8
KYFFHÄUSSER

El jabalí olisqueó el suelo con el hocico en busca de su ingesta matinal. Tras encontrar algunas bellotas del año anterior, levantó la cabeza y miró a su alrededor, masticando. En ese momento, Bettine disparó su ballesta. La flecha se clavó en la cabeza del animal, tras la oreja, y éste se estremeció y lanzó un chillido. Miró a todos lados, horrorizado, mas, como le era imposible ver la flecha, empezó a correr en círculos moviendo la cabeza hacia los lados como si quisiera librarse de un terrible insecto que se hubiese posado en su nuca. Bettine se quedó paralizada ante aquella imagen; tanto, que Schiller tuvo que arrebatarle la ballesta para tensarla cuanto antes y lanzar un segundo disparo.

Pero en aquella ocasión el jabalí oyó el ruido del arma y, con los ojos ardientes de ira y los colmillos listos para embestir, se precipitó hacia los matorrales tras los que se escondían Schiller, Bettine y Karl. Schiller lanzó entonces la ballesta y cogió su bastón nudoso para defenderse del ataque. Bettine saltó a un lado. Schiller dejó caer con fuerza el grueso extremo de su bastón sobre el cráneo del animal, pero éste ni siquiera se inmutó, de modo que el hombre corrió a esconderse tras el tronco de un roble. El jabalí lo siguió a toda velocidad y ambos empezaron a rodear el árbol, ahora a la izquierda ahora a la derecha, aunque sin llegar a encontrarse nunca. Bettine desenvainó su cuchillo y se lo lanzó a Schiller por el suelo mientras desenfundaba también su pistola y apuntaba con ella al animal, aunque antes de la cacería se habían puesto de acuerdo en que solo dispararían si era cuestión, de vida o muerte.

Mientras hombre y animal jugaban a un despiadado corro de la patata, Karl se arrastró sigilosamente hasta el roble con una lanza de madera de abedul que él mismo había tallado y con un grito de guerra se precipitó sobre el animal y le clavó el arma en el costado. El jabalí se dio la vuelta hacia su nuevo atacante, pero Karl mantuvo el pulso firme y la lanza se clavó aún más en el lomo del bicho. Sin embargo, a éste le quedaba aún mucha fuerza y el arma acabó por partirse en dos. La mitad continuó clavada en el jabalí, igual que la flecha, pero el animal seguía con vida. Se abalanzó entonces sobre Karl, pero éste recuperó el equilibrio de inmediato y puso pies en polvorosa. Por suerte alcanzó a cogerse a una rama no demasiado alta, trepó a ella y quedó fuera del alcance de aquella bestia sedienta de sangre y venganza.

Schiller se hizo entonces con el cuchillo de Bettine, y de un salto se situó justo detrás del animal, le acercó el cuchillo a la garganta y se lo clavó. El jabalí intentó clavar los colmillos en el brazo de Schiller, y de hecho le atravesó la camisa y le hizo soltar el cuchillo, pero la batalla había llegado ya a su fin: en cuanto Schiller se alejó de allí corriendo, el animal no fue capaz de seguirlo. Su sangre humeaba al brotarle del cuello, y al final quedó totalmente envuelto en un vapor denso que emanaba del suelo. Observó a Schiller y después a Bettine, jadeando, se tambaleó hacia delante y hacia atrás y por fin cayó desplomado sobre la hojarasca, exhalando su último suspiro.

Bettine, que no había dejado de apuntarle con su pistola, aflojó el gatillo y bajó el arma. Karl descendió de la rama. Schiller comprobó el estado de su camisa y observó el hematoma que le había salido en el codo.

—La próxima vez cazaremos conejos —dijo—. ¡Hay que ver de lo que es capaz un jabalí macho herido! En fin, este jabalí tiene más carne de la que podemos comer.

Karl se acercó al animal. En el clareante gris del amanecer el charco de sangre parecía más bien irreal, como hecho de purpurina. No sin esfuerzo, sacó la flecha del cráneo del animal.

—Buen disparo —dijo, dirigiéndose a Bettine.

—¿Buen disparo, dices? ¿A esto lo llamas tú «buen disparo»? —preguntó Schiller, riendo—. ¡Ha sido magistral! ¡Se hablará de él hasta el final de los tiempos! Mi más sincera felicitación, Bettine; eres realmente una moderna Atalanta. —Le dio unas palmaditas en la espalda—. Y como Atalanta mereces quedarte con la cabeza y la piel del animal en cuanto hayamos acabado con él. ¿Dónde está mi bastón?

Reunieron entonces cuanto habían ido perdiendo por el campo de batalla —el bastón de Schiller, la ballesta, el cuchillo ensangrentado y el gorro de piel de zorro de Bettine—, ataron las patas delanteras y traseras del cerdo a una rama caída y regresaron al campamento. Al principio Schiller fue silbando una canción, pero enseguida se quedó sin aliento: pese a llevarlo entre dos, el jabalí pesaba tanto que tuvieron que hacer varias paradas en el camino. La última, sobre un saliente que quedaba por encima del campamento y tenía una vista maravillosa de la montaña y el valle.

—¡Yo te saludo, montaña cuya cima resplandece bermeja! —exclamó Schiller ante la visión del rojizo amanecer—. ¡Y te saludo también, sol, que la iluminas con tanto amor!

—Esto es lo más hermoso que he visto en toda mi vida. —Bettine se quitó el sombrero y respiró hondo—. ¡Qué aire más puro! Es el momento en que la niebla de la mañana bebe, el rocío en la paja se mece y el aroma de la hierba en el pecho crece. No cambiaría esto por ningún conocimiento.

—Y no puede ser sustituido por ningún perfume, por fantástico que sea —añadió Karl.

Schiller asintió.

—En tus brazos, en tu corazón de nuevo, Naturaleza, ¡ah! ¡Qué feliz me siento!

—Y qué hambriento.

—Pues sí, eso también. No nos despistemos, pues, y sorprendamos a la panda con este soberbio petit déjeuner.

El campamento del rey de los bandidos se encontraba en la ladera sur de la Kyffhäuser, a medio camino, más o menos, entre el valle y la cima de la montaña, sobre un pequeño saliente que, cual anfiteatro, estaba rodeado por tres pendientes empinadas y rocosas; tanto, que desde arriba solo podía accederse por un estrecho sendero. Desde abajo, en cambio, la pendiente era algo más suave; bastaba dar unos pasos para llegar a un lugar desde el que se obtenía una magnífica vista del valle y de la cordillera que se abría tras él, además, por supuesto, de la carretera que serpenteaba entre ambos. Si sus perseguidores aparecían por allí, les resultaría muy fácil sacárselos de encima. Por el contrario, el saliente no podía verse desde el valle, y cuanto más se acercaba la primavera más denso se volvía el velo protector de la rica naturaleza. A su llegada no vieron más que brotes en las desnudas ramas de los árboles, y ahora, apenas una semana después, ya empezaban a distinguirse, aquí y allá, los primeros tonos verdosos.

En el centro del anfiteatro, en el que no crecía ni un solo árbol, situaron las dos tiendas. En la primera dormían Bettine y Arnim, y en la segunda, Schiller, el Delfín y Goethe. Aunque en caso de necesidad podrían meterse también en ellas, Kleist y Humboldt insistieron en dormir principalmente al aire libre, bajo el saliente de una roca que los protegiera de posibles lluvias. El saliente en cuestión quedaba a la izquierda del campamento, a unos cuatro metros de altura, y tenía unos ocho de ancho. Podría haberse considerado una cueva, si no fuera porque apenas entraba en la roca unos diez pasos. Cabía la posibilidad de que algún animal se colara entre sus resquicios, pero no así un ser humano. Dada la blancura de sus paredes, que eran de piedra caliza, Goethe solía referirse a la caverna como al templo de las musas, denominación que los demás no tardaron en adoptar también. Allí almacenaron las armas y la mayor parte de sus provisiones, y allí también encendieron el fuego, que debía quedar protegido de la lluvia. Además, en caso de buen tiempo el humo de una hoguera al aire libre se habría visto en varios kilómetros a la redonda, y bajo el saliente, en cambio, se colaba entre las grietas de las piedras calizas y desaparecía absorbido por ellas. Lo único que quedaba era el hollín pegado en el techo. Humboldt, que investigó detalladamente el templo de las musas, aconsejó al resto del grupo que pasaran en su interior el menor tiempo posible, pues las calizas suelen ser quebradizas y poco sólidas, y en el suelo había bastantes piedras y mucha gravilla, símbolo inequívoco de antiguas caídas.

Cuando el trío de cazadores regresó al campamento, Arnim estaba sentado junto al fuego, preparando café y algunos huevos que había robado de un nido de pájaros durante su paseo matinal. Para calcular cuándo tenía que sacar los huevos cocidos del agua, rezaba un determinado número de Padrenuestros, sin interrupciones. Después de que Humboldt despellejara el jabalí, lo destripara y lo descuartizara con profesionalidad, echaron varias ramas más al fuego para asarlo. Sea como fuere, a Humboldt le irritó bastante la irresponsable insensatez de los cazadores, y en particular de su cabecilla, Schiller.

—No tenéis ni idea de a quién os habéis enfrentado —les recriminó—. ¡Un jabalí macho adulto! En serio, un enemigo como éste es demasiado grande para vosotros; ¡ya podéis dar gracias a los dioses de haber salido con vida de ésta!

Por su parte, Arnim no dejaba de mover la cabeza hacia los lados.

—¡Bettine atacada por un jabalí! ¡Por Dios, Clemens me habría partido en cuatro trozos!

Sin embargo, al dar el primer mordisco a la carne, todos convinieron en felicitarse al fin por la temeraria cacería que habían llevado a cabo Bettine y el joven príncipe. Estaban sentados sobre un par de troncos caídos que les servían de bancos, y Arnim iba sacando los trozos de carne ya asada del fuego. Acompañaron la comida con pan y bebieron café y el agua que se acumulaba junto a una roca, de la que brotaba.

Por fin el sol empezó a calentar el ambiente y Goethe se desperezó estirando todos sus músculos con verdadero placer.

—Me gusta estar aquí y me apetece quedarme —dijo—. Es casi imposible que den con nosotros. Somos como un ratón en un campo de grano, y me siento tan solazado como se sentiría, probablemente, el animal. Las óperas, los dramas, las sociedades, las recepciones… ¿qué valor tienen al fin, comparadas con un único y placentero día al aire libre, en nuestra montaña?

Todos lo secundaron y convinieron en que no habrían podido encontrar un lugar más bello en el que esconderse. Los que más disfrutaban de la vida en la naturaleza eran Bettine y Arnim, pero ni siquiera Schiller llegó a echar jamás de menos la cama de plumas de su hogar. Por dejar, dejó incluso de afeitarse, como Arnim y Karl, y con sus barbas —negra la de Arnim, pelirroja la de Schiller y rubia la de Karl— parecían los miembros de una panda de bandidos. Schiller quiso dejarse crecer también el pelo —como las alas de un águila— y las uñas de las manos —como las garras de un ave— para adaptarse completamente a la naturaleza. Kleist se veía ya a sí mismo llevando la vida de los nobles salvajes: la de sus ilustres y bárbaros antepasados en época de Tácito.

