Antes de que Goethe pudiera partir hacia los baños de Tennstedt, donde tenía previsto someterse a un tratamiento balneoterapéutico para recuperarse del agotamiento, le sobrevino un terrible dolor de riñón que lo obligó a guardar cama. El doctor Stark mostró una gran preocupación por su salud, y lo cierto es que el dolor era en ocasiones tan intenso que habría preferido ser atravesado por una de las balas de los bonapartistas y entregarse a una muerte rápida e indolora como la que Kleist y Arnim siempre habían soñado, en lugar de sucumbir ante aquel dolor lento y miserable. La vida en Weimar y en el resto del mundo pasaba junto a su ventana sin detenerse a mirarlo. El consejero Voigt fue a visitarlo en una ocasión, mas lo único que pudo decirle fue que la mujer a la que habían conocido como Sophie Botta se había marchado de Weimar en compañía del joven al que habían llamado Karl Wilhelm Naundorff y del barón De Versay, cuyo verdadero nombre debía de ser otro, sin duda. De Bettine no supo nada, de modo que tuvo que suponer que se había instalado en Oßmannstedt o que había encontrado el camino hacia Frankfurt sin su ayuda. De quien sí tuvo noticias, en cambio, fue de Alexander von Humboldt, y aquello contribuyó indudablemente a su mejoría. El geógrafo le hizo llegar una carta con unas breves líneas en las que le participaba que se encontraba bien, que se había librado de los franceses y de Santing y que se había enterado de que todos ellos habían llegado bien a sus respectivos destinos. La carta no estaba fechada ni tenía remite, pero Goethe sintió una alegría inmensa al recibirla y envió de inmediato un mensajero para dar la buena nueva a Schiller.
Hacia finales de mes los cólicos empezaron a remitir, y en mayo Goethe se sintió de nuevo con fuerzas para salir a dar un paseo por la ciudad en compañía de Christiane, que no había hecho otra cosa que cuidarlo amorosamente día tras día. Pasearon por el parque que quedaba a orillas del Ilm y se llegaron hasta la casa romana, cruzaron el río por el siguiente puente y emprendieron el camino de vuelta por la otra orilla. En la posada del parque, los lacayos habían preparado café y panecillos, y Goethe pidió que le dispusieran una butaca para echar una cabezadita. Uno de los criados le cubrió el regazo con una manta, mas Goethe enseguida la apartó porque la primavera empezaba a dar paso al verano y el balsámico soplo del céfiro embotaba los sentidos. Cuando despertó, el anciano habría dado cuanto tenía por hacerse con un caballo y galopar hacia las montañas. Su debilidad era tal, no obstante, que cuando llegaron a casa aquella tarde Christiane tuvo que ayudarlo a subir la escalera.
Al pasar por Esplanade coincidieron con Schiller y Charlotte, que salían también de su casa y se dirigían al teatro. La emoción del reencuentro fue grande y Schiller se alegró al saber que la salud de Goethe mejoraba.
—¡Hasta la molesta e incurable herida de su cabeza parece haber desaparecido para siempre! —observó Schiller con simpatía—. Ya solo le queda una cicatriz blanca.
Mientras las mujeres charlaban de sus cosas, Schiller se llevó a su amigo a un lado para preguntarle qué sabía del resto de sus compañeros, a los que echaba tanto de menos como a las semanas que pasaron en la Arcadia de Kyffhäuser. Lamentablemente, Goethe no pudo decirle nada al respecto, y tampoco nada sobre los propósitos de la dama del velo y de Sus emigrados para poner a Karl en el trono de Francia. Cuando Goethe preguntó a Schiller qué tal llevaba su osada decisión de escribir un drama basado en el falso zar, éste le respondió que iba muy bien y que tenía el despacho cubierto con mapas de toda Rusia, desde Cracovia hasta los Urales, y con imágenes de malvados arzobispos y de tártaros iracundos que observaban su trabajo bajo unas espesas cejas. Pero su falso zar se diferenciaba de Karl en un pequeño aunque significativo detalle: él no sabía que no era el verdadero hijo del zar, y por tanto seguía siendo un héroe moral. En plena conversación le sobrevino un feo ataque de tos. Charlotte alzó la vista y lo miró con dureza.
—Es uno de los dos recuerdos que me he traído de nuestro viaje —le dijo—. Con la cantidad de baños de agua helada que me di durante aquellos días, no creo que me libre ya nunca de este catarro… Pero las grandes almas sufren en silencio.
—¿Y cuál es el otro recuerdo?
