12
EISHAUSEN

Goethe voló hacia Berka como si el suelo ardiera bajo sus pies. Durante el viaje iba preguntando a cada uno de los caminantes con los que se cruzaba, a cada campesino que encontraba al borde del camino y a cada posadero por el capitán Santing. A menudo los interpelados respondían encogiéndose de hombros, pero también había bastantes que recordaban que el día anterior habían visto pasar a un jinete con un parche en el ojo que cabalgaba hacia el sur. Suponiendo que el hombre de Ingolstadt se dirigía a Baviera, Goethe eligió en Berka la carretera de Rudolstadt, pero después de preguntar a cinco personas sin que nadie supiera nada de un tuerto, tuvo que dar media vuelta y elegir el desvío hacia Ilmenau. Forzado por la oscuridad y el agotamiento, se detuvo a pasar la noche en Kranichfeld, pero antes aun de que llegara la aurora volvió a saltar, fatigado, al caballo.

A medida que avanzaba por el montuoso paisaje de la Selva de Turingia, las huellas de Santing se iban haciendo más claras. Goethe permanecía ciego a los encantos de los bosques verdeantes y contemplaba agradecido cada caseta fronteriza desocupada y cada barrera abierta, porque en su cabalgada cambió innumerables veces de territorio pasando de un minúsculo principado turingio al siguiente, de Sajonia-Weimar-Eisenach a Sajonia-Gotha-Altenburg, de vuelta a través de Sajonia-Weimar-Eisenach, de nuevo a través de Sajonia-Gotha-Altenburg hacia Schwarzburg-Rudolstadt, por tercera vez por tierras de Sajonia-Weimar-Eisenach hasta Sajonia, finalmente a Sajonia-Hildburghausen.

Mientras descendía, a la luz del crepúsculo, hacia el valle de Werra, por primera vez le vino a la cabeza la idea de que Santing tal vez sabía que le perseguían y que con esta cabalgada que cruzaba Turingia en todas las direcciones se estaba burlando de su perseguidor. En Hildburghausen, Goethe le perdió la pista. Parecía como si el capitán nunca hubiera pisado la ciudad, y aunque lo hubiera hecho, Hildburghausen era un cruce de grandes carreteras; ¿quién podía decir si había seguido cabalgando desde allí hacia Meiningen, o hacia Römhild, Coburgo o Eisfeld? Sus esperanzas de encontrarle se desvanecieron. En ese momento, Goethe comprendió que de hecho ya era sorprendente que no hubiera perdido mucho antes la pista del capitán.

En el Englischer Hof, junto al mercado, comió mientras atendían a su caballo. Tampoco la patrona sabía nada de un tuerto. Mientras Goethe devoraba un muslo de ganso con albóndigas en salsa de castañas, sintió el deseo de emborracharse como lo había hecho la última vez en Spessart. Solo que ésta no sería una borrachera alegre sino melancólica. Esta noche debían enterrar a su amigo en Weimar. Cuando la patrona le trajo la segunda copa, pidió ya la tercera. Levantó el vaso y brindó con su propia imagen, que se reflejaba en la ventana frente a la que se encontraba sentado:

—Por ti, Friedrich. Que lo que la vida te otorgó solo a medias, te lo otorgue entero la posteridad.

Ya no podía contener su dolor por más tiempo: antes de que hubiera acabado de vaciar el vaso en honor a Schiller, las lágrimas asomaron a sus ojos y empezó a llorar silenciosamente. Avergonzado, se cubrió el rostro con las dos manos, con la esperanza de que los otros clientes no se fijaran en aquel hombre solitario que lloraba. Las lágrimas corrieron por sus manos y le humedecieron las mangas. Algunas cayeron en el plato ante él, reventaron al topar con los huesos del ganso y formaron dibujos en los restos de la salsa. Por primera vez se sentía tan viejo como realmente era: un anciano de cincuenta y cinco años. La amistad con Schiller le había proporcionado una segunda juventud, una juventud que forzosamente debía acabar con la muerte de Schiller. La fuente de la juventud se había secado. Pronto Goethe ya no podría decir siquiera si lloraba a Schiller o lloraba a su propia juventud perdida.

La discreta posadera esperó a que Goethe dejara de llorar y se secara las lágrimas con la servilleta para hablarle. Lamentaba molestar al señor, dijo, pero una de sus sirvientas había visto hoy en un pueblo cercano a un hombre que, como el descrito por Goethe, llevaba un parche negro sobre el ojo derecho, y tal vez el señor quisiera intercambiar unas palabras con la chica.

Goethe se dirigió inmediatamente a la cocina, donde la sirvienta estaba troceando unas coles, y la interrogó. La muchacha venía de comprar huevos en una aldea al sur de la ciudad cuando la había adelantado ese jinete tuerto de rostro feroz; le había seguido con la mirada hasta que había abandonado la carretera y había desaparecido por un caminito que se adentraba en el bosque. La joven no pudo decirle más, pero le describió el camino hasta el pueblo y el desvío hacia el bosque. Goethe pidió a la patrona que ensillaran de nuevo al caballo, al que ya habían cepillado y tapado con una manta, y como agradecimiento les deslizó, tanto a ella como a la sirvienta, unas monedas en la mano.

Mientras el caballo de Goethe ascendía al trote por la colina detrás de Hildburghausen, empezó a oscurecer. Media hora más tarde llegaron a la cima, desde donde la carretera descendía en fuerte pendiente hacia el valle del Rodach. Abajo ya se veían las luces de Eishausen, pues así se llamaba el pueblo —una larga hilera de casas bajas con tejados de pizarra que se extendía entre la carretera y el arroyo—. Goethe encontró el camino que le habían descrito en el bosque, desmontó y siguió llevando al caballo de las riendas. Como el sol hacía tiempo que se había puesto y la luna aún no había salido, tenía ciertas dificultades para caminar con paso firme a través del bosque, y el caballo, que percibía su inseguridad, empezó a resoplar y a relinchar. Al final, Goethe se vio obligado a atar la rienda a un tilo y seguir solo para no desvelar su presencia. Únicamente se llevó el sable, las pistolas y algunos cartuchos, porque sentía que le faltaba poco para alcanzar su objetivo.

Cuando el bosque volvió a abrirse, se encontró de nuevo frente a un palacio, o más bien frente a una gran casa señorial, que allí, lejos de la ciudad y a la orilla del bosque, parecía extrañamente desplazada, como si la mano de un gigante la hubiera arrancado de una gran urbe y la hubiera depositado luego en el campo. Esa residencia señorial, pues, era un macizo caserón de tres pisos con nueve ventanas en cada planta de una chocante austeridad, ya que toda su ornamentación se reducía a unas artísticas gárgolas de hierro forjado en los canalones de desagüe, un emparrado de viña virgen adosado a las paredes y una escalinata doble que conducía a la entrada. Cerca del edificio se levantaban una casa de campo y unas caballerizas, cuya cara posterior enlazaba con un muro alto que sin duda delimitaba un jardín. El sendero que Goethe había tomado desembocaba en una avenida de castaños que conducía, por un lado, a la mansión, y por el otro, a través de un portal de hierro y cruzando un foso, de vuelta a la carretera principal que llevaba a Coburgo. El portal estaba cerrado. En el piso superior de la casa y en el inferior no brillaba ninguna luz y los postigos estaban cerrados, pero entre los dos había cuatro ventanas iluminadas, tres en el ala izquierda y una en la derecha.

Goethe se retiró hasta alcanzar la protección de los árboles y allí se sacó el manto y cargó las tres pistolas. Encajó dos en el cinturón con el cañón hacia delante y empuñó la otra. Luego se puso en marcha. A la sombra de la casa de campo se acercó al palacio y lo contorneó, hasta que en la estrecha cara éste encontró la puerta que conducía a las habitaciones de trabajo. Estaba cerrada. A través del agujero de la cerradura observó la habitación que había detrás, sin lugar a dudas una despensa, y la cocina contigua, en la que brillaba una única lámpara de cera. La puerta no estaba cerrada con llave, sino atrancada con un madero desde dentro, y aunque había sido construida con sólidas tablas de madera de roble, éstas se habían deformado en el curso de los años de modo que entre ellas se abrían pequeñas rendijas. Goethe metió la punta de su sable por una de esas rendijas, y después de esforzarse mucho consiguió que la hoja penetrara profundamente en la puerta. Una vez hecho esto, empujó el sable hacia arriba haciendo presión contra la empuñadura, de manera que al cabo de un momento la hoja levantó la tranca al otro lado de la puerta y finalmente el madero cayó y chocó con estrépito contra las baldosas del suelo. Ahora Goethe tenía que liberar rápidamente el sable de la tenaza en que se encontraba aprisionado, lo que consiguió haciendo palanca con los dos pies contra la puerta, aunque, en el estado de debilidad en que se encontraba, tuvo que sudar para lograrlo. De nuevo miró por el ojo de la cerradura, pero por lo que se veía el ruido del madero al caer, que le había parecido tan atronador, no había sido percibido por nadie en el segundo piso. Goethe entró y volvió a atrancar la puerta.

