6
SPESSART

Al romper el alba se detuvieron a descansar en un molino frente a Hattershein. Las nubes eran tan espesas que la esfera solar que emergía por el este ni siquiera podía intuirse. No soplaba ni pizca de viento y las astas del molino estaban paradas. Boris encendió de inmediato una hoguera para ofrecer un café caliente a los raptores del monarca. El taciturno Delfín lo ayudó a recoger leña. En cuanto el fuego empezó a arder, y pese a lo intempestivo de aquella hora, Kleist sacó una ramita del fuego, encendió su pipa y empezó a caminar de un lado a otro saboreándola placenteramente. Schiller indicó a Arnim que se sentara en un mojón que había al borde del camino; después sacó aguja e hilo de su bolsa y se dispuso a dar unos puntos a su herida de bala. Arnim apretó la mandíbula y no profirió ni un solo lamento. Bettine se sentó a su lado y lo tomó de la mano.

—Qué valiente eres —le dijo—. ¿Habrase visto antes mayor valentía? Quisiera besarte por tu heroísmo.

Goethe se acercó al trío para ofrecer a Arnim la primera taza de café humeante.

—Qué le parece, señor Von Arnim, ¿podrá cabalgar con esa herida?

—Creo que podría, sí, pero… ¿acaso no puedo seguir en la cabina?

—Es que… hemos llegado al punto en el que nuestros caminos se separan.

Bettine alzó la vista, sorprendida, y Arnim también se mostró desconcertado.

—Prefiero evitar entrar en Frankfurt con el príncipe —explicó Goethe—. Despertaríamos una expectación innecesaria. Y el mejor modo de sortear la ciudad es dirigirnos hacia el sur. Cruzaremos el Main a la altura de Okriftel y desde allí podrán regresar a Frankfurt a caballo. Lamento no disponer de más tiempo ni de un escenario más bello para despedirnos.

—¿Insinúas que debemos abandonar el grupo? —exclamó Bettine—. ¡Pero si aún no hemos cumplido con el encargo! No quiero perderme el momento de la entrada triunfal en Eisenach. ¡Vamos! ¡No nos prives de semejante honor!

Goethe aún estaba buscando las palabras adecuadas con las que responderle cuando Bettine añadió:

—¡Además, no quiero volver a Frankfurt! ¡Solo de pensarlo me entran náuseas! ¡Déjame disfrutar de unos días más en vuestra compañía, libre como un pájaro, antes de obligarme a que me reúna de nuevo con los pequeñoburgueses de Frankfurt!

—¿Y qué hay de la herida del señor Von Arnim?

—Se curaría igual de rápido al aire libre que sobre la cama de plumas del gobernador —dijo Schiller—. Siempre que él se comprometa a salir de los edificios utilizando las puertas y no las ventanas…

—¿Qué opina usted? —dijo Goethe, dirigiéndose a Arnim—. No olvide que dio su palabra al señor Brentano de que cuidaría de su hermana.

Kleist, que había seguido con atención todo el diálogo, se acercó a ellos y, con la pipa aún en la boca, dijo:

—¡Quédese con nosotros, amigo!

Arnim miró primero a Kleist y luego a Bettine y, notando la presión de la mano de ella sobre la suya, dijo:

—Seguiré cuidando de Bettine; y… sería un mentecato si decidiera escatimar siquiera unas horas a tan preciada compañía.

Encantada con la respuesta de Arnim, Bettine lo acercó a su pecho y le plantó un beso en la rubia cabellera.

—¡Nos vamos a Wartburgo, noble Joachim!

—Bien. Así podré cumplir la promesa que os hice en la iglesia y pagar la primera ronda —dijo Schiller mientras cambiaba la venda del muslo de Arnim.

—Por ahora, la primera ronda será de café, y luego cabalgaremos todo el día —dijo Goethe—. Ya lo celebraremos todo cuando los caballos no puedan con su alma.

—¿Quiere que le eche un vistazo a su cabeza?

—No es necesario. La vieja herida, aunque renovada. Antes de llegar a Weimar espero tener una costra nueva.

Mientras sorbían en silencio la humeante bebida, el joven Luis Carlos tomó la palabra por primera vez desde que lo liberaran.

—Sé que aún no estamos fuera de peligro —dijo en voz baja y en un alemán perfecto—, pero me gustaría aprovechar este momento para agradecerles su heroicidad. Han arriesgado su vida para sacarme del más oscuro de los calabozos. Hoy por hoy no soy nada: un rey sin tierra ni reino ni familia, pero si en alguna ocasión recupero parte de lo que tuve, les devolveré cuanto han hecho por mí, una y mil veces. Y si un día, Dios no lo quiera, se encuentran ustedes en peligro, les juro que arriesgaré mi vida por la suya y lucharé hasta el último aliento, con la misma valentía que ustedes han demostrado. Que Dios los bendiga. —En ese momento se le quebró la voz y los ojos se le anegaron en lágrimas. Avergonzado, el Delfín les dio la espalda—. Les ruego que disculpen mi debilidad, pero los últimos días… —Los sollozos ahogaron sus últimas palabras.

Schiller fue el primero en reaccionar: apoyó su mano sobre el hombro de Luis Carlos para consolarlo hasta que al fin pudo calmarse. Los demás continuaron bebiendo su café, emocionados y al mismo tiempo turbados por las torpes palabras de agradecimiento de aquel joven que, en aquel momento —con el rostro sin afeitar y un traje sencillo que le quedaba demasiado grande— más parecía un vagabundo que un rey.

Bettine ofreció al Delfín un pañuelo para secar sus lágrimas, y en cuanto lo hubo hecho el joven se levantó y fue a estrechar la mano de cada uno de ellos, incluido el cochero.

Tras el breve descanso para recuperar fuerzas, Goethe pidió a Arnim que volviera a la cabina del carromato, y al Delfín y a Schiller que fueran con él en el pescante mientras los demás montaban a lomos de sus caballos. Al llegar a Okriftel se encaminaron hacia el Main para esquivar la ciudad de Frankfurt dando un largo rodeo por los bosques de Isenburg y Rodgau, y luego volvieron a cruzar el Main por Seligenstat para alcanzar al fin las montañas de Spessart y perder definitivamente a sus seguidores, si es que aún quedaba alguno. El trayecto se alargó durante varias horas, y Goethe las aprovechó para poner a Luis Carlos al corriente de la misión y comunicarle el nombre de sus organizadores y sus costeadores. Luis Carlos no conocía ni al barón De Versay ni a William Stanley, pero el nombre de Sophie Botta sí le decía algo. Goethe le explicó que al llegar a Eisenach lo encomendarían a la custodia de sir William, con quien huiría al exilio prusiano o ruso para planear su restauración como rey de Francia y el aniquilamiento de Napoleón. Luis Carlos hizo un gran esfuerzo para no perder el hilo del relato de Goethe, y la astucia de sus preguntas e intervenciones no dejó lugar a dudas de que llegó a entenderlo todo a la perfección.

—Solo hay una cosa que quisiera rogar a Su Majestad —dijo Goethe—. No hable de su regreso a París con el resto del grupo. Su misión consistía en sacarlo de la cárcel y no cabe duda de que lo hemos logrado, pero a partir de aquí no quisiera confundirlos con las posibles implicaciones políticas de todo este asunto. Lo que suceda después de Eisenach ya no nos concierne…

El príncipe asintió. Goethe sacó su reloj de plata del bolsillo de su chaleco.

—Son casi las diez. Si Su Alteza necesita dormir un rato, puede hacerlo sobre el pescante.

Schiller carraspeó y dijo:

—No estaría de más que hasta que lleguemos a Eisenach dejemos de dirigirnos a Su Alteza como a Su Alteza, más que nada para no llamar la atención en las posadas y los albergues.

—Cierto. Llámenme Luis Carlos o, mejor incluso, solo Luis.

—Incluso así llamaríamos la atención, me temo.

—¿Qué tal Charles? ¿O Karl?

—Mejor.

Goethe echó un vistazo a su reloj y dijo:

—Karl Wilhelm Naundorff.

—¿Perdón?

Con la uña de su dedo índice, Goethe abrió la parte de atrás de su reloj y dejó al descubierto unas letras grácilmente grabadas en él: K. W. Naundorff. Weimar.

—Karl Wilhelm Naundorff —repitió Goethe—, relojero de Weimar. Seguramente murió hace muchos años y no se quejará de que le hayamos robado el nombre.

Luis Carlos se quedó muy satisfecho con aquel seudónimo. Lo repitió varias veces en voz baja, para sí mismo, y al cabo de un rato se notó tan cansado que recostó la cabeza contra la ventana y durmió profundamente durante más de dos horas.

