El día en que partió Humboldt, el 27 de marzo, coincidió con el vigésimo aniversario de Luis Carlos de Borbón, aunque él mismo lo había olvidado pues hacía ya muchos años que no celebraba su cumpleaños. Schiller fue el encargado de recordárselo, y para celebrarlo decidió llevar al homenajeado a la cascada que tan bien conocían Humboldt y Kleist. Tuvieron la precaución de llevar consigo una pastilla de jabón, y, pese a que el agua estaba muy fría y soplaba además un engorroso viento, Karl se lavó a conciencia. Fue entonces, mientras el Delfín secaba su desnudo cuerpo, cuando sucedió.
La mirada de Schiller se posó casualmente en los muslos del joven, allí donde —según la descripción de madame de Rambaud— tenía que haber una peca con forma de paloma. Pero la piel de Karl era blanca y lisa, e igual era en el resto de la pierna e incluso en la otra. Ni rastro de pecas, lunares o manchas. Schiller se sobresaltó, mas reprimió el impulso de interrogar a Karl inmediatamente sobre ello. Prefirió esperar hasta que, al cabo de un rato, se pusieron a limpiar la ropa sobre una piedra. Fue entonces cuando le dijo:
—Ágata de Rambaud nos habló de mademoiselle Dunois, la que te cuidaba de pequeño, y nos dijo que te encantaba jugar con los jabones sobre las baldosas de palacio.
Entonces Karl sonrió y le respondió:
—Sí, lo recuerdo. Era muy divertido.
La respuesta alteró más aún a Schiller, pero éste hizo un esfuerzo ímprobo y alcanzó a disimular su excitación.
Durante el camino de vuelta se mostró taciturno y ensimismado. Una vez en el campamento corrió a releer los apuntes que había tomado en Hunsrück, y en cuanto tuvo ocasión pidió a Goethe que se reuniera con él en privado. Anduvieron juntos varios pasos y llegaron al lugar en el que el arroyo se cruzaba con el camino que conducía a su roca.
—Suéltelo ya —dijo Goethe—. Cuénteme qué mosca le ha picado.
Schiller apoyó su bastón en un árbol antes de empezar a hablar:
—¿Cómo hacer para rimar tanta contradicción? No alcanzo a dar con la respuesta. Escuche: hace una hora y media vi salir del agua a Karl y descubrí que aquella peca tan minuciosamente descrita por su nodriza… no estaba. Ni rastro. Como si nunca hubiese estado allí. Al volver revisé mis notas, pero la descripción de madame de Rambaud no dejaba lugar a dudas: una peca en el muslo, con forma de paloma. Y todo esto, justo después de ser yo quien haya recordado al chico que hoy es su aniversario. Le digo que el joven Karl comienza a parecerme sospechoso…
—Seguro que se ha olvidado. ¡Pardiez! Después de tantos años de encarcelamiento yo tampoco sabría decir en qué día de la semana vivimos.
—Pero es que hay más, amigo mío: poco después le recordé un suceso de su infancia, de cuando se bañaba al cuidado de mademoiselle Dunois. Y él me dijo que lo recordaba bien.
—¿Y qué?
—¡Pues que no existe esa tal mademoiselle Dunois! —dijo Schiller con insistencia—. ¡La inventé, como inventé también la anécdota del baño de la que dijo acordarse!
Goethe parpadeó.
—¿Pretende usted decir que…?
—… que si madame De Rambaud no nos mintió, ¡Karl no es el Delfín!
Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos abriera la boca, y el único sonido que se oía era el murmullo del agua en el riachuelo que corría a sus pies. Por fin, Goethe transformó su mirada ensimismada en un pesado suspiro.
—¿Qué sucede? —preguntó Schiller—. ¡Hable de una vez!
—Pues que… no me sorprende demasiado. En cierto modo lo sospechaba.
—¡Por todos los demonios! ¿Sabía usted…?
—Lo sospechaba, he dicho. Y desde el principio, lo admito.
—¿Desde Maguncia?
Goethe movió la cabeza hacia los lados, en señal de negación.
—Desde Weimar.
—¿Desde Weimar? Pero ¿cómo…?
—Noto cuando Carlos Augusto no me dice la verdad. Debe de ser cosa de la amistad, que desenmascara las mentiras.
—¡Por el noveno círculo del infierno! ¡Haga el favor de decirme que no hemos corrido todos estos riesgos, que no hemos afrontado esta terrible odisea mientras usted sospechaba que nos jugábamos la vida por un estafador! ¡Dígame que no nos reclutó con la idea de luchar por una mentira!
La escena se convirtió en un tribunal, y si Goethe no hubiese sido Goethe, seguro que los furiosos gestos de Schiller habrían acabado dándole un revés en la mejilla para resultar aún más enfáticos.
—Pero Karl es un buen chico —dijo entonces el consejero—. Usted, precisamente, tiene que haberlo notado.
—¡Más bien diría que es un buen actor! ¿Qué dosis de actuación había en sus palabras y en sus gestos, quién puede decirlo? ¡Al fin y al cabo, él es el protagonista de toda esta farsa!
—Si no me equivoco en mis valoraciones, no es más que el instrumento de madame Botta.
—¿De modo que los mete a todos en el mismo saco?
¿A Karl, a la Botta, al holandés, al británico muerto? ¿Y quién se supone que es ese Karl, que de pronto me resulta tan desconocido?
—No sé quién es ni de dónde viene, pero no me cabe la menor duda de que se encuentra en esta situación por su extraordinario parecido con el Delfín.
—Por Dios, el Delfín —gimió Schiller, recordando entonces al verdadero Luis Carlos mientras empezaba a andar de un lado a otro del camino, como un animal enjaulado, a mesarse la barba rojiza con las manos—. Está muerto. Hace tiempo que lo está. Murió encarcelado, consumido en su propia tragedia. ¡Pobre chiquillo! Infeliz y lastimero…
—¡Pero lo hemos salvado! —dijo Goethe—. ¿No cree que el fin justifica los medios? ¿No es nuestra intención, al fin, derrocar a Napoleón y rasgar al fin la alemana alfombrilla hecha de remiendos sobre la que avanzaba? ¿No pretendíamos que un rey ilustrado y progresista accediera en su lugar al trono francés?
—Progresista, sí. Progresista y falso.
—¿No es usted quien dice que hay que atender al contenido y no al continente? ¿No le parece que Karl es y será lo que nosotros queramos? ¡Quizá el progreso pase por que un joven sin nombre ni sangre real llegue al trono y fomente la igualdad entre los hombres!
Al oír aquello Schiller se detuvo.
—¡Basta! Déjese de sofismas. Se mueve usted en un terreno muy resbaladizo, amigo. Aun suponiendo que Karl libere Francia y Alemania, lo hará basándose en una mentira. ¿Y cómo pretende que la era de la verdad comience con una mentira? ¿Aunque no sea un príncipe, merece serlo? Es deshonesto. No es mi estilo. Y estoy seguro de que, si nuestros compañeros supieran la verdad, depondrían las armas de inmediato.
En los ojos de Goethe se leyó entonces una pregunta que Schiller se apresuró a contestar.
—Oh, no diré nada, por nuestra amistad. Además, sólo empeoraría la, ya de por sí mala, situación. Callaré, sí, mas no mentiré. Eso no. Schiller, el estafador estafado.
—Se lo agradezco. Pídame a cambio lo que desee, mi fiel amigo. Pero dígame qué habría cambiado si ya en mi despacho le hubiese dicho…
—No siga hablando, se lo suplico, pues con cada palabra que dice deja aún más claro que su sospecha sobre la identidad de Karl no era tal, en realidad, sino más bien certeza. ¡Qué tonto he sido! ¡Qué idealista! —dijo, y se rió amargamente—. ¿Cómo pude ser tan vanidoso como para creer que rescataría a un verdadero rey?
Schiller se quedó en silencio, meneando la cabeza y sin apartar la vista del bosque, como si estuviera viendo en él la representación de un sueño. Después tosió sobre su puño.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Goethe—. ¿Quiere que regresemos?
—¿Que si me encuentro bien? ¿Yo? Pues no. Nada. En absoluto —dijo Schiller, sin darse la vuelta para mirar a Goethe—. Si ayer hubiese bajado del cielo un ángel del Señor para informarme de que podía escoger a dos de los siete hombres que conforman nuestro grupo y regalarles la felicidad absoluta, salud y una larga vida, yo no me habría escogido a mí mismo, sino a usted. A usted y a Karl, las dos personas que más aprecio. Y de pronto me entero de que ellos son, precisamente, los únicos que me han engañado. No. No, señor Von Goethe, no me encuentro bien.
Miró a Goethe a los ojos durante unos segundos, y después bajó la cabeza y regresó al campamento con pasos cortos y arrastrados, como un anciano.
Goethe no se atrevió a seguirlo, consciente de pronto de que no quedaba ya nadie en el campamento que no le guardara rencor. Schiller había olvidado su bastón. Goethe lo cogió, saltó por encima del riachuelo y dirigió sus pasos hacia la roca.
Una vez allí, en ese lugar elevado junto al margen del bosque, se recostó contra la roca, la mano derecha apoyada en el bastón.
El viento, mensajero del tiempo que se avecinaba, soplaba con fuerza y jugueteaba con su cabello, con los bajos de su abrigo y las copas de los pinos. Algo más abajo, sobre el valle, las nubes y la niebla se perseguían unas a otras y los campos verdes y los tejados rojos de los pueblos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos para volver a aparecer de inmediato. Aunque cayera una tormenta o la lluvia partiera el cielo, Goethe pensó que aún no era el momento de abandonar la roca.
Así fue como lo encontró Bettine, tieso e inmóvil como una estatua sobre un mar de nubes, cuando la joven se acercó a él desde el bosque, inesperada y sorprendentemente, al cabo de una eternidad. Bettine se detuvo hasta que las sienes dejaron de golpearle en la frente y el corazón en el pecho, y por fin dio unos pasos hacia él, sin decir palabra y se puso a mirar el valle a su lado.
