Los caminantes pudieron descansar los pies entre Krautheim y Buttelstedt, pues un bondadoso campesino que iba de camino hacia Buttelstedt en compañía de su burro les permitió ir en su carro vacío. Se sentaron, pues, unos frente a otros en el lugar destinado a la carga, sobre una capa de paja y estiércol reseco, y miraron por encima del hombro hacia los campos verdes. En sus mentes danzaban Humboldt, a quien habían fallado; Arnim, a quien habían engañado, y Kleist, a quien habían abandonado, y ninguno de los cuatro se atrevió siquiera a mencionar que estaban a punto de concluir su campaña, su maniobra, pues se encontraban a menos de un día de viaje de Weimar.
Al salir de Buttelstedt la carretera se bifurcaba: una dirección hacia Weimar; la otra, hacia Oßmannstedt, y un hito al borde del camino indicaba que su meta se hallaba a algo más de una milla prusiana de distancia.
—Es increíble —dijo Bettine— Weimar me parecía siempre tan lejana como si se encontrase en otro mundo… ahora la tenemos a la vuelta de la esquina.
Obedeciendo a una mirada de Goethe, Schiller pidió a Karl que se adelantara con él unos pasos, y cuando el canciller estuvo seguro de que ya nadie podía oírle, se dirigió a la joven y le dijo:
—Bettine, quiero que vayas a casa del tío Wieland. Dile que te envío yo. En Oßmannstedt recuperarás fuerzas y podrás descansar cuanto necesites. Después, cuando desees volver a Frankfurt, no dudes en enviarme una nota y yo te haré llegar un coche con un cochero que te llevará directamente a casa de tu abuela, con tu hermano.
Bettine necesitó algunos minutos para comprender el significado de aquellas palabras, y cuando lo hizo miró a Goethe con sus ojos castaños cual si fuera un animal moribundo.
—Es lo más sensato —insistió Goethe.
—La sensatez es odiosa. Es mejor el corazón. Tú vas a Weimar, ¿no? Llévame contigo.
—No puedo hacerlo. El escándalo sería inmenso y no nos provocaría más que disgustos y quebraderos de cabeza. En los bosques estábamos solos, con la única compañía de los abetos, pero en Weimar todo será diferente.
—¡No! —gritó ella, y las lágrimas le corrían ya por las mejillas, limpiándole el rostro a su paso por el polvo de las montañas y los caminos—. ¡No es posible que seas así, duro y frío como una piedra! No es posible que me apartes con la mano que yo quería besar.
Le cogió el brazo con ambas manos y se aferró a su manga como si quisiera quitársela.
—Dijiste que yo sería tú Wilhelm Meister y tú mi Mignon, ¿lo recuerdas? Pero es que yo ni siquiera me parezco ya a Wilhelm. ¡Mírame, más bien podría ser el viejo Harfner! Soy demasiado mayor para jugar a eso. —Goethe la sujetó para que no se desplomara ante él—. Vamos, piensa en Achim: ¿no es suficiente que me odie? ¿Quieres que también te aparte a ti de su corazón? No, uno de nosotros tres debe abandonar el juego, y debo ser yo.
—¿No puedo teneros a ambos? ¿Por qué debo decidirme por uno solo? ¿Por qué debo establecer prioridades? No quiero. No puedo. La mitad de mi corazón está contigo y la otra, con él. Si pierdo a alguno, se me partirá en dos pedazos. Regresemos a Kyffhäuser, querido, allí os tenía a ambos y no tenía que compartiros con nadie…
—Lo pasamos bien en la montaña, Bettine, pero aquello se acabó. Volveremos a vernos. Pero créeme, haz caso de mis palabras: será mejor que no sea en Weimar.
—Pero deseo aún tantos miles de besos tuyos… No me siento saciada…
—Pues separémonos, ahora, con uno —dijo Goethe.
Sin embargo, cuando el hombre estaba a punto de posar sus labios sobre los de ella, Bettine le soltó el brazo y dio un paso atrás.
—No —dijo entonces, con malicia, y ya sin lágrimas en los ojos—. Aléjate de mí. No tolero que me abandones, de modo que seré yo quien lo haga. Te dejo. No soy tan sumisa como crees. Y respecto al beso… Me lo debes. Me lo darás cuando te lo exija.