En M…, una aldea insignificante en la parte superior del Spessart, encontraron una posada algo alejada de las calles principales, y en ella se detuvieron a pasar la noche. Se trataba de una casa grande pero humilde que incluía un establo y un cobertizo sin cercar para las gallinas. Estaba rodeada de bosques, de modo que, aunque los siete viajeros llegaron a mediodía, el sol ya no asomaba por encima de las copas de los abetos y las hayas. Aún quedaban algunos montoncitos de nieve sucia y cuajada de hojas, que, apretujados contra aquellos árboles enormes, habían escapado a los rayos del sol. Un detalle tanto más curioso cuanto que la posada llevaba el nombre de Al sol. En aquel preciso momento hizo su aparición el dueño de la casa —un personaje rechoncho y enorme con una cabeza que parecía una col a la que hubiesen cosido unos ojos y una boca— y poco después también su mujer, ambos dispuestos a recibir al inesperado y numeroso grupo de visitantes. La hija de la casa ayudó a Boris a desenjaezar los caballos mientras los demás seguían a los dueños al interior de la casa. En algún lugar se oyeron los picotazos de un pájaro carpintero.

La estancia era sencilla, pero —comparada con el frío y oscuro bosque— más que seductora: había tres mesas con las sillas más diferentes que uno pudiera imaginarse, además de un sillón orejero con la tapicería de cuero algo jironada y un banco alrededor del gran horno en el que crepitaba un fuego más bien pequeño, que el posadero se comprometió a avivar de inmediato con nuevas ramas secas. Del techo pendían hierbas y cebollas, pero sobre todo embutidos y algunos jamones cuyos aromas fueron percibidos como ambrosía por los visitantes. La posada estaba vacía, a excepción de un perro que dormitaba junto a la chimenea y dos gallinas que picoteaban las migajas de la última comida. La dueña se apresuró a ahuyentar a los tres animales con una escoba.

El hijo de los dueños acompañó a los viajeros al piso de arriba, hasta las habitaciones, que resultaron ser tan sencillas como la sala del piso inferior. Sin embargo, tras las noches pasadas en el carromato, la vidriería y la iglesia abandonada, sucesivamente, sus camas les parecieron extraordinariamente tentadoras. Bettine y Arnim tuvieron que compartir una habitación, Humboldt y Kleist la siguiente y Goethe y Schiller, la tercera, para que Karl dispusiera al fin, después de tanto tiempo, de una estancia para él solo. Sin embargo, Schiller consideró que dejar al Delfín solo no era una opción inteligente, por muy recogida y aislada que quedara la fonda, de modo que se ofreció para compartir con él la habitación. Todos estuvieron de acuerdo. El cochero ruso, por su parte, dijo que prefería dormir en el establo, junto a los caballos.

Convinieron entonces en que todos descansarían unas horas, se darían un baño —dos cuestiones ya absolutamente insoslayables— y se reunirían en el piso de abajo al atardecer, para comer y beber algo y celebrar al fin, como correspondía, el éxito de su audaz actuación en Maguncia. El hijo de los dueños les prometió que abriría las mejores botellas de su bodega y pediría a su esposa que cocinara para ellos en abundancia.

—Estoy tan cansado… —dijo Kleist justo antes de cerrar la puerta de su habitación—. Creo que ni todas las camas del mundo, sean o no imperiales, podrán lograr que me levante tras esta siesta.

Sin embargo, Kleist fue precisamente el primero en bajar al comedor después de la siesta, afeitado y con una levita limpia. Fuera se había levantado un viento de lo más desapacible y los abetos se mecían y crujían sus ramas, y caían al suelo las pinas arrancadas por el viento. Pero en el comedor ardía desde hacía ya un buen rato el prometido fuego. El perro había vuelto a entrar en la casa y se había acurrucado de nuevo junto a la chimenea. Kleist se sentó en el sillón orejero, encendió su pipa y observó a la hija del dueño mientras fumaba. Estaba sentada en el banco, de espaldas al fuego, y recortaba con habilidad una cartulina negra con unas tijeras. Un rostro.

—¿Cómo te llamas, hija? —preguntó Kleist.

—Catarina, venerable señor.

—Bien, Catarina, ¿de quién es el perfil que estás recortando con tanto esmero?

—Del canciller Dalberg, venerable señor.

Kleist lanzó una carcajada, se atragantó con el humo de su pipa y empezó a toser.

—¡Dalberg! ¡Que Dios me ampare! ¿Y por qué él, precisamente?

—En Aschaffenburg hay un mercader que tiene una tienda; vende siluetas de las grandes figuras de Alemania y me da veinte céntimos por cada recorte.

—Pero Dalberg no es una gran figura, chiquilla. Tiene tratos con el malvado Napoleón.

Demasiado tímida para responder, la niña se limitó a mirar el papel negro que tenía en las manos. Por ahora solo había recortado la parte de atrás de la cabeza del canciller.

—Invierte tu trabajo en proyectos más nobles —le recomendó Kleist—. Echa a Dalberg al fuego y recorta la silueta de otros alemanes que realmente merezcan ser admirados.

—Póngame un ejemplo, señor, se lo ruego.

—Francisco de Austria, quizá… El príncipe Luis Fernando, Luisa de Prusia… O los grandes pensadores como Kant, Lessing o Goethe.

En aquel preciso momento se oyeron unos pasos en la escalera y, como si hubiese oído que hablaban de él, Goethe apareció en la sala. La siesta lo había reanimado considerablemente, y, de no ser por la herida de Su cabeza, parecería que estuviera bajando la escalera de su propia casa en Frauenplan.

—¿El general mostacho ya no lo lleva? —preguntó Kleist con la vista puesta en el rasurado labio superior del consejero Goethe, libre ya del bigotillo afrancesado.

—Un bigote como el que llevaba solo puede quedar bien a los franceses y a los jóvenes. Desde luego, a mí no.

—No hay nada que no quede bien a un rostro hermoso, vuecencia.

—Mi más sincero agradecimiento por su cumplido, por mucho que no se adecué a la realidad.

Kleist se levantó del sillón orejero e insistió en que Goethe tomara asiento en su lugar. Entonces el prusiano se acercó una silla y los dos hombres empezaron a comentar la explosión del puente maguntino. Goethe agradeció a Kleist que lo hubiese sacado del aturdimiento que le produjo la explosión y la posterior desaparición de Schiller, y lo hubiese animado a huir antes de que los franceses recuperaran sus posiciones y abrieran de nuevo fuego contra ellos.

—¡Incluso disparó contra los franceses! Si hay algo que pueda hacer por usted, algún modo de darle las gracias, solo tiene que decírmelo.

—Sí lo hay, de hecho. Si pudiera, con toda modestia, antes de que sea tarde, leer…

—¡No siga, señor Von Kleist, no diga ni una palabra más al respecto! —le interrumpió Goethe sonriendo—. Adivine lo que me he traído porque pensaba que sería el primero en bajar y tendría tiempo para leer un rato —dijo, y mientras hablaba se llevó una mano a la espalda y sacó de su chaqueta la carpeta con la comedia de Kleist—. Esto será lo próximo que lea.

Aquella información hizo que Kleist se pusiera tan contento que, para disimular su agitación, dio una fuerte calada a la pipa pese a que hacía ya bastante rato que se había quedado sin tabaco.

El tercero en llegar fue Schiller, y poco después apareció también el hijo de los dueños y les solicitó amablemente que se inscribieran en el libro de registros, solo como «mera formalidad». Goethe, el primero en tener en su regazo el libro y la pluma, escribió Möller junto a la entrada de aquel día, el primero de marzo. También Schiller siguió su ejemplo y escribió Doktor Ritter, que más que un apellido era un juego de palabras (Doctor jinete), y por fin Kleist firmó Klingstedt sin titubear ni un segundo; como si se hubiese llamado así toda la vida.

Poco a poco fueron apareciendo todos, hasta Bettine, que se había quitado las canas del pelo y el carmín de los labios y se había cambiado de ropa, deshaciéndose del anticuado y desfavorecedor vestido con el que se había hecho pasar por madame de Rambaud. Ahora llevaba ropa mucho más discreta y apropiada para el viaje, pero su aparición en aquella humilde posada no podría describirse con más adjetivos que «helénica».

A todas éstas, los dueños ya habían puesto la mesa y el hombre los invitó a que se sentaran con repetidas reverencias. Goethe tomó asiento en una de las cabeceras, con Luis Carlos, Schiller y Humboldt a su derecha, Bettine y Arnim a su izquierda y Kleist, por fin, justo al otro lado. Boris había pedido que lo excusaran. La bondadosa mujer salió de la cocina con una cazuela humeante, la puso sobre la mesa y, con un cucharón, empezó a servirles una sopa de col con bacon. El hombre, mientras tanto, les puso una barra de pan para acompañarla.

—Que aproveche, pues —dijo Schiller, y todos ellos se lanzaron enseguida sobre sus platos.