—Desde esta colina puede verse el mundo entero —dijo, incapaz de mantener el silencio por más tiempo.
Él no apartó la vista del valle.
—¿Cómo me has encontrado?
—Igual que un perro fiel encuentra a su amo —le respondió ella, sonriendo—. Y como ese perro pienso enroscarme junto a tus pies y espantar las penas que te atormentan, o bien velar hasta que se hayan ido. Pues no me gusta verte sufrir. ¿Problemas con Schiller?
Goethe asintió, y Bettine puso una mano sobre el pecho del amigo y otra sobre su brazo. Por fin, Goethe movió la cara para mirarla.
—¿Un perrito? No, tú eres más como una planta salvaje, como un lúpulo. No importa dónde me halle: tú echas raíces y trepas por mi cuerpo, envolviéndolo de tal modo que al final ni siquiera se me ve.
Bettine retiró las manos, avergonzada, pues las palabras de Goethe no sonaron precisamente a broma, sino a reprimenda, pero Goethe la retuvo, la acercó más a su pecho y la cubrió con su abrigo. Había empezado a llover débilmente, y ambos se quedaron de nuevo en silencio.
—Goethe —suspiró la joven—. Me basta con lo que dicen tus ojos, incluso cuando no me miran. Sigue hablándome con ellos, pues lo entiendo todo.
—Ah, ¿sí, mi buena niña? Y, dime, ¿qué dicen ahora mis ojos?
—Que tú también me amas, porque soy mejor y más digna de ser amada que cualquiera de las féminas de tus novelas. No he nacido para nadie que no seas tú.
Mas con aquellas palabras no parecía estar espantándole las penas, pues en la frente de Goethe iban apareciendo vinos surcos cada vez más profundos.
—¿No quieres que hable de amor? —preguntó ella, aunque continuó haciéndolo, in esperar su respuesta—. Desearía coger tu preciada mano con las mías, acercarla a mi pecho, y decirte que siempre te amaré, que me siento feliz y llena desde que te conocí. Que no hay árbol que disponga de un follaje más fresco, no hay fuente que sacie igual al sediento; que no hay sol ni luna ni estrellas que rompan la oscuridad del cielo con un brillo mayor que el que tú provocas en mi corazón.
—¿Corazón? —dijo Goethe, atemorizado—. ¿Tu corazón? ¿Y de qué te servirá todo esto? ¡Te lo suplico, mantén los pies en suelo!
—¡Tú, objeto de mis anhelos! —exclamó Bettine—. ¡Cuando pienso en ti no deseo quedarme en el suelo! ¡No puedo hacerlo! Oh, Goethe… ¿qué opinas tú de mi amor? ¿Querrás corresponderlo?
—¿Corresponderte? Lo cierto es que nadie puede darte nada, pues tú misma creas o tomas siempre cuanto deseas.
—¡Es cierto! ¡Te tengo cogido! —susurró, rodeándolo con sus brazos y hablando hacia la tela de su chaleco mientras él aspiraba con toda el alma el olor que de ella emanaba—. Si quieres librarte de mí, tendrás que forcejear.
Goethe notó el calor de Bettine y sus senos contra su pecho, y cerró los ojos y de pronto ya no existían Schiller ni Karl ni Napoleón ni Kleist ni Arnim ni la lluvia siquiera, y posó las manos en la espalda de Bettine. Y cuando ella percibió aquel gesto, alzó la vista, y, con lágrimas en los ojos, le suplicó:
—Bésame, pues pronto tendremos que abandonar este paraíso y todo volverá a ser diferente. Bésame y abrázame, pues yo también te besaré, sin duda, y moriré de felicidad.
La besó, mas no en los labios, sino en el cuello y en las orejas, y al hacerlo suspiró y cerró los ojos para no despertar jamás de aquel sueño prohibido. Y, por el mismo motivo, Bettine los mantuvo abiertos.
Las gotas de agua corrían por la frente de Goethe y Bettine se las besó y se sintió de pronto aún más sedienta, de modo que bebió la lluvia de sus cejas, de sus ojos y de su boca cerrada; y tuvo entonces hambre y le mordió suavemente los labios, y cuando él la atrajo más hacia sí notó las lágrimas de ella sobre su rostro, confundiéndose con la lluvia. Goethe apartó su abrigo y se lo quitó, intentando no abrir los párpados en ningún momento. Forcejeó con su corpiño, casi con rabia, hasta liberar sus pechos, y hundió en ellos su triste ceño besándoselos con toda la intensidad de que fue capaz. Bettine le sostenía la cabeza, muda de felicidad al ver a su divinidad inclinado ante ella; al ver al mejor de los hombres besando su pecho cual recién nacido.
Para Achim von Arnim, en cambio, testigo inesperado de aquella escena, fue como si un rayo hubiese salido del cielo para partirle el cráneo y convertir su cuerpo en una roca negra de carbón. Emulando lo que hiciera Goethe en otra ocasión, había salido a pasear para hacer un ramo con las más bellas flores, y había logrado reunir uno cuatro veces más grande que el de su predecesor. Pero para ello había tenido que caminar varios kilómetros y someterse al maltrato de espinas, ortigas y picaduras de mosquitos, y ahora, por fin, andaba en busca de su amada para entregarle aquel ramillete azulado con el que esperaba dar por zanjada la pequeña discusión del día anterior. Mas lo que encontró el desgraciado no fue precisamente a Bettine, o quizá sí, pero no la Bettine que buscaba. Aquella que tenía de pronto ante los ojos estaba medio desnuda y tenía la cabeza de su compañero entre los pechos. Allí, junto a la enorme roca, casi inmóviles, aquellas dos figuras le parecieron casi como una escultura obscena de la Antigüedad. Como una versión del Caritas Romana[19] sobre las rocas de la montaña alemana.
Al principio, la mano de Arnim se cerró con fuerza y su puño rompió los tallos de las flores y estrujó su savia. Después la abrió, como adormecido, y las flores azules fueron cayendo al suelo una tras otra, hasta que en su mano no quedó más que el líquido verde y pegajoso de las plantas. Ninguno de los amantes se percató de su presencia, y cuando él se dio media vuelta solo las flores rotas en el suelo dejaron constancia de que había estado.
Con el firme propósito de no soltar una sola lágrima hasta haberse despedido de sus compañeros y de Kyffhäuser, Arnim regresó al campamento, en el que Kleist, Karl y Schiller jugaban a las cartas junto al fuego, en el templo de las musas. Arnim respondió lacónica, aunque no rudamente, a la invitación de los otros a que se uniera a la partida, y prefirió entrar rápido en su tienda para recoger las cuatro cosas que necesitaría para su viaje. Si por descuido cogía alguna pertenencia de Bettine, la dejaba caer al suelo de inmediato, como si estuvieran cubiertas de un ácido corrosivo.
Sus camaradas se quedaron con la boca abierta al verlo salir de la tienda y acercarse a ellos con el sombrero en la cabeza, la bolsa a la espalda y la determinación marcada en el rostro.
—Me despido, compañeros —dijo con dulce melancolía—. Debo partir.
—Pero ¿qué…? ¡Por Dios, Achim! —gritó Kleist—. ¿Adonde quieres ir a estas horas de la tarde? ¿Cuándo volverás?
—No volveré. Es más probable que la Tierra deje de moverse antes de que yo regrese a esta maldita montaña. Me vuelvo a Heidelberg, pero os llevaré a todos, siempre, en mi corazón. Incluso a ti, amigo Karl. Ha sido para mí un honor combatir a tu lado, pero os aseguro que no puedo seguir aquí. No me preguntéis por qué.
De inmediato se pusieron los tres en pie, Karl aún con las cartas en la mano, y asediaron a Arnim con infinidad de preguntas al respecto, pese a su ruego, intentando convencerlo a toda costa de que se quedara con ellos. Al fin y al cabo, Humboldt no tardaría en regresar con el duque y aquello daría fin a su aventura. Pero Arnim prestó oídos sordos a todo, y, cuando notó que los ojos empezaban a anegársele de lágrimas, les dio la espalda y dio los primeros pasos de su marcha.
Pero en aquel momento le salió al encuentro, de entre todos los hombres del mundo, Goethe.
—Salve —dijo el consejero alegremente, a modo de saludo, como si nada hubiese sucedido junto a la roca. Y al percatarse de la confusión que reinaba en el campamento, preguntó—: ¿Sucede algo?
Aunque todos los ojos se posaron en él, nadie abrió la boca para responderle. Arnim porque no quería y los demás porque no habrían sabido qué decir. Las manos de Arnim se aferraron con más fuerza a las asas de su bolsa.
—¿Adonde…? —empezó a preguntar Goethe, más no llegó a acabar la frase, pues en aquel momento se oyó un disparo.
Las cartas que Karl seguía sujetando en la mano salieron disparadas por el aire, como empujadas por una mano invisible, y Karl se miró la mano, y luego la otra, como si acabara de ser testigo de un juego de magia. En el suelo, una de las cartas presentaba un agujero en una esquina. La sota, a caballo, se había librado por poco de perder la cabeza. Nadie se movió hasta que Kleist gritó:
—¡A cubierto!
Y dicho aquello saltó a protegerse tras una de las rocas que se encontraban a la entrada del templo de las musas.
De inmediato todos siguieron su ejemplo, empezando por Schiller, y en cuanto Karl se hubo lanzado al suelo, hacia el hoyo que quedaba justo tras una roca, se oyó un segundo disparo.
—¡Ah! —gritó Schiller—. ¿A quién apuntan?
—Creo que… a mí —dijo Karl, apretujándose más contra el suelo.
