En la historia de la humanidad no hay capítulo más instructivo para el alma y el corazón que el de los anales de sus extravíos. En Friedlos, un pueblecito con oficina de correos que queda a la izquierda del Fulda, a tres millas prusianas de la frontera del Gran Ducado de Hesse y a seis de Eisenach, el grupo se creyó tan seguro e inalcanzable como si estuviera ya en el patio del palacio de Wartburgo. Boris cambió por última vez los caballos, que antes de aquella noche tendrían que llevarlos hasta Eisenach, y tras detenerse a comer algo en una posada, montaron todos de nuevo y se dispusieron para la marcha. Solo Schiller tardó un poco más que el resto. Cuando había puesto ya un pie en la cabina del carromato, oyó que alguien pronunciaba la palabra «Wartburgo».
Se dio la vuelta hacia el lugar del que le había llegado la voz y vio a un viajero sueco, un joven con el pelo rubio y liso y la cara rojiza, explicando con grandes aspavientos algún suceso a tres hombres que estaban sentados en un banco frente a la estación.
—Permítanme un momento —dijo Schiller hacia el coche, en el que estaban ya sentados Bettine y el Delfín—. Quiero enterarme de qué está hablando el sueco.
Bajó el pie del carromato y se unió al grupo.
—¡Señor sueco!
El hombre se dio la vuelta hacia Schiller, obviamente feliz de haber ganado un oyente. Tras las presentaciones de rigor, el sueco le dijo que iba de viaje a Italia y que el día anterior, en su trayecto hacia Fulda desde Eisenach, había ido a parar allí.
—¿Se dirigen ustedes a Eisenach? —preguntó entonces a Schiller, pero abarcando con la mirada al resto del grupo—. Pues espero que ninguno de sus amigos sea británico…
—¿Por qué?
—Porque anoche se cometió una terrible atrocidad en el castillo de Wartburgo: dos visitantes británicos fueron acuchillados y murieron antes de volver a ver la luz del sol, y otros dos fueron conducidos al hospital, donde están recuperándose. La noticia no ha salido a la luz, supongo, porque las autoridades de Eisenach intentarán por todos los medios ocultar los asesinatos… en una época en la que las naciones europeas se observan unas a otras con incuestionable desprecio y recelo.
—¿De dónde ha sacado usted semejante información?
—Me enteré de todo porque en aquel preciso momento pretendía visitar el castillo en el que se refugió Lutero y me encontraba justo frente a la puerta cerrada. Entre tanta confusión me las arreglé para sacarle la información a una doncella, que estaba pálida como el papel, la pobre. ¿Terrible, no les parece? En el mismo lugar en el que el gran reformador vio aparecerse al diablo, parece que anoche ha vuelto a suceder lo mismo… Herren må beskydda oss alla!
—¿Se sabe algo de los culpables?
El sueco movió la cabeza.
—Ni del móvil. Nada en absoluto. Supongo que los autores del crimen ya estarán en la otra punta del mundo. Y, la verdad, a mí tampoco me retenía nada en la ciudad… —Un escalofrío recorrió la espalda del sueco—. ¿Qué nos había dicho, doctor Ritter, se dirigían ustedes a Eisenach?
—No, nuestro destino es Hannover.
Tras despedirse de aquellos hombres, Schiller regresó al carromato, pero en lugar de entrar en la cabina subió al pescante junto a Boris y le susurró:
—Tomaremos la calzada que va hacia Göttinger. Haz lo que te digo. Ya os lo explicaré después.
Kilómetro y medio más adelante, los cuatro jinetes que acompañaban al carromato se sorprendieron al llegar a un cruce de carreteras y ver que éste se dirigía hacia el norte y no hacia el este, pero una mirada de Schiller bastó para que los siguieran sin hacer preguntas. Un cuarto de hora después indicó a Boris que se detuviera en un claro del bosque, en un camino que antes conducía a una mina y que acababa en un puentecillo de madera desplomado sobre un lago.
—Sir William no ha muerto —les dijo, saltando del pescante—. Los hombres a los que queríamos entregar a Karl están muertos o heridos.
La noticia conmocionó al resto del grupo, y todos se quedaron inmóviles sobre sus caballos, petrificados como estatuas de antiguos caballeros.
—Lamento no poder daros mejores noticias ni detallaros la que tenemos. El sueco que me informó no supo decirme nada más.