Aún estaba explorando la despensa y la gran cocina, cuando oyó pasos en la escalera de caracol que conducía hasta la cocina y distinguió un resplandor que se acercaba. Goethe cogió el primer objeto que vio a la luz de la vela —un rodillo de amasar— y se ocultó con él detrás de un armario. Un lacayo llegó por la escalera de servicio. Llevaba una bandeja con un servicio de té utilizado y un candelabro. El hombre tenía el cabello completamente blanco y se movía con una elegancia muy francesa. Goethe esperó a que hubiera dejado la valiosa porcelana en lugar seguro, y luego le golpeó en la nuca con el rodillo. El cuerpo se desplomó tan lentamente que Goethe incluso tuvo tiempo de frenar su caída.

A través de la escalera de caracol, Goethe llegó al segundo piso. Ante la puerta camuflada que sin duda conducía al pasillo, dejó en el suelo el candelabro y cogió una tercerola en cada mano. Tenía las palmas húmedas de sudor. Respiró hondo y empujó la puerta con la espalda. De un salto pasó al otro lado. Era un pasillo vacío adornado con numerosos espejos, con una puerta a cada lado. Detrás de la puerta de la izquierda hablaba un hombre. Goethe se deslizó sobre la alfombra y apoyó una oreja contra la puerta. Trató de identificar la voz de Santing, pero le resultó imposible. No le quedaba otra opción que abrir la puerta. Bajó el picaporte, abrió el batiente de golpe, entró y apuntó los dos cañones hacia el interior de la habitación.

Era un salón, amueblado con sencillez pero con mucho estilo, con un piano y un grupo de muebles en torno a una chimenea. En una mesa al otro lado de la habitación estaban sentados Sophie Botta y el conde Vavel de Versay, ambos con unas cartas en la mano y, por lo que parecía, haciendo un solitario. De Versay llevaba, como siempre, su peluca y una levita color castaño con grandes botones metálicos. Madame Botta, por primera vez, no llevaba un vestido negro, sino uno blanco con flores de lis bordadas, y había retirado el velo con el que siempre se cubría el rostro, que ahora colgaba suelto en torno a su cuello. Goethe se quedó tan pasmado de ver ahí precisamente a esos dos que ni siquiera pensó en bajar las pistolas. También los otros se habían quedado sin habla, de modo que los tres permanecieron un momento inmóviles, mirándose fijamente, como actores que han olvidado la entrada y esperan en vano la ayuda de un apuntador.

—¿Usted aquí? —preguntó finalmente el holandés.

—Qué extraño —replicó Goethe—, es justo lo que yo iba a preguntarle. —Y solo ahora bajó sus armas.

Mientras tanto madame Botta, que sostenía sus cartas como un abanico ante la boca, volvió a cubrirse la cara con el velo detrás de esta protección.

—¿Dónde está Santing? —preguntó Goethe; pero su pregunta permaneció sin respuesta—. Ustedes no pueden saberlo pero el capitán que debía encontrar al Delfín se dirige hacia aquí. —De Versay y Sophie Botta se miraron desconcertados—. ¡Levántense de una vez! —insistió Goethe—. Lo digo muy en serio; ¡temo por su vida!

Pero en lugar de De Versay o madame Botta le respondió Santing en persona:

—No tiene por qué hacerlo.

Goethe sintió el frío contacto de una pistola en su nuca. El hombre de Ingolstadt se había deslizado tras él sin que pudiera advertirlo.

Sin necesidad de que Santing se lo pidiera, Goethe desamartilló las pistolas y las dejó caer sobre la alfombra, y después de que el capitán carraspeara, soltó también la tercera pistola y el sable. Solo entonces pudo girarse para enfrentarse al hombre que tanto había deseado tener en su punto de mira. Santing tenía una pistola en una mano, y en la otra un ultrajante trofeo: el bastón de paseo de marfil del asesinado sir William.

—Debería tener siempre a alguien que le guardara las espaldas, teniente Bassompierre.

Por fin Sophie Botta dio también señales de vida. La mujer señaló un sillón junto a la chimenea y dijo con voz fatigada:

—Sentémonos.

La mirada de Goethe se paseó entre los presentes, y cuando por fin comprendió que era el único en la habitación a quien Santing amenazaba y que era la francesa la que daba órdenes a Santing, se sintió al mismo tiempo impotente y furioso.

—No puede ser verdad —dijo—. En nombre de Dios, dígame que estoy soñando.

—Siéntese, señor Von Goethe —dijo madame Botta.

—Primero dígame si hace causa común con los bonapartistas. Aunque la respuesta me haga estallar la cabeza.

—Al contrario. Nosotros somos, como siempre, fieles monárquicos. Ha sido el señor Santing quien ha cambiado de bando. Ahora trabaja para nosotros.

—¡No es posible! ¿Y desde cuándo?

—Desde que mi misión de llevar al Delfín vivo o muerto a Francia fracasó —respondió Santing—. Es bien sabido que Napoleón no se muestra nada compasivo con los que le decepcionan. Sin duda el pago por mis servicios hubiera sido un montón de arena y doce balas. No sería el primero. De modo que no tenía ningún motivo para volver a Maguncia y al ejército francés.

—¡Pero usted es bonapartista!

—Yo soy soldado, señor consejero, no un hombre de partido. Defiendo los intereses de quien me paga.

—El señor Santing tuvo la inteligencia de localizarnos y ofrecernos sus servicios, y nosotros tuvimos la inteligencia de aceptarlos —explicó Sophie Botta—. ¿Qué ayuda mejor en el combate contra Napoleón que la que podía ofrecernos uno de sus capitanes? Y ahora, por tercera vez, siéntese, por favor. Parece hecho polvo, si se me permite decirlo.

Finalmente Goethe se sentó junto a madame Botta y el conde De Versay, y si frente a él no hubiera estado sentado Santing con la tercerola cargada apuntando contra él, se habría podido tomar aquella escena como una conversación entre amigos junto al fuego. De Versay incluso hizo sonar la campanilla para que un segundo sirviente les trajera café a esa hora tardía. Y con esa ocasión fue encontrado también y despertado el que Goethe había derribado en la cocina.

Goethe quiso saber si también Karl se encontraba en el edificio, pero, según le reveló madame Botta, este hacía tiempo que había partido hacia Mitau, donde se encontraría aún más seguro que en su escondite de la provincia turingia frente a la persecución de Bonaparte.

—¿Y el drama de Friedrich von Schiller?

—Se encuentra en nuestro poder, bajo la protección del conde De Versay.

—¿Lo ha leído?

—Sí.

—¿Y el robo valió la pena?

—Efectivamente, sí. No me malinterprete: no estoy hablando de consideraciones estéticas. Yo no entiendo nada de eso. Pero mis sospechas de que su amigo podía utilizarlo para hacer llegar al público… el asunto se han confirmado. Por eso, aparte de mí, nadie llegará a ver esta obra.

—Sin duda exagera. Es un drama, no una revelación. Estoy seguro de que Friedrich no habrá mezclado ficción y realidad, poesía y verdad.

—Ah, ¿no? ¿Y eso lo dice justamente el creador de La hija natural y de El gran copto? ¿El autor del vívido Werther?

—Por Dios, la conjuro a que recapacite: está privando a la posteridad de la última obra del más grande de los dramaturgos alemanes.

—Estoy segura de que la posteridad obtendrá más provecho de que permanezca inédita. Lo lamento, pero no conseguirá hacerme cambiar de idea.

—¿Y su muerte?

Santing soltó una repentina carcajada, y luego explicó:

—Comete una enorme equivocación si piensa que fue obra mía. Fue solo obra de Dios. Aunque tengo que reconocer que me hormigueaban los dedos cuando lo vi tendido inerme ante mí —dijo llevándose la mano al parche.