A todas éstas, Kleist había logrado hacerse con sus dos pistolas. Se incorporó y disparó a ciegas hacia el bosque, primero con la izquierda y después con la derecha. Una de las balas acertó a dar a su misterioso atacante. Se oyó el crujido de unas ramas rompiéndose bajo el peso de un cuerpo que caía desde varias ramas más arriba, de un árbol. Solo entonces se oyó un grito.
—¡Muérete! ¡Y que nadie visite tu tumba jamás! —chilló Kleist.
—¿Ya está? ¿Le ha dado? —preguntó Goethe.
Kleist movió la cabeza hacia los lados mientras recargaba sus armas con la velocidad del viento.
—Hay más de uno.
—¿El capitán de Ingolstadt?
Como confirmación se oyó un segundo disparo que se clavó en el techo del templo.
—¡Por Dios y por su Hijo y por el Espíritu Santo! ¿Cómo es posible que nos haya encontrado después de tantas semanas?
—¿Y qué más da? ¡Va a arrasar el campamento y a matarnos a todos! —dijo Schiller—. ¡Chicos! ¡Se acabó! Estamos perdidos. ¡Tendremos que luchar como el jabalí herido!
Se arrastró por el suelo como un lagarto, en busca de su pistola y de los mosquetes franceses, y se los lanzó al resto de sus compañeros junto con la pólvora y los cartuchos. Tenían armas suficientes. Dos por hombre, en realidad. Una ventaja inestimable, pues así podrían disparar una mientras cargaban la otra. Para sí, Schiller cogió una pistola y la ballesta. Enseguida tuvieron todos un cartucho en la mano, le sacaron el papel que lo cubría, metieron la pólvora en los cañones junto con el papel y el plomo, y empujaron la carga hacia dentro. Mientras tanto, Schiller tensó la cuerda de su ballesta. Arnim se quitó la bolsa y el sombrero. Karl echó tierra sobre la hoguera para apagarla, por indicación de Kleist, y cada uno de ellos buscó un escondite para cubrirse de las balas del enemigo sin impedir, en cambio, sus propios disparos. El templo de las musas fue su mejor aliado en el combate.
Durante un tiempo no se oyó ningún disparo, pero el ruido de las hojas secas en el bosque, los susurros de los enemigos y el crujido de las ramas muertas en el suelo daban a entender que el grupo estaba cerrándose.
En mitad de una jaculatoria en voz baja, Arnim abrió los ojos y gritó:
—¡Bettine! ¡Todavía no ha llegado!
—No puedes hacer nada por ella —le dijo Schiller—. No hay modo de salir de aquí.
—¡Tengo que intentarlo! ¡Está completamente desprotegida! Clemens me…
—¡Al diablo con Clemens, Bettine sabe cuidar de sí misma!
Haciendo caso omiso de las palabras de Schiller, Arnim se colgó un mosquete a la espalda, cogió el otro con las manos y se levantó.
—Tengo que encontrarla. ¡Muerte, sal a mi encuentro, no te temo!
—¡Por el cataclismo de Sodoma! ¡Haz el favor de agacharte!
Arnim obedeció entonces y se escondió tras una roca, mas no por insistencia de Schiller, sino porque se lanzó un nuevo disparo, que dio paso a un verdadero aluvión de disparos que planeó sobre ellos como una lluvia plomiza, férrea y mortal. La mayoría de las balas fueron a parar al techo de su guarida, hasta que la blanca piedra caliza del templo cedió bajo los ataques y cayó sobre todos ellos como si fuera nieve. Pronto quedaron completamente cubiertos de un polvo blanco y fino, y supieron a ciencia cierta dónde se encontraban sus enemigos y hacia dónde debían disparar ahora.
—Los cuernos delatan al ciervo —dijo Kleist, tras contar los disparos que había escuchado—. Deben de ser ocho o nueve hombres.
En las comisuras de sus labios tenía aún restos de pólvora y fragmentos del papel que había arrancado con la boca. Schiller cogió su ballesta.
—¡Que Marte controle la batalla! —dijo, dirigiéndose a sus camaradas—. Si aún queda una sola gota de heroica sangre alemana en vuestras venas… ¡Disparad!
Schiller se puso de pie y disparó su ballesta, y su ejemplo fue seguido por el resto. Entonces la lluvia de disparos se convirtió en un terrible fuego cruzado, y las balas volaron sobre sus cabezas y acertaron en las piedras y la madera, mas no en los hombres. Unos y otros dispararon sin descanso, recargando sus armas una y otra vez. Pólvora negra, bolas de plomo y flechas de ballesta cruzaron el campo en los dos sentidos, y el templo de las musas se llenó de humo con olor a azufre. Era como si acabasen de lanzar al aire todos los sacrificios que guardara el dios Moloc[20].
Schiller estuvo observando el fuego enemigo y llegó a la conclusión de que sus atacantes tenían acorralado el campamento, desde la pared del templo hasta el final de la explanada, al otro lado.
—¡Muerte y perdición! ¡No hay salida! —informó a sus compañeros—. Hay varios escuadrones. ¡Estamos rodeados!
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Karl, cuyas manos temblorosas apenas lograban meter la carga en la caña de su mosquete.
—¿No los has oído? Estamos acorralados. Mantienen ocupados los respiraderos.
—Estamos acorralados —coincidió Kleist.
—¡Y qué más da! Que nos rodeen, mientras puedan. ¡Nosotros concentrémonos en devolverlos al lugar del que vinieron!
Ni que decir tiene que Kleist estuvo de acuerdo con aquello y con un disparo doble acabó con la vida de otro de sus atacantes.
El caso es que, poco a poco, los disparos enemigos empezaron a remitir, y al final sus armas quedaron en absoluto silencio. Los cinco compañeros aprovecharon también para suspender temporalmente el fuego, agradecidos por aquel descanso en el que los cañones sobrecalentados de sus mosquetes podrían enfriarse de nuevo. Karl les pasó una botella de agua y todos bebieron con avidez.
De pronto oyeron un grito que provenía de la maleza:
—¡Eh! ¡Queremos abandonar las armas y negociar!
—¡Vete a freír espárragos, traidor! —le respondió Kleist—. ¡Pelea o desaparece! ¡Si quieres charlar con alguien, vuelve a casa con tu mujer!
—Cuánta palabrería en boca de alguien que se esconde en su cueva como el lobo tras la fuente. Pero no temáis; os dejaremos marchar con vida. Solo queremos al hijo del Capeto.
Karl se sobresaltó. Se aferró con más fuerza a su mosquete y lanzó a Schiller una mirada en busca de ayuda. Schiller movió la cabeza en señal de negación.
—¿Por qué no respondemos con plomo a ese traidor de la patria, a ese charlatán de pacotilla? —preguntó Kleist, a lo que Goethe alzó la mano.
—Entregadnos al Capeto —repitió aquella voz— y no os pasará nada. Os lo juro por la vida de mi emperador y por mi honor de comandante.
—¡Vete al carajo, maldito suizo afrancesado!
Goethe alzó de nuevo la mano para interrumpir el discurso de Kleist y dijo:
—No les entregaremos al chico ni a ningún otro miembro de nuestro grupo. Por el contrario, les aconsejo que se marchen todos de aquí sin mayor dilación, antes de que nos decidamos a acabar con ustedes.
—¡Sí, hombre, claro! ¿Usted y cuántos más?
—Pues todo el ejército de Sajonia-Weimar-Eisenach.
Después de aquello se hicieron unos segundos de silencio, pero enseguida oyeron una respuesta.
—¿Y cómo se las arreglará para avisar al ejército?
Justo en aquel momento dos hombres salieron de su escondite. El segundo era el capitán Santing, vestido con un sencillo atuendo de viaje y con el ojo derecho cubierto con un parche negro. El primero era… Alexander von Humboldt, con la boca amordazada, las manos atadas a la espalda, los pies encadenados y la pistola de Santing sobre la sien. Kleist reprimió un gemido y un improperio y palideció como la piedra caliza que lo rodeaba. También el resto de sus compañeros se alzó imperceptiblemente para asegurarse de que lo que estaban viendo no era una mala jugada de sus ojos ante la luz del atardecer.
—Dios misericordioso —murmuró Arnim.
El capitán condujo a su prisionero hasta el centro de la explanada, justo ante las tiendas de campaña, con una malévola sonrisa en los labios. Ninguno de ellos fue capaz de descifrar lo que decían los ojos de Humboldt.
—Nadie se libra del gran Napoleón —dijo Santing—, ni en su propio imperio ni en ningún otro. Ustedes han llevado a cabo un impresionante, aunque al final inútil, intento de huida, pero acaba de fracasar. Se acabó. Admito que en algún momento he temido por mi rango, pues seguro que sin el Delfín no habría podido volver a poner un pie en Francia, pero ahora ya no tengo qué temer. Entréguenme al Capeto y recuperen, a cambio, a su amigo. Así todos volveremos a casa.
El golpe tuvo su efecto. Ninguno de los cinco supo qué responder. Goethe abrió la boca varias veces para decir algo, mas no alcanzó a pronunciar palabra. A Kleist le rechinaban los dientes. Karl tenía la frente empapada en sudor y las gotas caían al suelo y se mezclaban con el suelo de polvo harinoso de la cueva. Temblaba, y el mosquete que llevaba en la mano temblaba con él. Schiller evitó mirarlo. Arnim rezaba ahora por Humboldt y por Bettine.
—¿Qué les sucede? —preguntó el capitán—. ¿Les ha comido la lengua el gato?
—Tenga usted paciencia, por el amor de Dios —exclamó Goethe.
—Mire, ya no me queda paciencia. Llevo casi un mes detrás de ustedes y he estado a punto de perder un ojo. Además, en Maguncia hace tiempo que esperan mi regreso con el Capeto. Les concedo cinco minutos, ni uno más. Después su amigo recibirá un balazo en la frente.
Kleist apartó la mirada de Humboldt y se dirigió a Schiller y a Karl.
—Está bien, Karl —dijo, haciendo un esfuerzo—. En tus manos está salvar a Alexander.