Dicho aquello, y antes de que Goethe pudiera siquiera abrir la boca, Bettine se dio la vuelta y tomó el camino hacia Oßmannstedt sin darse la vuelta para mirarlo ni una sola vez. Con sus pantalones anchos y su chaleco amarillo parecía un chaval regresando a casa después de jugar.
Cuando Goethe se reunió con su amigo (Karl caminaba unos pasos por delante), le dijo:
—Fue un error.
—¿El qué?
—Todo. Pero especialmente haber metido a Bettine en esta historia. En fin, parece que la edad le concede a uno el privilegio de aceptar los errores, cuando no de solventarlos. ¿Qué demonios me llevaron a elegirla? ¿Qué espejismo me nubló el pensamiento?
—¿El del eterno femenino?
Goethe se rió sin ganas.
—Quizá. ¡Demontre, me siento elegíaco!
—Estése tranquilo. No es la primera joven a la que dan calabazas.
—Ni será la primera en consolarse. Seguro. Tiene usted razón.
Al llegar a Obrigen las nubes se abrieron en el cielo, y pronto las calles estuvieron tan cubiertas de agua que no tenía ningún sentido intentar evitar los charcos. Con absoluta indiferencia, los tres hombres se abrieron paso en la tormenta y combatieron el frío a paso ligero. El agua se escurría por sus espaldas, por sus melenas y sus barbas, se colaba en las fundas de sus sables y caía como una catarata por el tricornio de Schiller hasta que el fieltro cedió y se dio la vuelta. Friedrich lo lanzó al suelo. Cuando tenían sed, no dudaban en beber de los charcos que se formaban en el suelo. Si los demás viajeros hubiesen visto aquello no habrían dudado en relacionarlos con bandidos de la peor calaña, pero lo cierto era que con aquel infame tiempo no había ningún otro viajero en los caminos. Al llegar a lo más alto del monte Etter y empezar el descenso hacia Weimar, el agua los precedió en el camino hacia el Ilm.
Sin haberse puesto previamente de acuerdo —de hecho ni siquiera se habían dirigido la palabra desde Buttelstedt—, los dos hombres obviaron el camino hacia el valle y también hacia Frauenplan y tomaron el que iba directo al castillo. Querían librarse de Karl cuanto antes. Una vez en el centro, un ciudadano reconoció a Goethe, cuya barba era, con todo, la más corta, mas el saludo se le atascó en el cuello al ver lo desmejorado que estaba el consejero.
El guardia que estaba apostado a la entrada de la residencia impidió el paso a los tres hombres. Goethe le ordenó que fuera a buscar al consejero Voigt en su nombre, y al poco lo vieron bajar la escalera tan deprisa que a punto estuvo de caer rodando. La última vez que recibió a Goethe en su castillo le había parecido que el consejero tenía mal aspecto, pero no había ni punto de comparación con la imagen que ofrecía ahora. Voigt se detuvo en el último peldaño de la escalera y se llevó la mano a la boca.
—¡Santo Dios! —susurró—. ¡Goethe! No doy crédito a lo que veo. ¡Lo creíamos muerto! Y, por lo que parece, no andábamos demasiado equivocados. Y… señor Von Schiller, ¿es usted quien se esconde tras esa barba de forajido? ¡Cristo Resucitado, qué alegría! Parecen ustedes dos eremitas que han regresado al mundo tras varias décadas. Pero díganme, ¿quién es este joven? ¡Albricias, ah, albricias! ¿Lo han conseguido? ¡Acérquense, acérquense, se lo ruego! Excelencia, Alteza, aquí tiene a su más fiel lacayo, de nombre Voigt, Consejero Secreto del Serenissimi… ¡Lacayo! —Y al decir aquello dio una palmada y se dirigió a uno de sus criados—. ¡Trae inmediatamente ropa nueva! Los señores están calados hasta los huesos. Y trae también unas mantas, rápido, e informa inmediatamente al Serenissimi que Goethe y el rey acaban de llegar. Vite, vite!
—Y trae también algo para comer —añadió Goethe.
—¿Lo has oído? ¡Algo de comida y bebida para nuestros héroes, vamos, apresúrate! ¡No te quedes ahí como un pasmarote!
Poco después, los tres hombres se hallaban de nuevo en la misma sala de audiencias en la que, seis semanas antes, empezó toda aquella aventura. Goethe tomó asiento en un diván, Schiller y Karl en sendos sillones. Se habían quitado las armas y los abrigos húmedos y habían comido algo de lo que les trajeron, sobre todo sopa caliente. Poco después, Voigt les informó que no solo iba a venir Carlos Augusto, sino también madame Botta, que en aquellos momentos se encontraba precisamente en Weimar, y que ambos se acercarían al castillo junto a sus respectivos séquitos.
