Cuando el revisor entró al vagón y anunció «¡White River!» y luego avanzó hasta el centro del coche y volvió a gritar «¡White River!», Steve Gregory bajó el periódico y, a través de la polvorienta ventanilla, contempló el paisaje de New Hampshire que se deslizaba ante sus ojos. Los campos recién arados se elevaban y descendían en sucesivas mareas con las ondulaciones del terreno. Había huertos bañados por la luz del sol; aquí y allá una granja con sus graneros y silos señalaba la existencia de seres humanos. Más atrás, las lomas cubiertas de verdor se transformaban en montañas purpúreas. La paz y la soledad que flotaban sobre el paisaje sólo se veían turbadas por el traqueteo del vetusto tren y las densas bocanadas de vapor de la locomotora, que resplandecían y se elevaban lentamente en el aire pesado.
Con una sacudida, el tren perdió velocidad y continuó rodando; luego volvió a frenar con una nueva sacudida. Steve aspiró el aire cargado de hollín del tren y se puso de pie, aferrándose al asiento en previsión de otra frenada brusca. Cada vez aparecían más casas a la vista, aunque todavía muy dispersas. Una estrecha carretera pavimentada que cruzaba los rieles estaba bloqueada por la barrera pintada a franjas blancas y negras y se oía el previsor sonido de una campanilla de alarma, pero no había ni un automóvil a la vista.
Steve se estiró hasta el portaequipaje color crema y dejó caer su maleta sobre el asiento; al impacto, se levantó una nube de polvo. Luego de abrocharse la chaqueta, echó a andar hacia el fondo del coche. Pasó junto a un hombre entrecano, único pasajero que quedaba, y cuando cerró tras de sí la puerta de madera, el hombre ocupaba ya el asiento que él acababa de dejar y recogía el periódico abandonado.
La estación de White River no era mucho más larga que una cabaña de troncos y no mucho más nueva, por cierto. Sus paredes de madera ordinaria estaban pintadas en un desagradable tono amarillo sobre el cual un tizne acumulado durante años, habían dejado una enfermiza pátina gris. Las dos puertas se abrían sobre un andén que se extendía unos cien metros a lo largo de los rieles y estaba cubierta en parte por el techo de la estación. La penumbra del lugar contrastaba violentamente con la brillante luz solar que iluminaba el polvoriento aparcamiento que se veía al fondo.
Steve era el único pasajero que descendía allí. De un salto dejó el vagón y echó a andar sobre el tosco entablado. Había tres hombres en el andén. Uno de ellos estaba ocupado descargando una saca de correspondencia del furgón de carga, otro estibaba cajas de cartón en una vagoneta y el tercero permanecía apoyado contra una carreta, tallando un trozo de madera de pino con un cuchillo de caza. Los dos primeros vestían un mono; el atuendo del tallista era distinto. Los pantalones eran oscuros y la camisa que cubría su voluminoso abdomen, gris. Usaba corbata negra y un casco para sol de papel maché. De su cinturón canana cargado de proyectiles pendía la funda de un revólver y una vaina de cuchillo. Llevaba una insignia dorada prendida en el bolsillo izquierdo de la camisa. Steve se encaminó hacia él llevando la maleta como si no sintiera el peso.
El hombre de la insignia le vio acercarse, pero continuó apoyado contra la carreta y no interrumpió su talla. Debía de tener casi un metro ochenta de estatura y sus manos eran carnosas. Su boca era grande, de labios prominentes, la nariz chata y los ojos oscuros muy hundidos en la grasa circundante. El torso era bien desarrollado, pero el abdomen era enorme y sus carnes sólidas y pesadas. Daba la impresión de ser alguien a quien resultaba difícil hacerle frente y él parecía saberlo.
—¿Usted es el tipo de la agencia? —preguntó con voz áspera.
Su actitud era indiferente y natural, pero los ojos atisbaban alertas bajo las cejas negras.
—En efecto. Mi nombre es Steve Gregory.
—¿Algo que le identifique?
Steve dejó la maleta en el suelo y extrajo su billetera. A su espalda la locomotora resoplaba y ya comenzaban a moverse las ruedas. Steve abrió la billetera y mostró su permiso sin una palabra. Era inútil tratar de hacerse oír sobre los rugidos y chirridos del tren que partía.
El hombrón hizo una seña afirmativa con la cabeza, se apartó con pesadez de la carreta y envainó su cuchillo. El trozo de madera a medio tallar fue a parar a un bolsillo del pantalón.
—Yo soy Jim Shapely, el sheriff del condado —mugió sobre el estrépito y apretó con excesiva fuerza la mano de su interlocutor.
La sombra de dolor que pasó por el rostro de Steve pareció complacer al sheriff.