—No tan deprisa —dijo Schiller, al tiempo que Goethe intervenía también.
—¡Un momento!
—No tenemos un momento —dijo Kleist, poniendo una mano en el hombro de Karl—. Cuando estábamos a orillas del Main, Karl prometió que ofrecería hasta la última gota de su sangre para salvarnos, si en algún momento corríamos peligro. Pues bien, hoy podrá cumplir con su valiente promesa.
—Pero me matarán si me entrego —se quejó Karl.
—Eso no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que matarán a Alexander si no te entregas.
—Y después a los demás —añadió Arnim, a lo que Kleist añadió un gesto de aprobación.
Goethe salió de su escondite y dijo en voz alta:
—¿Me permiten intercambiar unas palabras con el señor Von Schiller en privée?
Schiller lo siguió y ambos se arrastraron hasta la parte trasera del templo de las musas, más allá de la hoguera, para poder hablar sin ser oídos.
—¡Maldita sea! —farfulló Schiller—. ¡Maldito sea este viaje, una y mil veces!
—No es el Delfín —dijo Goethe.
—Eso a mí me da igual. Delfín o no, impostor o no, lo quiero como a mi propio hijo y deseo que siga con vida.
—¡Mi corazón se revuelve en mi pecho con solo pensarlo! Pero al inicio de este viaje decidí poner la vida de los rescatadores por encima de la del rescatado. No quiero que la muerte del señor Von Humboldt recaiga sobre mi conciencia. Ni siquiera por el bien de Francia, o de toda Europa. El duque lo comprenderá. Seguro que lo hará.
Schiller asintió.
—De acuerdo. Que vaya. Heinrich tiene razón: no lo matarán. Al menos, no aquí. Pero me gustaría que fuera el chico quien tomara la decisión. No quisiera tener que entregarlo a la fuerza…
—¿Y cree que lo hará?
—Lo hará. Por cuanto lo conozco, y por cuanto le he enseñado, sé que tiene la grandeza de espíritu para llevar a cabo este magnífico sacrificio.
Goethe apretó el brazo de Schiller con las dos manos y regresó junto al resto. Una vez allí, hizo que Karl se reuniera con Schiller. Desde el campamento, Santing les informó de que habían pasado dos de los cinco minutos.
—Queréis hacer el cambio —dijo Karl con un hilo de voz—. Lo veo en tus ojos, Friedrich. Quieres que vaya.
—Te equivocas. Lo que quiero es que tú quieras. Pero la decisión está en tus manos, solo en tus manos, por mucho que Heinrich pierda los estribos. Si escoges quedarte, hazlo. Nosotros lucharemos a tu lado y moriremos a tu lado.
Karl se llevó las manos a la cara y se frotó las mejillas. Sus suspiros resonaron en las palmas cóncavas de sus manos.
—Te llevarán con vida hasta Maguncia. Te liberamos una vez, y volveremos a hacerlo. Tu vida es un verdadero catálogo de huidas frustradas. Te prometo que no te abandonaré.
—Tengo miedo.
—Yo también, Karl. Pero eso es lo que hace crecer a los hombres. Piensa en tus padres, que afrontaron su destino con la cabeza bien alta. Los pensamientos nobles fortalecen el corazón del hombre.
Karl apartó las manos de su cara y miró a Schiller como si quisiera contradecirlo. El sudor blanco y el polvo negro se mezclaban sobre su piel y dejaban unas muescas mágicas.
—¿Y bien? ¿Qué decides?
Karl no respondió, sino que se limitó a asentir.
—¡Éste es mi rey! —dijo Schiller mientras lo abrazaba, sonriendo—. Estoy muy orgulloso de ti, querido Karl. ¡El hijo de Luis XVI se da a conocer por sus actos!
—¿Me queda tiempo para recoger mis pertenencias? —preguntó el joven, con la mirada puesta en su bolsa y en algunas de sus cosas, esparcidas junto al fuego.
—Claro, ya no tenemos prisa.
Schiller dejó solo a su pupilo, seguro de que el chico dedicaría aquellos últimos minutos a escuchar la voz de su corazón y coger fuerzas para las penas que le esperaban. Por la expresión de su cara los demás supieron que había conseguido convencer a Karl. Kleist suspiró, aliviado.
—¡Se acabó el tiempo! —dijo el capitán de un ojo.
—De acuerdo, de acuerdo, le entregaremos a su hombre —respondió Goethe—. En un instante se reunirá con usted. —Y dicho aquello se dio la vuelta hacia sus compañeros para decirles—: Carguen todas las armas y ténganlas preparadas. Si tiene previsto jugárnosla, haremos que lo pague caro. Señor Von Kleist, su objetivo será…
—¿El perro de Ingolstadt? Será un verdadero placer. Con una de mis balas le apuntaré al corazón, y con la otra al ojo sano.
Los cuatro se incorporaron tras su trinchera para presenciar el intercambio cuando de pronto Arnim preguntó:
—¿Dónde está Karl?
Todos se dieron la vuelta. Era cierto: no había ni rastro del chico, ni de la bolsa que había querido coger. Schiller lo llamó por su nombre.
—¡Demonios! ¡Por todos los diablos! —maldijo Kleist—. ¿Dónde diantre se esconde?
Cual depredador herido, Kleist recorrió el templo de las musas a la luz crepuscular y movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo comprobando el estado de la pared caliza, pero no vio ninguna posibilidad de huida para el chico. No, al menos, sin que ninguno de ellos se hubiese dado cuenta. Y eso, por supuesto, sin contar con el detalle de que los franceses habrían abierto fuego en el supuesto caso de que hubiese intentado huir. Era casi como si el chico jamás hubiese existido. Schiller lo llamó una segunda y una tercera vez, cada vez en un tono más alto, pero en vano.
—¡Santa madre de Dios! —dijo Arnim—. ¡Se ha evaporado!
—¡Pero no es posible!
—¡Se acabó el tiempo! —dijo Santing.
—Oiga… —dijo Goethe, balbuceando— el Delfín… ha «desaparecido». No podemos entregárselo… aunque le juro que habíamos decidido hacerlo. Pero parece que va a hacerse de rogar…
Atónito ante la respuesta, Santing bajó por unos instantes la mano en la que llevaba el arma.
—¿Que ha desaparecido? ¿Cómo que ha desaparecido? ¿Me toman ustedes por tonto? ¿Y cómo lo ha logrado?
—No tenemos ni idea.
—Bueno, pues les ayudaré a tomar sus decisiones —dijo rozando el gatillo de su pistola y apoyándola sobre la sien de Humboldt.
Kleist no pudo soportarlo más: se incorporó de pronto apuntando a Santing con las dos pistolas y dijo:
—¡Inténtalo, amigo y bailarás un rigodón con la muerte!
Humboldt intentó decir algo, pero la mordaza se lo impidió. El capitán se puso de inmediato justo detrás de él para que Kleist no lo tuviera más a tiro, y de esta guisa regresó al bosque arrastrando a Humboldt consigo.
Para espanto de sus compañeros, Kleist se lanzó tras ellos abandonando la seguridad del templo de las musas. «¡En pie! ¡El mejor de los alemanes va a caer!», quiso decir al resto. Mas en aquel preciso momento se oyó entre la maleza un grito de Santing y pareció que todas las armas se cargaban al mismo tiempo. Kleist se agazapó enseguida bajo la salve mortal y dio un salto que pareció doloroso, pero que lo puso rápidamente a cubierto. Desde allí devolvería a los franceses, duplicada y hasta triplicada, cada una de las balas que les lanzasen. Abrió fuego, y fue acompañando de improperios cada uno de los disparos que lanzaba. Pronto tuvo los ojos anegados en lágrimas de rabia y desesperación.
—Será una tarde sangrienta —gimió Schiller, sin dejar de lanzar sus flechas hacia los lugares en los que veía saltar las chispas de los disparos.
Oscurecía, y cada vez era más difícil distinguir los contornos.
Este segundo ataque fue incuestionablemente más duro que el primero, y los franceses aprovecharon para ir estrechando el cerco en torno al templo de las musas, a cobijo de la oscuridad y del fuego de sus camaradas. Sin embargo, cuanto más se acercaban, más fácil resultaba herirlos, y fue así como Schiller acertó a clavar una flecha en la pierna de uno de ellos mientras Arnim y Kleist eliminaban a otro en un fuego doble.
Goethe, que había escogido el escondite más elevado, en el margen exterior de la cueva, estaba cargando el cañón de su mosquete cuando se encontró con un francés, mosquete en mano, a pocos pasos de él. Goethe disparó de inmediato, pero su arma aún no estaba cargada, de modo que más que pólvora le lanzó el palo cargador. El proyectil fue a dar justo en la mano derecha de su atacante y le arrancó el pulgar. El arma del atónito francés hizo blanco en la roca, y, justo cuando se disponía a huir, Kleist le metió un tiro en la nuca. El cuerpo inerte del soldado cayó justo delante del templo, y a lo largo del combate no fueron pocas las balas que los franceses lanzaron contra él por equivocación. Tras aquel intento fallido de su camarada, os soldados no osaron volver a salir de sus escondites. Goethe, por su parte, se había quedado tan horrorizado que desde aquel momento decidió no disparar ninguna otra bala, sino quedarse en la retaguardia cargando las balas del resto del grupo.
Poco después se quedaron sin balas y tuvieron que cargar las armas con pólvora: un ejercicio increíblemente pesado. También se quedaron sin el papel con el que metían la pólvora en las armas, y en aquel momento Kleist sacrificó voluntariamente el resto de su comedia a tal efecto. Sus compañeros partieron las páginas en dos, llenaron sus armas de pólvora y palabras y las dispararon contra sus enemigos.