—El señor Santing tenía órdenes expresas de limitarse a sustraer la obra —dijo la francesa.

Santing informó entonces de cómo, la noche anterior al día de su muerte, Schiller dormía profundamente —por última vez antes del más profundo de todos los sueños— y ni siquiera le había despertado la irrupción del ladrón, que había roto la ventana, había registrado los papeles que había sobre el escritorio y había sustraído el drama. Luego Santing felicitó a Goethe por haber conseguido seguirle hasta esa casa a través de toda la Selva de Turingia.

—Pero consuélese por la muerte de su colega —le dijo—: ahora que está muerto ya no llegará a superarle en fama. Porque, de no ser por eso, sin duda lo hubiera hecho.

Goethe saltó para agarrar al insolente soldado por el cuello y castigarle por aquellas palabras infames, pero la pistola de Santing le forzó a sentarse de nuevo en su sillón. Tomó un trago de café para tranquilizarse.

—¿Y ahora qué vamos a hacer, señor Von Goethe? —preguntó madame Botta.

—Entregarme el manuscrito y dejarme marchar.

—Eso queda excluido.

—En ese caso las cosas se pondrán difíciles para usted. Carlos Augusto sabe dónde estoy. Y mis hombres estarán aquí mañana mismo.

—Si ni usted sabía hacia dónde cabalgaba —replicó De Versay—, ¿cómo va a saberlo su duque?

Al ver que Goethe no contestaba, Santing dijo:

—No es la primera vez que esta lamentable treta no le funciona.

—Se ha hecho tarde —dijo la francesa levantándose—. Retirémonos, y mañana decidiremos sobre el futuro. Solo una cosa más: sepa que no es bueno para usted que ahora conozca mi cara.

—Conozco su cara, sí, pero ¿qué va a decirme eso? Es el semblante de una mujer que manifiestamente solo tras la máscara de un velo es capaz de cometer vilezas.

Santing y el segundo sirviente llevaron a Goethe a una pequeña alcoba del piso superior con la ventana enrejada. Cerraron la puerta tras él, y el sirviente armado se sentó en una silla en el pasillo para hacer guardia. Goethe no perdió ni un segundo en reflexionar sobre sus posibilidades de huida. Se despojó de su capote y se dejó caer sobre la cama, y antes que los restantes habitantes del palacio de Eishausen hubieran conciliado el sueño, él ya se había sumido en un profundo letargo sin sueños.

Las noticias funestas se anuncian pronto. La mañana siguiente Goethe fue conducido a un comedor para desayunar en compañía de madame, el conde y el antiguo capitán. Después de que la cocinera hubiera recogido la mesa, Sophie Botta le comunicó que, conforme al veredicto al que habían llegado durante la noche, Goethe debía despedirse de la vida. El peligro de que los traicionara, de que revelara la situación de su escondrijo en Eishausen, y sobre todo de que traicionara al Delfín, era demasiado grande. Lamentaba profundamente haber tenido que tomar esta dura decisión, dijo madame Botta, pero, en interés de los monárquicos y de Luis XVII, no veía otra posibilidad.

—¿Y ésa es la forma de agradecerme que haya puesto en juego mi vida y la de mis camaradas en repetidas ocasiones para arrancar a un impostor de las garras del mayor ejército de Europa? —replicó Goethe—. ¿No hay ningún otro camino, ningún otro medio, que la muerte, o mejor dicho, que el más execrable asesinato? Es algo monstruoso, es una abominación. No es posible que esté hablando en serio. No puede proponer algo así y al mismo tiempo tachar de desalmados a Napoleón o a los jacobinos.

De Versay se sirvió azúcar en el café con aire cohibido y no dijo nada.

—Nadie le pidió que viniera aquí —respondió Sophie Botta—. Mis advertencias en la residencia de Weimar fueron suficientemente claras. Pero, prescindiendo de eso, le estamos realmente agradecidos por sus servicios.

—¿Y para qué me sirve su agradecimiento?

—Por agradecimiento haremos una concesión y le permitiremos que se infiera la muerte al modo ateniense.

Goethe lanzó una carcajada amarga.

—¿Debo asesinarme a mí mismo? ¿Debo sujetar yo mismo la copa de cicuta para que el pecado no manche sus delicadas manos? ¡Váyase al diablo! ¡Váyanse todos al diablo, miserables canallas!

Asqueado, Goethe escupió sobre el blanco damasco.

—Si no nos abandona voluntariamente —intervino Santing, mientras se sacaba un estilete del cinturón—, estaré encantado de ayudarle a dar el paso. «Ojo por ojo.»

—¡Engendro del demonio! —bramó Goethe, y le lanzó el azucarero, que se estrelló contra la tapicería por encima de su cabeza aunque rodándolo de azúcar—. ¡Si dices una sola palabra más, haré que te tragues los dientes!

Madame Botta le dirigió un gesto apaciguador.

—No pierda la cabeza. Piense que también hubiéramos podido darle el veneno con el café que acaba de beber. Comprendo que nos desprecie, pero al menos concédanos el mérito de haber sido leales y no haberle asesinado a traición.

—¡Oh, sí!, tengo una gran deuda con usted. De hecho la propondré para la Legión de Honor. ¿Y cuándo debe tener lugar esta farsa?

—En cuanto se sienta usted preparado.

—Eso sería en 1849.

Sophie Botta suspiró.

—Su comportamiento es aún menos edificante que el de su difunto colega. Sabe que debe partir, de modo que hágalo con la dignidad que corresponde a su título y su edad. Esta noche, señor Von Goethe. Emplee el día en sus oraciones, y si tiene algún deseo, háganoslo saber.

—Solo uno: que todos ustedes vayan directos al infierno.

Los mismos acompañantes de la noche anterior llevaron a Goethe de vuelta a la alcoba que se había convertido en su calabozo, y entonces empezó la segunda parte de la tragedia: apenas se cerró la puerta tras él, los cólicos volvieron a atormentarle, como si no tuviera nada más de que preocuparse en la vida. Los riñones le dolían tanto que tuvo que permanecer sentado en la cama, con el cuerpo doblado sobre el vientre, hasta que el dolor más intenso hubo pasado. Tomó un trago de agua de una garrafa que le habían traído. Su imaginación le hizo creer que tenía un sabor distinto al del agua corriente. Sus dedos temblaban como hojas secas al viento. Se descubrió deseando que la francesa le hubiera envenenado realmente a traición y que todo hubiera quedado definitivamente atrás.

Porque el miedo de una persona que sabe que debe morir es de un tipo totalmente diferente al miedo de la que sabe que podría morir. Un soldado en la batalla, un explorador entre lobos, un marinero en alta mar, se aferran con todas sus fuerzas a la vida y no ahorran ningún esfuerzo para ensayar cualquier posibilidad de salvación —y con todo, aceptan la muerte cuando llega—. El condenado a muerte, sin embargo, no tiene más que hacer que prepararse para la muerte, y a pesar de eso es incapaz, hasta el final, de reconciliarse con ella. «¿Desde cuándo te horroriza la idea de la muerte? —se preguntó Goethe a sí mismo—. Has vivido lo suficiente. Has disfrutado de cada uno de tus días. Ahora la vida llega al final, igual que hubiera podido acabar mucho antes. Dejo de vivir, pero he vivido. ¡Contempla tu vida pasada como un puro regalo, y no temas a la muerte!» Y añadió: «¡Solo los cobardes temen la muerte!». Pero o bien era un cobarde, o el dicho era falso.

Empezó a caminar de un lado a otro del cuarto, y como le pareció que olía a rancio y había polvo en el aire, quiso abrir la ventana. Pero, delante de los barrotes, la ventana también estaba cerrada. Revelándose ante la idea de pedirle un favor a su carcelero, cogió directamente una silla y rompió los dos vidrios con ella. Por fin entró aire nuevo en la habitación, aunque también caliente, porque el día prometía ser inhabitualmente caluroso, y Goethe lamentó enseguida haber destrozado la ventana, que ahora ya no podría cerrar. Solo le quedaba correr las cortinas, pero le pareció que la oscuridad supondría un tormento aún mayor que el calor.