—¿Creéis que nos han seguido desde Maguncia y se nos han adelantado? —preguntó Humboldt—, ¿o que había enemigos ocultos en Eisenach?
—Lo único que sabemos con seguridad es que hoy no iremos hasta allá —dijo Goethe—. Propongo que nos quedemos aquí y nos escondamos mientras uno de nosotros se llega a Eisenach para espiar y traernos noticias de cuanto sucede y ha sucedido en realidad.
De inmediato Kleist se ofreció voluntario para aquella misión, pero Goethe prefirió escoger a Humboldt, porque sir William y sus oficiales seguro que recordaban a Kleist. De modo que, sin perder un instante, Humboldt se puso de camino hacia Eisenach, con el ruego expreso de Goethe de que tuviera mucho cuidado.
A los demás no les quedó más remedio que esperar a su regreso allí escondidos, en el bosque. Desensillaron a los caballos y los acercaron al lago para que pudiesen beber. Goethe pidió a Arnim y a Kleist que fueran a enterrar los uniformes de la guardia nacional, que aún llevaban consigo, para no levantar futuras sospechas entre los aduaneros alemanes, ni entre los franceses. Los mosquetes, en cambio, los dejaron en el carromato. Goethe arrancó uno de los botones de una levita azul para, según dijo, guardarlo como recuerdo en su colección de monedas.
Humboldt regresó al caer la noche. Su caballo tenía espuma en la boca y los ojos como cristales; parecía a punto de caer desfallecido. Boris se hizo cargo de él de inmediato. Pero también Humboldt parecía extenuado: apenas podía sostenerse en pie y, al quitarse los guantes, dejó a la vista unos dedos incandescentes tras el roce con las riendas. Bettine le ofreció un vaso de agua, el Delfín lo cubrió con una manta y Kleist le hizo un masaje en la nuca, que estaba dura como una roca. Todos se morían de ganas por escuchar su relato, convencidos de que si no hubiese nada de qué temer, Humboldt jamás habría galopado tan rápido.
—Habla de una vez, Alexander —le suplicó Schiller—. Dinos lo que debemos saber, temer y anhelar.
—Mucho de todo. Un poco de cada.
—¡Habla claro! ¿Estuviste en el castillo de Wartburgo?
—No me hizo falta llegar hasta allí para confirmar nuestras peores sospechas. Al llegar a la ciudad vi al capitán bávaro de Maguncia.
—¡No! ¡Imposible! —exclamó Schiller—. ¡No puede ser! ¡Santing, el maldito perro rabioso, con vida y en Eisenach!
—Tan vivo como cualquiera de nosotros.
—¡Ardid del diablo! ¡No es posible! ¡No puedo ni quiero creerlo! ¡El hombre explotó y se hundió!
—Ni lo uno ni lo otro. Me parece que ha perdido un ojo, porque lleva un parche en el ojo derecho y por debajo se intuía una costra marrón.
El grupo entero se quedó inmóvil, conmocionado. El silencio apenas roto por el sonido de los caballos sanos al masticar y digerir su comida.
Al fin fue Goethe quien habló.
—Eso es lo que pasa con los bribones. En cuanto uno se despista, vuelven a alzarse.
Entonces Humboldt les narró su entrada en Eisenach y les dijo que, efectivamente, nadie había sabido darle cuenta de lo sucedido en el castillo la noche anterior. En la ciudad todo parecía seguir su curso normal. Con las riendas del caballo en la mano, Humboldt estaba a punto de cruzar el mercado cuando reconoció a Santing caminando directamente hacia él en compañía de otro hombre. Ambos llevaban discretas levitas y parecían desarmados. De no haber sido por el parche en el ojo, que le limitaba el campo visual, el capitán seguro que habría reconocido a Humboldt. Por supuesto, éste se parapetó de inmediato tras su caballo y en cuanto los hombres pasaron de largo empezó a seguirlos —a una distancia prudencial— hasta una posada que había en la calle Georg, donde se detuvieron a hablar con un tercer hombre antes de cruzar la puerta. No logró distinguir si hablaban en francés o en alemán.
—Pero esto no es todo, ni mucho menos —añadió Humboldt—. Santing llevaba un bastón en la mano con el que pretendía completar su disfraz de ciudadano de a pie. Uno con… una cabeza de león de marfil en el pomo.