—Continúo teniendo la absurda sensación de que me persiguen.
Goethe se rió y Schiller le hizo eco.
—¡Vengan con nosotros al teatro! —dijo entonces—. Después brindaremos con una botella de Málaga, les mostraré mi trabajo y les haré una visita guiada por la Rusia del siglo XVI.
Goethe hizo un gesto de negación con la mano.
—Sobrevalora usted mi salud, oven amigo. El pijama me llama; debo acostarme ya. Será en otra ocasión, ¿de acuerdo?
Las dos parejas se despidieron y siguieron sus respectivos caminos. Antes de que el telón cayera sobre el teatro, Goethe ya estaba profundamente dormido.
La noche del 10 de mayo, Goethe volvió a tener un ataque de cólicos y en una pesadilla provocada por la fiebre le pareció ver su propia muerte, rodeado por las ruinas de un monasterio al que ni los pintores neogermanos más melancólicos habrían sabido dotar de un aspecto más escalofriante: ahí estaba él, en un paisaje nevado al atardecer… Al despertarse al día siguiente se sentía mucho más cansado que antes de empezar a dormir. Christiane le llevó un té de hierbas y un pañuelo húmedo y caliente con el que le quitó el sudor del rostro. Entonces Goethe le explicó su romántica pero angustiosa aventura nocturna, mas cuando le habló de su muerte, ella no pudo reprimir las lágrimas.
—No llores, mi vida —le dijo Goethe sonriendo y atrayéndola hacia sí—. No ha sido más que un sueño.
Mas aunque la acarició con ternura y le pasó la mano por el pelo, Christiane empezó a llorar cada vez con mayor desconsuelo, hasta que al final logró sobreponerse mínimamente y dijo.
—Es Schiller.
No tuvo que decir nada más, pues Goethe lo comprendió enseguida.
—Está muerto.
Christiane asintió, y las lágrimas seguían rodándole por las mejillas. Goethe fijó la vista en la pared, y en aquel instante desapareció de golpe todo el dolor de su cuerpo y se trasladó a su alma. Mas el pesar que sentía ahora no era comparable con el otro, pues lo superaba de un modo extraordinario. No derramó ni una lágrima. No pudo hacer más que quedarse ahí quieto, con la vista fija en la pared. Christiane le explicó cuanto sabía al respecto, pero él ni siquiera la escuchaba. Su voz no era más que un murmullo lejano, como si se encontrara en otra habitación.
Una hora después se había afeitado y vestido y se dirigió a Esplanade. Estaba claro que la mayor parte de Weimar aún no se había enterado de que acababan de perder a uno de sus principales ciudadanos, y la imagen de los niños jugando y las mujeres gritando en el mercado hizo que le entraran ganas de vomitar. Le habría gustado llevar de nuevo la barba y los harapos para pasar desapercibido y llegar sin ser visto a casa de Schiller.
Los familiares de Schiller parecían como anestesiados. Sus tres hijos estaban sentados uno junto al otro en el salón, incapaces de jugar, y observaron a los adultos que tenían alrededor con los ojos muy abiertos, como si ellos fueran los culpables de cuanto estaba sucediendo. Hasta el bebé estaba en silencio. Los sirvientes combatían la pena trabajando sin descanso en las cosas más absurdas. Charlotte von Schiller recibió el pésame de Goethe con una insólita apatía, hasta el punto de que su hermana Karoline se vio obligada a pedirle disculpas por el comportamiento de su hermana, mientras le sostenía la mano entre las suyas, temblorosa. El único que mantenía la compostura era Voß, el profesor de los niños. En el pasillo que conducía a la cocina el hombre explicó a Goethe, en voz baja, cómo fueron los últimos días de Schiller: su agresiva y repentina tisis, que se manifestó en forma de fiebre, dificultad para respirar y desmayos; el deprimente diagnóstico del doctor Huschke, y las últimas horas de Schiller, en las que solicitó que lo entretuvieran con la lectura de poemas románticos… hasta que, al caer la tarde, Friedrich von Schiller abandonó este mundo, o al menos la parte que tenía de mortal. Voß propuso a Goethe que lo acompañara a la habitación en la que su amigo había fallecido, y éste aceptó, vacilante. Acompañados por Georg, el lacayo, ambos hombres entraron en el estudio de Schiller, situado en el piso superior de su casa.
El cuerpo de Schiller ya no estaba allí, para su alivio, de modo que la habitación estaba vacía. Voß y Georg se movieron en silencio por la habitación, cual si corrieran el peligro de despertar a alguien. Solo había una ventana entreabierta, y la semioscuridad, acompañada del olor a enfermedad, miedo y muerte cayeron sobre Goethe con tal fuerza que tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para no perder el equilibrio.