Por supuesto, era de esperar que el capitán Santing hubiera dejado de buscarlos hacía tiempo y regresado al fin a Francia, aunque también era posible que siguiera recorriendo los principados de un lado a otro, obsesionado en darles caza. Por ello, los siete se habían mostrado de acuerdo en permanecer por tiempo indeterminado en aquel magnífico refugio de Kyffhäuser.

Tras el desayuno, Schiller y Karl se retiraron como habían hecho también el día anterior. A pocos metros del saliente, junto a la entrada del bosque, había una roca negra y lisa situada sobre un prado. El sol calentaba su superficie y desde ella se obtenía una vista preciosa del valle que llegaba hasta Frankenhausen. Schiller y Karl solían sentarse a diario sobre la roca, y el primero se esmeraba en preparar al segundo para su papel como regidor de Francia. La idea de estar formando al futuro gobernador del reino más poderoso del mundo fue en realidad el resorte que movió a Schiller a aceptar el viaje a Maguncia junto a Goethe, y ahora, por fin, podía poner las semillas de un estado progresista acorde a sus ideales. Luis Carlos, por su parte, resultó ser un alumno inteligente y atento. Más aún, el joven adoraba a Schiller, lo quería y lo obedecía como un perro a su amo. Como un hijo a su padre. Karl era el rey de Francia, pero Schiller era el rey de Karl.

Los sentimientos del resto del grupo respecto a Karl, en cambio, continuaron marcados por una educada distancia, resultado sin duda de las desafortunadas coordenadas de su primer encuentro, y ni la convivencia en los bosques logró derribar la fina barrera que los separaba. Al fin y al cabo, Karl no era uno de ellos: ni ciudadano, ni escritor, ni alemán. A espaldas de ambos, el resto del grupo se burlaba cariñosamente del rey sin corona y de su padre adoptivo, aunque sabían que el influjo de este último sobre Karl no podía ser más que positivo y que, tras sufrir tantas privaciones, el joven merecía todo el afecto del mundo.

Mientras Schiller, recostado sobre la cálida roca, se deshacía en elogios hacia las teorías de Kant y Fichte, la monarquía parlamentaria inglesa y la democracia de Estados Unidos de América, Karl lo interrumpió de pronto para preguntar:

—¿Y cómo me las arreglaré para subir al trono? ¿Quién va a quererme allí?

—Tu pregunta me desconcierta. ¡Te quieren todos los pueblos de Europa!

—A excepción de los franceses.

—A excepción de algunos franceses, quizá.

—La mayoría me rechazará.

—¿La mayoría? ¿Y qué es la mayoría? Mayoría es sinónimo de tontería. El conocimiento está siempre en manos de unos pocos. ¡No sobrevalores el respaldo del pueblo a Napoleón! La mayoría está a su favor, porque la mayoría siempre está a favor de los monarcas. La mayoría estuvo a favor de tu padre mientras gobernó, después a favor de Robespierre y ahora de Napoleón. Y también estará de tu parte cuando te llegue el momento.

—¿Y no podría gobernar un reino que me recibiera con más amabilidad que el francés?

Schiller se rió de buena gana.

—Bueno, en realidad es mucho más fácil procurar un rey para un Estado, que un Estado para un rey. Pero tiene que ser Francia, Karl. Solo Francia puede vencer a Francia. Solo Luis XVII podrá derrocar a Napoleón I.

—Pero ¿cómo voy a derrocarlo? ¿Quieres que declare la guerra contra mi propio país, que ataque mi propia patria con armas extranjeras?

—Poca sangre será derramada. A ser posible, solo la de un hombre, la de un carnicero que, Dios me permita juzgarlo, se lo tiene bien merecido. Tus seguidores en Weimar, y en tantas otras partes, se encargarán de que así sea. —Schiller cogió al Delfín por la nuca y añadió—: Karl, el pueblo te adorará. Puedes convertirte en el mayor rey del mayor reino, si aprendes de los aciertos y los fallos de tus predecesores, si reúnes bajo tu mando lo mejor de la monarquía y de la república, si reconcilias la felicidad ciudadana con la grandeza real, si logras crear un Estado Ilustrado, una nación verdaderamente grande ante la que incluso Inglaterra, el pueblo más libre del mundo, revista visos de despotismo. Si logras que el nombre de Francia provoque admiración y envidia, y no miedo y hostilidad. Conviértete en el rey de millones de reyes, pues ¿cómo no van a adorarte tus súbditos, si los tratas a todos como reyes? Solo entonces aprenderán a valorarte y te reconocerán como su único rey.

—Temo que tus fantásticas ideas resulten algo avanzadas para nuestro tiempo.

—El siglo pasado no estaba listo para mis ideales, es cierto. Pero el que viene sí lo estará.

—Eres un optimista.

—Lo soy, qué duda cabe —dijo Schiller—, y mi optimismo no se detiene en las fronteras de Francia. Nunca, nunca un mortal tuvo en sus manos tanto poder para utilizar a su antojo como tú. Todos los reyes de Europa rinden homenaje a los franceses. ¡Conviértete en un modelo para los reyes europeos, y tu ejemplo dará pie a un mundo nuevo!

—Friedrich, tu entusiasmo me asusta. Soy un joven de veinte años sin más experiencia que la de huir, siempre, de todo… ¿Y pretendes que reinvente la Tierra?

—Oh, te ruego que me disculpes. Como siempre, suelo ir tres pasos por delante.

Karl cogió unas piedrecitas que había en el suelo y las tiró contra un cuervo que los estaba observando.

—¿No te parezco demasiado pequeño para tanta responsabilidad? —preguntó el chico al cabo de un rato, sin apartar la vista del cuervo.

—¡Oh, Karl, Karl! ¡El simple hecho de que te plantees esta pregunta sirve para demostrar que no lo eres! —le respondió Schiller con dulzura—. ¿Te gustaría? ¿Te gustaría levantar ese nuevo reino y gobernarlo?

—No hay nada que desee más.

—Pues entonces nada temas. Es la voluntad lo que hace a los hombres grandes o pequeños.

Volvieron a quedarse en silencio. Por fin, Karl añadió:

—Eres muy bueno conmigo. Espero poder recompensártelo algún día.

—Tu labor es gobernar un reino. La mía, ahora, es luchar por que lo logres.

—¿Y por qué? ¿Por qué te arriesgas a correr tantos peligros? ¿Para que Francia vea tiempos mejores? ¡Si ni siquiera eres francés! ¿O acaso lo haces para proteger a Alemania de Napoleón?

—Por ambas razones, y por muchas más —dijo Schiller—. Tengo un motivo que ni siquiera he compartido con Goethe. ¿Quieres que te lo diga, Karl? Está bien, me parece correcto: en 1793 quise viajar a París, pues, aunque al principio me felicité por la revolución, al poco me conmocionó descubrir que los sansculottes litigaban contra su propio rey. De modo que escribí una defensa del rey Luis XVI y confié en que, como hijo predilecto de Francia que soy, o que era, los franceses me prestarían atención. Pero antes de que pudiera hacer nada me llegó la noticia de su ejecución. En aquella ocasión no fui lo suficientemente rápido, y ahora me siento orgulloso de poder recuperar contigo la oportunidad que no pude aprovechar con tu padre.

Entre las sombras y las florecientes copas del espeso bosquecillo apareció entonces una figura sobre el prado. Era Goethe, pero no miraba hacia ellos, sino hacia el prado. Con las manos cruzadas a la espalda, parecía una de las muchas cigüeñas que por aquella época regresaban a Francia desde el sur, en busca de alimento entre la hierba.

—¿Quiere que sigamos con nuestra charla mañana? —preguntó Karl.

—Me encantaría. Ahora voy a ayudar con su rastreo al honorable consejero. Quizá esté buscando guijarros para la colección que tiene en casa.

La pareja bajó de la roca, y mientras Karl regresaba al campamento, Schiller se dirigió hacia donde estaba Goethe y le dio alcance justo en el momento en que éste se inclinaba a coger una rosa de azafrán. Al parecer reunía flores para hacer un ramo.

—Pero ¿qué veo? —preguntó Schiller—. ¿Para quién es el bouquet?

—¿Qué pregunta es ésta? Para Humboldt, por supuesto.

Schiller frunció el ceño.

—¿Espera que se ahogue en alcohol o es que va a prepararnos un remedio curativo indio?

—La respuesta era irónica, amigo mío. Evidentemente, las flores no son para Humboldt, sino para la única dama de nuestra société.

—¿Para Bettine? Qué encantador. Hasta en esta tesitura se comporta usted como un gentilhomme.

—Le agradezco el comentario espontáneo, pero más le agradecería aún que me echara una mano. Sea usted tan amable y ayúdeme a buscar algunas flores hermosas. Es más difícil encontrar brotes en marzo que tocino en una cocina judía.

Codo con codo recorrieron, pues, el prado y recogieron cuantas flores pudieron encontrar.

—¿Cómo le va con la educación política del príncipe? —preguntó de pronto Goethe.

—Bien. Es muy prometedora. Desconoce aún muchos de nuestros pensamientos y se siente algo asustado ante su futuro como gobernante, al fin y al cabo va a heredar el mayor reino de la era cristiana, pero es muy inteligente y aprende con rapidez.

—No olvide que es fácil aprender a dominar, pero difícil aprender a gobernar.

—Si el chico no fuera príncipe merecería serlo, y, si logro ejercer sobre él aunque sea la mitad de influencia que usted ejerce sobre Carlos Augusto, estoy convencido de que Europa verá junto a Luis Carlos un nuevo y bello amanecer. ¿Qué le parece, es este minúsculo narciso lo suficientemente bueno para su ramillete?

—Démelo, démelo, pero quítele antes las raíces —respondió Goethe, cogiendo la florecita—. Recordemos que Luis XVI impartió clases a su hijo en la prisión del Temple, de modo que estos días está usted siguiendo su ejemplo, lo cual no deja de ser admirable, ¿no le parece?

—Sí. Mi vida tiene los tintes de una novela. Pero no me puedo quejar.

Al final de su cosecha habían reunido tres rosas de azafrán, una flor azul —o aciano—, cuatro narcisos y algunas anémonas amarillas del bosque. Con ellas se dirigieron al estrecho sendero que conducía al campamento. Al llegar a unas piedras negras saltaron un pequeño riachuelo que emitía un simpático murmullo mientras conducía hacia el valle la fría agua del deshielo. Las copas de los árboles cobraban vida con el canto de miles de pájaros.

En el momento en que Goethe volvía a agacharse para coger una flor de primavera que quedaba al borde del camino, Schiller dijo:

—Y del mismo modo que yo intento avanzar en el camino de la política, así usted en el camino del corazón.

—¿De qué demonios me habla?

—Pese a mi ascendencia suaba, le aseguro que no soy ni remotamente lerdo —dijo Schiller, sonriendo—. Todo el que tenga dos ojos sanos con los que ver (a excepción de Achim, por supuesto, pues el pobre diablo no quiere aceptarlo) convendrá conmigo en que Bettine aprovecha cualquier ocasión para tontear con usted, por así decirlo, y que usted no ha hecho, hasta el momento, nada para evitarlo.

—Y nada para provocarlo.