—¡Por todos los santos del Cielo! Un bastón como ese…
Goethe completó la frase que había empezado Schiller.
—Sir William Stanley tenía un bastón como ése.
—¡Veneno, peste y descomposición! —maldijo Kleist, partiendo en dos una rama muerta, de pura rabia—. ¡No hay mortal que entienda eso!
Mientras Humboldt aprovechaba aquel momento para saciar su sed y Kleist continuó golpeando el bosque, Arnim intentó coger la mano de Bettine, pero ésta la esquivó y se cruzó de brazos. Luis Carlos estaba pálido como la tiza.
Schiller se sentó, tosiendo, sobre una piedra enmohecida, y con un hilo de voz dijo:
—Parece que nos encontramos ante la peripecia de nuestra aventura.
—¿Cómo iba Santing a saber hacia dónde nos dirigíamos? —preguntó Arnim, pero nadie pudo responder a aquella pregunta—. ¿Quién lo ha puesto sobre la pista de los ingleses, y cómo pudo matar a sir William y salir intacto del castillo?
—¿Y qué hay de sus presentimientos, amigo mío? ¿No intuyó que nos estaban siguiendo? —dijo Goethe, dirigiéndose a Schiller.
—Para serle sincero, señor Von Goethe, tenía la sensación de que nos observaban. Tanto antes de Maguncia, en Cisrhenan, como ahora. Pero hasta esta mañana temía que no fuera más que una insensatez, y nada más lejos de mi ánimo que enturbiar la euforia general con advertencias quizá infundadas. Le aseguro que a partir de este momento no dudaré en compartir con ustedes todos y cada uno de mis presentimientos.
Goethe asintió.
—Está bien, amigos míos. Tropezamos con un obstáculo, pero no debe cundir el pánico. Señor Von Kleist, conceda al bosque un minuto de descanso y reúnase con nosotros, hágame el favor.
Tras romper una última rama, Kleist hizo lo que le dijeron.
—Es evidente que por el momento —continuó Goethe— no podemos ir a Eisenach. Tenemos la opción de quedarnos aquí quietos, sin hacer nada, hasta que el duque llegue a la ciudad para enterarse de lo sucedido, cosa que hará, sin duda…
—No, el príncipe no puede quedarse aquí —le interrumpió Schiller—. Y menos dadas las circunstancias. Si no caemos en su telaraña, el propio Santing saldrá de la ciudad y empezará a buscarnos.
—Coincido completamente con usted, amigo mío. Weimar es el único lugar en el que estaremos completamente a salvo de la persecución de los franceses.
—Pero para llegar a Weimar debemos pasar antes por Eisenach. No hay otro camino…
En esta ocasión fue Kleist quien tomó la palabra.
—¡Lo que necesitamos son actos, no palabras! ¡Dejemos las conspiraciones y emprendamos la batalla! ¿Qué nos lo impide? ¡Os aseguro que ni todo el ejército francés me atemoriza! Tenemos de nuestra parte el factor sorpresa, además de armas y municiones y la victoria sobre toda una guarnición militar en Maguncia! ¡Es ahora o nunca! ¡El momento de expulsar de Alemania a toda esa gentuza, a toda esa panda de bandidos, o bien de empapar nuestra patria con su sangre! Ya le arrancamos un ojo al monstruo, ¿no es cierto? Pues arranquémosle ahora lo demás.
—Nadie pone en duda su osadía, señor Von Kleist, pero me temo que su audacia no se atiene a los hechos y que su coraje esboza una batalla más ligera de lo que convendría imaginar. No olvidemos que nuestra actuación en Maguncia estuvo a punto de fracasar estrepitosamente y pasar de comedia a tragedia. ¿Quién sabe si la diosa Fortuna reservará aún clemencia para nosotros? ¿Y quién sabe cuántos soldados franceses de incógnito ha arrastrado Santing hasta Alemania? Solo se vive una vez, así que lo mejor será no tentar a la suerte.
—Pues si no podemos avanzar y tampoco podemos quedarnos, ¿qué opciones nos quedan?
Goethe sacó del carromato uno de los mapas que Voigt le entregó en su momento, y lo desplegó sobre el suelo.