Se acercó a la ventana y miró hacia abajo, hacia la frescura y el verdor del magnífico jardín cercado del palacio. ¿Había entre los doce meses uno solo que fuera más inapropiado para morir que el mes de mayo? Sintió el esplendor de las flores y el alegre gorjeo de los pájaros como una burla, y pensó en su propio jardín de Ilm y en Weimar y en Christiane y August. Entre las matas y los parterres paseaba una gata negra preñada. En la lejanía se destacaba, por encima de las copas de los árboles, la punta del campanario de la iglesia de Eishausen, pero estaba demasiado lejos para gritar pidiendo ayuda. Madame Botta y su sombra holandesa habían elegido sabiamente su residencia en el exilio. Cuando el sol, después de haber dado la vuelta a la casa, dio directamente sobre su celda haciendo que de su frente brotara el sudor, se retiró de la ventana y se echó sobre la cama, desanimado. Ni siquiera en la gruta hundida en las entrañas del palacio de Kyffhäuser, en la que su situación no era mucho más halagüeña que la actual, se había sentido tan asustado.

Finalmente Goethe expresó un deseo que quería que le concedieran antes de la ejecución: pidió la última comida del condenado. No es que con eso pretendiera ir a la muerte bien saciado, pero no quería desperdiciar ninguna posibilidad de conseguir un aplazamiento. Se accedió a su solicitud, y la cocinera de la casa le sirvió una exquisita cena de cuatro platos, que Goethe dejó casi intacta. No tenía apetito. De Versay y Sophie Botta, que se habían sentado a la mesa con él, también comieron muy poco. El antiguo capitán estaba sentado aparte, en un sillón junto a la chimenea, como siempre con una pistola preparada y el bastón de paseo inglés a su lado. Algunos leños ardían en el hogar, aunque fuera, a pesar de la llegada del crepúsculo, seguía haciendo un calor agobiante. Detrás de las altas ventanas se extendía la noche sin luna como una cortina de terciopelo negro. Goethe sudaba tanto que el cuchillo le resbaló dos veces de la mano.

Al final, Goethe repitió varias veces del postre, pero la hora de su muerte ya no podía aplazarse más.

—Será mejor que dejemos esto atrás cuanto antes —dijo madame Botta.

Tras estas palabras, el conde De Versay desapareció en la habitación vecina y volvió con un cofrecillo de madera. Lo abrió y sacó un frasquito con un líquido acastañado. También madame Botta y Goethe se levantaron. Solo Santing siguió sentado.

—Por si le sirve de consuelo —dijo el holandés, que manifiestamente representaba muy a disgusto ese papel de verdugo—, como es natural le enterraremos cristianamente.

—No es ningún consuelo para mí, y tampoco le ayudará cuando se enfrente al juicio de Dios.

—Al menos esto hará que su gloria póstuma aumente hasta lo indecible —dijo madame Botta—. El gran Goethe, que el día de la muerte de Schiller y en el punto más alto de su fuerza creativa, desaparece sin dejar rastro. Se convertirá usted en una figura inmortal.

—Prefiero alcanzar la inmortalidad, no mediante mi desaparición misteriosa, sino no muriendo.

—¿Con qué bebida desea tomar las gotas? Tenemos vino o también limonada.

—¡Dios misericordioso! ¡Morir a causa de un veneno mezclado en la limonada! —se burló Goethe—. Demasiado vulgar. Dadme un trago de agua.

Madame Botta dejó al holandés la tarea de mezclar el veneno en un vaso de agua. Goethe la miró fijamente y dijo:

—Cuando haya apurado el vaso, ¿me explicará quién se oculta tras el velo?

—No.

—Bien. De todos modos no me interesa realmente.

—Yo puedo confiarle un secreto apasionante con el que podrá entretener el viaje al más allá —intervino entonces Santing.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es ese secreto?

—Está relacionado con su distinguido camarada Humboldt.

De hecho, con esta mención a Humboldt, el de Ingolstadt consiguió turbar de nuevo a Goethe.

Santing señaló con la cabeza el vaso que ahora le tendía De Versay.

—Lo conocerá en cuanto se lo haya tragado. Y dele saludos de mi parte a su amigo Schiller en el otro lado.

Goethe examinó el vaso. El veneno se había diluido sin dejar el menor rastro en el agua. Pensó en Schiller. ¿Volvería realmente a verlo? Levantó la bebida mortal y exclamó:

—Que la muerte me reúna con él.

Luego volcó el vaso sobre la alfombra, que rápidamente absorbió el agua y el veneno; y volvió a colocar el vaso sobre la mesa.

—No creerá en serio que voy a dejar que me convierta en el ejecutor de su cobarde y alevoso asesinato, bruja borbónica.

—Naturalmente usted ya sabe que aún tenemos algunas ampollas en reserva —dijo madame Botta—. Continuaremos con ellas.

—Y yo continuaré envenenando su alfombra.

La francesa inclinó la cabeza. Parecía que su paciencia estaba llegando al límite.

Santing levantó su pistola:

—¿Puedo?

—Ni sangre ni ruido —replicó la mujer, y añadió dirigiéndose a Goethe—: ¿Tiene intención de beber el siguiente vaso?

—De ningún modo. Tengo intención de defenderme como un jabalí.

Madame Botta tocó la campanilla para llamar a sus sirvientes y les dio indicaciones. A continuación Santing y el más joven de los dos sujetaron a Goethe, que empezó a dar golpes y patadas en todas las direcciones y a lanzar mordiscos como un perro rabioso; pero los otros eran más fuertes que él, y su presa se fue haciendo más y más firme a medida que la resistencia de Goethe se debilitaba. Al final consiguieron mantenerlo apretado contra el suelo de modo que le era imposible moverse. De Versay cogió un segundo frasquito del cofrecillo, rompió el tapón sellado y lo tendió al sirviente canoso. Esta vez se le administraría el veneno sin diluirlo previamente. Goethe apretó los labios tan fuerte como pudo. El sirviente se inclinó sobre él, con el frasco en la mano derecha, y sujetó la barbilla de Goethe con la izquierda. Pero era imposible abrirle los labios. La campana de la lejana iglesia de Eishausen dio la una. El sirviente joven trató de separarle las mandíbulas a la fuerza, y al ver que tampoco esto funcionaba, Santing le tapó la nariz, de modo que si Goethe no quería ahogarse, más pronto o más tarde tendría que abrir la boca. Goethe sintió cómo sus pulmones se crispaban dolorosamente. Sin apartar los ojos de la ampolla mortal, pensó en su fracasado asalto al carruaje en Hunsrück. Pero esta vez Kleist no le sacaría del atolladero. Le faltaba el aire.

Súbitamente una de las altas ventanas saltó en pedazos, y a través de ella, como un rayo globular surgiendo de la oscuridad de las nubes, voló Heinrich von Kleist, vestido totalmente de negro. En mitad de su vuelo, Kleist soltó el látigo con el que se había precipitado al interior del salón y rodó sobre la alfombra, dejando tras de sí un rastro de cristales. Inmediatamente saltó sobre sus piernas, sacó las pistolas con el escudo familiar del cinturón y gritó: «Haut les mains!»; pero la impetuosa voltereta siguió girando en su cabeza —un vals rápido no le hubiera hecho dar más vueltas—, como una peonza mal lanzada se inclinó de costado, dio un traspié y se derrumbó. Para colmo de desgracias, en medio de esta maniobra se le disparó una de las dos balas, que destrozó una de las ventanas que habían permanecido intactas.

De todos modos, aquello había desviado por completo la atención de los presentes de Goethe, que aprovechó el momento para liberarse de la presa de sus enemigos y hacer saltar de un golpe la ampolla de la mano del criado. El veneno se escurrió sobre el parquet y por debajo de una cómoda. Mientras tanto Kleist se había levantado de nuevo, justo a tiempo para realizar un disparo de advertencia contra Santing, que se disponía a coger su pistola del sillón donde la había dejado. Luego lanzó su pistola al suelo y desenvainó el sable:

—¡Haut les mains, he dicho, canallas!

Goethe quiso levantarse, pero Santing lo arrojó de nuevo al suelo y luego siguió a madame Botta y al conde De Versay, que abandonaban el salón.

—¡El manuscrito! —gritó madame Botta a su acompañante holandés.

Santing los cubrió hasta que llegaron al pasillo, y luego cerró la puerta tras de sí. Kleist intentó seguir a los tres fugitivos, pero el sirviente joven se interpuso en su camino enarbolando, en lugar de un sable, un atizador que había cogido de la chimenea. El hierro silbó en el aire, pero Kleist consiguió esquivar el golpe echándose hacia atrás.