Cuando el atardecer dio paso a la noche, los franceses dejaron de disparar. En aquella oscuridad era imposible distinguir entre amigos y enemigos, y disparar se había convertido en un derroche. En cuanto los disparos enmudecieron, un grupo de cuervos dirigió su negro vuelo hacia los árboles del campamento, donde la dura batalla les había preparado un magnífico banquete. Los compañeros bebieron y se secaron el sudor de la frente mientras Kleist hacía inventario de sus provisiones bélicas. Nadie mencionó siquiera a los tres desaparecidos, Bettine, Humboldt y Karl, pero todos se preguntaban en su fuero interno quién sería el próximo en abandonar el grupo y en qué circunstancias lo haría.
—Qué tranquilo está todo ahí fuera —dijo Arnim.
—Tranquilo como una iglesia —dijo Schiller—. Preparan otro ataque.
—No podremos hacerles frente por tercera vez —dijo Kleist, tras organizar todas las armas que les quedaban—. ¡Maldito sea este día!
—¿No nos queda pólvora?
—Tenemos pólvora para parar un tren, pero el plomo está a punto de acabarse. Dos docenas de disparos tout au plus, nuestras armas morirán de hambre.
Goethe miró hacia la oscuridad.
—Y ahí fuera nos esperan los franceses, como lobos alrededor de un árbol al que ha subido un viajero.
El grupo se quedó en silencio. Arnim encontró entre sus pertenencias una salchicha y la mordió, distraído. Kleist limpió el polvo de sus pistolas.
—Acribillado por unos suizos francófonos en Alemania. Ésta será la inscripción de mi tumba.
—Amigos míos —dijo entonces Goethe—, les ruego que me escuchen, pues quiero proponerles algo. Sigamos el ejemplo del señor Von Arnim y tomemos algo para cenar. Después cojamos nuestros sables, tensemos nuestros gatillos, calemos nuestras bayonetas, recemos un Padrenuestro y, osados y renovados, ¡ataquemos en la oscuridad!
Los demás no contestaron de inmediato. Al final fue Schiller quien habló, blandiendo su sable:
—Será un modo rápido y sangriento de acabar de una vez con esto. Clavémosles nuestras plumas en el cuerpo y liberemos la tinta roja que contienen. ¡Muerte o libertad! ¡No quedará ni uno con vida!
—¡Muerte o libertad! —repitió Arnim—. No hay muerte más noble que la del que muere en manos del enemigo. ¡Alzaos, alemanes, amigos míos!
De pronto, una piedrecita cayó desde la parte de arriba del templo de las musas. Todos contuvieron el aliento. Más piedras y guijarros siguieron al primero, y se oyeron unos ruidos sobre el techo de la cueva.
—Están sobre la roca —susurró Schiller.
En un abrir y cerrar de ojos los cuatro compañeros cogieron las armas, posaron los dedos en los gatillos y apoyaron las culatas en el hombro, a la espera de que sus atacantes descendieran en cualquier momento desde el techo. Pero la entrada siguió libre. Poco después oyeron golpes de martillo en la piedra.
—¡Por todos…! ¡Ahora resulta que las víboras francesas entienden también de tejados! —siseó Kleist.
Incapaces de explicarse lo que estaba sucediendo, permanecieron allí en silencio, escuchando los golpes y crujidos, y al cabo de unos minutos distinguieron un nuevo sonido: un silbido que apenas se distinguía del viento que se colaba entre los árboles, pero que, al contrario de lo que sucedía con el sonido de la hojarasca, tenía una cadencia uniforme, como el del vapor saliendo de una cazuela de agua.
Una vez más, Kleist fue el primero en comprender lo que estaba sucediendo.
—¡Atrás! —gritó con todas sus fuerzas, y al hacerlo dio un salto con el que se precipitó a la parte trasera del templo de las musas—. ¡Por Dios bendito, seguidme!
Con una lentitud que no era sino fruto del desconocimiento, los otros tres lo siguieron hasta la pared del fondo de la cueva, contra la que Kleist se apretujó con todas sus fuerzas, y en el preciso momento en que allí llegaron se produjo una explosión ensordecedora, como si alguien hubiese arrojado una antorcha en el almacén de pólvora del emperador. La tierra tembló de tal modo que Goethe tuvo que hacer un esfuerzo por sostenerse en pie. Sobre su cabeza se abrió una grieta negra en la roca caliza, y de pronto todo el saliente se separó del resto de la roca, rompiéndose en mil pedazos al caer, gimiendo como un animal herido y deshaciéndose en una nube de polvo y piedrecitas. Los hambrientos cuervos volvieron a alzar el vuelo y se alejaron de allí graznando. Aún cayeron más fragmentos de roca, que se precipitaron sobre lo que hasta entonces había sido el saliente de la cueva, y los árboles, cuyas raíces habían sido arrancadas, crujieron y se rompieron, doloridos. En el último instante se desmoronó también la entrada de la cueva, y una lluvia de grava, arena y guijarros cayó frente a ellos. Después volvió a reinar el silencio, y mientras el polvillo blanco se elevaba hacia el cielo en una nube, el polvo cubrió el campamento como una niebla densa.
Al principio, Schiller ni siquiera se atrevió a toser, por temor de que cualquier movimiento pudiera provocar un nuevo desprendimiento que acabara definitivamente con la cueva. Sin embargo, no fue capaz de reprimir el impulso por demasiado tiempo, y, cuando al fin sucumbió a la física necesidad, alguien a su lado aprovechó para toser también, aunque nadie supo decir quién fue puesto que no se veía nada. La cueva estaba absolutamente a oscuras. Schiller se arrodilló y se arrastró a tientas hacia el lugar en el que suponía que había estado la hoguera. Bajo los guijarros y el polvo logró dar al fin con un trozo de madera carbonizado, y con él hurgó en las apagadas brasas hasta que vio el destello de una chispa rojiza al final de una ramita reseca. Schiller sopló en aquella dirección el rato suficiente para que la madera ardiera de nuevo, y enseguida, con la ayuda de alguna maderita más, avivó un buen fuego.
Los cuatro compañeros estaban, pues, atrapados entre las ruinas del templo de las musas, que las balas de los franceses habían reducido a una sencilla y estrecha cámara. No habían resultado ilesos, mas seguían con vida. Arnim se recostó contra la pared y comprobó con una mano el estado de su nariz, que sangraba por los dos orificios. Kleist escupió tanta piedra caliza pulverizada que su saliva parecía leche agria. Y Goethe, por fin, más estirado que sentado, se cubría la cabeza con un pañuelo pues una piedra había vuelto a abrirle la fatídica y persistente herida de Oßmannstedt. Kleist lo ayudó a ponerse de pie.
Juntos observaron los desperfectos y no tardaron mucho en concluir que sus enemigos ya no podrían matarlos, mas sí dejarlos ahí, enterrados vivos. El saliente de la roca se había desplomado con tal fuerza que era imposible considerar la posibilidad de huir, y cada vez que intentaban apartar una roca para abrirse camino veían caer otras dos. Por lo demás, el derrumbamiento total y definitivo de la cueva parecía a cada minuto más inminente.
Mas la detonación no solo dejó huella en la parte anterior de la cueva, sino también en la posterior. Así, Goethe no tardó en descubrir que una rendija de la pared trasera del templo —una sobre la que Humboldt les había llamado varias veces la atención— se había ensanchado con los temblores y que por su interior se colaba un soplo de aire fresco. Ninguno de ellos habría sabido decir adonde conducía aquella hendidura, mas todos estuvieron de acuerdo en que debían abandonar cuanto antes el templo de las musas y buscar en su lugar un modo de huir por el interior de la montaña.
Las rocas habían destrozado y enterrado la mayor parte de sus provisiones y equipamiento, pero encontraron una salchicha y carne dé venado cubierta de polvo, una cazuela abollada, las mantas de Humboldt y Kleist, una botella de aguardiente —milagrosa superviviente de las pedradas—, un mosquete francés y las armas que cada uno de ellos llevaba encima. Así como en ocasiones sale el sol tras la tormenta, así también aquel día los camaradas tuvieron suerte en la desgracia y encontraron la bolsa con las antorchas cubiertas de pez, imprescindibles para orientarse por el pasillo que se había abierto tras la rendija. Schiller encendió inmediatamente la primera —había al menos una docena— y fue el primero en colarse por la rendija.
Los pasos iniciales fueron muy dificultosos, pues la grieta era estrecha, el suelo sorprendentemente llano y las paredes, en cambio, muy escarpadas. Tanto, que les rasgaban la ropa y les arañaban la piel. Goethe se quedó atrapado entre dos paredes rocosas, y solo pudo liberarse del abrazo de la montaña cuando Arnim lo estiró por delante mientras Kleist lo empujó por detrás.
Sea como fuere, el caminito iba avanzando, inmutable, y adentrándose cada vez más en el interior de la montaña Kyffhäuser. Por fin llegaron a un lugar en el que se ensanchó algo, tal como habían esperado ellos, y al final creó incluso una cueva. El suelo crujía bajo sus botas como si estuviera formado por ramas secas, pero lo cierto es que estaba cubierto con una capa de añicos de color gris. Los cuatro hombres miraron al techo y enseguida pudieron comprender de dónde procedían: por todas las grietas y ranuras que tenían sobre sus cabezas se escurrían fragmentos de yeso, algunos minúsculos, otros tan grandes como pañuelos desplegados. La gruta parecía una curtiduría en la que hubiesen colgado para secar infinidad de pieles recién curtidas. Goethe tocó uno de esos fragmentos que habían ido formándose gota a gota con el paso de los siglos, y éste se rompió y cayó sobre su mano. El escritor deseó en silencio que Humboldt estuviera a su lado para poder discutir con él sobre aquel fenómeno natural. Los demás continuaron abriéndose camino por el submundo.