—Tengo un auto allá atrás —dijo y dejó que Steve lo siguiera.
El automóvil era un polvoriento Pontiac, un modelo de tres años atrás, con la palabra policía inscrita en los costados con letras doradas de diez centímetros de altura.
Shapely acomodó a presión su barriga tras el volante y puso en marcha el motor.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó mientras descendían la loma hacia la calle principal.
Un esbozo de sonrisa pasó por los fríos ojos grises y por el impasible rostro de Steve.
—Treinta y cuatro.
—Me parece demasiado joven —comentó Shapely doblando hacia la izquierda.
A los lados de las calles se levantaban, dispersos, los edificios que constituían la ciudad. Había una media docena de comercios, una iglesia, quince o veinte casas, y eso era todo.
—Pero con demasiada experiencia —replicó Steve.
—¿Cree que la podrá encontrar?
—No me sorprendería.
—El mundo es grande.
—Así es.
Shapely le lanzó una mirada.
—Quizá le parezca que todo esto es bastante tonto.
—¿Yo? Yo no pienso nada. No sé lo suficiente aún.
—Bueno, le voy a decir una cosa, Gregory. En mi condado nadie hace una cosa como la que hizo esta chica y se va sin más ni más. No importa dónde se vaya. ¿Lleva revólver?
—No.
Shapely pareció incómodo.
—Más vale que vaya armado, Gregory. Esa chica le va a matar en cuanto le vea.
Steve sonrió brevemente.
—Puedo resistir la muerte —dijo—; sobre todo si viene de una mujer que tampoco está armada.
—¿De veras? —el sheriff no parecía muy convencido—. Bueno, por lo menos no le dé la espalda. Eso fue lo que hizo su tía, que en paz descanse.
Hizo un movimiento brusco con el volante para evitar una gallina que cruzaba la carretera. Ya habían dejado la zona urbana. Steve no se molestó en contestar, miraba el paisaje.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Tom Addison vive por aquí y hoy es su día libre. Es el hombre que estaba conmigo cuando descubrimos el cadáver. Pensé que quizá le gustara hablar con él.
Steve metió la mano al bolsillo y extrajo una pipa y un paquete de tabaco.
—¿Puede decirme algo que usted no sepa?
—Bueno, creo que no.
—Entonces no creo que sea necesario.
—¡Ajá! —Shapely hizo una breve pausa—. Entonces tal vez quiera ir al departamento de policía de Springfield y ver las pruebas, ¿no? Tenemos el camisón de la chica con todo el delantero manchado de sangre. Tenemos el cuchillo de cortar el pan que usó.
Steve se puso la pipa entre los dientes y buscó un encendedor.
—Yo no estoy tratando de establecer quién mató a la mujer, sheriff. Eso ya lo sabemos. Lo que me interesa es descubrir a dónde fue la asesina. Un camisón manchado de sangre no me ayudará mucho.
Shapely pareció un poco amoscado.
—¡Muy bien, entonces dígame qué quiere hacer!
—Pensé que convendría echar un vistazo a la casa.
—Bueno, ésa es la escena del crimen —gruñó el sheriff—. Creí que eso no le interesaba.
—También es el lugar en que ella vivía, sheriff. Eso es lo fundamental. Y no crea que no me interesa el crimen. Quiero que me informen sobre eso también, pero basta con que usted me cite las pruebas. No es necesario que yo las vea. Lo que yo tengo que hacer es formarme una idea acerca de la chica. Como usted mismo ha dicho: el mundo es grande. Si me entero de dónde puede haber ido y dónde puede no haber ido, lograría reducirlo un poco.
—Bueno —bufó el sheriff—: si eso es todo lo que quiere saber, yo puedo ponerle al corriente de todo. La conozco desde que llegó aquí.
—Será una ayuda —comentó Steve, mientras lanzaba una bocanada de humo—. Pero, de todos modos, deseo ver la casa.
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque ese lugar puede decirme cosas que quizá ni usted sepa —miró de reojo al hombre sentado a su lado—. ¿Qué ocurre sheriff?, ¿no quiere que yo vaya allí?
—Puede ir si se le antoja —gruñó Shapely—, pero está a ocho kilómetros del pueblo, en la otra carretera. Tenemos que retroceder.
—Hagámoslo, entonces, y usted me irá informando por el camino.
Shapely frenó con brusquedad y dio la vuelta.
—Me parece una manera muy rara de hacer las cosas —murmuró y, levantando la voz añadió—: Personalmente, creo que su agencia debió haber mandado a alguien con más años que usted. Creo que no aprecian bien lo que está en juego aquí. No se trata de buscar un marido perdido; estamos detrás de una asesina. Esa chica ha cometido el acto más cruel y brutal que he visto en mi vida y lo volverá a cometer si se le pasa por la cabeza. Brandt debía haberlo pensado mejor antes de enviar a un hombre que ni siquiera usa armas. Le prevengo, Gregory, que se puede arrepentir.