—La de dar un rodeo para llegar a Weimar —dijo—. Uno tan grande que nos evitará caer en las redes de Santing. Podríamos ir por el sur y cruzar Baviera a la sombra de los bosques turingios…
—¡Jamás! ¡Me niego a acercarme a esos bávaros degenerados! ¡El príncipe elector más sórdido y mezquino de Alemania! ¡Antes prefiero volver a Francia!
—Heinrich tiene razón —intervino Schiller—. Bonaparte tiene en el príncipe bávaro a uno de sus más fieles servidores… y eso sin tener en cuenta que el propio Santing es oriundo de Baviera.
—Entonces solo nos queda seguir adelante, cruzar Prusia y Sajonia para llegar a Turingia y desde allí dirigirnos a Weimar por el norte.
El semicírculo que Goethe dibujó con el dedo sobre el mapa fue del agrado de todos. Convinieron en ponerse en camino aquella misma noche y cabalgar sin descanso porque los caballos estaban frescos tras aquel día de asueto.
Mientras el grupo empezaba a ensillar los caballos, Arnim se dirigió a Goethe y le dijo:
—Señor consejero, ha llegado el momento de aceptar la oferta que nos hizo el otro día y coger dos caballos para regresar a Frankfurt. Por razones obvias, creo que lo mejor para todos será que Bettine y yo nos separemos del grupo en este momento.
Bettine, que acababa de apretar las correas de su caballo, se quedó más sorprendida aún que el resto ante aquella intervención. Sin decir esta boca es mía, cogió a Arnim del brazo y se lo llevó hasta el lago, a la sombra de las vigas enmohecidas y negras del antiguo puente de madera. Pero antes de que pudiera decirle nada, Arnim tomó la palabra.
—Bettine, ya es suficiente. Deja de fruncir el ceño, porque no te favorece nada y te aseguro que no me hará cambiar de opinión. Vas a regar sobre suelo mojado, te lo advierto. Volveremos a Frankfurt; no hay más que hablar. Me diste tu palabra. A estas alturas, Clemens ya tiene motivos para partirme la cara por las locuras de las que no te he apartado. Pero se acabó. No pienso permitir que retrocedas todo el camino y cruces una Alemania sitiada por sanguinarios franceses cuyo máximo objetivo somos precisamente nosotros. Ya he tenido suficiente. —Al decir aquello se señaló el muslo herido—. Ya he pagado mi precio, y ahora estoy cansado. No tengo ninguna necesidad de volver al asalto.
—¿Y piensas dejar al resto solo ante el peligro? Goethe y Schiller ya no son unos niños…
—Los ancianos deben morir; los jóvenes pueden morir. He aquí la diferencia. Nadie los ha obligado a venir. Y yo no tengo que cuidarlos a ellos, sino a ti. Regresamos a Frankfurt.
Con aquellas palabras tomó a Bettine del brazo para dirigirse a los caballos, pero ella se apartó de él y salió corriendo por la orilla del lago.
—¡Bettine!
Sus compañeros se asustaron al oír aquel chillido y les gritaron desde donde estaban:
—Achim… ¿Va todo bien?
—¡Enseguida estamos con vosotros! —gritó Arnim a su vez, siguiendo a Bettine.
Para su sorpresa, la encontró trepando por el tronco de un olmo. Arnim dio un salto para cogerla de un pie, pero ella encogió la pierna justo en ese momento y se quedó sentada en una rama, a unos tres metros del suelo, con la espalda pegada al tronco del árbol y mirando en la distancia.
Arnim se tragó lo que habría querido decirle y en lugar de eso preguntó:
—¿Qué tal se ve el cielo ahí arriba?
—Libre.
—Te veo las enaguas.
—Felicidades.
—Bettine, nos están esperando. No eres una ardilla, así que haz el favor de bajar antes de hacerte daño.
Bettine ni siquiera respondió, y en lugar de mirar a Arnim se dedicó a observar las copas de los árboles pelados a su alrededor.
—No piensas con lucidez —le dijo Arnim—. No sabes lo que necesitas.
—¡Sé perfectamente lo que necesito! ¡Mi libertad!
Algo apocado, Arnim rascó parte de la corteza del árbol.
—¿Qué quieres que haga? ¿Tengo que ir a por un hacha para que bajes?