Con el rabillo del ojo, Goethe vio que el sirviente canoso había descubierto la pistola de Santing sobre el sillón y se disponía a cogerla, y tuvo el tiempo justo de sujetarle por el pie y hacerle caer. El lacayo respondió golpeándole en la cara y en el hombro con el talón, pero Goethe pronto consiguió plantarle la rodilla sobre el pecho y levantó el puño derecho para descargarlo luego sin vacilar contra el rostro del hombre. Un nuevo golpe con la izquierda acabó con su resistencia: sus párpados se cerraron y su cabeza cayó de costado.

Mientras tanto, el oponente de Kleist había lanzado un golpe al vacío que le había desequilibrado de tal modo que Kleist había podido descargar con todas sus fuerzas la empuñadura del sable contra su nuca. El sirviente se había derrumbado sobre la mesa y había caído al suelo arrastrando consigo algunas piezas de porcelana y cubiertos de plata. Goethe cogió la pistola de Santing.

—¡Demonios, tiene buenos puños! —le alabó Kleist.

—Deme su sable.

Kleist obedeció y a cambio recibió la pistola.

—Alexander todavía está en el tejado. Bettine espera ante la casa por si la cuadrilla de asesinos emprende la retirada.

—¿Bettine? ¿Humboldt? Me deja sin palabras.

—Sí, el mundo es una caja de sorpresas.

—¿Cojea?

—El vuelo a través de la ventana —confirmó Kleist, que de hecho apenas podía pisar con el pie izquierdo—. De todos modos puedo seguir dando traspiés sin problemas.

—Encuentre al holandés. Es de una importancia poética crucial que le arrebate una carpeta de cuero que contiene unos papeles cubiertos de una escritura apretada.

—Y el de Ingolstadt…

—… está sentenciado. Déjemelo a mí.

Goethe salió corriendo al pasillo, bajó por la escalera y todavía llegó a tiempo al vestíbulo que daba a la gran escalinata: en ese momento Santing estaba abriendo las puertas para desaparecer en la noche con madame Botta. La mujer tenía tanta prisa que ni siquiera se había puesto un abrigo sobre el vestido.

—¡Deténganse! —gritó Goethe, y su voz resonó en la sala como la de un dios de la venganza.

Santing se volvió hacia él. La cicatriz de su cuello brillaba como si acabara de quemarse la piel.

—Vaya al carruaje —susurró a madame Botta—, enseguida estaré con usted.

Santing no llevaba ningún sable en la cintura, pero levantando el bastón de Stanley, dijo:

Sir William me dejó una herencia muy útil: un bastón como los que usan los ingleses, madera por fuera y hierro por dentro.

Y tras girar el pomo con la cabeza de león, tiró hacia fuera para separarlo de la caña. De la madera hueca surgió un florete. Sonriendo, Santing lanzó la funda de madera a un lado.

—Salda tus cuentas con Dios —dijo Goethe, y bajó el resto de los escalones—. Ha llegado tu hora.

—No me hagas reír, anciano. ¡Ataca, que yo paro!

—¡Para esto si puedes! —gritó Goethe lanzando una estocada, pero su hoja se deslizó sobre la de Santing sin tocarlo.

Mientras el tintinear de las espadas llenaba el vestíbulo, rebotando contra los espejos y las paredes de mármol, Sophie Botta descendió por la escalinata. La mujer cogió una antorcha encendida de su soporte y con ella cruzó la explanada en dirección a las caballerizas. Allí abrió la puerta de un tirón, dejó la antorcha y buscó una silla y unos arreos para aparejar a uno de los cuatro caballos a los que había despertado su repentina entrada.

—¿Sophie Botta?

La interpelada giró sobre sí misma. En la puerta del granero estaba plantada Bettine. Llevaba un vestido negro de luto, y por eso era difícil reconocerla en la oscuridad.

—Debo pedirle que no huya —dijo—, y espero que se entregue voluntariamente.

Madame Botta no respondió. Dejó la silla, que acababa de coger del caballete, sobre una paca de paja, se arremangó el vestido y sacó un estilete que llevaba oculto entre la bota y el muslo.

Bettine levantó una ceja al ver brillar la delgada hoja a la luz vacilante de la antorcha.

—Esto es un cuchillo.

Ante esta réplica, Bettine sacó el cuchillo de monte, con una hoja mucho mayor que la del estilete, que llevaba guardado en una funda en el vestido, y dijo:

—Esto es un cuchillo.

Madame Botta, comprendiendo que se encontraba en inferioridad de condiciones, bajó el arma y luego la lanzó, con la punta por delante, contra Bettine. Ésta se agachó rápidamente, y el estilete le pasó por encima y fue a clavarse en la tierra de la explanada. Ahora desarmada, la francesa emprendió la huida a través de los oscuros establos, mientras Bettine la perseguía con el cuchillo de caza en la mano.

Después de gritarle a Humboldt a través de la ventana rota que podía bajar del tejado, Kleist, entorpecido por su pie lastimado, inició la búsqueda del holandés. Como le había oído correr escalera abajo con los otros, también él se dirigió cojeando al piso inferior y allí fue abriendo una puerta tras otra. Finalmente, un picaporte no cedió a la presión, y detrás de la puerta cerrada percibió unos ruidos.

—¡Abra! —gritó Kleist—. ¡Abra o derribo la puerta!

Al ver que nadie obedecía su orden, cargó una y otra vez con todo su peso contra ella mientras sujetaba el picaporte con la mano, hasta que finalmente la madera se astilló y saltó la cerradura. Con un último empujón reventó la puerta. En el aposento que se encontraba detrás, iluminado por unas pocas velas, Vavel de Versay acababa de huir por la ventana abierta. Kleist solo alcanzó a ver los faldones de su levita ondeando en el aire, y un suntuoso jarrón de azul de Delft que se encontraba sobre el alféizar y que De Versay había golpeado en su precipitada huida cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Kleist corrió a la ventana. De Versay no había saltado: se deslizaba hacia abajo sujetándose al emparrado de viña virgen. A falta de un sable, Kleist cogió el pesado picaporte de acero, que había arrancado al reventar la puerta y aún no había soltado, y le golpeó en la cara con el extremo opuesto. Un plomo no hubiera causado más destrozos. Versay cayó al suelo con una herida abierta que le cruzaba la nariz y la mejilla; pero el holandés no permaneció tendido allí, sino que, a pesar de la herida y de la caída, se rehízo y se levantó en medio de la oscuridad.

—¡Aún vives! —maldijo Kleist—. Que el diablo…

Pero justo en el momento en que subía al alféizar para saltar tras él, De Versay le lanzó a la cara un puñado de arena gruesa que había recogido precipitadamente del suelo y que cegó a Kleist de tal modo que le era imposible distinguir nada a más de dos palmos, por no hablar del holandés en la oscuridad de la noche.

—¡Maldito bribón! —gritó Kleist, y mientras se cubría con una mano los ojos que le ardían, disparó a ciegas con la otra en la oscuridad—. ¡Peste del demonio, muerte y venganza!

Pero ya era imposible atrapar a De Versay, del que solo quedaba la peluca, que, en la caída del emparrado, había quedado colgada bajo la ventana.

Sin embargo, ahora que Kleist tenía embotado el sentido de la vista, su sentido del olfato le hizo percibir algo en lo que antes no se había fijado: olía a quemado. De hecho, había humo en la habitación. Se forzó a abrir los ojos, aunque el dolor le volvía loco, y a través de las lágrimas y la arena vio que De Versay había metido de mala manera un rollo de papeles en la estufa, donde se había encendido con las brasas y de donde ahora surgían llamas. Kleist se plantó en un salto junto al fuego, sacó el manuscrito y lo pisoteó hasta conseguir que las llamas y los bordes que habían prendido se apagaran y el humo que se elevaba de las valiosas páginas se extinguiera por completo. Sin embargo, cuando levantó el manuscrito, la parte inferior cayó al suelo y se disgregó en un montón de trocitos. Reconstruirlo hubiera sido aún más difícil que devolver su forma original al jarrón de Delft. Kleist no había podido salvar ni siquiera la mitad. Enmarcado de hollín y de las huellas de sus suelas, el título de la destrozada obra de Schiller, dibujado con letras afiligranadas, brilló ante sus ojos, DEMETRIUS, y se difuminó luego tras un velo de lágrimas.