—De un modo inconsciente, sí.

—Lo sabía.

—No, no lo sabía. De ahí lo de inconsciente, mi fiel amigo.

—Le ruego que me ponga un ejemplo, oh, gran conocedor del alma humana.

—Bueno, lo tiene usted en sus manos. El saludo de la primavera. C’est l’amour qui a fait ça.

—Ya casi habla usted como un francés.

—¿Puede refutar mi argumento?

—No. Pero le recuerdo que no estoy casado, si me permite la observación.

—Desde luego. Y yo no tengo ni la menor intención de convertirme en un defensor de la moral. ¿Quién soy yo, a fin de cuentas, para separar a dos corazones anhelantes? Solo le ruego que valore el hecho de que el señor Von Arnim forma parte de este grupo. No quiero ni pensar en lo que sucedería si el cazador de grillos descubriera al fin que tiene un rival tan importante. Y ya está. Me callo.

—¿Por qué? Continúe hablando.

—No. Por ahí viene su seudo mignon. Por el bosque, hacia aquí.

Sin su abrigo ni su sombrero de piel de zorro, Bettine no parecía tanto una cazadora cuanto una dama de nuevo, y ambos caballeros la saludaron con galantería, como si se encontraran en un bulevar. Goethe se llevó a la espalda la mano en la que sostenía el ramo de flores, y no se la mostró hasta que Schiller se hubo marchado hacia el campamento —para, según dijo, comprobar si el jabalí estaba tan bueno entonces como en el desayuno—. Bettine se mostró más que entusiasmada con el primaveral bouquet multicolor, y con los ojos brillantes exclamó:

—Las flores son los pensamientos amorosos de la naturaleza.

Goethe le ofreció el brazo y le dijo:

—¿Me permites la osadía?

Dócilmente, Bettine pasó su brazo por debajo del de Goethe y juntos empezaron a pasear alejándose del campamento. Mientras el hombre observaba el bosque con fervor espiritual, la joven miraba ya a su ramo ya a su acompañante, para lo que debía alzar la cabeza. Se detuvieron al llegar al arroyo. Tomaron asiento junto a una piedra enmohecida y lanzaron al agua algunas ramitas y hojas marchitas para ver cuál de ellas era arrastrada antes por la corriente.

A mitad del juego, Goethe se rió y dijo:

—¡Somos como niños!

—¿Rejuveneces a mi lado?

—Sí, mas no sé si debo reprenderte o alabarte por ejercer en mí tal efecto.

Bettine sacó el aciano del ramillete y, murmurando algo, arrancó uno de sus pétalos azules.

—¿Qué haces? —le preguntó Goethe.

—Es un juego —dijo Bettine, mientras seguía arrancando pétalos.

—¿Y qué murmuras?

Bettine alzó levemente la voz.

—Me quiere… no me quiere…

Goethe sonrió con dulzura y Bettine siguió con su juego hasta el final, hasta que solo quedó un pétalo en el tallo, y al arrancarlo dijo:

—Me quiere.

Goethe no respondió, pero cogió las manos de ella entre las suyas. Estaban frías.

—¡Pequeña, estás helada!

Tras decir aquello cubrió a Bettine con su abrigo. Ella se cubrió bien con él y mantuvo sus manos entre las de Goethe, y así pasaron un buen rato. Por fin se levantaron y regresaron en silencio al campamento.

Arnim se había acostumbrado a escribir cada día los sucesos más importantes que iban sucediéndose en la montaña. En ello invertía las numerosas horas libres que les quedaban así como algunas de las hojas de la libreta de Schiller, amablemente cedidas por él. Tras la cena solía leer a sus compañeros aquellos artículos del «Periódico de los ermitaños», como a veces lo habían llamado, y todos lo pasaban en grande y lo valoraban positivamente pese a sus desmesuradas exageraciones y sus afectuosos sarcasmos. Los temas que tocaron aquel día fueron los conocimientos de Humboldt sobre los orígenes geológicos de sus refugios y el repudio de Goethe de los mismos, además de la heroica cacería del verraco de Kyffhäuser a manos de Atalanta, Anfiarao y Meleagro, alias Bettine, Schiller y Karl, y para acabar una nueva ofensa a Napoleón por parte de Kleist, en la que éste se refería a aquél —y Arnim citaba literalmente— como a un «ser abominable que da inicio a todo lo malo y fin a todo lo bueno; un pecador contra el que el lenguaje humano no tiene recursos suficientes y frente al que los ángeles del Juicio Final se quedarán sin aliento»[13].

Goethe consideró que aquel juicio era algo exagerado y manifestó su deseo de hablar con Kleist sobre ello, pero éste fue el único del grupo que no estuvo presente en la amena reunión. Agotado, a medio camino entre la vigilia y el sueño, se quedó sentado bajo un roble algo alejado del campamento (pero visible desde allí) y se dedicó a construirse una corona de hojas.

—¡Eh! —le gritó Bettine—. ¡Heinrich, soñador desconcertado y desconcertante! ¡Ven con nosotros!

Kleist emergió de su despiste, se alejó del roble y fue a reunirse con el resto.

—Lleva usted toda la tarde físicamente presente pero anímicamente ausente —observó entonces Goethe, dirigiéndose a Kleist—. ¿Qué se trae entre manos?

—Una corona de hojas de roble para festejar la brillante victoria sobre la bestia —dijo Kleist, mientras ponía la corona sobre la cabeza de Bettine.

—¡Una corona de laureles alemana como recompensa! —exclamó Schiller.

Kleist observó solazado el alegre tocado de Bettine.

—¿No os parece Germania en persona? —preguntó—. ¡Tú eres Alemania!

—Señor Von Kleist —intervino entonces Goethe—. Nos consta por el periódico de Kyffhäuser que ha insultado usted duramente al emperador de los franceses.

—Así es, sin duda. Y mi idea es ir superándome día a día para que mis intervenciones sigan llamando la atención de la exquisita, aunque de corta tirada, gaceta del señor Von Achim. Y aprovecho la ocasión para informarles de que he aprovechado el asunto del jabalí para componer un poema burlesco sobre los franceses. Presten atención.

Dicho aquello, Kleist carraspeó y se dispuso a recitar su poema con enorme patetismo:

Un jabalí murió en el fango,

sangre tiñó la pradera;

y hoy cubre su sabroso lardo

nuestro asador de madera.

Osos y también panteras

fueron vencidos con flechas

y en la parrilla, contra monedas

son para jóvenes muestra.

Hay un precio, y me consta,

por la cabeza del lobo;

en los lugares que ronda

sufrirá el peor acoso.

Ya no se ven serpientes,

ni nutrias ni bichos raros,

y los dragones combatientes

tienen el vientre hinchado.

Ya solo perviven los francos

en el imperio germano;

¡alzad, hermanos, los mazos!

y dad el tema por zanjado.

—¡Buf! Qué canción más desagradable —dijo Goethe, elevando su voz por encima de los aplausos de los demás—. ¡Es una canción política!

—Efectivamente. Me encantaría tener una voz hecha de mena que pudiese descender por la montaña y llegar hasta los alemanes. ¡Que muera el verdugo de Germania, mientras permitan que siga siendo su emperador, que mueran también los franceses!

—Hasta los espíritus más serviles llegan a odiar a un tirano. Solo es noble y poderoso el que odia la tiranía. —Goethe sirvió a Kleist algo de vino tinto—. Aquí está la verdadera sangre tirana. Le aconsejo que disfrute de ella en lugar de entregarse a sus pensamientos.

Kleist aceptó el vaso, agradecido.

—¿Acaso no odia usted a los franceses, vuecencia?

—¿Cómo iba a odiar una nación que se cuenta entre las más cultivadas del mundo y a la que debo gran parte de mi educación? Por mucho que anhele librarme de ellos en un futuro, debo admitir que la francesa es, espiritualmente, la nación más rica.

—Pues sus cultivados franceses están sometiendo al mundo. Ingenio y violencia: ¿cómo se entiende esta unión?

—Ay, señor Von Kleist, los franceses dominaban el mundo mucho antes de la llegada de Bonaparte. Su lengua, su cultura, su cocina, sus comerciantes… ¡todo! En realidad, los alemanes somos mucho más franceses de lo que nos gustaría admitir. Pero a mí no me molesta, si me permite que se lo diga, ni lo más mínimo.

—De modo que usted no ama a Alemania.

—¡Por Dios, qué poca astucia demuestra pese a ser usted alemán, o alemanófilo! —dijo Goethe, sonriendo—. Por supuesto que amo a Alemania. Solo pretendo decir que es posible amar a Alemania sin odiar a Francia.

—Pues yo no puedo, de ningún modo. Quizá se deba al hecho de que soy prusiano, o joven. De modo que lo mejor será retomar el tema de los franceses cuando los hayamos expulsado.

Arnim se sumó entonces a aquella embrollada disputa con una alegría algo achispada por el vino:

—Pues estamos en el lugar más adecuado para derrotar a los franceses. ¿Conocéis el cuento de Barbarroja?

Le sirvieron algo más de vino y Arnim procedió a explicarles la historia de aquel emperador:

—Según la historia, el emperador Federico I, Barbarroja, murió ahogado en las aguas del río Göksu durante la tercera cruzada en Tierra Santa, pero cuentan las leyendas que eso no es cierto, y que el emperador fue en realidad víctima de un encantamiento por el que fue trasladado a un castillo subterráneo que, oh casualidad de las casualidades, se encuentra precisamente bajo la montaña de Kyffhäuser. Bajo estas tierras descansa el mayor emperador alemán de todos los tiempos. Dormita sobre un trono de marfil, ante una mesa de mármol, con la corona de oro sobre la cabeza, y su barba roja como el fuego ha crecido tanto con los años que le cae hasta los pies e incluso rodea la mesa. Una vez cada cien años, Barbarroja despierta de su sueño y llama a un muchacho que trabaja a su servicio. El chico tiene que subir a la cima de la montaña y ver si aún hay cuervos sobrevolándola. En caso de que así sea, en caso de que los cuervos vuelen en círculos sobre la montaña de Kyffhäuser, el triste emperador deberá dormir de nuevo y aguardar cien años más. Pero dicen que cuando su barba de color rojo alcance a dar tres vueltas alrededor de la mesa, la espera habrá llegado a su fin: una orgullosa águila acabará con los cuervos y Barbarroja podrá levantarse de nuevo, reunir a sus incondicionales (que, como él, sufrieron el mismo encantamiento) y abandonar las salas subterráneas para subir a la superficie con cascos, escudos y espadas y declarar la más terrible guerra que jamás haya visto Europa. Y los pueblos se inclinarán ante el palatinado de Aquisgrán, y Barbarroja recuperará el Sacro Imperio y lo conducirá a una gloria superlativa. Y ¿quién sabe? —continuó diciendo Arnim, con la luz de la lámpara de aceite iluminándole el rostro y confiriéndole un aspecto fantasmal—, quizá esté durmiendo justo debajo de nuestro campamento, y los misteriosos crujidos que hemos estado oyendo estas últimas noches no fueran las ramas de los árboles al ser mecidas por el viento, como apuntaba Alexander, sino los ronquidos del emperador romano-germano.