Todos, menos Bettine, que prefirió dedicarse a partir la barra de pan moreno y repartirla entre sus compañeros, entregando a cada uno un pedazo proporcionado a su apetito. Un espectáculo maravilloso al que solo Goethe prestó atención: el único que mantenía la vista alzada pese a ir comiendo.

El hijo de la dueña les preguntó si estaban satisfechos con aquel humilde entrante y se interesó por el vino que desearían de acompañamiento: si francés o renano.

—Si se me permite escoger —dijo Goethe—, lo prefiero renano.

—¡Por supuesto! —exclamó Arnim—. La patria nos ofrece las mejores materias primas.

—Lo cual nos llevaría a la cuestión de si un vino renano continúa siendo alemán o es más francés que otra cosa, dadas las circunstancias.

—¿De qué orilla del Rin procede? —preguntó Bettine al dueño—. ¿De la izquierda o de la derecha?

—Desconozco la orilla, mi señora, pero sé que es de Nierstein.

—De la izquierda, entonces. Y en sentido estricto, también francés.

—Pero no un francés del Main —dijo Humboldt—, lo cual nos ayudaría a acabar con este dilema patriótico.

—¿Tiene acaso vino francés, pero de la Francia alemana?

El posadero estaba tan confundido por aquel juego de palabras que ni siquiera se atrevió a responder. Se limitó a mover la cabeza en señal de aquiescencia, pero calló.

—¡Pues venga! ¡Que no se diga! ¡Sírvanoslo! —dijo Goethe haciendo un guiño—. Puede que nuestro corazón no soporte a los franceses, pero a nuestro paladar le encantan sus vinos.

El posadero sirvió vino a todos y, cuando todas las copas estuvieron llenas, Goethe alzó la suya y dijo:

—Me complazco en beber una copa en honor de la libertad.

Kleist frunció el ceño.

—¡Por todos los diablos! ¿Pretende usted brindar por la libertad alemana con un vino francés?

—No me sea usted tan tiquismiquis. No me refería a la libertad alemana, sino a la de nuestro joven amigo. —Al decir aquellas palabras alzó su copa hacia el Delfín—. ¡Qué viva la libertad y que viva el vino!

Los otros se sumaron al brindis de Goethe y bebieron también. El vino de Nierstein tenía un sabor exquisito, con independencia de su origen. No tardaron en descorchar una segunda y una tercera botella. El siguiente brindis lo hizo Schiller en honor de Bettine, «la joven maguntina con corazón de león», a lo que ésta se apresuró a alzar su copa «contra los burgueses y el aburrimiento». Cuando acabaron la sopa, la posadera sirvió nabos y un asado de cordero, y la comilona siguió su curso. Los huéspedes no escatimaron cumplidos para la cocinera, convencidos de que un banquete ofrecido por el Pontífice no podría saber mejor. Entre mordisco y mordisco intercambiaron chistes y aperçus, y gracias a la amabilidad de todos ellos y a los efectos del vino Luis Carlos no tardó en recuperar algo de autoestima y volverse más charlatán. El hijo del dueño recogió los cubiertos y los platos con los restos del asado y de postre les sirvieron manzanas al horno con miel, de modo que más de uno tuvo que desabrocharse el cinturón para dejar sitio a tanta exquisitez.

Tras la comida, Goethe les pidió un aguardiente para facilitar la digestión, y el posadero les sirvió una ronda de Wildsau en vasitos de estaño. Los siete viajeros hicieron chocar sus copas a la vez.

—¡Ay, qué bueno, me arde la garganta! —dijo Schiller con los ojos llorosos—. Media docena de buenos amigos en torno a una mesa, un festín soberbio, un vasito de aguardiente y una conversación interesante. ¡Me encanta!

Dicho aquello cogió su pipa y compartió con Kleist su tabaco. No tardaron en generar nubes azules que emergieron de sus bocas y envolvieron los embutidos y las hierbas que colgaban del techo de la posada. Un suspiro mudo, de pura felicidad, recorrió la estancia, y durante un buen rato nadie dijo una palabra. Solo se oía el crepitar del fuego y el clip-clap de las tijeras de Catarina.

—Querido Karl —dijo al fin Bettine dirigiéndose al Delfín, que estaba sentado justo delante de ella—. En el año noventa y cinco, el periódico parisino nos informó de su muerte, y un coro de pésames se adueñó de las calles de Fritzlar, el lugar en el que yo vivía. Recuerdo perfectamente que a mis diez años, y dado que usted es solo una semana mayor que yo, lloré mucho y recé por su alma. Pero ahora, diez años después, está usted aquí sentado, delante de mí, y en perfecto estado de salud. ¿Podría o querría explicarnos cómo es esto posible? Me muero de ganas de conocer su historia, y apuesto que no soy la única.

Luis Carlos miró a su vecino, Goethe, que había entrelazado las manos sobre su barriga. Éste asintió.

—Si su relato no le abre viejas heridas, yo también estaría encantado de escucharlo.

Y así fue como el hijo del rey borbónico los transportó a todos al París revolucionario, mientras la luz de las velas se reflejaba en las copas de vino y el viento soplaba fuera de la posada.

RELATO DE LUIS CARLOS DE BORBÒN

Por su coraje y abnegación tienen todo el derecho a escuchar mi relato de principio a fin. Muy pocos conocen los detalles de cuanto les narraré a continuación, y solo un puñado de ellos han sobrevivido a la sangre y las lágrimas de los últimos años. Si oso extenderme en mi relato es porque presupongo su promesa de guardar silencio y su palabra de honor de no hacer trascender ni el más mínimo detalle al respecto. Y no solo para proteger a mis hombres de confianza y a mis asistentes, sino también a ustedes mismos, que a partir de este momento pasarán a formar parte del selecto grupo de confidentes y conocedores del secuestro del Delfín en el Temple parisino.

No les importunaré con el relato de los años en los que se desató la tormenta en Francia —una tormenta a la que mis padres se enfrentaron al principio con absoluto candor, como si de una mera racha se tratara, pero que acabó destruyéndolos, a ellos y a la Francia que defendían—, pues probablemente sabrán ustedes más que yo al respecto; al fin y al cabo, en la toma de la Bastilla en 1789 yo no era más que un chiquillo de cuatro años. El primer suceso del que tengo memoria fue el fallecimiento de mi hermano mayor, Luis José, un mes antes de aquello, y no precisamente por el luto que le guardé, era demasiado pequeño para eso, o la conciencia de haber pasado a ser el futuro heredero del trono francés, sino, pura y llanamente, porque su muerte me convirtió en el único dueño de Moufilet, el perrito de mi hermano, y yo me sentía más feliz que nunca mientras mi familia lloraba por su ser querido.

El fallecimiento de mi hermano fue el primer eslabón de una cadena de infelices acontecimientos que condujeron a la creación de la Asamblea Nacional y a la toma de la Bastilla. Por mucho que mi padre intentó suavizar el espíritu intemperante de la Revolución o, cuando menos, mantener la templanza en sus altibajos, no tuvo ningún éxito en su empeño: los enajenados burgueses fueron quitándole un privilegio tras otro, hasta que al final no fue más que el nombre al que se relacionaba la palabra «rey». No cayó del trono por ser un tirano, ni mucho menos, sino más bien por todo lo contrario: porque en el momento decisivo no supo serlo lo suficiente. El amor que sentía por el pueblo fue al fin el motivo por el que el pueblo lo condenó a morir guillotinado.

Un grupo de vendedoras del mercado logró colarse en el palacio de Versalles, matar a un buen número de guardias y forzar la mudanza de la familia real al palacio de las Tullerías. Basta este acto para dar cuenta del enorme poder que tenían los ciudadanos y el poco que tenía ya mi padre. Las exigencias de los parisinos empezaron a ser cada vez más radicales; la realidad del país, cada vez más turbulenta, y al final mi padre no vio más salida que proteger a su familia de la violencia plebeya y salir de París y de Francia. Las Tullerías se habían convertido ya en nuestro calabozo y los ataques que recibíamos eran excesivos en número e intensidad; principalmente mi infortunada madre, a quienes muchos de mis compatriotas odiaban sin ninguna razón. Les ruego que no me malinterpreten: no condeno a los sansculottes por sus objetivos, pues éstos, por increíble que parezca, coincidían al principio con los de mi padre, sino por la crueldad con el que intentaron lograrlos. Semejantes métodos nunca deberían constituir la base para la creación de un Estado digno del ser humano.

Se resolvió, pues, nuestra huida, y en junio de 1791 subimos a un carromato que debía conducirnos a territorio habsburgo, a la patria de mi madre. Y al utilizar el plural me refiero a mis padres; a mi hermana María-Teresa-Carlota; a la hermana de mi padre, madame Elisabet; a nuestra institutriz; a un conde sueco que era el favorito de mi madre y a tres guardaespaldas. Todos ellos, y yo mismo, utilizamos nombres falsos y fingimos ser un grupo de amigos dispuestos a salir de viaje. De hecho, a mí me disfrazaron de niña y me tomé todo aquello como un juego divertidísimo y apasionante.