—Si pienso que voy a necesitar un arma, la usaré —replicó Steve con calma—. Ahora, sheriff, hábleme de la chica. ¿Cómo se llamaba?
—Cathy. Cathy Sinclair.
—¿Y mató a su tía?
—Eso es. El lunes pasado. La apuñaló con un cuchillo de cortar el pan. Y por la espalda. Le digo que esa chica se va a arrepentir de lo que hizo.
—¿Sabe por qué lo hizo?
Shapely se encogió de hombros.
—Me parece que fue por dinero. Tillie tenía más de ochocientos dólares en esa azucarera. Ella misma me lo dijo menos de una semana antes de su muerte. Cathy se los llevó. Si quiere que le dé mi opinión —añadió bajando la voz—, pienso que le gustaba el lujo.
—Con ochocientos dólares no se puede haber dado mucho.
—Quizá no, pero ella no lo sabía ¿se da cuenta? Por aquí, ochocientos dólares son toda una fortuna.
—Pero ¿por qué matar a la tía?, ¿por qué no llevárselos, simplemente?
En el rostro del sheriff se dibujó una sonrisa torva.
—Veo que va captando la idea, Gregory. No había razón. Por lo menos no había una razón valedera, excepto su deseo de matar.
—¿Quiere decir que anda mal de la cabeza? —preguntó Steve.
—Eso es. Mal de la cabeza. Muy mal. Pregúntele a cualquiera en la ciudad.
—Debieron haberla internado.
Shapely hizo una lenta señal de asentimiento con la cabeza.
—Sí. Ahora nos damos cuenta de que debíamos haberlo hecho. El problema era que Tillie la necesitaba. Y sobre todo, nosotros no esperábamos algo así. Supongo que es culpa mía. Yo debía haberlo previsto, puesto que la conocía a ella y a Tillie mejor que nadie. Sí; podría decir que yo soy el responsable de la muerte de Tillie. Pero es imposible internar a alguien sin una buena razón. Quiero decir, que la chica está un poco chiflada y todo el mundo lo sabía, Tillie solía comentarlo conmigo, pero la pobre tenía muy mala salud. La necesitaba y la chica parecía inofensiva. Si una persona así no hace algo que demuestre lo peligrosa que es, uno se inclina a dejarla tranquila. Y Cathy fue lista. No hacía nada. O, mejor dicho, si lo hacía lo disimulaba tan bien que nadie tuvo nunca pruebas para hacerla responsable de algo.
—¿Qué otra cosa hizo por aquí?
—Bueno, no fue por aquí, ése es el asunto. Se trata de la forma en que murieron sus padres.
La expresión de Shapely era torva y sus ojillos parecían de acero.
—Parece que murieron en un incendio. Cathy ni siquiera se chamuscó, pero ellos se quemaron vivos. Eso ocurrió en Chicago, Gregory, antes de que ella viniera aquí y todo lo que sé es que la policía de Chicago nunca la molestó por ese asunto. Sin embargo es bastante curioso, si uno se pone a pensar. ¡Una niña de nueve años que se salva sin un rasguño y dos adultos atrapados!
Steve volvió a encender su pipa.
—¿Tenía algún rencor contra sus padres? —preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo? —murmuró Shapely—. ¿Cómo puedo saber si tenía algo contra su tía? Como le digo: la policía de Chicago nunca la molestó por ese asunto, de modo que no sospeché nada de ella hasta que encontré el cuerpo de Tillie. Si yo hubiera sospechado algo, si esa gente de Chicago me hubiera prevenido, le aseguro que yo no habría dejado a Tillie ni un minuto a solas con ella.
—Tillie la recogió después de la muerte de los padres, ¿no?
—Exactamente. Tillie era la única parienta y era toda corazón. Mary Whittemore, la hermana de Mathilda, se había casado con un comerciante de Chicago de apellido Sinclair. Cuando se trasladó a la ciudad dejó a Tillie a cargo de la granja de aves que habían montado los padres. Fueron tiempos duros para Tillie, que tuvo que encargarse sola de todo; se las arregló, pero creo que eso le arruinó la salud. Luego ocurrió lo del incendio y Cathy se quedó huérfana, de modo que Tillie tuvo que recogerla. Podía haberla dejado en un orfanato; otra mujer lo habría hecho, pero Tillie no. Insistió en que la criatura se fuera a vivir con ella. Ella era así y no podía dejar de hacerlo; creo que ése fue su gran error. Tenía un corazón demasiado grande. Yo sentí eso, no bien vi a la niña.
