En julio de 1792, los príncipes alemanes se encontraron en Maguncia y decidieron intervenir en Francia para salvar la vida del caído rey Luis XVI, que estaba preso, y sofocar la Revolución francesa. La expedición militar austríaca y prusiana contra el desordenado y desguarnecido ejército revolucionario comenzó con aplomo, pero el avance de las tropas en París fue bruscamente interrumpido en septiembre. En un duelo de artillerías que se alargó durante varias horas cerca del pueblo de Valmy, en la campaña francesa, los autóctonos lograron resistir por primera vez los ataques de los alemanes, y poco después los ejércitos revolucionarios pasaron a la ofensiva: bajo el mando de los generales Dumouriez y Custine conquistaron Saboya y los Países Bajos y penetraron en territorio alemán hasta más allá del Rin, hasta Frankfurt.
Fue entonces cuando el general Custine cercó la ciudad de Maguncia. El príncipe elector, los nobles y aristócratas y los eclesiásticos la habían abandonado hacía tiempo, y el 21 de octubre se rindió sin ofrecer resistencia. Quienes deseaban liberar la ciudad recibieron con euforia a los invasores revolucionarios, y apenas dos días después se fundó un club jacobino maguntino. Custine respaldó y fomentó las aspiraciones jacobinas de los ciudadanos. Se levantaron infinidad de árboles de la libertad, tanto en Maguncia como en las tierras de la izquierda del Rin, y en febrero de 1793 se celebraron las primeras elecciones. Un mes después tuvo lugar la primera convención nacional renano-alemana en la casa alemana maguntina. El nuevo Parlamento, presidido por el catedrático de filosofía Andreas Josef Hofmann y el bibliotecario de la universidad Georg Forster, declaró estado libre el territorio situado entre Landau y Bingen, lo sometió a las premisas de libertad, igualdad y fraternidad, y los desvinculó del emperador alemán y del Sacro Imperio Romano.
Dado que la República Maguntina no podía sobrevivir sin el apoyo extranjero, sus comisionados decidieron firmar la unión con Francia. Pero las tropas prusianas ya habían cruzado el Rin y entrado en el Palatinado, y pocos días después de que Georg Forster hubiese expuesto sus peticiones y presentado Maguncia ante la Asamblea parisina, los prusianos reconquistaron el Palatinado y anexionaron y cercaron la ciudad de Maguncia, «faro de la libertad alemana». La República Maguntina se vio de pronto reducida a la ciudad. Durante tres meses enteros, tanto los ciudadanos como sus invasores franceses hicieron frente a los obuses prusianos, que bombardearon la fortaleza hasta reducirla, pero al final, en julio, Maguncia capituló.
Los franceses pudieron retirarse sin más, pero los miembros de los clubes maguntinos fueron perseguidos, encarcelados, expropiados y proscritos, cuando no ejecutados en plena calle ante un público enardecido. Los que se reunieron en el exilio continuaron luchando por la anexión francesa de las regiones de la orilla izquierda del Rin y se constituyeron como la «Société des Refugies Mayencais». El Tribunal Revolucionario de París responsabilizó al general Custine de la pérdida de Maguncia y el Palatinado, y lo guillotinó. Georg Forster murió en París sin haber regresado a Maguncia. Sí lo hizo el príncipe elector, en cambio, que entró en la ciudad a bombo y platillo un año después de su huida.
Pero la historia no tardó en pasar página: la ciudad volvió a ser sitiada en 1794, en esta ocasión por los franceses, que querían recuperar la fortaleza maguntina, mas las tropas austríacas levantaron el bloqueo y liberaron la ciudad. Algo más adelante, en 1796, se frustró una nueva tentativa francesa de expugnación, y Maguncia cayó al fin —no con la violencia de las armas, sino con la diplomacia— en manos de los franceses: tras el victorioso desfile de los ejércitos revolucionarios en Alemania, el emperador Francisco II aprobó la cesión de la orilla izquierda del Rin en el tratado de paz de Campo Formio, en 1797. Las tropas francesas entraron en Maguncia una vez más, y esta vez se quedaron en la ciudad.
Maguncia, convertida ya en Mayence, pasó a ser la capital del recién creado distrito administrativo de Donnersberg. En 1802 tuvo lugar la unificación definitiva con Francia. Los maguncios pasaron a ser citoyens, obtuvieron derechos civiles, un prefecto francés y un emperador nuevo, y la que fuera ciudad residencial del príncipe elector se convirtió en el nuevo baluarte, en el escaparate de Francia, en una de las grandes puertas del gran imperio napoleónico, junto con Amberes y Alejandría.