Por desgracia, durante aquel viaje hacia el este mi padre concedió demasiada importancia a la comodidad y muy poca a la celeridad, y aquello, sumado a una serie de desafortunados y accidentales incidentes, provocó otras tantas tribulaciones. Nuestro destino quedó escrito en cuanto mi padre se asomó a la ventana del carromato en la aldea de Sainte-Menehould y el perspicaz hijo de un cartero reconoció aquel rostro, que era el mismo que aparecía en una de las caras de sus luises de oro. El cartero en persona siguió nuestro carromato, a caballo, hasta la entrada de Varennes-en-Argonne, donde nos adelantó para informar de nuestra presencia a las autoridades, que pusieron punto y final a nuestro viaje. Al día siguiente, haciendo caso omiso a los deseos del rey, los franceses nos escoltaron de vuelta a París. Fue un trayecto terrible para mis padres, que estuvieron a merced de los bochornosos insultos y los ataques de la gente apostada en los márgenes del camino.

Así pues, la huida que debería habernos conducido a la libertad, a librarnos de las ofensas y la coacción, no hizo sino intensificar todas esas cosas. Ya ni siquiera las Tullerías eran capaces de protegernos. En agosto de 1792, el palacio fue asaltado y quemado por los sansculottes, y nosotros cuatro, junto con mi tía Elisabet, fuimos alojados en la torre del Temple. Aunque… no, alojados no es la palabra adecuada. En realidad fuimos encarcelados. En aquel momento mis padres comprendieron, al fin, de lo que eran capaces los revolucionarios. Pero aquel momento resultó ser demasiado tarde.

El antiguo castillo de la Orden de los Templarios, en París, era más una torre de defensa que un verdadero castillo, en realidad. Una elevada construcción de piedra oscura con almenas y techos torcidos, rodeada por un jardín amurallado. Las ventanas, antiguas barbacanas, eran tan estrechas que apenas dejaban paso a la luz. Pese al calor que hacía en aquella época, su interior era bastante fresco; algo que por aquel entonces agradecíamos y considerábamos agradable, pero que en los meses de invierno solía provocar unas cuantas gripes de lo menos apetecibles. En una de las fachadas de la gran atalaya se había construido una segunda torre, algo menor, y allí nos metieron hasta que habilitaron adecuadamente la primera. En habitaciones ridículas por lo pequeñas, y no solo respecto a las del castillo de las Tullerías.

Nos dejaron solo dos criados pero, en cambio, enviaron a más de veinticinco soldados para vigilarnos. Veinticinco hombres que no debían perdernos de vista ni un solo segundo, ni siquiera en el interior de nuestros aposentos privados, lo cual debió de resultar especialmente humillante para mi madre y mi hermana, y cuyo deber principal era impedir que estableciéramos cualquier contacto con el exterior. Nuestros ocasionales paseos discurrían siempre por el interior de los altos muros y antes de llegar al pasillo más alto de la torre de defensa bloqueaban las almenas con tablones para impedirnos ver París y a los parisinos.

A mí me parecía admirable la impasibilidad de mi padre, al que ya todos se dirigían solo por su nombre burgués, Luis Capeto. Soportó todas las humillaciones con absoluta contención y fue indulgente incluso con sus torturadores, mientras en la Convención que tenía lugar más allá de los muros del Temple se decidía su suerte. Seguía un horario de lo más estricto: levantarse pronto, afeitarse, ir al retrete, rezar, desayunar en familia e impartirme clases; algo de lo que, a falta de profesores, se había responsabilizado él mismo. Sin embargo, pronto tuvimos que renunciar a la aritmética, porque la incultura de los soldados los llevó a pensar que se trataba de una especie de lenguaje cifrado. Un día enviaron a un trabajador a reforzar nuestra puerta y mi padre aprovechó la circunstancia para instruirme en el manejo del martillo y las tenazas. Tal era su entrega que el hombre, al verlo, afirmó:

—¡Si algún día lo dejan libre, podrá usted decir que colaboró incluso en la creación de su prisión, señor!

A lo que mi padre respondió, sin percatarse quizá de que yo también podía oírlo:

—Dudo mucho que algún día vayan a dejarme libre.

Al oír aquello yo dejé caer las herramientas y me lancé a sus brazos entre sollozos, pues acababa de comprender que, ciertamente, estábamos perdidos.

El 17 de enero del año siguiente se proclamó su sentencia de muerte, por 361 votos contra 360. Cuando todos nos reunimos en torno a él, sumergidos en un mar de lágrimas, mi padre me tomó de la mano, me sentó en su regazo y me hizo jurar solemnemente que jamás vengaría su muerte ni la de nuestros amigos y aliados. Después me acarició el pelo y susurró:

—Mi pequeño Luis Carlos, nunca anheles la desgracia de ser rey.

Cuatro días después fue decapitado en la plaza de la Concordia y yo me convertí en el nuevo y legítimo, aunque jamás proclamado, rey de Francia, Louis Dix-sept.

Se llevaron a mi padre, y después me alejaron también del resto de la familia —mi madre, mi hermana y mi tía—, y me entregaron a la custodia de unos padres impuestos y republicanos: el zapatero Antoine Simón y su mujer, Marie-Jeanne; una pareja tosca, escandalosa y ramplona que no había tenido hijos propios y que se había propuesto convertir en hijo del pueblo al sucesor de Luis el recortado, pues así era como se referían a mi padre, con insensible escarnio. Me enseñaron el lenguaje de los arroyos, me obligaron a dejar a un lado mis modales a la hora de comer, a cantar con ellos La Marsellesa y Ça ira, y antes de darme cuenta me vi, pobre de mí, blasfemando groseramente y metiéndome con los Borbones y la Autrichienne, sin ser consciente de que con ello estaba burlándome de mi propia madre. Por aquel tiempo sufrí todo tipo de enfermedades, no sé si por la falta de aire libre, tan necesario para cualquier niño, o por la añoranza de mi verdadera familia. Decídanlo ustedes mismos.

Poco después, los jacobinos también sentaron a mi madre en el banquillo de los acusados, mas, como no pudieron atribuirle delito alguno, se inventaron uno: que mi madre había abusado de sus propios hijos. Un reproche tan espeluznante como insostenible que solo logró prosperar en el juzgado porque me obligaron a firmar un acta en la que la acusaba de los crímenes más terribles y absurdos. Que Dios perdone a un chiquillo de ocho años, incapaz de valorar entonces las consecuencias de su vacilante firma sobre un texto que ni siquiera había leído. Que Dios lo perdone, porque yo jamás lo haré. A mi querida hermana la vi por última vez durante aquel proceso, y mi tía Elisabet siguió la suerte de mi madre y murió en la guillotina medio año después.

Tras cumplir con mi cometido en toda esa farsa, me aislaron por completo: me alejaron hasta de mis padres tutelares y me encerraron en una mazmorra oscura y enrejada, prácticamente una jaula, en la que recibía el alimento de unas manos desconocidas y la bandeja que empujaban por la rendija de la puerta. Mi soledad se volvió pronto tan insoportable, ni siquiera podía mantener contacto con los guardas, que no tardé en añorar incluso a los Simón, por ruines que fueran. Supongo que mi sufrimiento no era más que el castigo que merecía por haber traicionado a mi madre.

Y a cada día que pasaba, mi vida corría mayor peligro. Por una parte, muchos jacobinos querían eliminar al último descendiente de la impura raza de los tiranos, que así era como me llamaban, y, por otra, robar definitivamente las esperanzas a todas aquellas fuerzas fieles a la Corona, ya fuera en Francia, en la resistencia de la Vendée, por ejemplo, o en el extranjero, y asegurarse de que ningún Borbón volviera a ocupar el trono. En el verano de 1794, cuando en Francia la vida humana tenía menos valor que nunca, la Revolución empezaba a devorar a sus propios hijos, los cadalsos estaban cada vez más llenos de víctimas y hasta Robespierre fue guillotinado, y tras él su vasallo Antoine Simón, mis días también parecían estar contados.

Pero un día después de la decapitación de Robespierre apareció un personaje nuevo en esta historia. Alguien que entró personalmente, en carne y hueso, en mi celda. El vizconde de Barras. Por entonces aún no podía imaginar que aquel hombre, precisamente aquel tipo tan ambicioso y desmesurado que había ejercido la mayor de las presiones para ejecutar tanto a mi padre como a Robespierre, sería el encargado de devolverme la libertad. En fin, el caso es que Barras consideraba más que probable que la coalición venciera sobre la Francia revolucionaria y, para asegurarse la jugada en caso de que así fuera, decidió secuestrarme y utilizarme como garantía ante los hermanos de mi padre, el conde de Provenza y el conde d’Artois. A tal efecto se alió entonces con una antigua amante y empedernida monárquica: la viuda del vizconde de Beauharnais, Josefina, quien, como ya sabrán, se convirtió por mediación de Barras en emperatriz y esposa de Bonaparte.