Kleist se guardó el manuscrito en la levita y se dirigió hacia el vestíbulo siguiendo el ruido del combate de sables. Entró en la sala al mismo tiempo que Bettine, que había subido la escalinata y ahora se encontraba en la entrada abierta. Ambos fueron testigos de los últimos golpes del duelo entre Goethe y Santing. El de Weimar era inferior al de Ingolstadt en destreza y en resistencia, el sudor le caía a chorros por la cara y un corte había teñido su camisa de rojo en un costado; pero su arma era la más poderosa, y gracias a su tenacidad había conseguido sacar de quicio de tal modo al capitán que éste había empezado a su vez a cometer errores. Con el delgado florete, Santing desencadenó un ataque frenético contra Goethe, que no podía hacer otra cosa que no fuera parar sus golpes y retroceder, pero en uno de esos golpes sucedió que la delgada hoja del florete se partió en dos. Santing se quedó parado mirando con aire incrédulo el pomo del león con el corto pedazo de hoja, y Goethe le colocó el filo de la suya contra la garganta, dispuesto a cortarle las venas del cuello al más mínimo movimiento. Incluso en esta situación el tuerto sonrió con ironía. Lentamente cayó de rodillas ante Goethe.

Bettine y Kleist, que hasta ese momento habían permanecido inmóviles como estatuas de sal, se acercaron ahora a Goethe. Pero éste no apartó la mirada de su prisionero.

—¿Dónde está madame Botta? —preguntó.

—En el granero —informó Bettine—, y me parece que esa bruja tardará un buen rato en despertarse. Le golpeé su velada cabeza contra una viga de madera, de modo que ahora la cubre el velo del sueño.

—¿Y De Versay?… ¿Está llorando, señor Von Kleist?

—Se me ha metido algo en el ojo —explicó Kleist—. El conde se volvió a su casa con el cráneo ensangrentado. Pero los papeles siguen aquí. —Y mirando al de Ingolstadt, que era el único que no había recibido aún su merecido, añadió—: Sigue tu curso, oh justicia. Ahora morirás tú, perro.

—¡Oh, no, él no me matará! —replicó Santing con toda calma—. Procesarme sí, pero cortarle la garganta a un hombre que se encuentra a sus pies indefenso es otra cosa.

Goethe calló. En la escalera, sobre ellos, se escucharon unos pasos rápidos. Humboldt había conseguido finalmente bajar del tejado y se acercaba con la pistola preparada. Cuando llegó al último rellano y vio a sus tres compañeros con Santing de rodillas en medio de ellos, aflojó el paso. También Humboldt iba vestido de oscuro, pero algo todavía más oscuro se reflejaba en su rostro.

—Me alegra verle de nuevo —dijo Goethe, que había visto por última vez a su compañero atado y amordazado en manos del enemigo.

Santing se volvió hacia Humboldt con expresión socarrona y dijo:

—También yo me alegro.

Y tras estas palabras, Humboldt bajó los últimos escalones, levantó su pistola, apretó el gatillo y le disparó a Santing un tiro en la cabeza desde muy cerca. La bala le atravesó la frente y se quedó alojada en el cerebro. Goethe estaba tan perplejo que ni siquiera apartó el sable, de modo que el muerto se deslizó de lado sobre él y la hoja le hizo un corte en la garganta. Santing quedó tumbado boca arriba sobre las baldosas, con su único ojo, en el que aún se reflejaba la sorpresa, muy abierto. Goethe se volvió hacia él horrorizado y dejó caer su sable manchado de sangre. Bettine se tapaba los oídos con las manos aunque hacía tiempo que había resonado el disparo. Y Kleist abría la boca como un pez fuera del agua sin conseguir articular palabra.

—¡Mal rayo me parta! —tronó por fin—. ¡Maldita sea, Alexander! ¿Qué demonios has hecho?

—¿No he hecho lo que todos estábamos deseando hacía tiempo? —respondió éste en un tono de voz extrañamente alto—. ¡Aplastar por fin a un piojo que no dejaba de atormentarnos!

Goethe se había arrodillado junto al muerto.

—Ved cómo muere una fiera sanguinaria —murmuró, y cerró también, por última vez, el segundo ojo del de Ingolstadt.

Bettine apartó por fin las manos de los oídos.

—¿Y ahora qué? —dijo.

—Lo tenemos todo y no necesitamos nada. Partamos.

—¿No deberíamos prender fuego al palacio por los cuatro costados como despedida?

—No, señor Von Kleist. Por favor, no más fuego, no más sangre. Estoy cansado de todo esto.

Cuando llegaron a la escalinata ante la mansión, oyeron un ruido de cascos. El conde De Versay había vuelto y había cogido un caballo sin ensillar con el que huía por la avenida. Ante él, cruzada sobre el lomo del caballo como una novia raptada, yacía la desvanecida madame Botta. Ninguno de los cuatro intentó detener a los dos monárquicos. En lugar de eso, abandonaron ellos también el lugar. Kleist, que apenas podía ver ni caminar, se apoyó en Humboldt. Bettine y Goethe habían cogido antorchas para iluminar el camino.

Cuando hubieron desaparecido en el bosque y el silencio volvió a caer sobre el palacio de Eishausen, la gata preñada de la casa salió arrastrándose de debajo de un matorral y pescó la peluca de De Versay del emparrado para transformarla en un confortable nido para sus crías.

Mientras se dirigían hacia los caballos, Bettine explicó las circunstancias de su inesperada y oportuna llegada en auxilio de Goethe. Bettine había pasado el mes de abril, tal como Goethe le había propuesto, en casa de Wieland en Oßmannstedt, y en mayo ya acariciaba la idea de volver a casa a Frankfurt cuando les había llegado la noticia de la muerte de Schiller, el día del entierro. Así pues, habían partido hacia Weimar vestidos de luto para asistir a la ceremonia. Por la noche, junto al mausoleo del cementerio de San Jacobo, habían encontrado a Humboldt y Kleist, que habían ido juntos a Weimar —el último para hablar con Goethe, y el primero para reclamarle los 150 táleros prometidos— y también se habían visto sorprendidos por la trágica noticia. Pero la alegría del reencuentro no podía hacerse presente junto a la tumba de Schiller, el más noble de entre ellos.

Los compañeros se habían sentido igualmente sorprendidos por la ausencia de Goethe: ¿Pólux no asiste al entierro de Castor? Wieland había supuesto que la razón debía buscarse en su enfermedad de los riñones o en su aversión a los cementerios y a todo lo que tenía que ver con la muerte; pero Kleist había conseguido más tarde ponerse en contacto con la Vulpius, y ésta, a su vez, le había explicado muy preocupada que Goethe había partido a caballo hacia el sur con muchas prisas avanzada la tarde. Ninguno de ellos había sabido encontrar una razón para aquello, pero todos habían sentido, por razones inexplicables, que el escritor se encontraba en grave peligro. En ese momento no les había quedado otra elección que interrogar al propio duque, que también se encontraba presente; de modo que después de presentarse como tres de los ladrones del rey y de que el duque les hubiera mostrado personalmente su agradecimiento, habían llevado la conversación hacia Goethe. Pero tampoco Carlos Augusto había podido darles ninguna respuesta, ya que, según les dijo, el único objetivo que Goethe hubiera podido tener al viajar hacia el sur no era, en primer lugar, ningún campamento de los bonapartistas, sino más bien lo contrario, y en segundo lugar, había jurado no hablar jamás de ello. Por más que los amigos habían insistido para que les revelara ese único indicio, el duque había permanecido mudo, hasta que Bettine le había preguntado: «¿Quiere perder, en el curso de unos días, además de al segundo gran poeta del ducado, también a un amigo?». El miedo que Carlos Augusto sentía por Goethe había vencido finalmente sus resistencias, y así había roto su juramento y les había informado de la localización del escondite de madame Botta y el conde De Versay en el principado de Sajonia-Hildburghausen. Dominados por una angustia febril y sin equiparse para este viaje a lo desconocido —y sin cambiar siquiera sus ropas de luto por ropas de viaje—, la misma noche los tres habían saltado a sus caballos y habían volado hasta Eishausen, adonde habían llegado, tras veinticuatro horas de frenética cabalgada, ni un minuto antes de lo preciso. El caballo sin amo que habían descubierto en el bosque a poca distancia del palacio había sido al mismo tiempo la inequívoca prueba de su buen olfato y una advertencia de que no había tiempo que perder.