En aquel momento se oyó el graznido de un cuervo en la oscuridad y todos ellos, a punto como estaban de retirarse a sus tiendas para dormir, suspiraron aliviados al pensar que, al menos aquella noche, Barbarroja no abandonaría el subsuelo.

Un día, Arnim, Humboldt y Kleist fueron a dar un paseo por la montaña, pues Arnim manifestó su deseo de pasar al menos unas horas solo en compañía de sus compatriotas prusianos. El dialecto suabo de Schiller, decía, empezaba a herirle los oídos, pero sobre todo la entonación de Goethe, tan propia de Frankfurt, era como un goteo incesante, en apariencia inocuo pero efectivamente cruel, del que incluso Bettine empezaba a contagiarse sin remedio. Más aún: tanto el uno como la otra se alentaban mutuamente en el recurso a aquella cantinela.

Pero mientras los tres prusianos preparaban sus bolsas y las llenaban con tentempiés para pasar el día, Bettine pidió a Arnim que la acompañara a dar un paseo y él aceptó encantado. De modo que los otros dos partieron sin él.

Desde el campamento junto al templo de las musas, un sendero se abría hacia el nordeste a través de gargantas y quebradas. Su camino quedaba siempre a la sombra de los árboles, pero la llegada de la primavera podía intuirse en cada tallo y cada capullo. En lugar de hablar, los dos hombres prefirieron disfrutar de la naturaleza; Kleist, de su belleza y Humboldt, de su perfección. Descansaron al llegar a la cresta de la montaña, que dividía Kyffhäuser de este a oeste, y después, con la ayuda de la brújula, emprendieron la vuelta por otro camino.

Fue así como se toparon con el escenario más maravilloso que hubieran podido imaginar: de las rocas, a unos dos metros de altura, emergía una mirífica cascada que caía sobre un lago de aguas cristalinas. Tanto, que se podía ver su fondo rocoso. Justo a su lado, un pequeño prado iluminado por el sol de marzo, y aquí y allá, la tierra cubriéndose de verdor; en la pradera, sobre las rocas… sí, hasta en las más pequeñas grietas de las rocas habían echado raíces nuevos brotes. Y, envolviendo aquella escena extraordinaria, un bosquecillo de abetos alargados. Kleist no pudo reprimir un suspiro.

Dado que hacía ya más de dos semanas que se dieron el último baño, en la posada Al sol, decidieron meterse en el lago. Se quitaron toda la ropa y entraron en el agua. El agua estaba helada y no fueron capaces de sumergirse más de una vez y de lavarse a toda prisa entre risas, pero, tras secarse con las camisas, sintieron tanto calor interior que se demoraron mucho en vestirse.

Sucedió entonces que Humboldt se clavó una espina en el pie izquierdo y, aún desnudo, se sentó sobre una roca, cruzó la pierna izquierda sobre el muslo derecho e intentó quitarse la espina. Kleist, que acababa de ponerse los pantalones, se detuvo a observar aquella representación muda de gallardía natural. Y ahí se quedó quieto, ensimismado, encantado, y no continuó vistiéndose hasta que Humboldt volvió a alzar la cabeza y le sonrió mientras le mostraba la espina que se había sacado. El corazón le latía más deprisa en el pecho, pero ya lo hizo también al salir del baño renovador.

El paseo y la limpieza los dejaron agotados. Humboldt se tumbó en el prado y Kleist recostó la espalda sobre una roca cubierta de musgo. La cascada tarareaba su canción y el viento los acariciaba como si estuviera hecho de plumas. Humboldt cerró los ojos.

—Qué tranquilos están los robles, desperdigados por el monte —murmuró Kleist, y añadió:

»La paz reina en las ramas.

»No se oye en las montañas

»ni un ruido.

»Las aves del bosque duermen.

»Espera, pues en breve

»estarás dormido.

—Es de Goethe.

—Olvida a Goethe, por Dios, te lo ruego —dijo Humboldt, sin abrir los ojos.

—¿Cómo? ¿No aprecias a Goethe?

—Lo aprecio como se aprecia a un abuelito estrafalario que en su día tuvo grandes logros… pero también contribuyó por partida triple a entorpecer la Revolución francesa (la eliminación del sistema feudal y de todos los prejuicios aristocráticos que tanto anhelaban las clases pobres y desfavorecidas), y eso… no se lo perdono. Y menos aún sus insostenibles tesis neptunistas.

—¡Pardiez! ¿Y por qué nunca exteriorizas esta crítica?

—Porque este grupo ya está siempre demasiado cargado de opiniones.

—Y yo que creía ser el único que discrepaba con las teorías de Goethe…

—Pues no lo eres. Nunca lo has sido. Pero dejemos de hablar de Goethe, amigo mío, y también del corso.

Kleist echó la cabeza hacia atrás, observó las copas de los árboles recortándose sobre el cielo y dijo:

—Entonces háblame de América.

Y Humboldt le habló de su viaje a Sudamérica, por el Orinoco y el Amazonas hasta los Andes, y después a Cuba, México y Estados Unidos; de los peligros, las derrotas y las victorias; de los minerales, las plantas y los animales que estudió y de las estrellas que observó; de la gente con la que se encontró; de sus instrumentos y de Bonpland, su fiel compañero francés. Pero al cabo de una hora recondujo su discurso hacia los viajes de Kleist por Europa y finalmente hacia sus obras, y el joven le habló de su trabajo con alborozo y entusiasmo. Mientras hablaba, Kleist volvió a quitarse la camisa.

—¿Qué haces? —le preguntó Humboldt al verlo.

—Tengo calor.

—En absoluto. Estamos en marzo y el bóreas sopla helado en el bosque. Vas a pillar un resfriado.

—Creo que es calor interior.

—¿No te encuentras bien?

—Sí, sí, muy bien. Solo tengo la lengua reseca.

Humboldt llenó su cantimplora con agua de la cascada y se la ofreció a Kleist, que la aceptó agradecido.

—La próxima vez que des la vuelta al mundo, quiero ser tu Bonpland.

Humboldt sonrió y alargó la manó hacia Kleist para ayudarlo a levantarse. Una hora después estaban de regreso en el campamento.

Aquella noche Kleist no pudo conciliar el sueño. Inquieto, daba vueltas a la pulsera de hierro que llevaba en la muñeca. El estómago le hacía ruidos. Humboldt le había insinuado la posibilidad de que hubiese ingerido una tenia durante la comida al aire libre. Ahora Alexander dormía no muy lejos de él y las ramas de los árboles se mecían con el viento, tal como había dicho Arnim. La luna, armónica y llena en el cielo, proyectaba rayos de luz que se recortaban entre los árboles y jugueteaban con las sombras en el suelo. Todo, hasta la última brasa del fuego, estaba teñido de azul.

Oyó un ruido y abrió los ojos. Bettine acababa de abrir la puerta de su tienda de campaña. La vio dar unos pasos con su manta sobre los hombros. Kleist apartó la mirada, pero la oyó orinar tras unos arbustos. Sin embargo, después no regresó a su tienda. Kleist la buscó entre las sombras y al final la encontró al final del saliente justo al inicio de la pendiente, desde donde podía verse todo el valle. Había allí un árbol muerto, medio desplomado, que no había caído hasta el suelo porque unas rocas se lo habían impedido. La mayor parte de sus raíces estaban ya al aire libre, y junto a ellas estaba Bettine, de pie; una silueta negra ante la luna.

Kleist se acercó a ella, también cubierto con su manta.

—¿No puedes dormir, Atalante?

—Debe de ser la luna —respondió ella en voz baja.

Kleist alzó la vista hacia las estrellas, marcadas en el cielo cual grabados en cobre.

—¿Qué sucede? —preguntó ella—. Pareces preocupado.

Kleist sonrió.

—¿Acaso soy un libro abierto?

—¿Qué te pasa? ¿Has tenido una pesadilla?

—No estoy preocupado. ¡Estoy encantado! Soy tan feliz como una ardilla en los abetos —le dijo Kleist, y luego añadió, en voz más baja—: Y estoy tan enamorado como un escarabajo.

—¡Cáspita! ¿Y quién es la afortunada?

—No puedo decírtelo. En realidad ni siquiera yo puedo entenderlo…

Kleist se sentó sobre una de las raíces arrancadas y Bettine hizo lo propio, muy cerca de él. Ninguno de los dos era capaz de apartar la vista de la luna.

—Se trata de Alexander, ¿no? —preguntó ella.

—Pero ¿cómo…? Chiquilla, ¿cómo puedes saberlo?

—Estudio a la gente, y sé bien, por propia experiencia, la expresión de una mirada enamorada. Pero no temas: sé guardar un secreto.

Kleist asintió.

—Sí, se trata de Alexander. Lo amo como jamás he amado antes, por insólito y pueril que pueda sonar.

—El amor es siempre insólito, mas nunca pueril.

—Hoy nos bañamos en un lago, yo… me quedé observando su bello cuerpo como… ¡como si fuera una mujer! Su cabeza de pelo rizado, sus anchos hombros, su cuerpo fibrado… Un modelo perfecto de corpulencia viril. Podría hacer de modelo para los pintores y escultores. ¡Por el amor de Dios, me hace pensar en el inigualable arte griego! Lo que he sentido al verlo me ha hecho comprender al fin, perfectamente, el concepto del amor homosexual de aquella época.

—Alexander es muy atractivo, qué duda cabe.

—Y también es inteligente y conoce mundo y no teme a nada. Tiene alma de héroe y cuerpo de hombre. Si fuera una mujer… ¡Dios, cuánto la desearía! Si fuera una mujer, o si lo fuera yo, mi razón no seguiría atormentándome.

Bettine movió la cabeza hacia los lados.

—¿Y qué pinta aquí la razón? La razón lo sabe todo mas no puede hacer nada. Se cruza de brazos.

—Pues entonces ayúdame tú, querida amiga, hermana, Bettine. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer?

—¿Acaso es posible ayudar a quien ha abierto los ojos a la vida? La melancolía siempre tiene razón. Descubre si él siente lo mismo que tú. Si así es, regocíjate, si no, trata de que tu entusiasmo sea en sí suficiente. El amor es tan poderoso que puede alegrar incluso un corazón no correspondido.

Kleist reflexionó sobre aquellas palabras y al fin dijo:

—Meditaré sobre tu consejo. Me alegro de no tenerte como rival, por muy guapo que te parezca Alexander. —Y dicho esto, pasó un brazo sobre los hombros de Bettine, como si se tratara de una hermana pequeña, y añadió, sonriendo—: Tú sí que tienes suerte, mi niña: amas al bueno de Achim y sabes que él te corresponde el doble, el triple, el cuádruple.

—Sí —repitió Bettine—. Tengo suerte.

El paisaje estaba calmo, un viento húmedo y helado soplaba desde las montañas y grises nubes de lluvia se entrelazaban sobre el valle, pero el tiempo no pudo estropear el buen humor que reinaba en el grupo. Los siete estaban sentados muy juntos en el templo de las musas, alrededor del fuego, protegidos por el saliente de la roca, e intercambiaban historietas y canciones mientras se pasaban botellas de vino. Fue entonces cuando una espontánea frase del Delfín abrió una grieta entre todos ellos; una fisura que iría creciendo hasta que salieran de las montañas y que, al final, destrozaría su relación.