Así pues, Barras fue a verme a la torre alta e informó después sobre ello al servicio de beneficencia público. Se refirió a mi estado como lamentable y desamparado. Dijo que al llegar me encontró tumbado porque tenía las rodillas hinchadas y apenas podía moverme. También afirmó que tenía el cuerpo pálido y abotargado, e hizo un montón de aserciones falsas cuyo objetivo irán comprendiendo a medida que avance en mi relato. Y es que todos estos síntomas podían aplicarse a otro chico: el hijo mudo de una viuda pobre; un chaval que se encontraba en un avanzado estado de raquitismo y al que no le quedaba mucho tiempo de vida. El chico, pese a ser algo mayor que yo, medía aproximadamente lo mismo, tenía el mismo tipo de pelo, rubio y rizado, y la misma palidez en la piel. A partir de aquel momento, su destino no fue otro que morir en mi lugar. El secretario de Barras compró a aquella mujer su hijo moribundo.

Poco después, un criollo llamado Laurent se hizo cargo de la dirección del Temple-prisión, un compatriota de Josefina, oriundo también de Martinica, que ella puso al servicio de Barras. Solo entonces pudieron poner el plan en marcha: Laurent tenía una hermana que de vez en cuando iba a visitarlo al Temple para llevarle la colada, de modo que ninguno de los guardias sospechó nada al verla llegar. El caso es que aquel día no acudió sola, sino acompañada de su sobrina, que no era otro que el hijo de la viuda. Le oscurecieron el rostro, el cuello y las manos para que pareciera criolla, le cubrieron el pelo con una cofia y lo vistieron con ropa de mujer. Cruzaron la puerta sin ningún problema y se llegaron hasta mi celda en compañía de Laurent. Allí intercambiamos nuestra ropa, me oscurecieron la piel como habían hecho con el mudo, y… junto a la hermana de Laurent abandoné sin ningún problema el lugar que durante dos años había sido mi prisión. Recuerdo que el oficial de guardia llegó a guiñarme el ojo, sonriente, mientras me alejaba de allí.

En la rue Portefoin me esperaba un carromato que me condujo hasta la finca de un tal monsieur Petival, un monárquico clandestino, en Vitry-sur-Seine. Durante los meses siguientes seguí llevando ropa de niña para mantener mi fuga en el más estricto secreto. De inmediato quise saber por qué no habían liberado también a mi hermana, y me respondieron que, por una parte, habría sido demasiado arriesgado raptarnos a los dos de golpe, y, por otra, María-Teresa-Carlota tenía menos que temer ante la Convención. Al fin y al cabo era una mujer, y como tal jamás podría acceder al trono Mi hermana fue puesta en libertad varias semanas más tarde, por la vía de la diplomacia; los monárquicos se pusieron de acuerdo con Austria para hacer el trueque y la liberaron en Basilea a cambio de doce presos de guerra franceses, uno de los cuales, ironías del destino, era un dragón llamado Drouet: precisamente el cartero que impidió nuestra huida en Varennes. Pero el futuro de la madame Royale pertenece a otra historia. Yo solo espero que nuestros caminos vuelvan a encontrarse alguna vez, en el futuro…

Mientras tanto, el mudo de la torre grande vivió más tiempo del que Barras había previsto. Dada nuestra semejanza física y las declaraciones de Barras, los posteriores visitantes no sospecharon nada al verlo, y solo unos pocos mostraron una ligera suspicacia ante la repentina mudez del supuesto Delfín. Pero al final se determinó que estaría causada por la brusquedad con la que lo trataron los Simón. Laurent, que ya no desempeñaba sus servicios en el Temple, llegó incluso a afirmar que yo había hecho un voto de silencio tras mi vergonzosa acusación contra mi madre. Hubo un médico que visitó al joven enfermo y aseguró que no se trataba del Delfín; poco después fue invitado a cenar con los miembros de la Convención: una comida de despedida para el pobre iluso, que aquella misma noche murió de unos terribles espasmos.

La noticia de la muerte de aquel médico puso en alerta a la casa Petival, donde adquirieron conciencia de que yo ya no estaba seguro ni siquiera en Vitry. Tras hablarlo con Barras convinieron en llevarme a la Vendée, con los rebeldes, pues hasta entonces no había logrado llegar hasta allá ni la propia Convención ni el Comité de Seguridad. Tras mi partida, el pobre monsieur Petival sufrió el mismo destino que tantos otros que me habían ayudado durante mi huida: fue apuñalado en el jardín de su castillo, y no me cabe la menor duda de que el responsable último de aquel asesinato fue el propio Barras, que deseaba compartir el conocimiento de aquel asunto con el menor número de personas posible.

El falso Delfín murió el 8 de junio de 1795. Que Dios lo tenga en su gloria. Cuatro médicos realizaron la autopsia del cadáver y, además de los rasgos distintivos y las enfermedades descritas por Barras, descubrieron inflamaciones en el estómago y los intestinos. Por lo visto, el chico murió de escrofulosis. ¡Qué curioso que el encargado de sustituir al rey de Francia sucumbiera precisamente a la enfermedad de la que se decía que todos los reyes de Francia tenían el don de curarla, mediante la imposición de manos, el día de su coronación! Cuando la noticia de mi supuesta muerte llegó a oídos de mi tío, el conde de Provenza, éste exigió ostentar el nombre de Louis Dix-huit.

Les ruego que aguanten un poco. Me acerco ya al final de mi relato, de modo que no abusaré mucho más de su inestimable paciencia.

En la Vendée, confiado a la custodia de los monárquicos, pasé una temporada relativamente tranquila y agradable, dadas las circunstancias. Tomé clases como cualquier chico de la calle, y aprendí entre otras cosas el idioma alemán, la lengua de mi madre. Sin embargo, cuando en 1796 se sofocó definitivamente la rebelión monárquica de la Vendée con la ejecución de sus máximos dirigentes, me vi obligado a huir de nuevo, a mis once años, en compañía de tres hombres de confianza. Nos dirigimos a Venecia, a Trieste y por fin a Roma, donde esperábamos acogernos a la protección papal.

¿Que por qué no fui a ver a mis tíos, dicen? En primer lugar porque me habría arriesgado a perder mi anonimato; estoy seguro de que ninguno de ellos habría sabido mantener en secreto mi milagrosa resurrección, y a provocar con ello nuevos y reavivados ataques, y en segundo lugar porque mis protectores consideraban que el conde de Provenza, por aquel entonces Luis XVIII, y el conde d’Artois no eran en realidad amigos, sino enemigos; al fin y al cabo, mientras yo viviera ellos no podrían acceder al trono. ¿Se estremecen ante esta explicación? ¿No creen que un tío fuera capaz de matar a su propio sobrino? Napoleón repitió en una ocasión lo que había oído decir en la calle: que los Borbones solo cubrían su cuerpo con las telas de las pasiones y el odio encubierto. Quizá no fuera un juicio del todo falso.

Tras la detención del Papa por los franceses, también Roma dejó de ser un destino seguro. Dos de mis acompañantes murieron envenenados y fue un milagro, o quizá una maldición, que yo no siguiera sus pasos. Junto al primero me embarqué a toda prisa hacia Inglaterra, y de allí hacia América. Ya había perdido toda esperanza de que alguien me ayudara en Europa y mi única intención era alejarme lo más posible de la cruel y sanguinaria Francia. Nos instalamos en un pueblecito de las afueras de Boston y vivimos discreta y modestamente hasta que un día llegó hasta nuestros oídos la oferta de madame Botta de ayudarnos a regresar al viejo continente protegidos por los emigrados y los estados antinapoleónicos.

En contra de lo que me aconsejó el único acompañante que me quedaba, viajamos de Boston a Hamburgo. Imaginen, pues, mi espanto al ser recibido en el puerto por los soldados bonapartistas. No sabría decir qué fue de mi amigo después de aquello. A mí, en cualquier caso, me condujeron a Maguncia a galope tendido, en un trayecto que el capitán Santing, conocido entre su propia gente como «el perro sanguinario» por su falta de escrúpulos y de compasión cristiana, se encargó en convertir en un infierno de escarnios.

A partir de aquel momento he vivido prisionero en Maguncia… pero eso lo saben ustedes bien.

Diez años ha durado mi odisea, y de corazón espero que se mantenga fiel a su modelo griego y concluya al cabo de estos diez años con la llegada al hogar de Karl Wilhelm Naundorff. Se supone que debo ser un relojero, ¿no es así? Pues adelante; no imagino un oficio mejor, pues mi padre, que en paz descanse, era un devoto coleccionista de relojes. Incluso mandó construir un taller de relojería en el palacio de Versalles, y en él pasaba cada minuto que le quedaba libre, arreglando con incuestionable habilidad relojes y otros aparatos. No había mecanismo que se le resistiese, por complejo que fuera. Con una sola excepción: los entresijos del mecanismo político, cuyas ruedas acabaron por destrozarlo.