—Achim, intenta comprenderlo —dijo ella con dulzura—. No estoy haciendo esto por el Delfín, y tampoco por los señores Schiller y Goethe, sino sobre todo por ti. Estos días son los mejores que he pasado a tu lado, pese a los peligros que hemos corrido, y no quiero que se acaben. En Frankfurt todo volverá a ser como siempre: pío y aburguesado. Piénsalo bien: allí nunca nos dejan solos, nunca. En cambio aquí… recuerda la noche pasada.
—Prefiero no hacerlo, la verdad. Me dormí vergonzosamente a las puertas del paraíso.
—Pero la próxima vez estarás despierto, y te aseguro que habrá una próxima vez, aunque no en Frankfurt, por supuesto, sino aquí, en libertad —susurró, mientras lo miraba con sus ojos castaño oscuro—. Y te aseguro que será fantástico.
Un cuarto de hora más tarde, Achim von Arnim, Bettine Brentano y el resto del grupo tomaban la calzada de Gotinga hacia el norte.
Mucho antes de que amaneciera, Schiller, que iba sentado en el pescante del carromato, distinguió una lucecilla a lo lejos, por detrás de ellos, danzando en la calzada. Dio entonces un manotazo a la cabina para despertar a Goethe, que dormía junto a Luis Carlos, y se la mostró.
—¿Es posible que sea un fuego fatuo? —preguntó Schiller.
—Su luz suele ser zigzagueante. No, eso no es un fuego fatuo.
Goethe buscó los prismáticos en la bolsa de Humboldt y se los pasó a Schiller por la ventana para que, pese al traqueteo del carromato, resolviera cuanto antes el misterio de la luz danzarina.
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo Schiller al dejar al fin los prismáticos—. Boris, apaga las lámparas. Son jinetes.
—¿Cuántos?
—No sabría decirlo. Por lo menos media docena.
—¡Por todos los diablos! No irá a decirme que es…
—¿Y quién iba a ser, si no? ¿Quién podría ir a galope tendido en mitad de la noche? ¿El rey de los elfos y sus hijas?
—¡Pues casi los preferiría a ese maldito y endemoniado perro de Ingolstadt! ¡Es imposible! ¡O, cuando menos, es inexplicable! ¿Cómo sabe que estamos aquí, y cómo ha podido llegar tan rápido desde Eisenach?
Schiller indicó a Boris que espoleara a los caballos. Luis Carlos, que también se había despertado, propuso acudir a la policía al llegar a Eschwege, o bien dirigirse a un cuartel, pero Goethe se opuso, advirtiéndoles del peligro que supondría caer en manos de bonapartistas o, simplemente, de ser tomados por locos. Además, si los dragones ingleses, los preferidos de Su Majestad, no estaban a salvo en una fortaleza como la de Wartburgo, ¿por qué iba a estarlo el Delfín en Eschwege?
En lugar de aquello intentarían que sus perseguidores, si es que lo eran, siguieran un cebo falso, el del carromato, que en cualquier caso ya había empezado a dificultarles sus objetivos al acelerar su paso. La idea era despistarlos para que tomaran la calzada hacia Gotinga mientras ellos se dirigían hacia el este, hacia Prusia y los franceses. Sin detener la marcha, distribuyeron por segunda vez el equipaje en las mochilas y los caballos, y envolvieron los fusiles franceses en una manta, a excepción de uno que podría utilizar el cochero ruso.
Por la mañana llegaron a Eschwege sin rastro de los jinetes que los seguían. Aun así, se despidieron todos de Boris y lo instaron a proteger su vida en caso de que le dieran alcance. Después de aquello adquirieron los tres rocines más robustos y pagaron con el dinero de Weimar sin regatear ni un penique. Un alazán blanco y negro con una estrella en la frente, uno castaño y uno pío con manchas marrones y rubias. Caballos como ciervos, que parecían capaces de llevarlos sobre sus lomos hasta la misma Polonia, si era necesario. Los siete jinetes tomaron un frugal desayuno a lomos de los caballos. Poco después llegaron a la frontera entre Prusia y Hesse, donde los aduaneros les pidieron la documentación y los interrogaron con prusiana minuciosidad. Revisaron concienzudamente el escaso equipaje que llevaban, en busca de mercancía francesa, al final les permitieron incluso pasar las armas a Francia, gracias a los modélicos salvoconductos que en su día les proporcionó la cancillería del duque Carlos Augusto. Un cuarto de hora después alzaron la barrera para dejarlos cruzar y volvieron a bajarla en cuanto lo hubieron hecho. Parecía que aquello ponía punto final a la cacería. Si sus perseguidores habían seguido la pista de los caballos y no la del carromato, aquélla sería su última parada.