Con el sol de poniente a sus espaldas, los viajeros alcanzaron su meta la tarde del día posterior. Las sombras de los árboles desnudos hacía tiempo que yacían sobre los adoquines de las avenidas parisinas. Detuvieron los caballos en una elevación desde la que se veía toda la ciudad. Maguncia se extendía a sus pies, como en el escenario de un anfiteatro, rodeada por unos palcos que en este caso eran las cuevas de las colinas. La fortaleza semicircular, que quedaba a la orilla del Rin, parecía un erizo con las púas de sus bastiones apuntando en todas direcciones. Y en la otra orilla se encontraba Kastel, un segundo erizo igual de armado aunque algo más pequeño, unido a Maguncia —como si de un feto se tratara— por un pantalán que actuaba de cordón umbilical: era el único territorio dominado por los franceses a la derecha del Rin; el pie ante la puerta del imperio alemán. Las torres de la ciudad se elevaban por encima del campo de tejados, la mayor parte de los cuales había sido derribada y estaba agujereada como un jarro caído. Entre todas ellas, no obstante, los andamios que daban cuenta de su reconstrucción, y la catedral roja y maciza. La ciudadela estaba verdaderamente derruida, y un recio sepulcro —de la época romana— emergía sobre ella. Envueltos en la luz crepuscular, el ajetreo y la laboriosidad de los maguntinos que recorrían las calles de su ciudad como hormigas en el hormiguero. Solo que una de cada dos hormigas llevaba la levita azul de los franceses, y sobre los parapetos de la fortaleza ondeaba la bandera tricolor. Aquélla ya no era una ciudad alemana, sino una guarnición francesa.
Goethe enroscó su delgado bigote entre sus dedos. Se habían afeitado durante el camino, pero habían dejado una fina línea de pelo sobre sus labios para tener una imagen más afrancesada.
—Maguncia —dijo Arnim desde el pescante, al ver que nadie parecía dispuesto a abrir la boca.
—Ya lo vemos, cariño —le respondió Bettine.
Humboldt se desperezó sobre los estribos de su caballo.
—El prado de la libertad alemana.
—O bien la tumba de la libertad alemana —dijo Kleist, echando un vistazo a los soldados franceses en la distancia. Escupió—. Las langostas viajeras se asientan.
Goethe espoleó a su caballo para que diera la vuelta sobre sí mismo y lo dejara de cara al resto del grupo.
—Queridos amigos, ha llegado el momento de que cada uno de ustedes se pregunte si de veras está dispuesto a colarse en este nido de avispas. Sabe Dios que hay infinidad de opciones de regresar a casa, todas ellas más fáciles que adentrarse en Maguncia en compañía de la principal prisionera del emperador.
Madame de Rambaud, que había sacado la cabeza por la ventanilla del carromato, hizo una mueca, como si acabara de morder una fruta muy ácida, pero Goethe movió de inmediato las manos para darle a entender que ella era la única que no debía temer nada.
Schiller dirigió una mirada reconfortante a sus disfrazados compañeros, pero el único que le respondió con una sonrisa fue Kleist.
—Si nos mantenemos unidos podemos lograr cuanto nos propongamos —dijo—. ¡Vamos, juntémonos ya!
Kleist desenvainó su sable.
—¡Muerte a esos engendros del demonio! ¡Qué sus huesos blanqueen los prados!
Goethe levantó las manos:
—Por favor, caballeros, dejen de apuntar al aire todo el rato. Al final alguien saldrá herido… Y basta ya de palabrería hueca y sed de sangre. Cuando entremos en Maguncia nos comportaremos educada y decorosamente, como lo harían los guardias nacionales de Su Majestad Napoleón I a los que representamos. De modo que compórtense ustedes, señores, y limítense a responder cuando les dirijan la palabra, y siempre que los franceses sean más. Debido a mis canas y a mi frente despejada, yo representaré el papel del capitán y discutiré con los guardias. Aunque si este salvoconducto de Fouché es correcto, no deberíamos tener ningún problema para entrar en la fortaleza. ¿Usted qué opina, señor Von Kleist?
—Usted es el amo y yo el sirviente, vuecencia. Mi deber es obedecerle, no pensar.
