La casa de Mathilda Whittemore estaba destartalada, sin pintura y casi en ruinas por acción de la intemperie. Era un chato edificio de madera, de dos pisos y dimensiones modestas. La galería del frente ostentaba una anticuada barandilla y estaba separada del suelo por soportes de ladrillos. El césped que rodeaba la casa y descendía hasta la carretera pavimentada, a unos quince metros del edificio, estaba ralo y descuidado. Un camino de losas unía la casa con la carretera y una polvorienta entrada para vehículos ascendía hasta el gallinero y granero del fondo. Unos cuantos pollos que se habían escapado por los agujeros del alambrado picoteaban el césped frente a la casa.
Shapely hizo entrar el automóvil por el camino de tierra y los dos hombres descendieron.
—Esto está bastante deteriorado, por cierto —dijo el sheriff con un gesto—. Parte de los ochocientos dólares que había ahorrado Tillie iban a ser invertidos en reparaciones.
Adelantándose, trepó los vacilantes escalones que conducían a la galería, abrió la endeble puerta de tela metálica e hizo girar el picaporte de la deslucida puerta roja con paneles de vidrio por la que se entraba a la sala de estar. La habitación estaba en penumbras.
—¿No cerró la casa? —preguntó Steve.
—No, hombre. ¿Para qué? Aquí nadie lo hace. En este condado no se cometen delitos. Por lo menos hasta ahora.
La sala de estar se extendía sobre todo el frente de la casa. Atrás, un dormitorio se abría sobre un vestíbulo que daba a la cocina. A la izquierda del vestíbulo había una escalera y a la izquierda de ésta se veía la entrada de una estancia destinada originariamente a comedor de diario y que Tillie había convertido en escritorio. En aquella habitación había una mesa escritorio con tapa de enrollar, una silla, un armario y montones de papeles. Los papeles aparecían embutidos en los compartimientos sin orden alguno, dispersos sobre la mesa o apilados en el armario.
La puerta del dormitorio estaba próxima al pie de la escalera y al abrirse dejó a la vista una cama con cubrecama rayado, una andrajosa alfombra que aún ostentaba manchas de sangre, un lavabo, un silloncito hamaca y, en un rincón, una cómoda sobre la que se había dispuesto un juego de tocador, una lámpara y un doble marco de cuero con fotografías. Las persianas estaban bajas y esa habitación también estaba en penumbras.
Shapely bajó la voz al llegar a la escena del crimen:
—Aquí es donde Tom y yo la encontramos —dijo—. A mí me estaban arreglando el coche, así que ese día salimos juntos. Pasábamos por aquí y paramos, como era habitual. Tillie no estaba en la galería tomando el sol como ella solía cuando hacía bueno. Cuando no la vimos ahí pensé que se había puesto mala otra vez como el invierno pasado. Así que Tom y yo dimos la vuelta por el fondo para buscar a Cathy. La vieja pickup de Tillie estaba en el granero; nos imaginamos, pues, que no habían salido y dimos uno o dos gritos para que nos atendieran; pero Cathy no apareció. Me empecé a asustar, pensando que quizá Tillie se encontraba mal y Cathy estaba adentro, cuidándola; por eso llamamos y entramos.
»¡Sí, Cathy se la había cargado! Estaba medio caída fuera de la cama en un charco de sangre y el cuchillo le asomaba de la espalda. A Tom le impresionó mucho, pero que mucho. Luego insistió en que entráramos para ver si todavía vivía, pero yo lo paré. Yo no necesitaba que nadie me dijera que estaba muerta y no era cuestión de hacer un lío con las pruebas del crimen. Me fui hasta el teléfono más cercano y de ahí llamé a Springfield, jefatura de policía, y les pedí un fotógrafo, un doctor y uno de esos tipos que se ocupan de huellas digitales. Tom y yo anduvimos mirando con todo cuidado mientras esperábamos y no vimos ni señas de Cathy, y el azucarero estaba vacío sobre la mesa de la cocina.
»Bueno, señor, tenemos unas fotografías bastante buenas del cuerpo, por si le interesa verlas, y Silas Teidjen sacó las impresiones digitales del cuchillo y del azucarero y las comparó con algunas de Cathy que tomaron en el dormitorio de arriba. En vista de que la chica se había fugado y demás, no nos sorprendió que estos tipos hicieran eso.
»¿Qué día es hoy? ¿Lunes? Bueno, eso fue el martes pasado. Por la tarde ya habíamos transmitido por el teletipo quién era ella y qué había hecho. En seguida llegó un informe del encargado de la estación de Springfield. Es cabeza del condado ¿sabe? A unos dieciséis kilómetros de aquí, donde usted cambió de tren. Bueno, el informe decía que Cathy había sacado un pasaje para Nueva York.
»Y bueno, nos llevó algún tiempo descubrir a dónde se había ido desde allí, pero por fin la policía de Nueva York dijo que a Miami, y cuando la policía de Miami localizó el hotel, ella ya se había largado y no estaba en el país. Eso fue el sábado, y ahora estaríamos metidos en un brete si a mí no se me hubiera ocurrido la idea de llamar a su agencia para que la siguieran.
Steve había abandonado la habitación con expresión solemne.
—No se mata así por dinero. Yo no lo creo. Esto suena a asesinato por odio. ¿Cómo andaban las relaciones entre ellas dos?
Shapely meneó la cabeza.
—¡Qué diablos voy a saber! Tillie no tenía el menor resentimiento; eso téngalo por seguro. Pero de Cathy no se puede saber. Puede que quisiera irse de White River y Tillie no la haya dejado. Quizá haya pensado que ese dinero le correspondía. ¿Quién puede saber lo que pasa por la cabeza de esa gente chiflada?