El corredor se dividió entonces en dos cavernas algo menores, y al final, tras una curva, se encontraron ante un espacio algo más ancho, con el techo aún bajo y cubierto de yeso, pero tan profundo que la luz de la antorcha de Schiller no alcanzaba a iluminar el final. En la cara izquierda de aquella cámara vieron un laguito de agua cristalina y quieta cual espejo, y a su alrededor un montón de rocas y placas esparcidas por el suelo. Y sobre una de esas rocas vieron… a Karl, acurrucado sobre sí mismo como el enanito de algún cuento de hadas, con una vela semiderretida sobre la piedra y la bolsa a sus pies.
Fue su imagen, y no la de la cámara y el lago, lo que dejó a los cuatro compañeros sin respiración.
Schiller fue el primero en recobrar la compostura.
—De modo que… volvemos a vernos. —Y luego añadió—: En el reino de las sombras.
Para ser sinceros, por su aspecto bien podría decirse que Karl acababa de regresar del Hades…
Kleist tiró al suelo el mosquete que llevaba colgado al hombro y, abalanzándose sobre Karl, gritó:
—¡Ah, ojalá hubieses quedado preso bajo el peso de toda esta tierra! ¡Cobarde! ¡Eres… eres mucho peor de lo que mi aliento acierta a pronunciar!
Y dicho aquello le propinó un bofetón tan fuerte en la mejilla que el chico cayó de la roca en la que se encontraba y fue a parar al suelo. Antes de que se levantara, Kleist se inclinó de nuevo sobre él, lo cogió del cuello, lo obligó a levantarse y lo empujó con fuerza contra la pared para volver a golpearlo en la cara, a través incluso de los brazos que Karl había levantado a modo de protección. Y ya se disponía a arremeter contra él de nuevo cuando Arnim y Goethe se le acercaron, lo cogieron por los brazos y lo alejaron de su víctima. Kleist intentó en vano zafarse de ellos y mientras lo arrastraban de allí fue clavando sus tacones en el yeso y la pizarra del suelo.
—¡Escúchame, Capeto! ¡Te partiré todos los huesos! —gritó, y las paredes de la cueva le devolvieron sus palabras multiplicadas—. ¡Aunque llegues a ser rey, aunque lo seas cinco veces, te juro que pagarás por lo que has hecho! ¡Tu aliento es como la peste, y tu presencia, podredumbre! ¡Reptil venenoso! ¡A tu lado todo huele a muerte!
Mas tras aquellas palabras, repentinamente, la fuerza y la ira parecieron abandonar su cuerpo y Kleist se dejó caer entre sus dos compañeros como una muñeca de trapo.
—¡Alexander…! —dijo, empezó a sollozar.
Los demás se sentaron junto a él, dulcemente, y permanecieron callados mientras lo oían llorar. Al poco, Kleist hundió la cara en la levita de Arnim, como un niño herido, y este último cubrió el tembloroso cuerpo de su compañero con ambos brazos y no pudo evitar romper a llorar también.
Asimismo, las mejillas de Karl se humedecieron de lágrimas, mas él no fue consolado por nadie. Schiller seguía de pie frente a él, con la antorcha encendida en la mano, inmóvil como si el frío aire de la caverna le hubiese helado la sangre en las venas.
—Estoy tan contento de veros con vida —dijo entonces el chico, haciendo un esfuerzo por sonreír—. ¡De verte con vida! Tenía tanto miedo de que…
Con una cierta torpeza, Karl se levantó y fue a abrazar a Schiller. Éste no reaccionó durante unos segundos, pero al final lo apartó de sí con la mano que le quedaba libre.
—Heinrich está en lo cierto. Tu aliento huele a podrido. No puedo abrazarte.
Karl se quedó sorprendido ante aquel rechazo.
—Perdóname, Friedrich —dijo al fin—. Perdona mi huida, perdona mi miedo, pero…
—No hay pero que valga. No digas más. Soy sordo a tus palabras. Alexander se jugó la vida por ti y tú a cambio, pese a tus propias y grandilocuentes promesas, has desaprovechado la primera y mejor oportunidad para agradecérselo, para salvarnos a todos, para interceder por nosotros, solo porque querías… ¿Qué? ¿Qué querías, en realidad? ¿Qué querías, por el amor de Dios? ¿Escapar de una muerte digna para lanzarte a una inútil y vergonzosa? ¿Enterrarte bajo tierra como un… maldito y cobarde conejo? Qué pobreza has demostrado, qué miseria de espíritu… ¿Qué te sucedió? ¿Cómo fuiste capaz de desoír de tal modo tu valentía?
—No, querido Friedrich, te equivocas —lloriqueó Karl—. Jamás he sido tan noble como pretendías. Ni mucho menos. ¡No soy rey!
Schiller contuvo el aliento. Karl lo miró a los ojos hasta que no fue capaz de sostenerle la mirada por más tiempo. Y entonces cayó de rodillas al suelo de la cueva y se aferró a las botas de su maestro.
—¡Perdóname, te lo suplico! ¡Me arrodillo ante ti!
—Levántate.
—Ya veo que me desprecias, ¡oh, maestro!, mas no puedo soportar que me rechaces.
—¡Levántate y no me toques!
Sin embargo, Karl no le hizo caso, y Schiller se libró de él dando un paso hacia atrás. El joven se quedó ahí solo, llorando, destrozado como el yeso que tenía a sus pies.
Cuando todos hubieron agotado sus lágrimas, decidieron seguir avanzando para intentar dar con una salida. Al final de aquel larguísimo pasillo se toparon con un laguito que iba de lado a lado del túnel y se vieron obligados a cruzarlo. El agua era tan clara que podían ver las afiladas rocas del suelo como a través de un cristal de tintes verdes. Arnim fue el primero en adentrarse en el lago y le sorprendió descubrir que era mucho más profundo de lo que parecía desde la orilla. El agua le cubrió hasta la cintura. Y, según Schiller, estaba incluso más fría que la corriente del Ilm o del Rin.
Al otro lado del lago, la caverna se ensanchó ostensiblemente, y también su techo se hizo algo más alto. Parecía la sala de un palacio subterráneo. El yeso seguía pendiendo sobre sus cabezas, más o menos grueso, pero siempre débil como el papel; antiguas costras de libros gigantes entre cuyos contornos se colaba la luz de la antorcha para crear siluetas insólitas y misteriosas. Todos intentaron pasar el menor rato posible bajo ellas, e hicieron bien, pues si el yeso los hubiese alcanzado seguro que los habría dejado sin conocimiento.
La caverna que se abría a su izquierda formaba un semicírculo cuyas altas paredes no parecían incluir ninguna posibilidad de huida. De ahí que decidieran tomar el camino de la derecha, que daba a una caverna significativamente mayor que, a su vez, se dividía en otras dos: una avanzaba hacia delante sobre un suelo de guijarros. La otra, por el contrario, era bajita y estaba cubierta de agua hasta donde alcanzaba la vista. Unos veinticinco pasos más adelante, a lo sumo, se retorcía hacia la derecha y, a partir de allí, el resto era pura especulación.
El grupo se detuvo entonces entre ambas cavernas, y allí decidieron encender una segunda antorcha con la llama de la primera y dividirse en dos partidas encargadas de buscar una posible salida al exterior. Ninguno de ellos prestó la menor atención a Karl, y se comportaron como si realmente hubiese muerto bajo las rocas, tal como Kleist gritó. Nadie le dirigió la palabra, y cuando se formaron los grupos él se quedó allí en medio, solo en compañía de su vela.
A Kleist y Arnim les tocó la fastidiosa tarea de investigar la gruta del lago, para lo cual tuvieron que deshacerse de parte de la ropa que llevaban y meterse en el agua en varias ocasiones. Ya a pie ya a nado fueron adentrándose cada vez más en la gruta, siempre pendientes de que no se les mojara la preciada —y única— antorcha. Tras la curva se encontraron de nuevo en suelo firme y entonces la gruta los condujo hacia un pasillo que les pareció extraordinariamente atractivo porque realizaba una pendiente ascendente. Sin embargo, a medida que iban avanzando el corredor se volvía cada vez más estrecho, hasta que al final resultó del todo intransitable. Su búsqueda resultó, pues, infructuosa. En el camino de vuelta pasaron junto al esqueleto de un animal que, al parecer, había encontrado como ellos el camino de entrada al laberinto… mas no el de salida. Arnim presumió de que se trataba de un ciervo, y Kleist se lamentó una vez más de que Humboldt no estuviera con ellos, pues sin duda habría sabido reconocer aquellos huesos a la primera y habría podido clasificarlos convenientemente. Sí, Humboldt habría sido una ayuda y un respaldo inestimable ahí abajo… El recuerdo del amigo perdido hizo que Kleist se sumiera en un estado de tristeza, que era mezcla de melancolía y dolor.
Menos fría pero a cambio más accidentada resultó ser la excursión de Goethe y Schiller: el corredor al que ellos se enfrentaron realizaba una pendiente ascendente continua y estaba lleno de piedras y guijarros que tuvieron que ir sorteando para avanzar, con todos los riesgos que ello implicaba. Algunas de las piedras resultaron ser sumamente resbaladizas, otras no estaban bien asentadas y se movían en cuanto las pisaban, y otras parecían dispuestas a caerles encima en cualquier momento para romperles las piernas sin la menor contemplación. Cuando al fin lograron sortearlas todas y llegar a la zona más elevada del recorrido, ambos escritores palparon el techo con sus manos, pues en no pocas ocasiones les pareció que las sombras escondían en su seno una salida al exterior… mas no fue así. No muy lejos de allí, quizá a menos de dos pasos de distancia, debía de haber existido un pasillo hacia la libertad. Pero ahora lo único cierto era que la única e hipotética salida había quedado tapiada por una inmensa roca. Era imposible calcular su tamaño real, pero si algo estaba claro era que, si empezaban a escarbar en el techo, acabarían enterrados bajo un alud de piedras. Se encontraban, por decirlo de algún modo, en la parte inferior de un enorme reloj de arena.
—¡Maldita sea! ¡Abyecto agujero! —dijo Goethe, golpeando el techo con el puño—. Estamos atrapados bajo tierra. ¡Una tierra fría, estrecha, oscura! No hay salida ni consejo ni huida.