—¡Eso, eso, bien dicho! Así pues, allons, mes valeureux soldats! ¡Saquemos la majestuosa castaña del fuego!
Y dicho aquello, Goethe chasqueó la lengua y puso en marcha a su caballo, colina abajo, rumbo a Maguncia.
A la sombra de los bastiones y los muros de la fortaleza alcanzaron la puerta de la comarca. El capitán de la guardia saludó a Goethe y éste le devolvió el saludo militar y desmontó de su caballo.
—Documentación —pidió el capitán.
—No necesita verla —le dijo Goethe, entregándole en su lugar la carta blanca de Fouché.
El hombre se quedó muy impresionado al leerla, y en cuanto hubo acabado alzó la vista y preguntó:
—¿A quién custodian, lugarteniente?
—A una dama cuyo nombre no puedo confiarle, y a su doncella.
El capitán lanzó una mirada de soslayo a las cortinas corridas del carromato.
—¿Cuándo salieron de París?
—El 19 de febrero.
El interlocutor de Goethe se estremeció ostensiblemente, como si le hubiesen ofendido.
—¿Cuándo dice? —preguntó de nuevo, con rudeza.
—El 19 de febrero. ¿Por qué?
El capitán apartó la mirada de Goethe para dirigirla a sus acompañantes, que seguían montando guardia frente a la puerta, y por fin de vuelta al escritor. Estaba a punto de dar la alarma; lo tenía escrito en la cara. Nadie sabía lo que tenían que hacer, y algunos apretaron las riendas entre sus puños. Los guardias se acercaron al capitán, los mosquetes en las manos.
En aquel silencio mortal, Kleist lanzó de pronto una carcajada cuyo eco resonó en los muros de la fortaleza. Los demás lo miraron con los ojos como platos, convencidos de que había perdido la razón.
—Nom de Dieu! ¿No os parece que nuestro lugarteniente es un fantástico bouffon? —preguntó Kleist al fin en un francés exquisito, después de secarse las lágrimas que supuestamente le había provocado la risa—. ¡En lugar de decir el 30 pluviôse dice el 19 de febrero! ¡Vamos, mon Lieutenant, deje ya de repetirnos siempre el mismo chiste, que nos tiene aburridos!
En aquel momento el capitán esbozó también una sonrisa, y tanto él como los demás guardias rieron la idea de utilizar el antiguo sistema de fechas. Inmediatamente, Goethe hizo una reverencia ante su público.
—¿Y cuándo tienen pensado volver a París?
—El… 10 de… ventôse —respondió Goethe, no sin esfuerzo.
—¡Qué pena! Quédense hasta el primidi o el duodi, así podrán celebrar con nosotros el decadi.
—Una idea fantástica.
El capitán asintió, dobló la carta blanca de Fouché y se la devolvió a Goethe.
—Pueden dejar sus caballos y el coche en las caballerizas. ¡Bienvenidos a Mayence! ¡Larga vida al emperador!
—Vive l’Empereur!
Tras haber superado la primera prueba de fuego, cruzaron la puerta de la ciudad y avanzaron al paso entre viñedos y casernas, directos hacia el mercado de animales. En ocasiones, las calles se volvían tan estrechas, y estaban tan llenas, que Arnim se las veía y se las deseaba para maniobrar y conducir el carromato.
—Primidi, duodi, decadi… ¡maldito calendario republicano! —siseó Goethe—. ¡Casi lo echo todo a perder, solo porque soy un estúpido que piensa a lo monárquico-gregoriano! Uno no aprende nunca. Se merece un agradecimiento, señor Von Kleist, y le ruego que en cuanto disponga de tiempo sea usted tan amable de instruirnos en este insensato calendario revolucionario.
Los guardias nacionales a los que entregaron la carta blanca les indicaron que se instalaran en la antigua residencia del príncipe, pero ellos se adentraron con sus caballos en la ciudad, desde el mercado de animales hasta el río y de allí hacia la calle Löhr, cerca del muro del Rin, pues, según había podido ver Goethe en los documentos que le entregó el consejero Voigt, era allí, cerca de la casa alemana, donde se encontraba el claustro de los carmelitas. Fieles a su voluntad secularizadora, los franceses habían expulsado a los monjes del obispado, subastado la instalación y convertido la iglesia en almacén. Aquella iglesia sería su campamento secreto hasta que llegara el momento de liberar al Delfín.