Como cualquier expresión de agradecimiento por esta sacrificada acción de rescate que le había salvado la vida le parecía insuficiente, Goethe dijo solo cuando Bettine hubo acabado su relato:

—El calor que inundó de pronto mi corazón al veros fue como un vaso de aguardiente.

Avanzaron sus últimos pasos en silencio, hasta llegar junto a los caballos. Humboldt, Kleist y Bettine habían atado a los suyos junto al de Goethe. Bettine clavó su antorcha en el agujero de un tilo y juntos desataron a los corceles, que estaban agotados. Solo Goethe permaneció inmóvil.

—¿Por qué mató a Santing? —preguntó a Humboldt.

Humboldt apartó la vista de las riendas y lo miró.

—¿A qué se refiere? ¿Habría preferido que dejara con vida a ese canalla?

—Creo que no. Pero la venganza no fue el verdadero motivo que lo llevó a hacerlo. La muerte de Santing le resultó de lo más oportuna.

—¿Adonde pretende ir a parar?

—Hasta ahora no podía explicarme por qué Santing, un capitán con tantas horas de vuelo (capaz, al fin y al cabo, de apresarlo en su huida hacia Weimar), prefirió mantenerlo con vida tras la batalla en Kyffhäuser, cuando todos sabemos que jamás perdona a un enemigo. Más aún: no puedo explicarme cómo logró zafarse de él. Pero esta noche, creo, he dado con la solución. —En aquel momento todos los ojos estaban fijos en Goethe. Kleist y Bettine lo observaban con la boca abierta—. Tenía usted un trato con el de Ingolstadt, ¿no es así?

Humboldt no respondió. Goethe asintió.

—Deme sus armas, señor Von Humboldt, por favor.

Ante la mirada atónita del resto, Humboldt desenfundó sus pistolas y se quitó el sable y se lo entregó todo a Goethe, que dejó las armas sobre su corcel.

—Dios todopoderoso —dijo Kleist—. ¡Esto es inaudito! ¡No son más que palabrerías y mentiras, por todos los demonios!

—Lo que dice es cierto —le respondió Humboldt—. En mi viaje hacia Weimar, no muy lejos de Kyffhäuser, tuve la mala suerte de pararme a descansar en una posada a la que poco después llegaron también los franceses. No podía luchar, ni tampoco huir. Santing me dijo que si le llevaba hasta Luis Carlos me perdonaría la vida. Yo accedí al trato, pero a cambio de que no solo me perdonara a mí sino también a vosotros. Cuando, una vez en el campamento, fracasó el intercambio, debió de pensar que se había roto el trato y que ya no tenía por qué salvar vuestras vidas. A mí, en cambio, me dejó libre tras el desplome del templo de las musas, porque pensó que Karl habría muerto bajo las rocas. He aquí la verdad.

Bettine movió la cabeza con incredulidad.

—Pero ¿por qué? ¿Por… miedo?

—En absoluto. Lo hice porque al fin y al cabo quería lo mismo que Santing: los que encargaron a Goethe esta aventura, Bettine, son monárquicos y príncipes que pretenden invertir el avance de los tiempos y volver a la era prerrevolucionaria francesa. Pero eso no es posible. No debe ser así. Desde el instante en que el señor Von Goethe nos informó que no estábamos luchando para liberar a Karl, sino para devolverlo al trono de Francia y someter de nuevo el pueblo francés a los humores de un nuevo tirano, nuestra campaña me pareció insoportable. Usted odia a Napoleón, señor Von Goethe, y odia la revolución. Yo, en cambio, odio a Napoleón, pero lo valoro más que a cualquier otro príncipe de Europa. Y si no hubiera otra salida, preferiría ser liberado por los franceses que reprimido por los alemanes. Me da igual quién rige mi pueblo. Lo único que me interesa es cómo lo hace.

—Me sorprende —dijo Goethe.

—No creo. ¿Qué pensaba cuando me pidió que los acompañara a usted y al señor Schiller? ¿Que un admirador de Forster, un amigo de Bonpland, un camarada de reconocidos revolucionarios, lucharía ardientemente contra Napoleón, que simboliza como ningún otro la Revolución en persona, solo por el hecho de ser alemán? La frontera definitiva no es la que se encuentra entre Francia y Alemania, sino entre arriba y abajo. Yo viví la Revolución en París, y aquella época será para siempre la más instructiva e inolvidable de mi vida. No tuvo nada que ver con las sangrientas y escalofriantes historias que se publicaron en los lejanos diarios de Weimar. Hubo un tiempo previo a las guillotinas. Y el aspecto de los parisinos, de su Asamblea Nacional, de su aún inconcluso templo de la libertad en el campo de Marte, para el que yo mismo llevé carros de arena, flota en mi recuerdo como un magnífico sueño. Aquél fue el alba de la Revolución francesa, la abertura a una nueva época dorada, y yo no tenía la más mínima intención de obstaculizar el progreso de los franceses. Por eso acepté sacrificar a Karl; Santing ni siquiera tuvo que esforzarse demasiado. Ni que decir tiene, que yo no quería hacer daño a nadie más, y que desde el desplome del templo me he reprochado cada minuto de vida y he sufrido un dolor indescriptible. Solo quería traicionar al Delfín. No a vosotros.

Dicho aquello, Humboldt cogió su látigo, del que había olvidado deshacerse, y se lo entregó a Goethe.

—Júzgueme. Aceptaré su sentencia, aunque sea la muerte.

—¿Y qué espera que hagamos? —le preguntó Goethe—. ¿Qué le perdonemos, después de ver con qué sangre fría mataba usted a Santing?

—No estará comparándonos, ¿no?

Kleist, que hasta aquel momento se había mantenido inmóvil como una piedra, incapaz de hablar o decir nada, o de soltar las riendas de su caballo, despertó entonces de su ensoñación y lo hizo con la fuerza de un volcán que entra en erupción tras siglos de silencio. Pero antes de decir nada se quitó el anillo de plata de la mano izquierda.

—¡Traidor! ¡Traidor miserable!

—Heinrich…

—¡No oses pronunciar mi nombre! ¡Su sonido resulta horrible en tu boca! ¡Faltó un pelo para que nos mataran en Kyffhäuser y tú tienes la culpa!

—Santing me dio su palabra de que no os haría daño.

—¿Y qué? —chilló Kleist—. ¿Como el lobo te jura que no matará a las ovejas, tú vas y le das acceso a los pastos? ¿Acaso un demonio te ha robado el entendimiento, Alexander? Lo que has hecho no es solo un acto de irresponsabilidad: ¡tú has cargado las balas que dispararon contra nosotros! ¡Ojalá te pudras por ello!

—¿Comprendes al menos los motivos que me llevaron a hacerlo? La Revolución…

Kleist, que había ido acercándose a Humboldt hasta quedar a pocos pasos de él, dio entonces uno atrás. Se sostenía la cabeza con las manos.

—Mira, a estas alturas nada me importa ya: la Revolución, la república, la monarquía; Napoleón, Luis, Karl; Alemania, Francia, Europa… A estas alturas ya solo pensaba en ti. ¡Solo en ti! Me enamoré de Judas. Y tú nos traicionaste, como hizo él. —Al llegar a este punto se le quebró la voz—. Como Judas, cubriste la traición de besos…

Kleist carraspeó, se frotó los ojos con la manga de la camisa y se dio la vuelta hacia Goethe.

—Señor consejero, si de veras desea agradecerme que le salvara la vida, le ruego que me conceda dos favores: por traicionar a nuestro grupo, Alexander debe ser sentenciado; y por traicionar a mi corazón, debo ser yo quien se encargue de hacerlo.

—¡No! —exclamó Bettine, con los ojos anegados en lágrimas.

Pero Goethe paseó la mirada de Kleist a Humboldt y viceversa, y asintió. Bettine escondió el rostro tras el flanco de su caballo para no ver nada más.

Humboldt no hizo el menor ademán de súplica mientras Kleist cogía su bolsa, sacaba sus pistolas y las cargaba, sin dejar de frotarse los ojos con la manga.

—No he traicionado a tu corazón —se limitó a decir Humboldt—. Te he amado con toda el alma, y aún te amo.