Tras aquellas palabras finales, Schiller cerró también el cuaderno en el que había ido tomando notas sobre el relato de Luis Carlos. El posadero, cuya decencia le había movido a mantenerse alejado de aquella sala, apareció de nuevo con otra botella de vino de Nierstein y llenó las copas, que estaban vacías.

—Este viaje al pasado me ha dejado agotado —dijo al fin el príncipe, tras una larga pausa—. Les ruego que me permitan retirarme a mis aposentos tras brindar una vez más por ustedes y por su admirable coraje.

Bebieron en solemne silencio, y Luis Carlos salió de la habitación deseándoles a todos buenas noches.

—Espero que el destino no nos tenga deparada la misma suerte que al resto de sus acompañantes y protectores —dijo Arnim cruzando los dedos en cuanto estuvo seguro de que el Delfín ya no podía oírle—. Cuenta con una macabra colección de compañeros envenenados o acuchillados por la espalda. Es… como si estuviera maldito.

—Toda su familia ha tenido mala estrella —dijo Goethe—. En 1770, cuando yo aún estudiaba en Estrasburgo, su madre pasó por la ciudad en su trayecto de Viena a París, y al llegar a una de las islas del Rin tuvo que seguir la tradición popular y deshacerse de cuanto la unía a su antigua patria antes de entrar en suelo francés. La ciudad contaba con un edificio que se había construido en la isla a tal efecto y que bien habría podido pasar por lusthaus de importantes personalidades. Pocos días antes de la llegada de María Antonieta, unos compañeros y yo nos las arreglamos para sobornar al portero con una moneda de plata y que nos dejara entrar a echar un vistazo. La sala principal estaba decorada con alfombras grandes y brillantes, minuciosamente tejidas a partir de ciertas ilustraciones francesas contemporáneas que… bueno, ¡carecían por completo de buen gusto! En torno al trono de la futura reina estaba representada la leyenda de Jasón y Medea; es decir, la del matrimonio más infeliz de todos los tiempos. A la izquierda del sitial se veía a la novia luchando junto a la terrible muerte, y a la derecha, el padre mostraba su consternación ante los hijos muertos a sus pies, mientras la Furia se encolerizaba sobre su carro, tirado por un dragón. ¡Imagínense ustedes, amigos, aquéllos fueron los cuadros que dieron la bienvenida a la Delfina, de catorce años, en su nueva patria! En aquel momento presentí que aquella decoración no podía ser más que un mal agüero, y pocos días después, cuando María Antonieta llegó por fin a París, sucedió algo más que ya no me dejó lugar a dudas: por culpa de unos fuegos artificiales que se organizaron en su honor tuvo lugar un incendio que costó la vida a docenas de personas y dejó cientos de heridos. El atroz destino de la familia de Karl parecía estar realmente predestinado…

Bettine suspiró.

—Pobrecillo. Ya ha sufrido bastante…

—La persecución de la que ha sido objeto es un motivo más para odiar a Napoleón —dijo Arnim. Kleist asintió, huraño.

—Napoleón… el nombre suena como veneno en un frasco. ¡Acabemos con él!

—¡Ya nos gustaría! ¿Cómo vamos a derrotar a alguien como Napoleón? —preguntó Humboldt—. ¡Ese hombre parece inmortal!

—Pues yo quiero hacerlo.

—¿El qué?

—Matar a Napoleón.

Los demás lo miraron boquiabiertos, deseando en parte que estuviera bromeando, pero Kleist añadió:

—Lo digo en serio.

—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? —dijo Schiller, arrastrando su silla hacia la mesa—. ¿Acaso desea empeorar aún más la ya de por sí increíble historia de Karl? ¡Porque eso parece!

Kleist posó su mirada sobre todos ellos y se levantó.

—Corría el otoño de 1803. El emperador era por entonces el primer cónsul vitalicio, pero su campamento militar estaba emplazado ya en Boulogne-sur-Mer, donde se entrenaban sus soldados y se construían centenares de botes de desembarco a fin de cruzar el canal y atacar Inglaterra. Yo soy soldado y desciendo de una familia de soldados, mi tío abuelo cayó en Kunersdorf, de modo que mi odio hacia Napoleón no era entonces menor que ahora; así que, cuando se descubrió el atentado fallido en Malmaison, pensé: «¿Cómo es posible que no haya nadie en todo el mundo capaz de meter una bala en la cabeza a este monstruo? Si los franceses no son capaces de hacerlo, deberán encargarse de ello los prusianos». Y me propuse, en una decisión que fue de todo menos modesta, matar a Napoleón con mis propias manos. Movido por la ira, dominado por las furias, crucé Ginebra y París y me encaminé hacia Bolonia. Pensaba llegar hasta la costa norte de Francia y enrolarme en el ejército invasor para, cubierto con el manto mágico del uniforme galo, acercarme al cónsul lo suficiente para meterle un cartucho de balas en la sesera junto con mis más sinceros saludos. Con aquel gesto me ganaría el cielo. Después, que pasara lo que Dios quisiera.

—¡Insensato! ¡Habría muerto seguro!

—Los dos habríamos muerto, sin duda, pero… ¿existe acaso muerte más heroica que la de quien derrota al mayor tirano de la historia sin temor a perder con ello su propia vida? Amigos: ni diez mil soles brillando en una única esfera ardiente me parecerían tan radiantes como la victoria sobre el tirano. Sobre él. Aquel acto me habría coronado con los laureles de la inmortalidad, y a él, en cambio, lo habría precipitado contra la masa violenta que se aglutina a las puertas del infierno para asar sus pinchos en las llamas ardientes.

—¿Y qué sucedió?

—Que Dios Todopoderoso tenía otros planes para mí… y para Napoleón. Antes de que pudiera siquiera intentar nada me sobrevino una grave enfermedad que frustró todos mis proyectos. En un estado febril, a menos de un paso de la muerte, me alejé de la costa sin uno solo de los laureles que debía coronar mi valentía, sino más bien delirante y moribundo, y me arrastré hasta Maguncia, ¡precisamente Maguncia!, donde me cuidaron lenta y largamente, hasta devolverme la salud. Ni siquiera hoy soy capaz de dar demasiada información sobre aquel insólito viaje. Desde mi enfermedad ya no soy capaz de afirmar nada con seguridad, y sé que ciertas cosas pueden derivar de un modo inesperado en otras diametralmente opuestas.

—Odia usted a Napoleón con toda el alma —dijo Humboldt, o quizá lo preguntó.

—Más que a nadie en este mundo —respondió Kleist, y respiró hondo, como si tuviera una piedra sobre el pecho—. Es un espíritu parricida que se ha escapado del infierno para colarse en el templo de la naturaleza y sacudir los pilares sobre los que ésta se asienta.

—¿No ve nada bueno en él?

—Sí, claro. Es un gran estratega, quizá el mejor después de Federico II. Pero admirarlo por ello sería como si un guerrero admirara a otro justo en el momento de empujarlo a los excrementos y pisarle la cara con los pies. Solo podría mostrar agradecimiento a Napoleón si su presencia lograra que los alemanes, tan estrechos de miras, se decidieran al fin a unirse para hacerle frente como una gran, pero qué digo, como una titánica nación, como aquella que gobernó el César.

Goethe, que había permanecido sorprendentemente callado todo aquel rato, aprovechó la pequeña pausa que se produjo entonces en la conversación para reconducirla hacia temas más amables.

—Sea como sea, señor Von Kleist —dijo—, yo doy gracias a Dios, o a su diosa protectora, de que no le permitiera llevar a cabo sus planes en Boulogne-sur-Mer. De no ser así, no estaría usted con nosotros en esta festiva velada. Y ahora que lo pienso… ¡Posadero! ¡Otra ronda de aguardiente, y llene las copas como buen cristiano!

El hijo del posadero apareció de inmediato con la jarra y vertió su líquido generosamente.

—… y es que les tengo preparada una pequeña sorpresa. Una recompensa —continuó diciendo Goethe en cuanto el chico hubo abandonado la sala—. Sé que todos ustedes han aceptado seguirnos hasta Maguncia, al señor Schiller y a mí mismo, por su deseo de servir a su rey. Jamás hemos hablado de una recompensa. Sin embargo, el duque me hizo entrega de una sustanciosa suma de dinero para llevar a cabo la liberación del Delfín, y hasta el momento no he gastado ni la mitad. Por supuesto, no tengo la menor intención de regresar a Weimar con los bolsillos llenos, de modo que voy a pedirles que acepten parte de este peculio como agradecimiento a su bondad.

Pasaron unos segundos de desconcertado silencio, que al final rompió Humboldt con una protesta a la que se sumó Bettine. Goethe atenuó sus objeciones.