—¿Querrían aprovechar la espera para ir al barbero, quizá? —les preguntó Voigt, con delicadeza.
Pero a ninguno de ellos le preocupaba demasiado su aspecto, al menos no todavía, y entonces Voigt, incómodo ante el silencio de los tres viajeros, dedicó el tiempo de espera a explicar cuanto había sucedido en el ducado durante aquellas semanas. Les habló de la noticia de un accidente en el puente entre Maguncia y Kastel y de su suposición de que ellos habían tenido algo que ver en aquel asunto; de los informes sobre los terribles asesinatos en el castillo de Wartburgo y de que el duque envió varias tropas en busca de los asesinos y del grupo de Goethe; de que recorrieron los bosques de Turingia y de Hainich hasta la frontera con Hessen, y de que al fin —al enterarse de la muerte de Boris, el cochero ruso, que apareció apuñalado sobre su carromato— abandonaron la búsqueda y los dieron a todos por desaparecidos, y quizá, incluso, muertos. Y también les dijo que el duque se había quedado desolado y se había hecho todo tipo de reproches por la pérdida de su consejero y amigo. Cuando Schiller, entre cucharada y cucharada, pronunció la palabra Kyffhäuser, Voigt se llevó la mano a la frente, repitió el nombre en voz alta y se pasó el resto de la tarde repitiéndose lo estúpidos que habían sido al remover hasta la última piedra del bosque turingio mas no haber intentado siquiera llegar más al norte.
Al fin hizo su aparición Carlos Augusto, en compañía de la francesa y del holandés y, saltándose todos los protocolos, abrazó a su amigo Goethe con todas sus fuerzas e incluso tuvo que secarse las lágrimas con la manga. Madame Botta llevaba un vestido negro e, igual que en su otro encuentro, un velo verde oscuro cubriéndole el rostro. Schiller suplicó a la dama que le perdonara por no besarle la mano, y le dijo que prefería no hacerlo porque aún estaba sucio por el viaje. Karl, que hasta aquel momento permaneció tímidamente sentado en su asiento, fue el último en someterse a la ronda de saludos.
—Aquí tienen al rey —dijo Schiller.
Y al oír aquello Karl se levantó. El barón De Versay se inclinó ante el joven.
—Louis —dijo madame Botta, y fue evidente que sonrió al hacerlo.
Ya fuera por las privaciones y los miedos de los últimos días, ya por la sensación de estar al fin fuera de peligro, ya simplemente por el efecto del vino con el que acababa de acompañar su comida, lo cierto es que el joven sufrió un repentino desmayo. Puso los ojos en blanco, sintió un temblor en las piernas y cayó de nuevo en el sillón del que acababa de levantarse. Dos lacayos se encargaron entonces de llevarlo inmediatamente a una habitación y de acostarlo en una cama donde pudiera dormir en paz, pues eso fue lo que le recetó Schiller al analizar su estado. Algo más tranquilos tras aquellas palabras, todos menos el consejero Voigt —encargado de vigilar al sucesor del trono— regresaron a la sala de audiencias.
Por expreso deseo del conde holandés, Goethe tuvo que hacerles de inmediato un resumen de las peripecias que habían vivido durante las últimas seis semanas. Así pues, el escritor trasladó a su audiencia hasta Frankfurt, más allá del Rin, y después hasta el centro de Hunsrück; desde la sitiada Maguncia hasta Hessen y por fin incluso hasta las montañas de Kyffhäuser, donde la empresa concluyó en tragedia. Goethe les habló de la incansable y despiadada persecución del capitán Santing —quien, por lo que podía deducirse, no solo era culpable de la muerte de Stanley, sino también de Boris, el cochero— y de cómo debió de manejárselas para arrancar a Alexander von Humboldt, verdadero pilar del grupo, el paradero secreto de su campamento. La cantidad y variedad de exclamaciones e interjecciones que profirió el duque durante el transcurso del relato dieron inestimable cuenta de su excitación y emoción máximas. El barón De Versay y la dama, en cambio, permanecieron tan impávidos como Schiller. Goethe concluyó su relato con el explícito ruego de la liberación de Humboldt, en caso de que este continuara vivo en las garras de Santing. Carlos Augusto le juró entonces que removería cielo y tierra para encontrarlos, tanto a Humboldt como a Kleist, y potenció su promesa con unos golpecitos amistosos en el muslo de su amigo.