—¿Y por qué? —preguntó Steve—. ¿Qué fue lo que vio?
—Vi sus ojos —dijo Shapely con su expresión torva—. Eso me lo dijo todo. Tillie sabía que algo no andaba bien y el resto de la gente se daba cuenta de que era de carácter algo difícil, pero nadie veía lo que veía yo, porque es mi profesión y tengo experiencia. Además yo veía a la chica con más frecuencia que nadie, excepto Tillie. Me eligieron sheriff del condado, ¿comprende?, y ese puesto le obliga a uno a andar por ahí y tratar con la gente. El destacamento policial más próximo está en Springfield. Aquí no hay crímenes, no pasa nada, de modo que todo lo que tiene que hacer un sheriff es circular y echar una ojeada para ver cómo andan las cosas. Yo hago visitas aquí y allá, tomo una taza de café o charlo un rato y así me voy enterando de lo que pasa. La casa de Tillie era una de mis paradas y recalaba por allí dos o tres veces por semana. Ella no tenía muchas oportunidades de ver gente y me parecía que era una manera de echarle una mano… Era algo así como un cambio en sus días. A veces la ayudaba un poco en los trabajos más pesados, como cargar huevos en el camión o cosas por el estilo.
»El asunto es que fue allí donde vi por primera vez a Cathy y le aseguro que se me heló la sangre. Era una criatura flacucha, puro ojo y con una cara muy seria. Creo que jamás en la vida se ha reído. Ni siquiera la he visto sonreír. Pero lo que más me molestó fueron esos ojos. Los clavaba en uno. Uno los sentía aunque estuviera de espaldas. Eran ojos que taladraban y, aunque no fuera más que una criatura, lo hacía sentir a uno molesto porque no sabía lo que estaba pensando.
»Bueno, Gregory, yo no soy de los que se asustan y me decía a mí mismo que era un disparate, que estaba loco al sentirme así. Me imaginaba que ella había quedado así por el shock; por ese asunto de los padres. ¡Cómo iba a sospechar que ella tenía algo que ver! La chiquilla nunca llegó a gustarme, pero siempre traté de ser amable con ella. Uno piensa que así hace las cosas más llevaderas; pero esa criatura no era amable con nadie, salvo quizá con una serpiente de cascabel. No decía nada, no hacía nada, y así era con toda la gente de la ciudad. Todos trataban de que se sintiera a gusto, por lo que creían que había pasado, pero ella lo único que hacía era clavarles esa mirada… y a todos les molestaba, así que no tardaban en dejarla en paz.
—¿No tenía ni un amigo? —preguntó Steve con aire caviloso.
—Ni uno. Ni muchacho ni chica, Gregory. Ahí tiene una prueba palmaria. Una criatura puede engañar a los mayores, pero no a los de su edad. Los chicos y los animales tienen un sentido para eso: si alguien no les gusta, por algo será. Como le decía: yo pensé que era por el shock, pero los chicos reaccionan de un shock y Cathy no cambió en nada. Fue creciendo tan extraña como siempre. Iba a la escuela, pero los demás niños no jugaban con ella. Cuando las demás chicas empezaban a salir, ella se quedaba encerrada en su casa. Creo que unos cuantos tipos trataron de hacerla salir una o dos veces, pero todos acababan por dejarla estar.
»Yo vigilaba todo el tiempo, porque es mi trabajo; pero no había vez que fuera a la casa de Tillie, que la chica no me hiciera sentir incómodo. Tillie se preocupaba porque Cathy no era como los demás, pero nunca hablaba del asunto. Creo que tenía miedo de que yo quisiera internarla y ella dependía cada vez más de la chica, a medida que su salud empeoraba. Así que yo no dije una sola palabra. En los últimos años, Tillie no podría habérselas arreglado sola. Cuando Cathy terminó sus estudios secundarios, Tillie dejó prácticamente todo a su cargo; ella se quedaba casi todo el tiempo al sol, en la galería.
Shapely se encogió de hombros y continuó:
—Yo no podía sacarle una falta a la chica. Ya sé que era de carácter difícil, pero hacía bien su trabajo. Yo la creía inofensiva, así que no me metí. Era cuestión de dejarla allí mientras Tillie viviera, luego veríamos que se hacía con ella.
Shapely lanzó un suspiro.
—Cometí un error, Gregory. Pero Cathy también lo cometió y yo le aseguro que Tillie será vengada —los músculos de su mandíbula se habían puesto tensos y había odio en su voz—. No me importa a qué lugar del mundo se haya ido; yo la haré volver. Y por eso está usted aquí.