Hacia mediodía, en Eichsfeld, el caballo de Kleist —uno de los ejemplares franceses, que llevaba en marcha ininterrumpida desde la tarde anterior— tropezó y lanzó a su jinete al suelo. Kleist no sufrió más daños que una pequeña herida, pero el rocín se torció una de las patas y desde entonces solo pudo avanzar cojeando. Por desafortunado que fuera aquel accidente, la interrupción que provocó les dio pie a realizar el descanso que tanto jinetes como corceles merecían sobradamente. El grupo bebió, relajó los músculos, se curó las heridas y dejó pacer a los caballos. Schiller cogió de nuevo los prismáticos de Humboldt y oteó el horizonte. Arnim se le acercó.
—Creo que los hemos despistado. ¿Tú qué opinas?
—Que no.
—¿Ironía?
—No. Amarga verdad. —Schiller le señaló una nube de polvo que se elevaba tras una colina e indicaba la presencia de un grupo de jinetes—. Nos sigue infatigablemente, sin importarle los obstáculos que le pongamos.
—¡Por la ira divina! —maldijo Kleist—. ¡Ni siquiera los lobos están tan obsesionados con sus presas! ¿Cuántas barreras más tendremos que poner en su camino? ¿Cuántos puentes más, para que les exploten en el culo? ¡Cada vez que me doy la vuelta veo dos cosas: mi sombra y la suya!
También Goethe movió la cabeza hacia los lados, sin dar crédito.
—¿Acaso vamos dejando un reguero de sangre a nuestro paso? ¿Cómo es posible que esta gente siga nuestro rastro cual perros sabuesos? ¡Me gustaría saber a qué Satán vendieron su alma a cambio!
Arnim y Bettine montaron entonces juntos sobre el más robusto de los tres caballos nuevos, mientras Kleist tomaba el de Bettine y Humboldt daba una palmada en el lomo del ejemplar herido para que se fuera por su cuenta. En tanto galopaban, empezaron a discutir el mejor modo de salir airosos de aquella situación. Hablaban a gritos para ahogar el ruido de los cascos contra el suelo. Kleist propuso detenerse junto a la calzada en algún punto estratégicamente favorable y abrir fuego contra el enemigo. Humboldt planteó dividirse en dos grupos para despistar a Santing y confiar en que se alejara del que incluía al Delfín. Pero al final se pusieron de acuerdo en una tercera opción, que consistía en seguir galopando sin descanso hasta agotar a los caballos, o cuando menos hasta que cayera la noche, y entonces seguir a pie y rehuir cualquier calzada. Solo entonces uno de ellos continuaría con los caballos por el mismo camino, asegurándose de pisar el lodo para confundir al obstinado capitán. Quizá a la segunda fuera la vencida…
El sol se puso a sus espaldas, pero cuando uno de ellos se daba la vuelta para mirar por encima del hombro, no pretendía en realidad alabar el color rojizo del atardecer, sino comprobar si la distancia que los separaba de sus perseguidores era mayor o menor. Pese a que el hambre y la sed, el cansancio y el dolor empezaban a hacer mella en todos ellos, nadie se concedió la debilidad de quejarse en voz alta.
Por fin abandonaron la calzada, protegidos por la oscuridad, y desmontaron al llegar a un bosquecillo. Luis Carlos cayó rendido en el suelo, porque sus piernas no le obedecían ya tras el largo viaje, y se quedó allí mismo, tumbado. También Bettine y Humboldt se echaron sobre la hierba, cerca de la calzada. El cansancio y el sueño cayeron sobre ellos como losas.
—¿Quién os ha ordenado que durmáis? —preguntó Schiller—. Vamos, un último esfuerzo, o nos matarán mientras roncamos.