Había oscurecido, y cuando los compañeros llegaron a la abandonada iglesia carmelita de negros ventanales, la calle estaba desierta. Un muro alto con una puerta de madera la separaba del patio de la iglesia. Arnim quiso romper el cerrojo de una patada, pero Bettine lo detuvo y le pidió que le dejara intentarlo antes a ella. Kleist se ofreció a iluminarla con una lámpara de aceite, y Bettine hurgó en la cerradura con un cuchillo y una horquilla del pelo mientras les explicaba que cuando era niña las monjas del internado en el que estudiaba la habían puesto bajo arresto para evitar que deambulara tanto por las calles, y que ella había tenido que aprender a escaparse de su celda. Efectivamente, el cerrojo no tardó en ceder, dejándoles vía libre hacia la iglesia. Desmontaron sus equipajes al amparo de la oscuridad, y mientras Humboldt y Kleist —que se empeñó en acompañarlo— conducían a los caballos y el carromato a las caballerizas de la guarnición, el resto del grupo se dirigió hacia el patio después de cerrar la puerta de madera tras de sí.
Ante ellos se alzaba la fachada alta y delgada de la iglesia, con su ventana gótica en el centro, cual empotrada lápida sepulcral. Goethe abrió de un empujón la puerta de la iglesia, cuyas bisagras crujieron fantasmagóricamente. La única que se santiguó al entrar en el edificio fue madame De Rambaud, aunque allí dentro casi nada hacía pensar ya en una iglesia. La nave se había convertido en un almacén de madera, y donde estuvieron la sillería y los altares y las tallas de madera decorando las paredes, había ahora vigas derruidas, maderos y tablas apilados o amontonados por todas partes. Aproximadamente a la altura de los arcos de la nave lateral se había construido un arco intermedio, de modo que no podía verse la parte superior de la cúpula, ni tampoco el coro, que estaba completamente cubierto por vigas y maderas. Las paredes habían sido blanqueadas sin el menor cuidado, y aquí y allá podían intuirse algunos cuadros que habían quedado apresados bajo la capa de pintura. Y los santos asomaban sus rostros angustiados, como ahogados en leche. Las baldosas estaban cubiertas de astillas y virutas. Todo estaba cubierto de telarañas, polvo y un intenso olor a madera y resina. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, los viajeros encendieron algunas velas y lámparas de aceite. Cuanto veían y olían les hacía olvidar que se encontraban en el interior de una iglesia y los transportaba más bien a la cala de un buque naufragado. Aquel refugio era sin duda discreto, pero también todo menos confortable.
Se quitaron los uniformes y mientras Arnim se dirigía a la nave lateral derecha y con varias tablas y mantas improvisaba un lecho para las damas en una esquina que quedaba a cubierto tras una columna, Schiller se dispuso a buscar un lugar adecuado para montar guardia durante la noche. Finalmente lo encontró en una de las ventanas de la nave lateral izquierda, desde la que podía verse la puerta que daba a la calle y al pequeño patio frente a la iglesia. Humboldt y Kleist regresaron a tiempo para tomar una sencilla cena en compañía del resto y explicarles lo solícitos que habían sido todos con ellos en las caballerizas.
Schiller hizo la primera guardia, con la ballesta a sus pies y la libreta de notas en el regazo, donde tenía también un carboncillo, la carta de la guardia nacional y el plano de Alemania, donde se había acuartelado el Gobierno Civil francés. A la luz de una vela caviló sobre el modo en que se las compondrían para hacerse con Luis Carlos de Borbón. Alguna que otra vez le entraron ganas de toser e hizo un esfuerzo por reprimir sus impulsos para que el sonido no se expandiese por toda la iglesia y alterase el sueño de los demás.
A media noche, Humboldt lo relevó. No llevaba ni una hora de guardia cuando empezó a oír aquel ruido extraño que desde luego no venía de fuera, sino del lugar en el que dormían los hombres. Cuando fue a echar un vistazo se encontró con que Kleist estaba tendido boca arriba, con la manta mal colocada, temblando y con el ceño fruncido y bañado en sudor. Apretaba la mandíbula con tal fuerza que se oía el rechinar de sus dientes y cada dos por tres se daba la vuelta de un lado a otro, de modo que la austera anilla de hierro que llevaba en la muñeca izquierda tintineaba al tocar el suelo. Aunque el joven prusiano estaba dormido como un tronco, su sueño parecía más bien el de un perro de caza, y al final empezó incluso a hablar dormido.