—Ya imaginaba que reaccionarían de este modo, pero aun así insisto en que lo acepten. ¡Gástenlo esta misma noche, si quieren, bebiendo, o cómprense una levita nueva o entréguenlo como limosna a algún convento, si de tal modo se niegan a aceptarlo, pero asegúrense de que no regrese a Weimar!

Y dicho aquello imitó el sonido de una trompeta, se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo el dinero, que ya había dispuesto en varios montoncitos iguales, separados por unas tiras de papel.

—¡Tururú, tururú! Aquí tienen ciento cincuenta táleros para cada uno. Y todo el que proteste recibirá parte de los míos, como castigo.

—Que Dios os bendiga, vuecencia —dijo Kleist.

—Confío en que lo haga, desde luego, mas conste que no es mi dinero y que, por tanto, no merezco su agradecimiento.

Goethe quiso repartir entonces el dinero, pero entre todos decidieron que lo mejor sería que lo guardara él hasta que se separaran, al llegar a Wartburgo, por si necesitaba echar mano de él en algún momento. En cuanto Goethe hubo guardado de nuevo el dinero, Schiller alzó su copa.

—Mis preciados amigos, pues creo que tras los acontecimientos compartidos a ambos lados del Rin durante esta turbulenta semana estoy en condición de llamarlos a todos así, amigos míos, decía, tras habernos enfrentado a la muerte ya no me complace tratarlos de usted. Permítanme, pues, que me apee del formalismo y que, como miembro de más edad del grupo, a excepción del señor Von Goethe, de quien, si me permite el señor consejero, estoy seguro de que no aceptará esta sugerencia por nada del mundo, y que antes veremos las aguas del Rin avanzando a contracorriente, me entregue a los brazos del tuteo. Tengo más interés en esto que en todos los táleros que puedan ofrecerme. ¡Venid a mis brazos! ¡Soy Friedrich!

Aquella propuesta dejó a todos conmocionados. Fue como si el propio papa Pío VII les hubiese propuesto que lo tutearan. Solo Goethe sonrió, satisfecho, para sus adentros.

—Heinrich —dijo entonces Kleist, visiblemente emocionado.

—Bettine —dijo Bettine.

—Alexander —dijo Humboldt.

—Achim —dijo Arnim.

—Goethe —dijo Goethe, y añadió—: Al contrario de lo que le sucede al señor Schiller, yo no tengo el menor empeño en imponerles la embarazosa necesidad de tutear cual jovenzuelo a este anciano en el que me he convertido.

Después de aquello hicieron un brindis. Las copas se vaciaron con la misma rapidez con la que volvieron a llenarse.

—Qué momento más sublime —dijo Arnim.

Schiller dio una calada a su pipa.

—Lástima que no tengamos alguna tabla de madera entre nosotros para esbozar nuestra pequeña solemnidad y eternizarla luego con aceite.

—Bueno, quizá no tengamos una tabla —dijo Kleist—, pero tenemos algo mucho mejor. ¡Caterinita!

La hija del posadero, que se había pasado todo aquel rato junto al horno, levantó al fin la cabeza de sus recortes.

—¿Sí, venerable señor?

—Caterinita, guapa, deja por un momento a los grandes alemanes y recórtanos a nosotros seis, como recuerdo, en tu cartulina. Si lo haces te daré un tálero.

Caterina dejó el recorte que tenía entre manos, cogió una cartulina más grande y empujó su taburete hasta el centro de la sala para poder ver mejor a sus seis modelos. Sin asomo de timidez, se acercó a los que estaban sentados y los colocó de modo que no se taparan unos a otros. A algunos les pidió que se levantaran y… empezó a mover su tijera por el papel negro, como un cuchillo por la mantequilla.

—¿Ves, Caterinita? —dijo Kleist—, nuestros perfiles son mucho más fáciles de recortar que la triple doble papada de Dalberg. ¿A que sí?

—Sí, mi señor.

—¿Dalberg? —preguntó Schiller.

—El otro Dalberg.

—Señor, póngase más de perfil —pidió Caterina.

—¿Yo?

—No, el moreno. Oh, discúlpeme…

—No pasa nada —dijo Humboldt, sonriendo, y movió la cabeza para obedecerla.

—Un recorte de todo el grupo —murmuró Bettine—. ¿Y qué vendrá después? ¿Un folio con los dibujos de nuestras aventuras?

—Hombre, mejor una pieza de teatro, ¿no? —dijo Humboldt—. Dado el empeño con el que el señor Sch… ¡ay, perdón! Friedrich ha ido tomando apuntes en su libreta, no me extrañaría que estuviese reuniendo figuras y aventuras para su próximo drama.

Schiller sonrió y no dijo nada al respecto, pero Bettine alzó la mano y anunció:

—Pues entonces quiero alcanzar la fama como su próxima Johanna.

—Lo que cuenta son los hechos, no la fama —recordó Goethe.

—Y qué hechos estamos viviendo, ¿eh?

Los seis amigos empezaron entonces a recordar todo lo que les había sucedido, desde su paso clandestino por el Rin hasta su asalto a la comitiva francesa, desde sus preparativos en Maguncia hasta el golpe dado en el Palacio Imperial y la osada huida por el puente. Arnim tuvo que repetir varias veces lo de su encuentro con el capitán bávaro y Schiller cómo cruzó a nado el Rin tras la explosión del carromato. Así fue cómo los relatos fueron sucediéndose y repitiéndose, siempre acompañados de bromas con sabor a aguardiente, y es que la mayoría de aquellas copas no pasaba demasiado rato vacía entre trago y trago. Al fin, la chica dio por finalizado su trabajo y se sacudió los recortes y tiras de papel negro que se le habían quedado en el delantal.

—Voy a pegarlo sobre una cartulina blanca. ¿Desean que le ponga un título?

El doctor caballero entre amigos —propuso Schiller.

Los seis fantásticos —dijo Kleist.

Los héroes de Maguncia —apuntó Arnim.

—Por favor, señores —intervino Goethe—, dónde han dejado su modestia. El lugar y la fecha son más que suficientes. Caterinita, escriba Maguncia y el año en el que estamos.

Fue así como Caterina volvió a su asiento junto al horno para acabar su trabajo. Se merecía sin duda el tálero que había ganado, pues el recorte, puesto ahora sobre fondo blanco, era realmente fantástico. Representaba a los seis compañeros junto a una mesa: a la izquierda del observador, Kleist con una copa de vino en la mano alzada; después Humboldt y Bettine detrás de la mesa; Arnim de pie, con una mano apoyada en el hombro de ella; Goethe sentado en una silla a la derecha, y Schiller detrás de él, de pie, con un cuaderno de notas en la mano. En la parte inferior de la obra, la joven había escrito con tinta china y en letras muy bellas: Maguncia 05. Todos se sintieron muy identificados con su retrato y dedicaron grandes alabanzas a la muchacha.

Tras observar largamente el recorte y pasárselo a su compañero de la derecha, Schiller preguntó:

—Parecemos un span, ¿no creen? Parapetados contra los enemigos, pegados y refundidos. Un buen equipo.

Arnim no pudo evitar un eructo. Se golpeó el pecho con la mano y luego dijo:

—Cuando la escritura deje de alimentarnos, deberíamos fundar una panda de bandidos en los bosques de Spessart.

—¿«Cuando deje», has dicho? —se rió Kleist—. ¡A mí jamás me ha alimentado, la muy ingrata!

—¿Lo ves? Pues entonces, ¿qué, fundamos la banda?

—Una idea de lo más avispada —dijo Goethe.

—Más aún: ¡esta idea merece ser idolatrada! —dijo Kleist, quien al levantarse volcó su copa medio llena—. Y usted… ¡usted debe ser nuestro capitán!

—Estupendo. Seré su capitán.

—¡Qué viva nuestro capitán! —gritaron entonces todos ellos—. ¡Os juramos fidelidad y obediencia hasta la muerte! ¡No habrá miseria ni peligro que nos separe!

Para regocijo de todos, el vino que llevaba en la sangre hizo que Goethe se sumara encantado a sus intrigas y los amenazó con matar a cuantos se negaran a obedecer sus órdenes.

De inmediato hicieron otro brindis, en esta ocasión propuesto por Kleist:

—¡Para que a mi admiradísimo capitán nunca le falte la pólvora de la noble salud ni las balas de un perpetuo solaz, ni las bombas de la felicidad ni la armadura de la serenidad, ni una mecha bien larga para la vida!

Los demás se daban palmadas en los muslos, muertos de risa por aquel genial discurso improvisado, que Kleist pronunció con expresión neutra y Goethe escuchó con una mueca de solemnidad.