—Venga, sentémonos —dijo Schiller—. Estoy agotado. Me siento débil…
Se sentaron sobre la roca y se quedaron callados, con el silencio y lo indecible como únicos compañeros. A lo lejos, al final de su pasillo, vieron la diminuta luz de la vela de Karl. Una aguja incandescente en la oscuridad de la cueva.
—No volveremos a ver la luz del sol —añadió Schiller un buen rato después—. Ya solo nos queda esperar la muerte.
—Con serenidad pronuncia esta gran palabra, amigo —le dijo Goethe, a su vez—. ¿Encerrado en una cueva en compañía de Heinrich von Kleist? ¡Esto no puede ser más que el infierno! —Se rió con acritud—. ¿Se acuerda de lo que sucedió en Frauenplan? ¡Él deseó que no regresara de mi viaje! Pues bien, parece que sus deseos se han hecho realidad…
—No debemos perder la esperanza hasta el último momento.
—¿Tenemos motivos para ello?
—Ninguno. Pero nuestro deber es hacer que todo resulte más llevadero para esos jóvenes…
Dicho aquello, se dispusieron a realizar el difícil descenso. Una vez de vuelta en la sala de la bifurcación, bebieron con las manos agua de la gruta y convinieron en que estaba deliciosa. Al menos no morirían de sed. Poco después regresaron también Arnim y Kleist, y tanto los unos como los otros vieron evaporarse sus últimas esperanzas de una posible salvación… Apagaron de nuevo las antorchas para ahorrar luz y Goethe propuso que comieran algo. Se dividieron de nuevo en dos grupos, se cubrieron con sendas mantas, comieron los restos de carne a la luz de las velas y lavaron al fin la cazuela en el agua del lago.
El espectáculo duró una eternidad. De no haber sido por el fuego —que las antorchas fueron consumiendo de un modo lento e irrefrenable—, seguramente no habrían sabido decir si el tiempo continuaba transcurriendo o si se había detenido para siempre. Si los días y las noches solo se sucedían en los lugares en los que podían reconocerse. El único sonido, lo único vivo en aquel lugar, era el rumor reiterado y constante de la tos de Schiller. Bebieron mucho para engañar el hambre y el agua no tardó en sonar con fuerza en los intestinos del quinteto. Al fin, Goethe les propuso que comieran también la salchicha. Con ayuda de su sable, Arnim la partió en cinco trozos iguales y rebañó incluso la grasa que se quedó enganchada en el sable, para no desperdiciar ni una pizca de alimento. Tras el primer mordisco de su trozo, Karl les aseguró que si alguno de ellos le regalaba su ración, él le concedería un título nobiliario y todo un principado en Francia, como por ejemplo Poitou, en cuanto saliera de allí y fuera nombrado rey. Por toda respuesta, Arnim le dijo que por él podía meterse su Poitou donde le cupiera, y Kleist le aseguró que preferiría ser el Conde de Charco Apestoso antes que aceptar cualquier cosa que viniera de él, y a continuación le dijo que realmente no podía dar crédito a que fuera nieto de María Teresa y Francisco I. Schiller y Goethe mantuvieron la boca cerrada.
En un momento dado Arnim decidió salir de nuevo en busca de una salida mientras los demás dormitaban sobre la fría roca. Cada dos por tres iban oyendo sonidos que bien podían estar provocados por su compañero… o bien no: el goteo del agua, el crujido del yeso multiplicado por el eco de las cavernas… Y cuando regresó porque su antorcha estaba a punto de quemarle la mano, pudieron ver en su expresión que había llorado. Reprochó a Schiller no haber obedecido al pescador y no haber enterrado aquella maldita moneda a orillas del Rin. Schiller prefirió no abrir la boca, y por toda respuesta se incorporó, harto ya de estar sentado, y después se sentó sobre una roca que a su vez estaba junto a otra —cual taburete frente a una mesa— sobre la que recostó la cabeza con desesperación.
Y llegó el momento en que las velas y las antorchas se acabaron, y al encender la última de ellas, Goethe echó un vistazo a su reloj. Debían de llevar allí unas diez horas, mas ninguno habría sabido decir a ciencia cierta si era de día o de noche, o si estaban en marzo o ya en abril. Lo único para lo que no les quedaba la menor duda era que en cuestión de horas se consumiría la última antorcha y la oscuridad sería absoluta a su alrededor.
Al cabo de unas horas, Kleist interrumpió el silencio y dijo:
—Vamos a morir.
Schiller lanzó un profundo suspiro y le contestó:
—Es por desgracia sabido que los escritores se marchitan temprano. Es hora de ajustar vuestras cuentas con el cielo.
—Veamos cuál de nosotros será el primero en sucumbir al amargo beso del ángel de la muerte —dijo Arnim, mirando sin disimulo a Goethe mientras hablaba.
—Seré yo, sin duda —le respondió Kleist, cogiendo sus pistolas—. En cuanto la luz de esta antorcha se consuma, haré lo propio con la mía. Pues no tengo la menor intención de aterrarme a la noche oscura de este sótano mortal mientras la locura se aposenta en mi raciocinio.
—No pretenderás hacerme creer que quieres suicidarte, ¿no?
—Por supuesto que sí, y os informo que tengo una segunda tercerola con la que dispararé a todo aquel que intente impedírmelo. ¿Qué opinas tú, reyezuelo de poca monta? ¡La vida es mucho más valiosa cuando se desprecia!
Kleist acercó las armas a Karl, pero este dio un paso atrás, horrorizado.
—No lo hagas, Heinrich, te lo ruego. ¡Es pecado!
Pero Kleist hizo caso omiso de los ruegos de Arnim, y comprobó a conciencia la carga y el gatillo de sus armas, como si estuviera preparándose para una cacería de faisanes. Como las armas estaban aún cargadas con la pólvora de la batalla, que él mismo había introducido a toda prisa y sin miramientos, decidió disparar dos veces al aire y asegurarse de que la nueva carga fuera correcta y definitiva.
Mientras tanto, Schiller tomó a Goethe del brazo y le dijo en voz baja:
—Hasta la vista, amigo, nos veremos en el otro mundo. —Y dicho aquello le ofreció la mano—. Breve es la despedida para tan larga amistad.
—¿Me perdona mis errores?
—Todos, amigo mío. Todos.
—Tal es, ¡ay!, mi único consuelo. Eso, y reposar para siempre en la misma tumba que usted.
Schiller asintió, se cubrió más con la manta y volvió a tomar asiento en la roca.
De entre todas sus pertenencias ya solo les quedaba la botella de aguardiente que había sobrevivido de milagro al derrumbamiento del templo de las musas. Arnim descorchó la botella y la pasó al resto, mas ninguno de ellos quiso meterse aquel líquido en el estómago vacío. De modo que Arnim bebió solo y no necesitó más de tres tragos para estar ebrio. Los desmanes de la borrachera hicieron mella en su espíritu pero al mismo tiempo eliminaron el miedo y el hambre, y Arnim se alegró de enfrentarse así a la muerte. El aguardiente le anegó los ojos en lágrimas e incluso empezó a olvidar la terrible infidelidad de Bettine.
Llevaba ya bebidos dos tercios de la botella cuando reparó en Schiller, quien, más dormido que despierto y con la cabeza hundida bajo las manos, seguía sentado sobre su piedra. A la rojiza luz de la antorcha, la manta con la que se cubría los hombros parecía un manto purpúreo, y su barba pelirroja, emergiendo entre sus dedos, refulgía como la brasa de una hoguera. Arnim contuvo el aliento y rezó una oración. Miró a sus compañeros, pero todos tenían los ojos cerrados y se mantenían ajenos a aquella quimera.
—El emperador Federico… —susurró Arnim—. ¡El emperador Federico! Eres tú, ¿verdad? ¡Barbarroja! ¿Cómo estás, ahí, en tu trono?
Seria y dulce al mismo tiempo fue la expresión con la que lo miró el aludido, que en aquel momento asintió una sola vez, leve e imperceptiblemente.
—¡No morirás, Friedrich!
Y tras decir aquello vio que la barba de Schiller empezaba a crecer ante sus ojos, a toda velocidad. El pelo rojizo se coló entre sus dedos como llamas ardientes y devoradoras y pronto le cubrió del todo ambas manos. Después creció por encima de la mesa y se expandió por el suelo de piedras que los rodeaba, sin que Friedrich moviera una ceja siquiera. El cuchillo de su costado se había convertido en una espada y en su cabeza apareció una corona.
En su intento de acercarse al compañero dormido para despertarlo, Arnim tropezó, cayó de bruces contra el suelo, se abrió la frente, que empezó a sangrarle, y rompió la botella en mil pedazos. Después de aquello, perdió el conocimiento.
Y Goethe cubrió con una manta al visionario.
La llama de la antorcha fue volviéndose cada vez más pequeña hasta que al final se consumió por completo. Aún podían distinguirse algunos contornos a la sombra de las brasas, mas cuando éstas dieron paso a las cenizas, Kleist acarició por última vez el rizo de Humboldt que llevaba en el agujero del chaleco, tensó el gatillo de su pistola y dijo en voz alta:
—¡Ahora, oh, inmortalidad, hazte conmigo!
Goethe se cubrió los oídos con ambas manos, mas el sonido que sucedió a las palabras de despedida de Kleist resultó ser más suave que el esperado balazo y mucho más largo en el tiempo, como un trueno lejano. En algún lugar de la cueva debió de producirse un derrumbamiento. Goethe notó que Kleist soltaba la pistola. Arnim gritó algo ininteligible en mitad de su sueño.