Embriagado por el vino y deslumbrado por la inteligencia de sus acompañantes, Karl dijo:

—En cuanto regrese a Versalles, amigos míos, os nombraré ministros.

Kleist lanzó una carcajada al oír aquello, como todos, pero al mismo tiempo intuyó, por la expresión en los rostros de Goethe y Schiller, que tras aquellas palabras se escondía algo más.

—¿A qué te refieres, Karl? —preguntó entonces.

—¡Oh, a nada, a nada! —respondió Karl, escondiendo el rostro tras su vaso.

—Vuecencia —preguntó Kleist a Goethe—, ¿a qué se refiere Karl cuando dice «en cuanto regrese a Versalles»?

Goethe miró a Schiller durante un brevísimo instante, y por fin suspiró.

—Que la verdad reine entre nosotros —dijo al fin[14]—. Está previsto que Karl recupere algún día la posición que le corresponde. Su legítimo acceso al trono de Francia.

Se hizo el silencio. Todos los ojos estaban puestos en el consejero.

—¿Y cómo pretenden hacerlo? ¿Qué pasará con Napoleón?

—Si todo va según lo previsto, ya ni siquiera estará vivo.

—Entonces… ¿la liberación del Delfín en Maguncia no fue más que el inicio de una operación cuyo objetivo era la restauración de los Borbones en el trono francés?

—Sí, pero esta segunda parte, mucho más complicada que la nuestra, ya no depende de nosotros, sino de quienes nos contrataron.

—¿Y tú lo sabías, Friedrich? —preguntó entonces Humboldt.

Schiller asintió, y Arnim murmuró hacia Alexander:

—De ahí sus conversaciones sobre la roca… ¡Le daba clases para aprender a gobernar tras la usurpación!

Por fin fue Bettine quien tomó la palabra.

—¿Y se puede saber cuándo pensabais decirnos este pequeño detalle?

—No lo sé —dijo Goethe.

—Que la verdad reine entre nosotros.

—Está bien. Seguramente nunca. Y puestos a ser sinceros, pedimos a Karl que no hablara de ello.

—Lo lamento —dijo entonces Karl, apesadumbrado—. No pretendía causar problemas…

Schiller puso la mano en el hombro de su discípulo y le dijo:

—Tú no tienes ninguna culpa, Karl.

—Me he quedado sin palabras —dijo Bettine.

—Pero ¿qué habría cambiado si os lo hubiésemos dicho? —preguntó entonces Goethe.

—¿Que qué habría cambiado, dices? ¡Pues todo, ni más ni menos! ¡Yo me metí en esto para liberar a un huérfano de la cárcel, y no para rescatar al rey de Francia! Sin saberlo siquiera me he convertido en una defensora del Ancien Régime, y he arriesgado mi vida para que, perdóname, Karl, el descendiente de una familia de opresores pueda acceder al trono. Y ahora, de pronto, comprendo por qué nos han perseguido de este modo: ¡Napoleón se ha olido vuestro plan y quiere matar cuanto antes al Delfín y a sus rescatadores!

—¿Acaso prefiere dejar Francia, y bien pronto también Europa, en manos del tirano?

—No queremos ni una cosa ni la otra —le dijo Arnim—. Ni un Napoleón primero ni un Luis decimoséptimo. ¡Queremos un gobierno que lo sea por y para el pueblo! Es el pueblo quien debe alzarse y recuperarse de este estado de opresión.

Goethe movió la cabeza al oír aquella osada utopía.

—Si Napoleón es derrocado, otro debe ocupar su lugar. En el preciso momento en que caiga la tiranía empezarán los conflictos entre aristocracia y democracia. El país necesita a un rey que lo dirija.

—¡Los ciudadanos deberían ser sus propios reyes! —exclamó Bettine.

—Sí, claro, pero esto no es más que un deseo. ¡Jamás podrá llevarse a cabo! Si todos los ciudadanos son sus propios reyes, todos los ciudadanos acabarán siendo tiranos. Háganme caso, pues más sabe el diablo por viejo que por diablo. Ustedes son aún muy jóvenes y desconocen las crueldades de las que es capaz una nación abandonada y al mismo tiempo sedienta de victorias. Los asesinatos de septiembre, la insurrección de la Vendée, la insaciable guillotina… y yo, a su edad, defendí la Revolución francesa con la misma pasión con que ahora, como ustedes, la rechazo. Pero créanme: sin la presencia de un líder, Francia volverá a convertirse en un sangriento pandemonio. Toda revolución parte de un estado natural, una carencia de leyes y de vergüenza, y los revolucionarios que prometen igualdad y libertad no son más que charlatanes o impostores. No hay país en el mundo, ni siquiera la antigua Atenas, en el que la democracia no haya partido del dolor ajeno.

—Olvida usted América —le interrumpió Arnim, evidentemente molesto.

—Que debe su grandeza a los esclavos africanos. Pregunte, si no, al señor Von Humboldt.

—Sea usted tan amable de mantenerme al margen de este debate —dijo Humboldt con frialdad.

—Pues yo no me dejo convencer tan fácilmente por la sabiduría que le ha conferido la edad, señor Von Goethe —dijo Arnim—. Y si tuviera que escoger entre un tirano de la Edad Media y uno moderno, le aseguro que preferiría a este último, por mucho que odie a Napoleón.

Kleist alzó la cabeza al oír aquellas palabras, pero Arnim continuó sin inmutarse:

—Lo digo en serio. Desde Federico I no hemos tenido ningún otro gobernador ilustrado que defendiera la libertad y la igualdad, y, del mismo modo que Federico, Napoleón ha cometido un único error: intentar alcanzar sus metas mediante la violencia y no con argumentos, incluso en los países que no están sometidos. Pero Napoleón ha hecho suya la esencia de la Revolución francesa, y seguirá venciendo en las batallas mientras se mantenga fiel a esos principios. Valga decir, de paso, que no me hago a la idea del modo en que sus amigos monárquicos de Weimar piensan matar a Napoleón. ¿Conocen, acaso, la magia negra? Porque si no, no lo lograrán. Más aún, aunque lo lograran, a Napoleón le seguirá otro Napoleón.

Mientras escuchaba aquella dura réplica, Bettine cogió la mano de Arnim de un modo casi involuntario, y Humboldt asintió imperceptiblemente, con la vista fija en el fuego.

—Si tan seguro está de su fracaso, no tiene motivo para exaltarse —respondió entonces Goethe con desenfado—. Francia continuará como hasta ahora.

—Pero a usted no le preocupa lo más mínimo el bienestar de Francia. Lo que pretende es servir a su duque y, ciñéndose a su encargo, evitar a toda costa que Napoleón entre en Turingia. ¿Me equivoco?

Goethe no respondió a la pregunta y no sostuvo la mirada de Arnim. Luis Carlos, el culpable de la disputa, estaba hundido en su asiento, entre Humboldt y Bettine, con expresión angustiada y miserable.

Rompiendo el silencio general, Schiller tomó la palabra y, con voz tranquila y voluntad apaciguadora, dijo:

—Permítaseme actuar de intermediario. Tú, querido Achim, tienes todo el derecho a encolerizarte ante la idea de devolver la Corona a un rey del antiguo régimen, aunque te aseguro que nuestro querido Karl no es así. El comparte la sangre y el nombre de su padre, que en paz descanse, mas no sus ideales. Él derrocará al actual tirano, de eso no cabe duda, mas no se convertirá en uno, de eso tampoco cabe la menor duda. Los pensamientos del príncipe son nobles y buenos, y no tiene ningún motivo para devolver a Francia al siglo pasado. Tras deshacerse del yugo del despotismo y liberar al país de la tiranía, no rechazará lo que puedan tener de bueno y progresista las ideas napoleónicas, sino que, por el contrario, las completará novedosa y adecuadamente. A cuantos aquí estáis os invito a acompañarnos en nuestras charlas sobre la piedra, pues eso es sin duda de lo que se trata: de charlas, no de lecciones sobre gobernación. De charlas en las que ambos imaginamos nuestro Estado ideal. Y yo os aseguro que, aunque aún no se atreva a admitirlo, Karl hará realidad ese Estado ideal. El sueño de una monarquía mejorada por la Revolución; la utopía de un reino, el de Francia, que será envidiado y emulado por el mundo entero.

—Una utopía, permita que le interrumpa, que jamás dejará de serlo —dijo Arnim, al tiempo que se levantaba—. Buenas noches. Buenas noches, vuecencia.

Los demás lo vieron salir del templo de las musas y encoger el cuello bajo la lluvia antes de entrar en su tienda de campaña. Goethe dio una patada a un leño de la hoguera y las chispas saltaron hasta el techo de roca caliza. El Delfín miraba a su alrededor con mohín de pecador contrito.

—Prometo solemnemente —dijo entonces, con un hilo de voz— que seré un buen monarca; que seguiré el ejemplo de otros buenos monarcas y no olvidaré los ideales del señor Von Schiller.

—¡Éste es mi rey! —dijo Schiller, henchido de orgullo, a lo que Goethe añadió, dirigiéndose a todos:

—Éste es el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad; a partir de ahora podréis decir que tuvisteis el honor de formar parte del cambio.

—Ya, claro. Ahora solo falta que queramos decirlo —dijo Kleist algo después, cuando se quedó solo con Humboldt y Goethe llevaba ya un rato retirado en su tienda.

Antes del amanecer del día siguiente, Arnim despertó a Bettine, calzado ya y vestido, con un beso en la frente.

—Despierta, Bettine —le susurró—. Recoge tus cosas, que nos vamos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bettine, todavía medio dormida.

—Nos separamos del grupo. No seguiremos colaborando con los monárquicos.

—Achim, pero ¿de qué hablas?

—¿Quieres seguir arriesgando tu vida por un grupo de defensores de los Borbones? ¿Quieres jugarte el cuello como instrumento de sus retrógrados planes? Yo no, desde luego, y espero que tú tampoco. De modo que ha llegado el día en que la dama y la sota abandonen esta baraja sarnosa e incapaz de ganar partida alguna.

Bettine se incorporó sobre la piel del jabalí que le hacía de cama y se frotó la cara con las manos. Sus rizos negros y despeinados parecían seguir dormidos sobre su cabeza.

—¿Y qué me dices de los franceses?

—Ya hace tiempo que volvieron a Francia, estoy seguro. Además, ese capitán Santing busca al Delfín, no a nosotros.

—¿Y nuestros amigos? ¿Y Goethe, y Schiller?

—¿Fausto y su ayudante[15]? ¡Mantequilla rancia en pan florecido! Esos dos ya no son nuestros amigos, Bettine. Nos han estado mintiendo desde Frankfurt. Solo preguntaré a Heinrich y a Alexander si quieren acompañarnos, aunque tiendo a pensar que este último seguirá a Goethe hasta el infierno si es necesario, siempre que le ofrezca la posibilidad de seguir descubriendo minerales. ¡Vamos, en pie, dormilona!

—Achim, no pienso irme.

—¿Cómo dices?

—No puedo hacerlo. Kyffhäuser ejerce en mí un magnetismo especial. Abandonarlo sería como salir del Olimpo. Solo podré hacerlo cuando los demás también lo hagan.

