya conseguido uno falsificado. Salió del país con un nombre falso. Para entrar de nuevo tiene que demostrar que es ciudadana estadounidense. Eso requiere una partida de nacimiento y un certificado de vacunación. Todo ese papeleo puede provocar una larga demora. En cambio, si yo estoy legalmente autorizado para arrestarla, la puedo hacer entrar directamente, siempre que mis propios papeles estén en orden.

—¿Y usted tiene sus papeles en orden?

—Brandt se especializa en personas desaparecidas. Trabaja con todo el mundo. Nosotros siempre llevamos encima todo lo necesario.

Shapely extrajo un llavero del bolsillo y abrió el cajón central del escritorio. Sacó una insignia de ayudante de sheriff, la arrojó sobre el secante que cubría parte de la mesa y volvió a cerrar el cajón.

—O. K. Le nombraré ayudante. No quiero demoras en este asunto.

La ceremonia del juramento fue cuestión de muy pocos minutos y Steve se guardó la insignia en el bolsillo.

—¿Me permite, ahora, ver su legajo del caso?

Shapely se encogió de hombros y extrajo el legajo de un armario cerrado con llave. Permaneció de pie detrás de Steve, mientras el detective leía las distintas hojas y tomaba notas taquigráficas en su libreta.

—¿Realmente puede leer esas rayas? —preguntó cuando, por fin, Steve cerró la carpeta y recogió su libreta.

—Las leo —replicó el detective poniéndose de pie—. Y bien, sheriff, veré lo que puedo hacer para localizarla. Mi oficina se pondrá en contacto con usted cuando lo logre, si lo logro.

Shapely meneó la cabeza.

—Yo no entiendo de trámites —dijo—. He contratado a un hombre, no a una organización. Comunique a su oficina lo que quiera, si es que tiene que hacerlo; pero llámeme a mí primero. No quiero información de segunda mano.

Steve se encogió de hombros.

—Veré lo que puedo hacer.

—No vea, hágalo. Me importa un pito la organización. Quiero pescar a esa chica y la quiero lo más rápido que se pueda. Además le aconsejo que vaya armado. Ya le he prevenido; es peligrosa.

El detective sonrió.

—Me pondré en contacto con usted y se la traeré, pero no trate de enseñarme cómo.

Sin decir nada más, abrió la puerta y salió.