Kleist no respondió. La bala de plomo se le cayó al suelo y sus doloridos ojos no fueron capaces de encontrarla a la luz de la antorcha. Humboldt la cogió y se la entregó. Kleist la arrancó con rudeza de sus dedos y cargó sus pistolas sin dilación. Después llevó los dedos a los gatillos.

—Levántate —dijo a Humboldt—. Coge la antorcha.

Humboldt cogió la antorcha de la mano de Goethe e hizo un gesto de asentimiento a Bettine.

—Que te vaya todo muy bien. Adiós.

Bettine quiso interponerse entre los dos hombres, mas Goethe se lo impidió. Después Humboldt se encaminó hacia el bosque seguido de Kleist, cojeando y con una pistola en cada mano. A la luz de la antorcha parecían los personajes de un teatro hecho con siluetas de papel. Bettine y Goethe siguieron con la mirada el fulgor de la antorcha hasta que fue devorado por las sombras de los árboles.

Bettine se dejó caer sobre la hierba, con su traje de luto.

—Te odio. ¿Cómo eres capaz de permitir que dos amantes que acaban de encontrarse se enemisten de este modo?

Goethe no movió la vista del punto en el que la antorcha había sido absorbida por la oscuridad. En sus ojos bailaba aún un puntito luminoso. Esperaba el inevitable sonido del disparo.

—¿Y qué hay del Delfín? —preguntó Bettine de pronto.

—Está muerto —dijo Goethe, dándose la vuelta hacia ella.

—¿Qué?

—Tranquilízate, Karl está perfectamente.

—¿Entonces? No entiendo…

—Karl está bien. No hace falta que comprendas nada más —dijo Goethe—. ¿Volverás a Oßmannstedt?

—Iré a Frankfurt. Me casaré con Achim.

Goethe asintió.

—Es un buen hombre.

—Tiene que serlo, puesto que aún me ama. Que Dios me conceda la fortaleza suficiente para amarlo también yo eternamente.

Goethe se llevó la mano a un costado, porque el riñón volvía a dolerle, y rozó por descuido la herida que Santing le hiciera.

—Espero que no me olvides.

—Lo que he vivido a tu lado no puede ser olvidado.

Goethe suspiró.

—Qué felices fuimos…

En el bosque se oyó el crujido de una rama seca, y Goethe enmudeció de inmediato. Al poco vieron aparecer a Kleist, solo y sin antorcha, alejándose de las sombras mientras se dirigía hacia ellos. Las dos pistolas oscilaban como sendos badajos de plomo en las campanas que eran sus brazos extendidos. Bettine se levantó y se puso junto a Goethe, y ambos esperaron en silencio hasta que Kleist, que mantenía la vista fija en el suelo, llegó a su altura. Entonces, solo entonces, los miró.

—No he podido hacerlo —dijo—. No he podido. O lo mataba a él y después a mí, o no mataba a nadie.

Dejó caer las pistolas al suelo.

—Hoy eres, ¡ay!, mejor persona —dijo Goethe con sincera admiración, y carraspeó—. No hay gesto más digno y loable que el perdón.

Dicho aquello abrió los brazos, avanzó hacia Kleist y lo abrazó con afecto casi fraternal. Kleist no se resistió. Recostó su cabeza en el hombro de Goethe y cerró los ojos. Permanecieron así un buen rato, inmóviles como los tilos que los rodeaban. Bettine sintió un escalofrío. Se recostó contra el tibio lomo de su caballo y esperó. No podía apartar los ojos de aquella imagen.

Cuando al fin se separaron, Kleist cargó las armas de Humboldt en su caballo, soltó sus riendas y le dio un golpe en los flancos traseros para que se perdiera en la noche y fuera en busca de su amo. Después soltó las riendas de su propio caballo y montó en él. Los otros siguieron su ejemplo. Bettine sacó la antorcha del agujero del tronco y la frotó contra el suelo hasta que se apagó. Solo entonces repararon en el hecho de que en el cielo, más allá de las copas de los árboles, ya no quedaban estrellas. Ya no era de noche, mas tampoco era de día. Goethe abrió el camino hacia la calzada y fue allí donde Bettine se despidió de ellos. Juró a Kleist que lo querría siempre como a un hermano y a Goethe que le escribiría en cuanto estuviese de vuelta en casa.

Cuando Goethe le dijo «Adieu, mignon», ella se dio la vuelta y respondió:

—Bettine.

Aquélla fue su última palabra. Dio la vuelta a su caballo y se alejó de ellos al galope, hacia el oeste.

—Dígame, señor Von Kleist, ¿por qué ha venido a ayudarme? —preguntó Goethe cuando el eco de los cascos del corcel quedó, al fin, mudo—. Pensaba que tenía un jamón en lugar de un corazón y que usted me odiaba por ello… O al menos eso fue lo último que oí de usted: imprecaciones que habrían ruborizado hasta el más pintado.

Kleist sonrió sin ganas.

—De vez en cuando cambio de opinión —dijo—. ¿Sabe usted? Nada hay en mí más constante que la inconstancia. —Se llevó una mano al chaleco y sacó el manuscrito de Schiller, medio carbonizado, para dárselo a Goethe—. Es cuanto pude rescatar. Lamento profundamente no haber reaccionado con mayor presteza.

Goethe cogió las hojas y las metió en una carpeta con sumo cuidado. Al limpiarse la ceniza de las manos se sintió como si aquéllas fueran las cenizas de su amigo. Después emprendieron la marcha al paso.

—¿Adonde se dirige ahora, señor Von Kleist?

—Tras Weimar partiré a Berlín y al Oder, y de allí, por fin, a Königsberg.

—¡Albricias! ¿Y qué le espera allí?

—Regreso al ejército prusiano. Me han ofrecido un puesto como dietario de los servicios especiales.

—Pero usted es escritor.

—Ya se lo he dicho. No soy nada constante. Quizá no haya llegado aún mi momento para escribir.

—¿Conoce usted la sensación de tener una idea que le ronda en la cabeza durante horas, que se le pega al paladar como una hoja de tabaco, y en la que no puede dejar de pensar mientras monta a caballo o pasea a pie?

—La conozco, por supuesto.

—Pues eso es lo que me ha sucedido con su comedia durante mi camino hasta aquí.

—Ah, ¿sí?

—¡Ah, sí! Su Jarrón tiene un tempo, un humor y una mezcla admirable de personajes; méritos que han llamado mucho mi atención durante mi segunda lectura de la obra. Quizá le sorprenda, pero he estado barajando la posibilidad de representarla en el teatro weimarés. De hacerlo yo mismo, en serio.

—Me toma el pelo.

—De ningún modo. Y esto nada tiene que ver con el hecho de que le deba dinero y hasta mi vida, que ha salvado en varias ocasiones, sino porque creo, sinceramente, que puede tener un gran éxito.

—¿Dice usted que pondría en escena mi humilde comedia? ¿Eso dice?

—¡Vaya! ¡Ahora resulta que somos humildes! ¿Qué era lo que decía Wieland, al que usted tanto citaba?

Kleist respondió en voz baja:

—Que yo tenía mucho que ofrecer al arte dramático; más que nadie en toda Alemania.

Et voilà!

Mientras pensaba en la oferta de Goethe, Kleist dirigió su mirada al este, por donde la mañana empezaba a despuntar. Sobre sus cabezas, una nube solitaria fue rodeada por los primeros rayos del sol y quedó prendida del cielo cual Vellocino de Oro. Ante ellos, Hildburghauen. A Goethe le dolían los riñones y la herida abierta del costado y la mandíbula y todo el rostro, pero lo que más le incomodaba era ahora el vacío de su estómago.

—¿Podría tal vez convencerlo para desayunar conmigo? —preguntó entonces a su joven acompañante—. Antes de llegar a la ciudad deberíamos pasar por alguna posada, y en estos momentos siento ya un apetito voraz.

—¡Por todos los diablos! —respondió Heinrich von Kleist—. No solo me ha convencido, sino que ha despertado usted, verdaderamente, mi más sincero interés.

El prusiano chasqueó la lengua y, desbordante de alegría, espoleó a su caballo. Entonces, mientras salía disparado al galope, se dio la vuelta y gritó por encima del hombro:

—¡El último en llegar paga la cuenta!

También Goethe espoleó, pues, a su corcel, y le dio un latigazo en el flanco. Después, sonriendo, emprendió un galope tendido para intentar darle alcance.

—¡Heinrich! ¡Heinrich!