Steve tenía el ceño fruncido cuando entró a la cocina. Se asomó al pequeño cuarto de baño, que estaba a la derecha, abrió la puerta que, bajo la escalera, comunicaba con el sótano en penumbras y dio algunas vueltas revisando cajones y armarios. Todo estaba demasiado limpio y ordenado como para decir algo.
—Ochocientos dólares —murmuró mientras regresaba al vestíbulo—. Es un botín bastante pequeño. ¿Está usted seguro de que la tía no tenía más que eso?
—Tillie me dijo que tenía ochocientos… un poco más, quizá. No creo que haya mentido. No cabía más en el azucarero. Así sabía cuando había reunido suficiente dinero para ciertos gastos.
Steve hizo un gesto afirmativo con la cabeza y comenzó a subir las escaleras seguido por la maciza figura del sheriff.
El piso superior estaba constituido por tres habitaciones y un baño. Todos los cuartos habían sido dormitorios, pero ahora se usaban para almacenar cosas. La planta cubría sólo la parte posterior de la casa y las ventanas del frente se abrían sobre el techo de la sala de estar y de la galería.
La habitación de Cathy, la única que se usaba como dormitorio, era la más próxima a la escalera. Las persianas estaban levantadas y el conjunto era más alegre y bonito que todo lo que habían visto abajo. Las ventanas estaban adornadas con cortinas floreadas y las paredes, aunque agrietadas, revivían bajo un papel de alegre colorido. La cama estaba hecha y toda la habitación parecía limpia y pulcra.
—Una persona muy cuidadosa —comentó Steve—. Mata a su tía, pero no se olvida de hacer la cama.
Shapely movió la cabeza.
—Sí que se olvidó. Había ropas en el suelo y el camisón manchado de sangre estaba sepultado en el fondo del cesto. Además, la cama estaba toda revuelta. Hay que reconocer que Millie Hastings se portó bien. Es la que vive en la casa vecina y ahora se encarga de echarle una ojeada a las cosas… dar de comer a las gallinas y demás, hasta que decidamos qué se hace con todo.
Steve abrió los cajones de la cómoda y observó las ropas simples, baratas, pero bien conservadas, que guardaban. Miró en torno en busca de alguna otra prueba del carácter y hábitos de quien había ocupado el cuarto, pero allí había poco que ver.
—¿No tenía fotografías de sus padres? —preguntó.
—Las únicas fotografías que hay en esta casa son las que ha visto usted en la cómoda de abajo. Son de cuando ella era un bebé y de sus padres. Fueron tomadas en Chicago. Pertenecían a Tillie.
—¿Eso significa que usted no tiene fotografías de ella? ¿Nada que la muestre como es ahora?
—Me temo que no.
—Eso no me va ayudar mucho en la búsqueda.
—Si fuera tan fácil, habría ido yo mismo.
Steve pasó junto al sheriff, que se había detenido en el vano de la puerta.
—Bueno, veamos cómo era de bebé.
Las fotografías que contenían los pequeños marcos de cuero resultaron inútiles. En ellas Cathy no tenía más de seis meses y era imposible descubrir cómo habían evolucionado su pelo y su rostro. Todo lo que se veía eran unos grandes ojos solemnes y una pequeña y solemne boca. La instantánea de los padres tampoco representaba una ayuda. En veinte años se habían desdibujado las imágenes y, aunque mostrara a la madre en una edad similar a la de Cathy, el sombrero veraniego de ala ancha sombreaba demasiado el rostro como para distinguir las facciones.
Steve lo dejó en su lugar y se encogió de hombros.
—A menos que encontremos una fotografía suya en el anuario de la escuela secundaria, no sé cómo voy a reconocerla cuando la encuentre.
—¿Quiere que le lleve al colegio?
—Sí, claro.
Regresaron al automóvil y Steve sacó a relucir su pipa.
—Una cosa que necesito, sheriff es la fotocopia de las impresiones digitales de esa chica. Es la única forma de identificarla con seguridad.
—Por supuesto. Se la encargaré. Con eso no va a haber problema, se han conseguido algunas bastante buenas.
—Muy bien. Ahora cuénteme lo de Miami.
Shapely cogió otra vez la polvorienta carretera.
—Se registró en un hotel el miércoles y pasó allí todo el jueves. La habríamos pescado, pero los tarados de los periodistas publicaron la historia y nos imaginamos que así se enteró de que estábamos sobre su pista. Se cambió el nombre y tomó un avión que salía al exterior.
Steve se volvió hacia el sheriff; un ángulo de su boca se había contraído.
—¿Que cambió de nombre? ¿Quiere decir que se había registrado en Miami como Cathy Sinclair?
—Sí. Allí, en Nueva York y en el avión que la llevó a Florida. Ya le he dicho que no era despierta. Creo que no sabía hasta dónde podía llegar la policía para pescarla. Seguramente se imaginó que estaba a salvo. Cuando los diarios de Miami se ocuparon del asunto, despabiló, corrió al aeropuerto y salió del país. Alguien la recordaba cuando la policía anduvo haciendo averiguaciones en el aeropuerto. Creo que era un agente de viajes al que ella le estuvo haciendo preguntas sobre pasaportes. Pero era demasiado tarde y nadie sabe qué nombre usó ni qué avión tomó y hacia dónde.
—O si en realidad tomó un avión.
—Tiene razón; pero no creemos que sea tan despierta como para despistarnos así. Pero es imposible decir lo que hizo. Eso es lo que hace este asunto tan peliagudo.
Steve sonrió.
—No va a ser tan difícil encontrarla. Por la forma en que ha procedido hasta ahora, no me explico cómo ha podido escaparse.
El sheriff le miró de reojo.
—Usted encuéntrela, nada más. Usted encuéntrela y tráigala para acá.