—Abrid las otras ventanas para que entre más luz —pidió.
Así lo hicieron, y el consejero solo fue capaz de entrar en la habitación cuando el sol del mediodía hubo barrido las sombras. Evitó mirar la cama en la que el cuerpo de Schiller había abandonado su alma. En su lugar prefirió observar los mapas del este, que cubrían casi todo el suelo en torno al escritorio, los grabados en cobre de zares, obispos y patriarcas, oficiales y soldados de la vieja Rusia, y el dibujo del Kremlin y el plano de Moscú.
—Tómese su tiempo —dijo entonces Voß, haciendo una señal al lacayo para que abandonara con él la habitación.
Cerraron la puerta a sus espaldas.
Goethe sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No quería que lo dejaran solo en compañía del espíritu de su amigo, aunque el ambiente de aquella habitación era cualquier cosa menos fantasmal. De modo que respiró hondo y se tranquilizó. Tomó una silla y se sentó ante el escritorio, aunque aquello significara dar la espalda al lecho del muerto. A su izquierda tenía un pequeño globo terráqueo, por supuesto con Rusia en la parte superior. Estaba rodeado por varios libros de historia, y entre dos pequeñas lámparas de aceite se oía el persistente tic-tac de un reloj… que Goethe detuvo. Junto a los cañones de algunas plumas, cubría la mesa una cajita con arena, un borrador y una botellita con tinta, además de un montón de folios escritos con letra muy pequeña y apretada. Los ojos de Goethe recorrieron las notas del último drama escrito por Schiller y se detuvieron en alguna sorprendente descripción o en alguna brillante sentencia. Leyó con cariño todos los pasajes que Schiller eliminó de su obra, tachándolos o acompañándolos de comentarios. De vez en cuando tenía la sensación de que su amigo estaba a punto de entrar en la habitación acompañado por sus familiares para decirle alegremente que en realidad no había muerto y que aquello no era más que una broma pesada.
Transcurrió así media hora, hasta que Goethe se preguntó por primera vez dónde se encontraba el drama, más allá de los fragmentos eliminados. Por la prolijidad de sus anotaciones, resultaba evidente que su amigo llevaba ya mucho tiempo dedicado a ello y que… sí, quizá estuviese ya a punto de entregar el manuscrito para su publicación. Sin embargo, sus versos no se veían por ninguna parte. Sin pedir el consentimiento de nadie, Goethe abrió el primer cajón del escritorio, mas solo halló una manzana podrida. Continuó con el cajón de la otra mesa que había en la habitación, y por fin buscó en el armario, sin éxito. Entonces decidió preguntar a Voß al respecto.
Antes de abandonar el estudio quiso cerrar de nuevo las ventanas, mas una de ellas estaba rota y tuvo que dejarla abierta.
Cuando Goethe le preguntó por la última obra de Schiller, Voß le aseguró que la buscaría con detenimiento mientras recogiera las pertenencias del fallecido y le dijo que —si la viuda se mostraba de acuerdo, por supuesto— se lo enviaría en cuanto lo encontrara. Por su parte, Goethe hizo cuanto estuvo en sus manos para consolar a la familia de su gran amigo.
Cuando salió de casa de Schiller había anochecido. Zeus había cubierto el cielo, que parecía más bien un techo duro y negro, tan bajo que Goethe sintió la tentación de agacharse para no golpearse la cabeza con él. Anduvo, pues, encogido, con la cabeza hundida entre los hombros y la mirada fija en sus pies, que avanzaban por el adoquinado con el ritmo tardo y pesado de los ancianos. Tenía medio cuerpo paralizado. Deseó haber cogido un bastón para apoyarse en él, pero sobre todo deseó poder tirarse al suelo y quedarse allí mismo, con la cabeza entre los brazos, invisible para el resto de los viandantes, ajeno al mundo y a su dolor.
No alzó la cabeza hasta llegar a Frauenplan, y al hacerlo vio en la puerta de su casa a cuatro hombres vestidos con ropa muy sencilla. Al acercarse más a ellos los reconoció sin dificultad: eran los aldeanos de la taberna de Oßmannstedt, aquéllos con los que Schiller y él se habían peleado tan duramente y de los que apenas se habían librado tras infinitos insultos y un baño en el río helado.
—¿Se acuerda usted de nosotros, señor consejero? —preguntó el más robusto de todos, que hacía al tiempo de portavoz.