Arnim dejó caer la bolsa que había llenado con todas sus pertenencias.

—¿Es que no me has oído? ¿O es que no me oíste ayer junto al fuego?

—Por supuesto que sí. Pero nada de lo que digamos o hagamos alterará el ritmo de la historia, y yo siempre soy fiel a mis amigos.

Arnim se dejó caer sobre su cama, descorazonado, y una vez sentado empezó a arrancar hilitos de la lana de su bolsa y a formar con ellos montoncitos en la hierba.

—Di la verdad —dijo, al cabo de un rato—. Le eres fiel a él.

—A él también, sí.

—A veces pienso que lo consideras una divinidad.

—¡Por supuesto! ¿Acaso Goettern no contiene a Goethe[16]?

Arnim observó a Bettine con lágrimas en los ojos.

—Entonces estoy perdido. ¿Cómo voy a desbancar a un dios de tu corazón?

—No puedes ni debes hacerlo, Achim. ¡Oh, Achim! ¡Oh, Goethe! Vuestros nombres significan tanto para mí… Y mi deseo de estar contigo es parejo a mis ansias por estar con él. No puedes dominar mis afectos, Achim, como tampoco yo puedo hacerlo. Pero no lo consideres tu enemigo: al ser Goethe como un dios, sabes que jamás lograrás darle alcance, mas tampoco deberás sentir temor. De él amo al dios, mas de ti amo al hombre.

—Tus palabras me hieren.

Bettine apoyó su mano, aún caliente tras el sueño, en la fría mejilla de Arnim.

—¿Puedo aliviar tu dolor con besos?

Él movió la cabeza hacia los lados, y después se levantó, cogió de nuevo su bolsa y destrozó sin miramientos los montoncitos que había estado haciendo. Después tiró también la bolsa y salió de la tienda.

—Si alguien me busca, estaré en el bosque —dijo, sin darse la vuelta para mirarla—. Y también estaré allí si nadie me busca, lo cual es mucho más probable.

Sin brújula ni cantimplora ni provisiones, y sin prestar la más mínima atención al camino que tomaba, Arnim se adentró en el bosque y anduvo hasta que le dolieron los pies. Al principio fue siguiendo los caminos, pero pronto se despistó con las prisas y después ni siquiera intentó recuperar la orientación y continuó adentrándose en el sotobosque. Cuantas más ramas le golpeaban la cara, cuantas más telarañas desgarraba, cuantas más espinas y matas se enredaban en sus pantalones y cuanta más madera muerta crujía bajo sus pies mejor se sentía. Las aves y los animalillos salvajes huían al verlo o al oírlo avanzar con semejante brío por la floresta. Si caía, se incorporaba de inmediato, y si topaba con pendientes demasiado empinadas, las afrontaba sin miramientos, destrozándose los pantalones y las palmas de las manos. No tardó en tener el cuerpo empapado en sudor y el pelo rubio pegado a la frente.

Al cabo de una hora, o más, se detuvo a mitad del camino, respiró hondo y lanzó un bramido, cual animal herido, que le fue devuelto por el eco de las montañas. En el campamento había mantenido el silencio, había callado ante el mundo, pero allí, en la orgullosa soledad del bosque, gritó hasta desgañitarse.

Cayó de rodillas ante un árbol caído, y, desesperado, se asió a su tronco, recio como el de una vid. Y aquel abrazo a la madera muerta rompió las puertas de sus entrañas y dio salida a todo su dolor.

Lloró con toda el alma, y mientras lo hacía deseó fundirse con aquel tronco, convertirse en sus raíces o simplemente morir a su lado como una planta podrida. Lenta, imperceptiblemente, se dejó caer sobre el tronco. Sobre su rostro cayó parte de la corteza, carcomida por el tiempo. Acabó tumbado en el suelo, sobre las hojas resecas, a la sombra del tronco, revolcándose hasta que le pitaron los oídos y tanto su ropa como su rostro, húmedo de sudor y lágrimas, se quedaron cubiertos de hojas rotas y tierra húmeda. El olor del moho le pareció reconfortante. Extendió sus agotadas extremidades, se quedó ahí quieto y miró hacia arriba, siguiendo el recorrido de los altos troncos del bosque, que se elevaban hacia el cielo. El movimiento ahí arriba —el ir y venir de las copas de los árboles, que oscilaban entre el ritmo pausado de las nubes y la desordenada caída de las hojas muertas— confundió sus sentidos y le pareció que iba a perder el conocimiento pese a que su respiración era cada vez más regular y su corazón empezaba a tranquilizarse. En algún momento se oyó el arrullo de una paloma.

Sintió un cosquilleo en los dedos, y al acercarse la mano a los ojos vio un escarabajo paseando por su palma. Sonrió. De modo que no estaba solo en su dolor. Empezó a mover la mano hacia un lado y luego hacia el otro, de modo que el escarabajo, que creía avanzar en línea recta jamás alcanzaba su meta, sino que andaba en un círculo infinito entre la palma y el dorso de su mano, y sobre sus dedos.

—Debería alegrarme de que María Estuardo, Helena y Cleopatra estén muertas —susurró Arnim al insecto—: así no caeré en la tentación de enamorarme de ellas también.

Intentó acariciar el negro lomo del escarabajo con el dedo índice de la otra mano, mas éste reaccionó a su caricia de un modo improcedente y le pellizcó una vena del dorso de su mano, de modo que Arnim apretó la mano sobre el tronco del árbol muerto para aplastar al insecto. Al limpiarse después con la hierba del suelo, se le ocurrió pensar que aquel escarabajo no era sino él mismo, mientras que la mano gigante era Bettine. Hiciera lo que hiciese, no lograría avanzar en su camino. Bettine podía jugar con él y retenerlo cuanto quisiera con un mero gesto de manos mientras que él, el escarabajo miope y patético, pensaba que estaba a punto de llegar a su meta.

El sonido de un cuerno lejano lo sacó de su ensoñación. Se incorporó, esperó a que la sangre le bajara de la cabeza y rogó a Dios que le diera fuerzas para sobreponerse al dolor y a la desesperación o que lo liberara de su amor por Bettine Brentano. Y también rogó a Dios, aunque sin palabras, que el anciano de Weimar muriera lo antes posible, o, en el peor de los casos, antes que él.

En cuanto se puso de pie —y en la medida en que le fue posible— se sacudió la suciedad de la ropa y al llegar a una fuente se lavó la cara y la barba y la resina de las manos. Durante el camino de vuelta reunió cuanta madera pudo, y al llegar al campamento echó a la hoguera mucha más de la necesaria. En el templo de las musas se topó solo con Schiller.

—Este fuego tiene un encanto especial —dijo Arnim—. El fuego crepita y se entreteje con las hojas verdes, y éstas, medio en llamas medio en flor, se asemejan a corazones enamorados.

Arnim pasó el resto del día junto al fuego, y con insólito buen humor echó mucha más leña al fuego de la que él mismo había recogido.

Los días que siguieron los pasó también, en su mayor parte, solo en el bosque, a la búsqueda —según decía— de leños para la hoguera. De una de sus excursiones regresó sin un solo leño mas con enorme euforia, y sin mayor dilación explicó a cuantos encontró frente a las tiendas —a saber, Bettine, Kleist y Goethe— lo que acababa de sucederle: al alejarse del campamento hacia el oeste, dio con los restos medievales de una guarida de bandidos: muros, un sótano y el agujero de un pozo cubierto desde hacía tiempo con musgo, hiedra y abedules. Y cuando se acercó al mismo vio salir de repente a una pareja de golondrinas enamoradas que lo atravesaron, sí, lo atravesaron con su vuelo. ¡Y eso precisamente aquel día, el de la Anunciación de la Virgen María[17]! Arnim juró no haberse sentido nunca tan cercano a la naturaleza, la historia y la religión. Bettine aplaudió emocionada y dijo a Arnim que lo envidiaba por haber vivido aquello, pero Kleist le preguntó qué había querido decir con que las golondrinas lo atravesaron. Durante la explicación se hizo de rogar largamente, hasta que al final admitió que las aves no habían atravesado de hecho su cuerpo, sino que, al llegar junto al muro, le había asaltado una necesidad básica y muy humana, y que las mansas golondrinas habían cruzado volando el chorro que de él manó. (Una matización que, según dijo, de ningún modo debía restar importancia al acontecimiento…)

Sea como fuere, habría sido mejor mantener el silencio y no entrar en detalles, pues en cuanto lo hizo, Goethe prorrumpió en una sonora carcajada.

—Si éste es su romanticismo —dijo—, detenerse ante unas ruinas alemanas en una festividad cristiana y ver volar a unas aves enamoradas bajo un chorro de orina… ¡Ésta es la imagen mejor y más adecuada!

—No esperaba que me aplaudiera usted, por supuesto —dijo Arnim, con rudeza—, y no me molesta su ironía. Pero no lo dude ni un minuto: por nada del mundo cambiaría mi experiencia en las ruinas por alguno de los fríos, llanos y marmóreos templos griegos que definen su obra. Porque usted jamás comprenderá que su clasicismo equivale a cabeza, y nuestro romanticismo, en cambio, a corazón.

—¿Al corazón, dice? ¡Querrá decir al hígado! No olvidemos las cantidades ingentes de vino que tanto usted como sus compañeros románticos embuten en sus gargantas para evocar sus fachosas fantasmagorías. ¡El líquido que trasiegan bastaría para mover todas las ruedas de molino del Sacro Imperio Romano!

—¡Así habla, al fin, un anciano que envidia la sangre caliente de la juventud!

—¿Cómo? ¿Supone usted que envidio su febril e hirviente sangre? Pues sepa que la declino, más bien. Es como su poesía sin forma ni carácter: una cuba con las tablas mal unidas y el líquido escapándose por todas partes. Y no confunda usted mi edad con la edad de mi poesía. ¡Es el óxido lo que da valor a las monedas! La edad no es clásica por lo avanzada, sino por ser fuerte, fresca, feliz y sana, del mismo modo que la mayoría de las novedades no son románticas por ser nuevas, sino débiles y enfermizas. Clasicismo es para mí sinónimo de salud y romanticismo, de enfermedad. Si diferenciamos ambos movimientos en base a estas cualidades, no tardaremos en ponernos de acuerdo.

—Continúe usted burlándose con sus juegos de artificio y finja no percatarse de sus propias contradicciones. Recuerde que dedicó usted grandes alabanzas a mi Cuento maravilloso.

—Cierto es, qué duda cabe, pues Cuento maravilloso era clásico: un extracto de cuentos populares que van más allá del tiempo. Cuentos y canciones que, para ser exactos, usted no escribió, sino solo recopiló. Desde entonces no he leído nada suyo que me haya llamado la atención.

—Pues lo mismo me ha sucedido a mí desde su Werther. Yo vengo fallándole desde hace un año; usted a mí, desde hace treinta.

—No tengo quejas sobre la acogida de mi literatura.