Al fin reaccionó Sophie Botta.
—Merece usted toda la confianza de su duque, monsieur Goethe. Aunque sea un débil consuelo, le aseguro que los muertos han fallecido en nombre de la justicia. Y que todos aquellos que esperan que reine Bonaparte tendrán su tributo de muerte. Le agradezco sinceramente, y por supuesto también a usted, señor Von Schiller, que hayan liberado al rey.
Schiller, que había permanecido todo aquel rato con los brazos cruzados sobre el pecho, esbozó una sonrisa y dijo, dirigiéndose a la dama:
—Yo no merezco ningún agradecimiento.
El tono que utilizó, sorprendentemente agrio, incomodó a madame Botta.
—Es usted muy modesto.
—En absoluto, no soy nada modesto. Es solo que no debe usted agradecerme la salvación del rey, porque no he salvado al rey. Nadie podría haberlo hecho, porque Louis Dix-sept lleva muerto más de diez años.
Schiller no borró la sonrisa de su rostro. La mano de Goethe, en cambio, se aferró con fuerza al brazo de su diván, Carlos Augusto miró al suelo y De Versay respiró hondo.
—Pardon? —preguntó la dama.
—El joven que descansa en la habitación de al lado, al que hemos bautizado Karl como recurso de emergencia, no es Luis Carlos de Borbón, sino un joven que se le parece como a una gota de agua. Alguien que fue instruido con admirable, aunque no infalible, tenacidad para imitar los gestos de Luis Carlos. Lo que aún no me he atrevido a preguntarle, por miedo a la posible respuesta, es el papel que desempeñó el propio sucesor de los Borbones en toda esta charada: ¿fue uno de sus autores o, por el contrario, no fue más que un instrumento? Seguro que sabrá usted sacarme de dudas, madame Botta.
Ella movió la cabeza hacia los lados.
—¿Un doble del rey? ¿Cómo es posible que invente usted algo así? ¡Es terrible, y además no se sostiene!
—¿Pretende decirme que se sostiene menos que la fabulosa historia de la liberación del Delfín moribundo del templo por parte de la emperatriz Josefina y de su continua huida por Francia, Europa y América durante los siguientes diez años? Mire, durante los últimos días nos hemos enfrentado a la muerte de mil maneras distintas para salvar a su Delfín. Hágame el favor, ahora, de responder con sinceridad, en reconocimiento a nuestros esfuerzos.
Sophie Botta calló. Todos callaron. Schiller movió al fin los brazos y los utilizó para servirse una copa de vino.
La puerta se abrió y por la rendija apareció la cabeza de Voigt.
—Señorías, el rey ha despertado. Ordenan ustedes que…
Con un movimiento de la mano, Carlos Augusto indicó a su ministro que cerrara la boca, y tras un amplio gesto Voigt cerró también la puerta.
—Cuando se entonen las salves por el rey, en Notre-Dame, nadie se cuestionará su identidad.
—¿Qué sucederá, empero, si alguien lo hace? ¿Lo matarán para que mantenga silencio?
Ante la afrenta, Vavel de Versay se puso en pie, mas Sophie Botta lo cogió del brazo.
—No le entiendo —dijo—. ¿Qué es lo que desea? ¿Un nuevo rey en el trono de Francia, un gobernador prudente, sabio y pacífico con indiferencia de sus antepasados, o más bien al tirano Bonaparte, que tiene previsto bañar de sangre todos los países de Europa, incluido el suyo, señor Von Schiller?
—No finja que le importa el bienestar de los franceses o la paz en Europa. Lo que a usted de verdad le importa no es ni más ni menos que el acceso al poder. Si su supuesto rey hubiese tenido las mismas cualidades personales y los mismos objetivos políticos que Napoleón, seguro que lo habría defendido con la misma entrega.
—¡Pero no es así! ¡El chico será un buen rey!
—Aunque fuera el mejor rey del mundo, señora, será un rey falso. El mundo no merece que lo engañen de este modo.
Sophie Botta lanzó el suspiro propio de los que se conocen incapaces de persuadir de su error a sus interlocutores.
—Su moral no le impide ver con claridad, señor Von Schiller.