Goethe asintió, cansado.
—Me acuerdo, señores, mas han escogido ustedes el peor día de todos para llevar a cabo su venganza. Ensáñense conmigo cuanto deseen; no me resistiré. En cualquier caso, el dolor que puedan provocarme no será mayor que el que ya siento.
El hombre se quitó la gorra de inmediato y los demás siguieron su ejemplo.
—Ya sabemos la noticia, señor —dijo el tipo, con voz suave, mientras hacía girar su sombrero entre las manos—. Por eso hemos venido. Bueno, para serle sincero, ya vinimos a la ciudad anteayer para comprar algunas semillas y nos planteamos aprovechar la oportunidad para… bueno, para pagarles con la misma moneda con la que ustedes lo hicieron en aquella otra ocasión, pero, claro, dados los acontecimientos ya nada de eso tiene sentido. Así pues, no debe temernos más.
—No doy crédito. ¿Pretende decirme que han venido hasta aquí para darme su pésame?
—Bueno, en parte también, pero no exclusivamente. Queríamos decirle que en la noche en que el señor Von Schiller murió sucedió algo insólito; algo que quizá debería usted saber. No se nos ocurrió a nadie más a quien contárselo.
—¿De qué están hablando?
El aldeano le explicó entonces que la noche del 8 de mayo, tras tomarse un montón de jarras de cerveza en la taberna Schwarzen Bären, habían recordado su encuentro con él y con Schiller y habían decidido aceptar su invitación de pasar a verlo para vengarse de aquello. Dado que la casa de Schiller quedaba más cerca de su camino, él sería el primero en recibir la paliza que se merecía. Sin embargo, al llegar frente a su casa se detuvieron unos instantes para ponerse de acuerdo en la metodología a seguir (¿qué harían si un criado abría la puerta?, ¿y si se había acostado ya?, ¿pedirían que lo despertasen?) y fue entonces, en pleno debate de borrachera, cuando el más joven de ellos vio una sombra trepando por la pared de la casa de Schiller. Los cuatro hombres se quedaron atónitos y contuvieron el aliento mientras el escalador forzaba una ventana y, al poco, desaparecía en el interior de la casa. Fue entonces cuando cambiaron radicalmente de plan. ¡Aquello era demasiado! Dar un merecido puñetazo era una cosa, mas entrar a media noche en su casa, otra muy diferente. Así pues, decidieron montar guardia bajo la ventana para asaltar al delincuente en su huida, pero cuando el tipo reapareció en la ventana, con una cartera de cuero bajo el brazo, se percató de su presencia y en lugar de descender por la misma pared subió un poco más alto y se escapó por los tejados de las casas vecinas, sin soltar la cartera en ningún momento. Intentaron seguirlo, por supuesto, conscientes de que al ser más tenían ventaja. Al llegar a Graben el tipo dio un salto, corrió hacia el camino a Berka y allí les dio definitivamente esquinazo: tenía un caballo esperándole y en cuestión de segundos se alejó de allí al galope. Tras el esfuerzo y el frío aire de la noche, los cuatro hombres, de nuevo sobrios, decidieron regresar a sus casas. Al día siguiente se enteraron de que Schiller había muerto aquella noche, y su historia adquirió de pronto un nuevo matiz. Tenían que venir a contárselo.
Mientras escuchaba el relato, Goethe notó que su cansancio iba remitiendo progresivamente en favor de una pregunta que le ardía en el corazón: ¿qué aspecto tenía aquel tipo, el escalador? Los aldeanos intentaron recordar entonces lo que habían visto e, interrumpiéndose unos a otros, fueron dándole datos.
Pero a Goethe le bastó con la primera frase que le dijeron:
—Llevaba un parche en el ojo derecho.
—Nobles caballeros —dijo Goethe, cuando acabaron de hablar—, han hecho ustedes bien en venir a verme, y les debo un agradecimiento mayor de lo que quizá imaginan. Les deseo lo mejor en su camino de regreso a casa y les doy mi palabra de que, en cuanto haya solventado unos asuntos, iré a visitarlos a Oßmannstedt y pondré mi cuerpo a su disposición, para que me propinen los puñetazos que consideren oportunos a cambio de las impertinencias que pude haberles dicho en aquella otra ocasión, o bien, cuando menos, para invitarlos a cuantas copas deseen tomar.
Los aldeanos aceptaron encantados aquella propuesta y Goethe se despidió de cada uno de ellos con un apretón de manos.