Y de pronto se hizo la luz. En la parte superior de la montaña, justo allí donde Schiller y Goethe habían estado buscando una salida, vieron caer sobre las rocas una antorcha encendida. El polvo que se alzó con el impacto difuminó su luz notablemente, pero, en todo caso, el resultado resultó ser infinitamente más luminoso que la oscuridad anterior. Con las sienes palpitantes, los cinco hombres observaron el agujero que se había abierto en el techo y vieron aparecer por él el extremo de una soga que cayó justo al lado de la antorcha. Y por ella descendió…
—Bettine.
—¿Es cierto lo que ven mis ojos?
Tal como estaba, ahí de pie sobre la montaña de escombros y envuelta en una nube de polvo, con los rizos negros desmelenados al viento, la navaja en el cinturón y la antorcha ardiendo en la mano, les pareció una diosa, la primera de las parcas, descendiendo hacia ellos por uno de los hilos de la vida. Una alegoría de la libertad, aportando luz a la húmeda oscuridad de su calabozo.
Kleist fue el último en salir del agujero por la cuerda. Los demás lo ayudaron a salir del pozo. Sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la luz del sol de mediodía y al hacerlo comprendió que se hallaban en el patio de un pequeño castillo derruido hacía tiempo, y que el agujero por el que acababan de deslizarse había sido otrora el pozo de aquel fortín. No estaban lejos de su campamento; tenía que ser el castillo del que le había hablado Arnim.
En el suelo se hallaba la bolsa de Bettine y algunas antorchas. La soga, que era sorprendentemente larga, estaba amarrada con fuerza a la rama de un enorme abedul.
—¿Puede haber sueño más hermoso que el que ven ahora mis ojos? —preguntó Kleist cuando recuperó el habla.
Bettine, que parecía tan agotada y débil como ellos mismos, les ofreció el poco queso y el pan que había podido rescatar del campamento, y les dijo que la tarde en que los atacaron había salido a dar un paseo y mientras regresaba había oído los disparos. Entonces, en lugar de huir o de esconderse, había optado por acercarse a sus atacantes tanto como le fuera posible. Así lo hizo, y contó nueve hombres armados, entre los que se encontraba el malvado capitán. Comprendió entonces que ella, sola y desarmada, no podría hacer nada por ayudar a sus compañeros del templo de las musas, y se retiró a un escondite seguro a rezar por ellos y por que todo acabara bien. No se preocupó demasiado hasta que oyó el estruendo del derrumbamiento de Kyffhäuser. Pasó entonces una noche entera en la que no pudo pegar ojo, y tras la que se atrevió al fin a acercarse al campamento. Santing se había ido y solo quedaban ya los franceses muertos. Entonces, con las pocas provisiones que logró rescatar de las ruinas del templo, se puso a la búsqueda de todos ellos, a quienes imaginaba sepultados bajo las rocas. Nadie en su sano juicio habría barajado la posibilidad de que siguieran con vida. Los buscó sin descanso durante días, entre las rocas y por los alrededores, y solo dormía cuando la oscuridad le impedía continuar. Al tercer día, sin embargo, llegó hasta las ruinas de las que tanto le había hablado Arnim y se vino definitivamente abajo. No podía más. Y los dio por perdidos. Entre aquellos antiguos muros lloró amargamente por sus compañeros… y de pronto oyó un disparo. Le pareció que venía de debajo de la tierra. Un instante después oyó un segundo disparo y en esta ocasión no le quedó ya ninguna duda. Había sonado bajo sus pies y el eco se había escapado por el antiguo pozo del castillo en ruinas. Feliz por el descubrimiento, pero al mismo tiempo horrorizada ante la posibilidad de llegar demasiado tarde, ató la soga, cogió la antorcha y se dejó caer por el agujero del pozo, en el que halló varias piedras atascadas. Tuvo entonces que volver a la superficie para quitar aquellas piedras del único modo que se le ocurrió: buscó las rocas más pesadas que quedaban cerca del borde del pozo y las lanzó con fuerza a su interior, a fin de que chocaran con las otras y las hicieran caer, como al final sucedió.
Antes de que todos ellos se abalanzaran sobre su salvadora para darle las gracias, Kleist le preguntó si sabía algo de Humboldt, pero Bettine no supo decirle nada al respecto. Aunque, dado que no lo había visto —ni vivo ni muerto— durante los días que pasó buscando, lo más probable era que el capitán se lo hubiese llevado consigo como rehén. La reflexión, que era muy lógica, hizo que Kleist no supiera si alegrarse o entristecerse por ello.
Por su parte, Arnim permaneció en todo momento algo apartado del grupo. Le goteaba la barba, pues, para sacarlo de su lamentable estado, sus compañeros se habían visto obligados a sumergirle la cabeza en el lago de agua helada. El estómago le rugía de hambre, pero su orgullo le impidió aceptar el pan que le ofreció Bettine. En uno de los muros del castillo vio un cuervo posado sobre una piedra, muestra indiscutible de que su visión en el infierno no había sido más que una alucinación.
Cuando Goethe volvió a abrazar a Bettine para agradecerle que los hubiera salvado, Arnim se dio la vuelta y se alejó del castillo por una escalera de piedra que conducía al bosque, y de allí al valle. Le pareció que nadie se había dado cuenta de su silenciosa marcha, pero al cabo de un minuto oyó un crujido a sus espaldas y al darse la vuelta vio a Bettine a pocos pasos de él.
—¿Se puede saber adonde demonios vas? —le preguntó ella, casi sin aliento, con la cara roja por la carrera.
—Lejos de aquí. A Heidelberg, tal vez. Que seas muy feliz, Bettine, y gracias por tu ayuda.
—¿Te has vuelto loco o es que aún estás borracho?
—No hay vino suficiente para paliar mi dolor —dijo él con tal énfasis que Bettine no pudo sostenerle la mirada—. Tu corazón es como un palomar: dejas que todos entren y salgan como si nada.
—Achim…
—Llevo demasiado tiempo tragando, Bettine. He tenido que aceptar tus indecisiones, no esperar nada de ti, no exigirte nada, he tenido que comerme tu imposición de ser, simplemente, uno más. Pero ahora, Bettine, llevo tres días de ayuno y me he dado cuenta de que puedo sobrevivir sin comer ni tragar.
—¡Pero yo no quiero que te vayas! ¡Por favor, quédate conmigo!
—Prefiero meterme de nuevo en aquel agujero y quedarme allí para siempre antes de volver a ser tu marioneta un solo minuto más. Nuestros destinos se separan aquí. Que te diviertas con el viejo.
Hizo ademán de marcharse, pero ella lo cogió del brazo.
—¿Y qué ha pasado con el amor que por mí sentías, Achim?
—¿Con mi amor, dices? Mi amor murió el día en que te vio unida al enemigo.
Esperó a que la joven le soltara del brazo y entonces se dio la vuelta y se puso en camino hacia Heidelberg, con la ropa que llevaba puesta como único equipaje.
Encontraron el campamento tal como ellos mismos habrían descrito su estado anímico: las tiendas rasgadas, caídas y llenas de agujeros de bala. Todo lo que en su día había sido útil estaba ahora roto o había sido robado. El bonito retrato grupal de la hija del posadero había ardido junto al resto de los papeles, y el derruido templo de las musas parecía una herida abierta en el centro de la montaña. Los franceses habían enterrado a sus muertos junto al saliente: cuatro sencillas cruces de madera que ninguno de ellos pudo mirar durante demasiado tiempo, pues tenían grabado el nombre de cada soldado. No había apenas alimento que llevarse a la boca, pues todo estaba lleno de tierra o semidestrozado por los cuervos, y hasta el tabaco había desaparecido en manos de la tropa del capitán.
—Quizá sea un buen momento para dejar de fumar —dijo Schiller, al descubrir su pipa rota entre los escombros. Y al encontrar también su querida ballesta, añadió—: Y quizá también sea un buen momento para dejar de disparar.
En menos de un cuarto de hora, Kleist había reunido cuanto aún era aprovechable y los había instado a marcharse de allí. Goethe le dijo que no tenían ninguna prisa, pues cuanto más lejos se hallase el capitán, más seguros estarían ellos, pero Kleist le respondió indignado que no tenía ni la más mínima intención de acompañar a Karl hasta Weimar, sino de liberar a Humboldt del enemigo. Karl ya encontraría el camino sólito. Él quería comprar —o, si no, robar— unos caballos y perseguir a Santing hasta Maguncia o hasta París, si era necesario. Goethe respondió a aquello recordándole que Humboldt les había hecho prometer que no se preocuparían por él si caía en manos del enemigo, pero Kleist no le hizo ni caso. Al comprender que nadie iba a acompañarlo en su gesta, el joven se mostró más indignado que nunca, los insultó a todos, resaltó su falta de fidelidad y de honor y apeló con rabia a su debilidad —idéntica a la del cobarde príncipe francés— y a la injusticia que cometían al dar la espalda a Humboldt, precisamente a Humboldt, que era quien más había hecho por aquella misión. Por último, exigió a Goethe sus ciento cincuenta táleros, pero los franceses también les habían robado el dinero y lo único que pudo hacer el consejero fue prometerle que se los devolvería cuando se reencontraran en Weimar. Al oír aquello, Kleist juró que volvería para exigírselos.
—¡Aunque tenga que ponerlo boca abajo y sacarle hasta el último céntimo de los bolsillos!
De la única que se despidió con cariño fue de Bettine. A Schiller y a Karl ni siquiera se dignó mirarlos, y a Goethe le dedicó una maldición que superó en dureza sus ya de por sí taxativos improperios. Después se dio la vuelta y partió en busca del amigo y camarada, a quien pensaba liberar de las garras del enemigo.
—Siento un dolor muy fuerte en el pecho —dijo Bettine cuando Kleist se hubo marchado—. ¿Qué será ahora de Achim y de Heinrich?
—Entre nosotros —dijo Goethe—, yo estoy encantado de haberme librado del primero. Y respecto al segundo… —más que pronunciarlo, escupió su nombre, y al hacerlo redujo a añicos definitivamente una botella de vino que estaba ya medio rota en el suelo—, Heinrich puede irse a la mierda.