—Ulrike, Ulrike… —decía en voz baja.
Humboldt posó la mano suavemente en la espalda de su compañero, y éste pareció tranquilizarse de inmediato. Dejó de temblar, relajó la mandíbula y lanzó un suspiro con el que pareció liberarse de todo el peso de su alma. Humboldt volvió a taparlo con la manta y se quedó sentado a su lado, con la mano en su espalda, hasta que el joven volvió a respirar con normalidad. Dos horas después, cuando Humboldt despertó a Kleist para que éste hiciera la última guardia, ni siquiera le mencionó lo que había sucedido. Lo que sí hizo fue preguntarle por el significado de aquella anilla férrea de su muñeca.
—Es una promesa que me hice a mí mismo —le respondió Kleist entre susurros—. Llevaré esta anilla de hierro hasta que se vaya de Alemania el último hombre de la Suiza francófona.
Dicho aquello alargó el brazo hacia Humboldt, como si quisiera invitarlo a que observara la anilla de cerca.
—Me la quitaré y la eliminaré cuando las cadenas germanas también se hayan eliminado.
Humboldt quiso responderle algo, pero al final se quedó callado y se limitó a desear buenas noches a Kleist.
—Buenas noches, amigo mío —le respondió éste—. Descansa un poco.
Al romper el alba, Kleist abandonó su puesto de vigilancia y salió de la iglesia. Desatendió sus deberes, pero Goethe no pudo reprochárselo demasiado porque el lugarteniente prusiano aprovechó aquella escapada para acercarse al mercado de la plaza de la catedral y comprar dos botellas de malvasía, pan, huevos, mantequilla, embutidos de Brunswick, queso de Limburgo y ganso ahumado de Pomerania, con los que regresó a la iglesia de los carmelitas. Y si habían cenado como vagabundos, ahora iban a desayunar como reyes. Humboldt hizo una hoguera para cocer el té y los huevos, y puso todo su esmero en evitar que saltaran chispas y la profanada iglesia se convirtiera en una verdadera pira. A la luz del día que se colaba por las escasas ventanas libres, el edificio apenas parecía ya oprimente o amenazador, y el descanso les sentó bien a todos.
Tras calmar el hambre, mientras le quitaba la cáscara al tercer huevo, Goethe dijo a Schiller:
—Bueno, amigo mío, conozco sus ganas de trabajar, a menudo inquietantes porque no se dejan vencer por el cansancio o la enfermedad, y estoy seguro de que habrá aprovechado esta noche para trazar el plan con el que liberaremos al infortunado Delfín.
—Efectivamente. El plan está listo, y es extraordinariamente complicado y artístico. Nada que ver con la violencia. El riesgo me parecía excesivo en una ciudad plagada de enemigos. En esta contienda venceremos con habilidad, astucia y artificio.
Dicho aquello, Schiller extendió ante sí el plano de la casa alemana. Su concentración llamó la atención del resto del grupo, que al momento dejó su comida y se interesó por la explicación.
—Como sabemos por la guardia nacional —dijo Schiller—, es labor del prefecto (con ayuda de la honorable madame De Rambaud) descubrir si el sujeto que tienen preso se trata realmente del hijo del rey de Francia o solo de un timador. Por la información que nos dieron los soldados he supuesto que en ningún caso le permitirán abandonar Maguncia. Si se trata de un farsante será cometido del prefecto castigarlo con la pena máxima y retenerlo en el calabozo del presidio el mayor tiempo posible. Mas si se trata del Delfín… este documento que estaba junto al cuerpo del lugarteniente muerto nos dice que es de vital importancia que los soldados de la guardia lo ejecuten inmediatamente y en secreto, y que su cuerpo sea trasladado, también de inmediato y en secreto, a París. La quintaesencia de todo ello, la conclusión última a la que llegamos, es que no podemos sacar a Luis XVII vivo de Maguncia. Si lo intentáramos, nos arriesgaríamos a despertar el recelo y la desconfianza del prefecto, que, según es de suponer, dispondrá de la misma información que nosotros. Quizá incluso nos invitara a detenernos y descubriera nuestro engaño, que en el fondo solo se sustenta en estos uniformes franceses.
—¿Y entonces? —preguntó Kleist.