De nuevo en su casa, Goethe ordenó a Cari que le preparara un caballo y provisiones para varios días. Tuvo que repetir el encargo un par de veces antes de que Cari comprendiera que su anciano jefe, que el día anterior apenas había podido levantarse de la cama, deseaba partir a caballo. Al llegar a su estudio, Goethe cogió todas sus pistolas y las puso sobre la mesa. Comprobó el estado de cada una y escogió sólo las tres mejores. En realidad le habría bastado solo con una, pues lo único que necesitaba era meter una bala en el corazón de un hombre. Pero el episodio en Maguncia le había enseñado que su puntería dejaba mucho que desear…
Además de las tres pistolas cogió el sable francés, que había salido intacto de su anterior aventura, y por fin fue en busca de su hijo para hablar con él de hombre a hombre y pedirle que cuidara de su madre si a él le sucedía algo. El joven se sintió algo confuso al oír aquello, pero supuso que tenía que ver con la repentina muerte de su amigo, el señor Von Schiller.
El trayecto más largo para Goethe, no obstante, fue el que recorrió hasta la habitación de Christiane, donde la encontró escribiendo una carta.
—Debo partir de nuevo, ahora mismo —dijo—, pero esta vez será un viaje más breve.
Christiane lo miró como si se tratara de un fantasma.
—Imposible. No puede usted montar; está demasiado débil.
—La enfermedad que hoy me ataca es muy distinta de la que sufría ayer. Ésa desapareció en cuanto supe de la muerte de Schiller. Ésta no tiene solución.
—¿Y qué hay de su entierro?
—No honraré más su memoria echando un puñado de tierra sobre su tumba, sino descubriendo lo que le hicieron la noche en que murió. Tuvo una visita inesperada, ¿sabes? Y pienso salir a buscarla para hablar con ella.
Impresionada con la noticia, Christiane precisó aún de unos instantes para recuperar el habla.
—Hable con Carlos Augusto. Pídale que envíe a sus hombres.
—Prefiero hacer esto solo, sin compañía. Los fuertes son más poderosos cuando están solos.
—Le dejaré partir, mas solo si me promete que volverá sano y salvo a mi lado —dijo ella entonces.
—Eso no puedo prometértelo.
—La última vez lo hizo, y cumplió su promesa.
Goethe no supo qué responder a aquello. Se quedó callado y paseó la vista por el jardín.
—¿Adonde irá? —preguntó ella al fin, mas solo para romper el silencio.
—Hacia el sur. A Baviera, supongo.
—Pues márchese. Por el amor de Dios, márchese, y haga el favor de volver a mi lado.
Goethe cogió su mano entre las suyas y la besó con cariño y agradecimiento.
—Solo una cosa más, mi dulce tesoro —dijo—. Solo una cosa más antes de partir. No quiero llevar más carga de la necesaria en mi viaje, así que… Desde que te convertiste en la madre de mi hijo, Christiane, no me he comportado siempre con la dignidad que merecías.
—¿A qué se refiere?
—A que, por mucho que me arrepintiera después, no siempre te he sido fiel. A que permití a otras mujeres que se acercaran a mí. A que mi cabeza se mantuvo firme, mas mi corazón flaqueó a veces.
Ella posó su otra mano sobre las de él y sonrió.
—Bagatelas. Usted es demasiado grande para mí sola, y quizá su corazón también. Mientras guarde un rinconcito para mí puedo darme por satisfecha. Lo demás me da igual.
Cuando miró a Goethe con sus ojos castaños, éste se sintió reconfortado por el más bello y poderoso sol primaveral.
—Tú eres infinitamente mejor que yo —le susurró entonces, emocionado—. ¡Bésame ahora mismo, o lo haré yo!
Sus labios se posaron sobre los de ella, y Christiane respondió a sus besos con una pasión que creía olvidada; como si fuera posible atarlo así a su lado para siempre; como si quisiera mostrarle con ellos el camino de vuelta a casa. Aunque tenía prisa por partir, Goethe no quiso interrumpir aquel momento y la besó en la cara y en el cuello y, antes de darse cuenta, la estaba desnudando y, con pocas palabras y muchos besos, acompañándola a la habitación. En cuanto cerraron la puerta a sus espaldas, ella se quitó los zapatos, se sentó en la cama y le hizo un gesto para que se reuniera con ella. En parte lo atrajo hacia sí y en parte fue él quien se dejó caer sobre ella; en cualquier caso, su despedida se demoró de aquel modo en la media hora más tierna y al tiempo ardiente que hubieran podido imaginar.