Ya no quedaba agua en las cantimploras ni había lagos en las cercanías, de modo que el polvo del camino se les metía en la garganta y les dolía el cuello al tragar. Metieron en sus bolsas cuanto llevaban en las monturas y se las pusieron a la espalda. También se repartieron las bayonetas y los mosquetes de los franceses. Kleist cargó sus dos pistolas, pues él era el escogido para seguir con los caballos por la calzada y poner a los franceses sobre la pista falsa para después, en cuanto pudiera, reunirse de nuevo con el grupo. Ataron las riendas de todos los animales para que Kleist pudiera gobernarlos con una sola mano, y éste montó a lomos del pío, pronunció unas breves palabras de despedida y se alejó de allí al galope. Los demás cogieron sus equipajes, las mantas y las armas y siguieron a Humboldt por el bosque que quedaba a la izquierda de la calzada, cada vez más lejos de Weimar, su destino real. Pese a que Humboldt no tardó en encontrar un sendero con menos follaje y por tanto más fácil de recorrer, su caminata entre la noche y el viento resultó de lo más dolorosa. En la oscuridad alcanzaban a ver las ramas de los árboles, que les arañaban la cara cada dos por tres, y de puro agotamiento apenas podían levantar los pies del suelo, así que más de uno tropezó y cayó sobre raíces y piedras. Los animales del bosque entonaban un concierto disonante en cuanto el grupo se acercaba a interrumpir su descanso nocturno. Dieron entonces con una charca, que no una fuente, y sus aguas turbias no alcanzaron a saciar su sed. En varias ocasiones, Humboldt prestó oídos sordos a los lamentos de sus compañeros, que le suplicaban un descanso, pero al final él mismo cayó de rodillas y reconoció que no era capaz de dar un solo paso más. Ni aunque las legiones infernales enviaran contra él a sus espíritus malditos.
Así pues, aquél fue el lugar y el momento en que fijaron su campamento, aunque de hecho nadie movió un solo dedo para montar nada.
El frío era atenazador, pero se limitaron a cubrirse con las mantas lo antes posible y a dejar que el cansancio hiciera el resto. Arnim se había ofrecido para hacer la primera guardia, pero tras comprobar que los agotados durmientes tenían bien puestas las mantas y taparlos lo mejor que pudo. Cogió su propia manta, se recostó contra una haya y sucumbió también al sueño antes de que el mochuelo aullara tres veces.
A la mañana siguiente continuaron su viaje hacia el noroeste, sin desayunar. Se alejaron más aún de la calzada, y cuando se quedaban sin la protección del bosque porque tenían que cruzar un campo o un prado, lo hacían como en la sitiada Hunsrück: con cautela y diligencia. Evitaron todos los poblados y solo en una ocasión enviaron a Arnim a una hacienda a comprar una barra de pan y un queso.
Cuando regresó lo hizo lamentándose de tener que esconderse del enemigo incluso en su propia Prusia.
Gracias a las indicaciones de Humboldt, Kleist se reunió con ellos aquella misma tarde. Había cabalgado hasta Langensalza, y allí, en una dehesa al borde de la calzada, había dejado los caballos junto al resto de una manada. Seguro que el pastor se alegraría con sus nuevas e inesperadas reses. El desgraciado animal sobre el que iba montado Kleist había caído desfallecido en cuanto éste pisó suelo firme, tras dos días y dos noches de cabalgada infernal. Siguiendo una intuición, Kleist se había escondido en el margen de la calzada y al cabo de una hora había visto pasar, efectivamente, a unos jinetes; pero solo eran dos y ninguno era Santing. Sin embargo, al describir ante el resto a los dos hombres, que por lo visto iban armados hasta los dientes, Humboldt reconoció a uno de ellos como al hombre con el que había hablado el capitán frente a la posada de Eisenach. No había duda, pues, de que sus perseguidores también se habían separado y solo dos de ellos habían seguido la pista falsa. Ahora la pregunta era dónde se encontraban los otros, y, sobre todo, dónde se encontraba Santing. Lo único que sabían era que seguían estando en peligro.