A partir de aquel momento, más o menos, la conciencia de cada uno de ellos empezó a diluirse. En cuanto se despertaron a la mañana siguiente, ninguno fue capaz de recordar lo que había sucedido después, aunque lo cierto es que hacia las doce de la noche —la mujer y la hija del posadero hacía ya un buen rato que se habían ido a la cama— la bacanal empezaba a alcanzar su verdadero apogeo. Habían ido descorchando una botella tras otra y al final hasta el propio Goethe tenía tanto alcohol en las venas que ni siquiera era capaz de dominar los movimientos de su lengua, que, de un modo completamente involuntario, emitía los sonidos más extraños y divertidos para hilaridad de su dueño, que se reía en voz baja. El viento soplaba con fuerza fuera de la casa y Arnim lo aprovechó para explicar una historia de miedo. Después Humboldt les habló de la maldición que aquejaba al espíritu de su madre muerta, que se negaba a reposar eternamente, y de las espeluznantes infamias que llevaba a cabo en el castillo de los Humboldt. A continuación chapurrearon algunas canciones, entre las que se encontraba, por supuesto —en recuerdo del árbol de la libertad de Stromberg—, La Marsellesa, pero también, por petición de Kleist, el Gott erhalte Franz den Kaiser (Que Dios preserve al gobernador Francisco). Bettine sacó a bailar a Arnim, que hizo cuanto pudo dada su herida de bala, mientras los demás batían palmas. Kleist fue marcando el ritmo con la jarra de aguardiente vacía sobre la mesa, hasta que ésta se rompió y Kleist se quedó solo con el asa en la mano. En una ocasión, Arnim hizo dar una vuelta tan rápida a su compañera de baile que a ésta se le escurrió la mano, perdió el equilibrio y se cayó, golpeándose la cabeza con el borde de la mesa. Pese al dolor, Bettine no pudo evitar reírse de su torpeza mientras se pasaba la mano por el chichón. Cuando ya todos empezaban a quedarse sin aliento, se dio por finalizado el concierto de aquella ahumada habitación. Arnim se refirió a aquel grupo tan íntimo a los «comensales alemanes» frente a los franceses, los ateos y los filisteos de cuero, aunque fracasó en su intento de determinar unos estatutos ex tempore. Bettine protestó y dijo que, personalmente, los franceses le parecían bastante desagradables. Arnim empezó a perseguirla por toda la habitación para castigarla por haber dicho aquello, y cuando la tuvo en sus brazos la abrazó con fuerza y la castigó con varios besos. El discreto hijo del posadero, que había comprendido que gracias a aquel grupo estaban haciendo el negocio del siglo, se apresuró a traerles una nueva jarra de aguardiente. El único que puso la mano sobre su copa para indicar que ya no quería beber más fue Humboldt.

—Ya tengo suficiente —dijo.

A lo que Kleist respondió:

—Pues yo soy escritor[11].

Y aquella ingeniosa observación fue festejada por todos como lo más exquisito y divertido de la velada. Schiller brindó por ella y bebió en su honor las dos raciones (la suya y la de Humboldt), aunque aquello provocó que su rostro adquiriera un color más bien indefinido.

—Estás pálido, Friedrich —dijo Bettine.

Y el rey de la bebida se excusó diciendo que debía ir hasta la puerta para aliviarse. Casi se cayó al suelo al levantarse y tuvo que sostenerse en Humboldt.

—Disculpen —dijo—. Me sienta mal estar de pie. La cabeza está clara y el estómago, sano, pero las piernas no quieren caminar.

Con pasos torpes e inseguros fue tambaleándose hasta la puerta de la posada, y en cuanto puso un pie fuera se oyeron unos ruidos de lo más desagradables, apenas interrumpidos por sus maldiciones.

—¡La bebida ha podido con él! —bromeó Kleist.

Pero había llegado el momento de que todos se retiraran a dormir la borrachera. Humboldt fue el primero en marcharse; poco después lo siguieron Kleist y también Arnim y Bettine, que no dejaban de darse besos y achuchones. Arnim se tropezó por la escalera.

Goethe vio alejarse a todas aquellas figuras vacilantes. Él se quedó un poco más para pagar la cuenta al posadero. Pese a que era ya más de media noche, su embriaguez y su cansancio desaparecieron de golpe, de modo que pidió al posadero que le trajera un vaso de leche caliente antes de apagar las luces y retirarse también a dormir, mientras él mismo se sentaba en el sillón orejero y echaba un vistazo a la comedia de Kleist.

En cuanto abrió la carpeta de cuero y leyó el austero título de la obra, El cántaro roto, Schiller volvió a entrar en la sala. Se encontraba algo mejor, pero tosía y perjuraba por el frío.

—¡Buf! Hace un frío de mil pares de narices —dijo, frotándose los brazos—. ¡Carajo! Desde lo de Oßmannstedt que no he vuelto a entrar en calor. Pero aquélla fue una despedida realmente divertida, ¿eh?

—Cierto es. Y le sirvió para ir haciéndose a la idea y prepararse para entrar en el Rin, ¿no es así, viejo amigo? Hacía tiempo que no disfrutaba tanto.

Schiller señaló el vaso de leche que Goethe tenía en la mano.

—¿Un último trago antes de ir a dormir?

—En cierto modo, sí.

—¿No quiere acostarse aún?

—No. Se me ha pasado el sueño. Echaré un vistazo a este Jarrón.

—¡Pero no se lo beba, amigo mío! —dijo Schiller, guiñándole el ojo.

Después subió la escalera por la que Arnim estuvo a punto de caer, y desapareció.

En cuanto hubieron cerrado la puerta a sus espaldas, Arnim y Bettine continuaron besándose y acariciándose sin descanso, movidos por el vino y la lujuria, y ni siquiera el frío de su habitación logró contenerlos.

—Eres mi piedra preciosa —dijo Arnim entre beso y beso, casi sin respiración.

Ella le cogió la cabeza y se la acercó al pelo y al pecho. Sentía el pulso palpitándole cada vez más rápido bajo la piel. Quiso quitar a Arnim la levita, pero las mangas se quedaron encalladas en mitad de los brazos.

—Te amo —le dijo Arnim, pero Bettine le selló los labios con un beso.

La joven respiraba muy deprisa, casi con dificultad, y su lengua sabía a vino. Entonces se separó de él y empezó a desabrocharse el vestido. Arnim la observó sin hacer nada, con la levita aún a medio quitar. Estaba claro que no daba crédito a lo que veía, e incluso creyó estar confundiéndose en la oscuridad de la habitación. Entornó los ojos para asegurarse.

—¿Qué sucede? —dijo Bettine.

Arnim se limitó a asentir e intentó zafarse de su propia ropa. Como tenía los brazos inmovilizados, apenas podía moverse. En su lucha con la levita perdió el equilibrio, dio un paso atrás, chocó con la cama y cayó de espaldas sobre el blando plumón. Allí pasó unos segundos tumbado y dijo:

—Este estado no puede ser propicio para el amor.

Pero su vocalización dejó tanto que desear que ni siquiera él pudo entender lo que decía. Entonces eructó.

Bettine se detuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó de nuevo—. ¿Prefieres dormir?

Arnim hizo un esfuerzo por incorporarse en la cama, moviendo la cabeza hacia los lados.

—Estoy demasiado lúcido para dormir —respondió.

Pero entonces, pese a sus propias palabras, cerró un ojo, luego el otro y por fin cayó desplomado en la cama. Y esta vez ya no se levantó. Su respiración, hasta entonces acelerada, empezó a ralentizarse hasta volverse calma y regular.

Medio desnuda, Bettine se inclinó sobre el durmiente, que incluso en esa humillante tesitura parecía un joven dios griego. Le palmeó las mejillas con las manos abiertas, pero lo único que obtuvo a cambio fue un balbuceo entre ronquidos. Se sentó a su lado sobre la cama.

Se quedó ahí quieta un buen rato, y al final se levantó de la cama y fue hacia la cómoda para mojarse las manos y la cara con el agua fría de la palangana. Malhumorada, intentó quitar a Arnim la levita, pero éste pesaba como un bloque de plomo y no pudo moverlo. Se limitó, pues, a sacarle las botas, levantarle las piernas hasta la cama y taparlo con una manta. Después se vistió de nuevo y salió de la habitación. En cuanto se hubo asegurado de que el pasillo estaba vacío, bajó la escalera hasta el salón.

Vio a Goethe sentado en el sillón a la luz de dos velas. Estaba leyendo la comedia, o mejor dicho había empezado a disfrutar de sus primeras páginas, cuando vio aparecer a Bettine. Ella se detuvo a medio camino, y entonces, sin decir una palabra, corrió hacia él, se sentó sobre sus rodillas, lo rodeó con sus suaves brazos y se quedó así sentada, con la cabeza en el pecho de él. Goethe la dejó hacer y le acarició el pelo con las manos. Todo estaba en silencio, y Bettine acabó durmiéndose sobre su regazo. Entonces Goethe se levantó con la chica en brazos y la llevó de vuelta hasta su habitación, donde la metió en la cama y la cubrió con la manta como antes había hecho ella con Arnim.