—Y entonces no nos queda más remedio que «matar» al Delfín —al decir aquello Schiller levantó dos dedos de cada mano y los movió arriba y abajo, como si rascara el aire— para hacernos con su «cuerpo» —otra vez el mismo gesto— y sacarlo de la ciudad.
—¿Por qué haces eso con los dedos? —preguntó Arnim repitiendo el extraño gesto de Schiller.
—Intento imitar la forma de las comillas con las que envolvía las palabras matar y cuerpo a fin de darles un matiz irónico.
—¿Ironía romántica?
—No. Ironía comercial, pura y dura, por llamarla de algún modo. Evidentemente, no tengo la menor intención de matar a Luis XVII. Presten atención. El careo con su antigua nodriza, según nos dijo la hermosa mademoiselle Brentano, tendrá lugar en la casa alemana. Bettine observará al preso y reconocerá los datos que madame De Rambaud nos facilitó amablemente. A partir de ahí, Luis quedará sentenciado a muerte. Nosotros, disfrazados de guardias nacionales, lo arrastraremos hasta el muro más cercano y dispararemos contra él a una distancia de cuatro pasos. El truco es que en nuestros mosquetes no habrá balas de plomo, sino pólvora y papeles, que hacen ruido pero no duelen. Luis tendrá que fingir que le han disparado y exhalar su último suspiro. Uno de nosotros se acercará a él, lo dará por muerto y antes de que los demás soldados puedan decir esta boca es mía lo meteremos en un ataúd que habremos llevado y lo montaremos en el carromato. En ese mismo momento abandonaremos Maguncia con nuestra carga y buscaremos donde sea una barca que nos ayude a cruzar el Rin. Una vez de vuelta en Alemania nos desharemos del ataúd y brindaremos por la libertad del príncipe, que seguirá vivito y coleando. ¡Una muerte falsa, como la de Romeo y Julieta!
—El ejemplo no me gusta demasiado —dijo Bettine— porque en esa obra el plan se tuerce y todos acaban muertos.
Schiller hizo caso omiso de la objeción y continuó con su relato:
—Tendremos que concertar el encuentro por la tarde, para que la oscuridad facilite nuestra huida y dificulte el reconocimiento del cuerpo del Delfín. Por lo demás, es absolutamente imprescindible que informemos al preso de nuestros planes antes de llevarlos a cabo, para que sepa en todo momento que estamos de su parte. ¡El proyecto es endemoniado pero efectivo! ¡Genial!
Pese a que ninguno de ellos compartía realmente el entusiasmo de Schiller —y a falta de otras ideas—, todos aprobaron el plan. Goethe, que concedía una gran importancia a la carta blanca del general Fouché, propuso que abandonaran Maguncia directamente por el puente que conducía a Kastel, a fin de esquivar cuanto antes a posibles perseguidores. Kleist se ofreció a preparar las salas para el falso ajusticiamiento.
Arnim fue el único que hizo de abogado del diablo.
—Este plan no me parece precisamente «inofensivo», la verdad —dijo, repitiendo entonces el gesto que Schiller había hecho con los dedos.
—Y no lo es, señor Von Arnim —convino Schiller—, pero si hubiera uno que lo fuera, si alguno de ustedes lo descubriera, estaría encantado de llevarlo a cabo. Por el momento no nos queda más opción que conformarnos con lo que tenemos.
Quedaron en dar el golpe la tarde del día siguiente. Todavía tenían que preparar varias cosas, y las tareas se repartieron en un abrir y cerrar de ojos. A Kleist le tocaba averiguar qué caminos unían la casa alemana con el puente, dónde se encontraban las puertas y los propios puentes, si se había levantado alguna aduana, cuántos guardias estaban apostados en cada estación y cómo podrían, finalmente, abandonar Kastel y pasar a la orilla opuesta del río, a suelo alemán, al principado de Nassau y al hogar. Arnim y Bettine deberían dedicar varias horas a la observación de la casa alemana, y dedicarse a contar el número de soldados y anotar las horas del cambio de guardia. Humboldt debería personarse en la prefectura con su uniforme de guardia nacional y los papeles en regla, hablar con el prefecto y concertar una cita para el careo entre el preso y Ágata Rosalía de Rambaud. Al hacerlo, por supuesto, debería prestar atención al número y la colocación de los soldados en el interior del edificio y calibrar en la medida de lo posible el carácter del prefecto, pues él era el primero al que tenían que convencer con toda aquella charada. A Schiller le tocaba la misión más complicada: descubrir el modo de informar al Delfín de todo aquello, sin llamar la atención y antes del atardecer del día siguiente, ya fuera en la propia cárcel, ya de camino a la prefectura. Oculta bajo muebles destrozados, estatuas rotas, velas consumidas y manteles de altar, perdida en la montaña de escombros que se crearon durante la expropiación de la iglesia, descubrió la sotana de un monje carmelita, y tras ponérsela fue a echar un vistazo a la penitenciaría de la calle Weintor.