—Claro, claro, seguro que la acogida de su literatura es fantástica en los círculos acomodados para los que escribe. Los perfumados príncipes con sus pelucas altas anhelando el regreso del hijo del rey; personajes todos cuya aridez se refleja en su obra en grado superlativo, y que, evidentemente, le agradecen sobremanera que escriba usted acerca de los insignificantes problemas de una princesa en la costa de una isla griega, mucho antes de nuestra época y de las farragosas revoluciones, en lugar de dedicarse a los problemas reales de nuestra sociedad. Goethe, forjador de rimas para Su Alteza, el que escribe sobre los deseos de los nobles entre el té de las cinco y el baile de máscaras en los salones de sus torres de marfil.

—¿Y qué me dice de usted? ¿Se considera representante del pueblo? Muéstreme un solo campesino, tendera o comerciante que conozca sus necias farsas, o mejor aún, que las alabe. No encontrará a nadie. A lo sumo un par de estudiantes ensimismados, absortos bajo la luz de la luna en sus historias de caballeros, bandidos y fantasmas, incapaces de enfrentarse a la realidad. Prefiero una y mil veces formar parte de mi círculo atemporal y apátrida que de su grupito pretérito y germánico.

—También sus días están contados. No podrá frenar para siempre la evolución de la literatura.

—¡Ah, no hay mayor consuelo para la mediocridad que la aseveración de la mortalidad del genio! No cabe duda de que moriré, señor Von Arnim, pero mis obras lo sobrevivirán a usted, aunque le duela, como lo ha hecho el mármol griego al que antes hizo mención. El bisoño arte poético de su romántico, neocristiano y neopatriótico ejército espiritual, en cambio, se derrumbará, cicatrizará y se olvidará como las ruinas en las que hoy mantuvo usted su caprichoso téte-á-téte con las palomas. Aunque, dígame, ¿no eran cuervos lo que aparecía en su leyenda?

—No pretendo contradecir sus profecías. Por suerte, no estamos solos.

Con aquellas palabras Arnim abrió al fin el debate al resto de los presentes. Bettine y Kleist habían dejado el juego de cartas hacía rato para seguir con atención aquel duro intercambio retórico.

—No sería lícito preguntar a Bettine —continuó diciendo Arnim—, pues sé que defiende las ideas de los románticos. Pero Kleist no está adherido a ninguna escuela. Así pues, Heinrich, dinos lo que piensas: ¿quién vencerá, el mármol o la mampostería?

Kleist, que jamás se resistía a los juicios, había adoptado en aquella disputa el papel del observador; de modo que al oír la pregunta parpadeó dos veces, miró a Bettine y se tomó su tiempo antes de responder a tan inesperada pregunta.

—Wieland dijo que en mi pluma se unían Esquilo, Sófocles y Shakespeare —dijo al fin—. De modo que coincido con el señor Von Goethe en que la poesía es atemporal. Pero, por otra parte, tengo un corazón alemán de pura cepa, y si se me presenta de un modo tan rígido, como la Antigüedad personificada, no puedo menos que compadecerlo. Pues ahí, efectivamente, no habita corazón alguno.

Ninguno de los adversarios supo qué responder a aquellas palabras, y al final fue Bettine quien dijo:

—¿O sea?

—Que no puedo emitir juicio alguno. Solo decir que me gustan ambas obras pero hay cosas en las dos que me disgustan: el señor Von Goethe busca la salvación en la Antigüedad, y Achim, en el Medievo. ¿Por qué, digo yo, ninguno la busca en el presente?

Para esta pregunta tampoco tuvieron respuesta ni el clásico ni el romántico, y Kleist pudo adornarse entonces con los laureles de quien reía último, reía, por tanto, mejor.

Mas su risa no duró demasiado.

Schiller gozó de una salud magnífica durante los primeros días de su estancia en Kyffhäuser. Parecía haber dejado atrás los estornudos y los escalofríos que sucedieron al episodio en el Rin. Desde entonces, sin embargo, el húmedo emplazamiento del campamento y las gélidas noches pasadas habían ido debilitándolo ostensiblemente, y a la mañana siguiente a aquella discusión se despertó temblando y con la frente bañada en sudor. Así fue como lo encontró Karl. Desesperado, el joven cogió cuantas mantas encontró en la tienda de campaña, cubrió con ellas al enfermo y salió de allí a toda prisa en busca de ayuda. Kleist y Humboldt habían salido a cazar y Arnim se había llevado a Bettine para mostrarle el lugar en el que había visto las golondrinas. De modo que solo quedaba Goethe.

Cuando el consejero estuvo delante de su amigo enfermo frunció el ceño de tal modo que Karl casi rompió a llorar por la muerte de su adorado maestro.

—Tenemos que encender un fuego cerca de él —dijo Goethe.

El Delfín salió entonces a toda prisa hacia el templo de las musas para recoger leños y, ya de vuelta, los amontonó sobre la tienda precipitadamente, como si ya solo su celeridad pudiera contribuir a la curación de Schiller.

Mientras tanto, Goethe cogió la mano de su amigo y le habló en voz baja.

—Si se me muere, no me lo perdonaré nunca. Y a usted tampoco.

—No es más que un breve acceso —le respondió Schiller, mas temblaba de tal modo que los dientes le castañeteaban—. No voy a morirme.

—Si viera usted su cuerpo, cambiaría de opinión. Su aspecto es… está muy desmejorado.

—Es el espíritu quien define el cuerpo.

—Pues entonces su espíritu está muy desmejorado.

Schiller se rió, y su risa se truncó en tos.

Al otro lado de la tienda se oyó la voz de Karl:

—¡Ya está, señor consejero!

Ambos hombres sacaron a Schiller de la tienda, con todas sus mantas. El fuego aún no ardía del todo, pues las brasas del templo se habían apagado durante la noche, bajo las piedras calizas, y aunque Karl tenía una lata con pedernales, ramitas y pajas le faltaban astillas secas con las que avivar las llamas.

—Ve a buscar papel a la tienda —le ordenó Goethe.

Karl puso su tienda patas arriba, removió en todas las bolsas que había en el suelo y dio la vuelta a toda la ropa para regresar al final con dos tomos en las manos: el libro de notas de Schiller y la comedia escrita por Kleist.

—¿No había nada más?

Karl negó con la cabeza. Goethe cogió la comedia.

—Al fuego con esa tontería —balbuceó Schiller.

Goethe abrió la carpeta y arrancó las ocho primeras hojas, una a una, con todo el cuidado pese a las prisas. Después las arrugó y las puso bajo los leños. De inmediato, Karl golpeó entre sí los pedernales y poco después los diálogos de Kleist ardieron en llamas junto con la madera. El papel era de baja calidad pero ardía bien.

De este modo, pues, combatieron el frío de Schiller, que al rato dejó de temblar. Y tras secarle con un pañuelo el sudor de la frente, vieron aliviados que ya no volvía a aparecer. Goethe preparó algo de té y obligó a Schiller a bebérselo todo. Karl solo se separaba de su maestro para ir a por leños, pero enseguida volvía para cogerle la mano. Su rostro también empezó a recuperar el color…

Y cuando Schiller pidió que le trajeran la pipa y el tabaco, Goethe supo que podía sonreír de nuevo.

—Nos ha dado usted un susto en toda regla, querido amigo.

—No tengo la menor intención de morir antes de los ochenta, e incluso entonces estaré tan fuerte que me convertiré en el mejor abono para los campos de batalla. Aún tengo varios saltos que dar en este escarpado mundo; cosas por hacer que darán que hablar.

—Que Dios le oiga —dijo Goethe, cogiendo la mano libre de Schiller entre las suyas.

Éste apretó las manos de sus compañeros y sonrió con dulzura.

—Mis queridos amigos, no temáis.

En aquel preciso momento regresaron Humboldt y Kleist. Una liebre había caído en una de las trampas de Humboldt y éste llevaba al animal muerto cogido de las orejas. Escucharon consternados la noticia de la fiebre de Schiller, y, en cuanto hubo descargado su ballesta, Alexander partió de nuevo en busca de hierbas medicinales con las que acelerar la curación del enfermo. Por su parte, Kleist se sentó frente al fuego junto al resto y empezó a despellejar a la liebre para, según sus propias palabras, «contribuir al bienestar de Friedrich con un buen asado». Durante un rato manipuló en silencio a la liebre con su navaja, mas de pronto su vista se posó en una de las esquinas requemadas de un papel que había escapado del fuego por casualidad. Kleist cogió el pedazo con sus dedos ensangrentados y se horrorizó al reconocer en él sus propias palabras, semicarbonizadas. Cogió su carpeta y la abrió antes de que Goethe pudiera siquiera abrir la boca para justificarse. Cuando vio el resto de las páginas arrancadas, Kleist dejó caer la navaja y se quedó mirando al frente con expresión desencajada, como si acabara de ver a una Gorgona.

Goethe alzó las manos en ademán apaciguador.

—Puedo explicárselo todo: teníamos que hacer algo para librar al señor Von Schiller de sus temblores, el fuego se había apagado y no nos quedaban virutas. En nuestra precipitada y desesperada búsqueda, empero, no hallamos, ¡ay!, más papel que el de su libro, y con suprema angustia y pesar, créanos, decidimos sacrificar unas pocas hojas suyas por la salud del señor Von Schiller. No tengo más que palabras de disculpa ante usted y nada, en fin, que ofrecerle a cambio; solo espero que comprenda mi más sincero pesar y…

—¡Han quemado mi obra! —gritó Kleist.

—¡Cálmese! Eso no es del todo cierto, no han sido más que las primeras ocho hojas: el primer acto y una parte del segundo. Lo que ya había leído.

—¡Váyase al diablo! ¡Ha echado al fuego mi comedia, por el amor de Dios!

—Le ruego que haga el favor de tranquilizarse, señor Von Kleist. Al fin y al cabo, no son más que las primeras ocho páginas de una copia.

—¡Pero las ha quemado!

—¡Que sí, demontre, que sí, porque no encontramos nada más!

—¿Y qué me dice de esto? —le espetó Kleist, cogiendo el libro de notas de Schiller y levantándolo por una de sus tapas, de modo que pudieron verse varias hojas escritas con letra menuda y apretada, así como pequeños dibujos de personas y caballos—. ¿Qué puede decirme de esto? ¡Son sus notas, y era su fuego!

—Pero hombre, por favor, no irá usted a comparar las notas, las ideas para futuras obras, del señor Friedrich Schiller con el duplicado de su comedia, ¿no? Mejor haría en alegrarse por haber salvado la vida de tamaño escritor con su obra.

—¿Insinúa usted que la obra de Friedrich es mejor que la mía?

—Por todos los santos, amigo, no se trata de eso…

—¿Es mejor? ¡Respóndame!

—Señor Von Kleist, se lo ruego, tranquilícese. Se trata de dos obras incomparables.

—Entonces reformularé mi pregunta: ¿le ha gustado mi Cántaro? ¿Ha disfrutado leyéndolo?

—Sí, bueno, en parte. Aún no lo he acabado.

—¿Cómo dice?

—Aún me faltan algunas páginas.

—Hace más de un mes que tiene usted mi libro y ni siquiera… —Se interrumpió en mitad de la frase, desenfundó la pistola que llevaba en el cinturón y apuntó con ella a Goethe—. Que Dios me perdone, ero… merece morir por esto.

Los tres hombres que seguían sentados frente al fuego se quedaron horrorizados.

—¡Heinrich! —exclamó Goethe—. Heinrich, por favor, no pierda usted los estribos.