En lugar de responderle, Schiller apuró el contenido de la copa que se había servido. La francesa miró a Goethe como si hubiera llegado su momento, el de su intervención para hacer entrar en razón al amigo, mas éste guardó silencio. Así pues, la dama se levantó y dijo con sorprendente rudeza:
—Le agradecemos su ayuda, señor Von Schiller, aunque usted no quiera escucharnos, mas se lo advierto: si durante su gesta a favor de los Borbones ha cambiado usted de idea y es ahora enemigo de ellos, comprenderá que no tendremos más remedio que tratarlo como a tal. Espero haberme expresado con la suficiente claridad.
Schiller saboreó las últimas gotas de vino de su copa, la dejó sobre la mesa y se levantó con parsimonia.
—Con una claridad pasmosa, madame Botta. Mas le recuerdo que he estado en el infierno y que he salido con vida. Ya no hay amenazas que me preocupen.
—¡Demontre con esa panda de bandidos! —dijo Schiller de buen humor mientras se alejaban del castillo—. ¡Mi próxima obra versará sobre un rey falso!
—No lo dirá en serio —le dijo Goethe.
—No hablaré precisamente de nuestro falso Luis, si es eso lo que le preocupa, sino de algún otro. Si la memoria no me falla, creo que hubo un hombre en Rusia que se hizo pasar por el hijo del zar y reinó como tal. Una historia fantástica para mi pluma, ¿no le parece? Y en Inglaterra pasó también algo parecido…
—Por muy fascinante que sea, Schiller, le ruego que no se enfrente usted jamás, en ninguna circunstancia, a madame Botta o a los monárquicos.
—Oiga, no permitiré que ese monstruo de pelo velado me infunda ningún miedo. ¿Cómo es posible que un corazón femenino esté tan lleno de miserias y horrores? —Schiller meneó la cabeza—. Escribiré un drama que la disgustará profundamente y que convertirá su corrupta política en una historia de teatro. Si cree que voy a seguir bailando al son que ella me marque está muy equivocada. ¿Piensa usted callar y olvidar los acontecimientos de las últimas semanas, como si nunca hubiesen sucedido?
—Así es, efectivamente. Volveré a mi casa cual Diógenes a sus toneles y me mantendré alejado del lujo y la grandeza. Nuestra aventura no ha sido más que una nueva muestra de que los poetas no tienen que meterse en política. Los países extranjeros deben cuidar solitos de sí mismos. A fin de cuentas, el panorama político jamás olvida las fiestas y los días de guardar.
—Qué interesante. Sus conclusiones son diametralmente opuestas a las mías.
Aquello hizo que los dos amigos permanecieran en silencio el resto del trayecto. Al llegar al mercado, Schiller utilizó las últimas monedas que le quedaban para comprar un ramo de flores para Carlota, con el que esperaba suavizar su ira ante su regreso, tan tardío y con una presencia tan desmejorada. Llegó el momento de la despedida. Schiller le manifestó su tristeza por no haber podido despedirse de ninguno de sus compañeros: ni de Humboldt, al que secuestraron; ni de Arnim, Kleist o Bettine, que se marcharon sin decirle adiós; ni siquiera de Karl, a quien, pese a las mentiras y los rechazos, no se veía capaz de odiar. Durante unos instantes recordó cuando aún creía en la posibilidad de ser el tutor de un ilustrado rey de Francia, y dijo:
—Ha sido un sueño magnífico. Pero se acabó.
—¿Me desprecia usted?
Schiller movió la cabeza hacia los lados.
—Sé diferenciar al hombre de sus acciones.
Y dicho aquello sonrió y ofreció su mano a Goethe.
—Que le vaya bien —dijo el consejero.
—¡Cuántas veces hemos pronunciado ya estas palabras!
—¡Y cuántas veces más las pronunciaremos aún! Y ahora discúlpeme: mis toneles, o dicho con otras palabras, mi aseo, me requiere. Apesto cual turón.
—Pues yo pienso acostarme y dormir durante varios días —dijo Schiller—. Los últimos días han sido demasiado angustiosos. Pediré a Lolo que no me despierte.
Goethe siguió con la mirada a su barbudo amigo, que se alejó por la calle con el ramo de flores en la mano; lo vio entrar en el portal de su casa, y entonces él hizo lo propio. Cuando Christiane abrió la puerta y reconoció a su marido tras la barba y los harapos, rompió a llorar.
Una hora después, Goethe disfrutaba de un baño caliente.