Como no querían —ni podían— seguir huyendo eternamente y aquella solitaria comarca no parecía incluir ninguna ciudad lo suficientemente importante como para pedir ayuda, Goethe propuso retirarse hasta algún lugar intransitable y despoblado, aunque tuviera que ser sobre unas rocas, y deshacerse de Santing desde allí. Y, si por algo se libraba, hacer explotar sobre él la pólvora que aún les quedaba. Una vez más desplegó el ya manido plano. Se rompió en cuatro trozos que cayeron a sus pies y tuvo que reconstruirlo para utilizarlo. Según vieron entonces, lo más aconsejable para sus propósitos parecían ser las cordilleras: la de Hainleite, la de Harz y la de Kyffhäuser. Al final escogieron esta última, que quedaba justo entre las otras dos. Hacía treinta años que Goethe la había recorrido en compañía de Carlos Augusto y quizá no fuera del todo desdeñable la posibilidad de que el duque lo recordara y fuera a buscarlos hasta allí. Por lo demás, era poco probable que encontraran franceses en la zona, lo cual era importante puesto que no podrían esconderse para siempre en suelo prusiano, ni mucho menos en el principado de Schwarzenberg, enemigo de Napoleón, en el que se encontraba la cordillera de Kyffhäuser. De ser necesario, siempre podrían aprovechar la irregularidad del terreno para que uno de ellos escapara hasta Weimar y llevara la noticia al conde.
Aún los separaba un día de camino hasta Kyffhäuser, y tuvieron que pasar una noche más al aire libre, desprotegidos y tumbados sobre el suelo helado del bosque. La tos de Schiller empeoró perceptiblemente y las narices de Goethe y Bettine empezaron a obstruirse. Kleist pasó toda la noche recostado sobre una ruda piedra[12] y a la mañana siguiente tenía una tortícolis tan fuerte que solo podía mover la cabeza hacia un lado. Y Arnim tropezó con tan mala pata que se le hinchó y enrojeció el tobillo, de modo que al cabo de un rato tuvieron que abrirle la bota con un cuchillo. No hizo ningún reproche a Bettine mientras cojeaba descalzo, o cuando menos no lo pronunció en voz alta, aunque no hacía falta ser un lince para verlo reflejado en su rostro.
Sea como fuere, quiso la suerte que al acercarse a la cordillera sucediera algo que les alegró el ánimo: se cruzaron con el carromato de un comerciante que se había equivocado de camino para ir de un pueblo a otro. Cuando el hombre vio al grupo, que —recordémoslo— iba armado hasta los dientes, pensó que se había topado con una banda de ladrones. Ni que decir tiene que su alegría fue inmensa al ver que se trataba de inesperados y adinerados clientes. Sin pensarlo dos veces abrió su carromato y les ofreció cuanto llevaba. Y ellos compraron cuanto pudieron meter en sus bolsas y pudiera serles de utilidad para los días siguientes: dos tiendas de campaña, mantas de fieltro, leña, velas, lámparas, antorchas, un hacha, jabón, cazuelas, platos y demás utensilios de cocina, pan, harina, sémola, patatas, jamón, embutidos, queso, manzanas, mucho café con achicoria y cantidad de botellas de vino y aguardiente. Ropa nueva para el Delfín y unas botas nuevas para Arnim. Bettine insistió en que le dejaran cambiar al fin la falda que llevaba —y que se había enredado tantas veces con el sotobosque que ya no era más que un conjunto de jirones— por unos pantalones. Se compró unos de color gris y un chaleco amarillo, y se cambió al otro lado del carromato. Como era muy bajita le quedaba todo demasiado largo y ancho, como si lo hubiese comprado en un mercadillo de segunda mano. El comerciante soltó una risotada al verla y dijo que parecía un chiquillo saboyano. Humboldt le regaló un gorro de piel de zorro al que le habían dejado la cola y le aseguró que con esa pinta estaría a salvo no solo en territorio más agreste e indómito de Alemania, sino también de América. Al despedirse, el agradecido comerciante quiso regalarles unas baratijas, pero Schiller las rechazó amablemente y le pidió que se limitara a olvidar que los había visto.
Al anochecer vieron ante sí el macizo de Kyffhäuser, elevándose sobre la niebla del valle como un enorme gato negro acurrucado en un cojín blanco. La montaña era más baja que la de Hunsrück y mucho menor que las de los bosques turingios, pero, sin lugar a dudas, resultaba mucho más imponente que cualquiera de ellas; una cordillera yerma y reservada que solo toleraba a los hombres a sus pies. Los siete compañeros se detuvieron y la observaron. Aunque ellos aún no lo sabían, allí pasarían los próximos veinticuatro días. Aquél sería su hogar y su escondite, y no saldrían de allí como llegaron. Nadie abrió la boca, pero más de uno se estremeció y supo que no era por el frío.
Una bandada de cuervos pasó volando sobre sus cabezas hacia Kyffhäuser, y el grupo la siguió.