—Señor consejero, allí donde otros hombres tienen el corazón usted tiene un… un… ¡un jamón! ¡Mas no pienso continuar siendo el objeto de las burlas de un anciano abyecto y de parloteo sagaz! Tengo demasiados años para inclinarme ante ídolos de su tamaño, y una madurez suficiente como para saber castigarlo por sus continuas ofensas.

Karl intentó intervenir como mediador entre ambos, pero Kleist le apuntó con la boca de su pistola y siseó:

—Siéntate ahora mismo, Capeto, o te juro que te tragarás la pólvora de mi arma.

Karl obedeció y entonces Schiller hizo el enorme esfuerzo de levantarse.

—Sé misericordioso, Heinrich —dijo—. Ahora eres infeliz, pero ¿quieres, además, merecerlo?

—¡No seré infeliz por mucho tiempo, diantre! —respondió, cogiendo su otra tercerola—. La bala de ésta será para mí.

—Pero ¿qué mosca le ha picado al chico? —dijo Goethe, dirigiéndose a sus compañeros, para añadir después al que le apuntaba con una pistola—: Señor Von Kleist, le aseguro que nadie le desea ningún mal. ¡Del mismo modo que escribe usted para solazar a otros, hágalo hoy para quejarse y mostrar su ofensa, por el amor de Dios y de todos los santos!

—¡No pienso hacer nada hasta que no me dé usted su opinión sobre mi comedia!

Goethe suspiró. Miró a Schiller, que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bueno, su Cántaro no está mal, aunque no es más que una especie de teatro invisible, o más bien un drama para ser leído, y, en mi opinión, debe de resultar muy difícil ponerlo en escena. Y la historia de un bribón que se enfrenta a una acusación sin ayuda de nadie y sin esperanza alguna de éxito me parece, con todos los respetos, algo previsible.

—¿De modo que no recomendaría su representación en el teatro de Weimar?

—Más bien no. Lo siento, pero el primer desprecio es mejor que el último, ¿no le parece?

—Solo que este primer desprecio será también el último para usted —dijo Kleist, soltando el gatillo.

—¿Cómo? ¿No vas a matarlo? —preguntó Schiller.

—Desde luego, tengo toda la intención de hacerlo.

Goethe meneó la cabeza sin entender.

—Heinrich, me das miedo.

—El mundo no es lo suficientemente grande para que quepamos usted y yo —dijo Kleist, lanzando la segunda pistola al regazo de Goethe. La empuñadura estaba roja por la sangre de la liebre—. Tenga, coja esta pistola.

—¿Para qué?

—Nos batiremos en duelo para decidir quién de los dos no merece seguir girando con la Tierra.

—Está usted confuso.

—¡Que coja la pistola le digo!

—¡Por Dios! No me sea usted tan sensible como Torquato Tasso[18] cada vez que alguien le rebata sus argumentos.

—¿Cuántas veces voy a tener que repetírselo? ¡Coja de una vez la pistola, incendiario!

—Cuando yo estoy triste compongo poemas. ¡Pardiez, si tuviera que disparar a cuantos critican mi obra, Weimar quedaría desierta!

Kleist alzó la pistola por segunda vez, de modo que Goethe pudo ver justo el cañón del arma.

—¡Cójala y sígame, si no quiere que lo desprecie tanto como lo odio!

Goethe cogió la pistola. Tensó el gatillo y lanzó un disparo al aire. El sonido golpeó las paredes de la montaña y asustó a los cuervos que en ella había. Con el cañón del arma aún humeante, Goethe lanzó la pistola hacia atrás, hacia la hierba, y cruzó los brazos sobre el pecho. Kleist estaba desconcertado, pero no bajó su tercerola. Karl y Schiller no acertaban a abrir la boca.

Pero entonces, alarmado por el disparo, Humboldt llegó corriendo desde el bosque y se acercó al campamento. Le bastó una mirada para comprender la realidad de aquella caprichosa situación. Se acercó a Kleist de un salto y le arrebató el arma de las manos.

—Era en legítima defensa —murmuró Kleist.

Humboldt asintió y se llevó del campamento a su compañero, que lo seguía dócilmente, asido a su mano.

Anduvieron durante un rato en silencio hasta llegar a un breve claro del bosque. Una vez allí, Humboldt soltó la mano de Kleist y se dio la vuelta para mirarlo. Parecía indignado, mucho más de lo que Kleist lo había visto nunca, y respiraba con dificultad.

—Odio a Goethe desde el momento en que lo conocí —lloriqueó Kleist—, pero al fin hoy he sabido por qué.

En aquel preciso instante Humboldt le propinó un sopapo con la mano derecha, tan fuerte que a Kleist se le llenaron los ojos de lágrimas. Estupefacto, éste se cubrió la mejilla con una mano.

—¡Alexander! ¿Qué haces? —gritó.

—¿Que qué hago, dices? ¿Que qué hago yo? ¡Mejor pregúntate qué haces tú! ¿Quién, si no tú, estaba a punto de llenar de pólvora el cráneo del creador de Werther, de Wilhelm Meister, de Egmont? ¡Te tenía por una persona más sensata!

—Tú no estabas presente… Cogió mi…

—¡Suerte tienes de que no estuviera presente! Me importa un comino lo que cogiera o hiciera. Tampoco hace falta mucho para sacarte de quicio. Hasta ahora he mantenido la boca cerrada porque no te conocía, pero como amigo no puedo seguir callando.

Las lágrimas corrían ya por las mejillas de Kleist.

—Lo defiendes…

—No lo defiendo a él, Heinrich, sino a ti. ¡Te defiendo de ti mismo! ¡Mírate! ¡Tu figura inspira horror! ¡Pareces un fantasma chorreante de sangre!

Kleist bajó la vista para mirarse. Sus manos seguían manchadas con la sangre ya reseca de la liebre, y también su cara estaba ensangrentada en el lugar en que se había tocado. De pronto comprendió la desmesura del terrible acto que había estado a punto de realizar, y cayó de rodillas al suelo como un saco de harina.

—Tienes razón —se lamentó, con el cuerpo tembloroso por los sollozos, y mientras escondía el rostro tras las manos, añadió—: Mi rostro escupe llamas y mi espíritu se tambalea por la espantosa pendiente de la locura. Soy el más pobre de entre los hombres. Es como… como si tuviera un campanario entero en el cerebro. Dios misericordioso, ¡estoy enloqueciendo!

En aquel momento Humboldt se sentó a su lado en la hierba, puso una mano sobre el hombro de Kleist y le dijo con voz suave:

—Te ayudaré, si me dejas.

Kleist movió la cabeza hacia los lados.

—Temo que la única certeza sea que no hay nada ni nadie en el mundo capaz de ayudarme.

Humboldt dejó llorar a su amigo mientras le pasaba la mano por la espalda para reconfortarlo. Cuando Kleist agotó todas sus lágrimas, Humboldt le apartó un mechón de pelo de la cara.

Kleist levantó la vista y sonrió con ojos enrojecidos, mientras su amigo le acarició el rostro con el dorso de la mano. Dejó caer las suyas. Entonces Humboldt se inclinó hacia delante para darle un beso fraternal con el que aliviar su dolor. Kleist cerró los ojos. Y cuando Humboldt hizo el gesto de apartarse, él se adaptó a su movimiento y posó sus labios sobre los del otro. Humboldt no reaccionó. No, hasta que Kleist le pasó las manos por el cuello y la nuca. Entonces le devolvió el beso, y ambos cayeron sobre la hierba y buscaron con desesperación sus cuerpos y su ropa a fin de saberse ambos lo más cerca posible. A Kleist le faltaba el aliento y pensó que iba a desmayarse, y cuando se vio bajo el peso del cuerpo de Humboldt, cuyo magnifico rostro se recortaba sobre el cielo azul, susurró:

—Te amo con toda el alma y los sentidos, de un modo indescriptible, eterno. —Y mientras hablaba le besaba el cuello y el pelo y habría querido morderlo, incluso, pues tal era la intensidad de su deseo—. Mi corazón juvenil ha sido atravesado por la flecha envenenada de Eros y ahora te amo sobre todas las cosas y desearía pasar el resto de mi vida revoloteando en tu mirada.

Habría querido vaciar aún más su corazón ardiente, pero por todos es sabido que no se puede besar y hablar al mismo tiempo, de modo que optó por callarse y dejar que sus besos hablaran por él.

Las divergencias que habían ido surgiendo en el grupo, acrecentadas en los últimos días y envenenadas al fin con la amenaza de muerte de Kleist, provocaron que Goethe y Schiller se decidieran a convocar un pleno aquella misma tarde para determinar cuáles serían los pasos a seguir a partir de aquel momento. Excepto Kleist, cuya ausencia fue excusada por Humboldt, todos estuvieron presentes. Goethe les comunicó que habían pasado dos semanas y media desde que llegaron a Kyffhäuser y que era lógico suponer que ni el capitán Santing ni el duque de Weimar iban a encontrarlos ya. Él, Goethe, no tenía intención de pasar ni un día más de lo necesario en aquel lugar, y, educadamente, adujo como motivos el mal tiempo, el desasosiego general y, por supuesto, la maltrecha salud de Schiller. No obstante, y dado que la mayoría se mostró en contra de marcharse de allí todos juntos y sin protección, decidieron que al día siguiente uno de ellos saldría en pos del duque Carlos Augusto para pedirle una escolta y poder así salir de la montaña sin temor a los ataques de los bonapartistas. Como casi siempre, el elegido por votación fue Humboldt, que era el más rápido y fiable de todos ellos. La posibilidad de que su estancia en las montañas, tras tantos días de espera, pudiera acabar de un modo tan repentino sobresaltó a la mayoría.

Siguió a aquello una cena apagada y triste a la que también se unió Kleist, quien, delante de todos, se disculpó ante Goethe por querer batirse con él en duelo y reconoció que solía actuar antes de pensar las cosas como correspondía. Quizá el mundo salvaje en el que vivían estuviera empezando a apoderarse de él… Goethe escuchó aceptando la disculpa, correcta aunque una pizca fría, y pidió a su vez disculpas por la irreflexiva quema de los versos. A partir de aquel momento, todos supieron que las cosas se habían arreglado… o que todo seguía igual.

Por la noche, Kleist y Humboldt no necesitaron fuego alguno para calentarse, pues durmieron bien abrazados. Protegidos por el templo de las musas, Humboldt prometió a Kleist que lo llevaría consigo en su próximo viaje, y Kleist aseguró a Humboldt que jamás se casaría y que él sería su mujer, sus hijos y sus nietos a un tiempo. Kleist cortó un rizo del pelo de Humboldt para quedárselo de recuerdo, lo ató con una cuerdecita y se lo metió en el bolsillo del chaleco, justo a la altura del corazón. Después hizo prometer a Humboldt que regresaría sano y salvo junto con los hombres del duque de Weimar.

—Porque si no lo haces, estrella mía, amado mío, corazón —le susurró—, me sentiré solo y abandonado, como si nadie me amara ya en el mundo.

Humboldt le dio su palabra y la selló con ardientes besos. A la mañana del día siguiente, con los mejores deseos de todos ellos, partió de camino hacia Weimar.