Parecía que Goethe se quedaba sin obligaciones, y cuando Humboldt le llamó la atención sobre ello él se limitó a contestar que vigilaría a madame De Rambaud para que no intentara escapar en el último segundo y echara al traste todos sus planes. Además, añadió, si le quedaba algo de tiempo iría a comprar un barril de pólvora y la guardaría en el carromato.
—¿Nos hemos quedado sin pólvora? —preguntó Schiller.
—No, no, tenemos de sobra para nuestros mosquetes, pero… todo el que se atreva a dar un golpe de húsares como el nuestro en plena Maguncia puede necesitar en cualquier momento un carromato cargado de pólvora fina y de la buena.
Kleist dio un salto y gritó entusiasmado:
—¡Viva! ¡Los eliminaremos de la faz de la Tierra!
—Modere su entusiasmo, señor Von Kleist. Yo hablo de un caso de necesidad que espero que no llegue a producirse. Nadie debe descubrir el pastel antes de tiempo.
—Y por si alguien se lo pregunta, amigo mío, hoy es octidi, ocho de ventôse del año XIII de la Libertad.
Dicho aquello, Humboldt se puso el uniforme y Schiller, el hábito de fraile mendicante, y uno tras otro abandonaron la iglesia para atender a sus deberes. Mientras salía, Arnim dio tres golpes con los nudillos en una viga de madera, como le había aconsejado Schiller.
Ataviado con su hábito, la capucha bien calada en la cabeza, Schiller avanzó por Schustergasse hasta la catedral y luego tomó por Augustinergasse. Algunos ciudadanos, pero sobre todo los soldados franceses, lo señalaban con el dedo y se reían de él, reliquia de la época previa a la Revolución y la secularización, personaje apenas presente en la Maguncia actual. Desde luego, si la idea de Schiller había sido pasar desapercibido con aquel atuendo, se había equivocado por completo.
Éste se movía por una ciudad cuya reconstrucción, tras el cerco de los últimos años en guerra, no podía darse por concluida. Avanzaba bajo los andamios, entre las zanjas de las obras y junto a montones de ladrillos, pizarras y vigas. Los agujeros que las balas prusianas, francesas o austríacas habían abierto en los muros de las casas eran omnipresentes, y aquí y allá se veían boquetes aún más grandes, recuerdo de los inclementes obuses. Del mismo modo que ciertos escudos de armas habían sido arrancados de sus marcos por los republicanos, también algunos nichos que habían cobijado a la Madre de Dios habían sido vaciados.
Por fin, Schiller llegó a un barrio con calles adoquinadas y edificios altos y sencillos cuyos parterres apenas veían el sol y se llenaban de musgo irremediablemente. Ahí estaba la penitenciaría, entre varios hospitales y una residencia de ancianos. La idea de Schiller era estudiar el edificio desde todos los lados, pero sin sospecharlo fue a parar al patio de la capilla en la que las mujeres de buena vida esperaban a su clientela, dispuestas a mostrar todos sus encantos, pese al frío.
—¡Mira, madre, mira! —dijo una de las chicas a su madama, que miraba a la calle desde una de las ventanas de la planta baja de un edificio—. Ahí va un hermano devoto. Seguro que viene a suplicarnos una limosna.
La anciana prostituta se rió.
—¡Déjalo entrar para que lo reanimemos! —dijo—. ¡Sabrá lo que es entrar en una casa de citas!
La joven tiró del hábito de Schiller.
—¡Venga, buen hombre! ¡Nuestra jefa quiere probarlo!
De pronto todas las mujeres se fijaron en él, una de ellas dijo:
—¡Vamos, calmaos! ¡Dejadlo en paz!
Schiller levantó su crucifijo, murmuró una protesta y liberó su hábito de la mano de la prostituta, escapándose de allí a toda prisa mientras las risas de las muchachas resonaban a sus espaldas.
Durante unos instantes imaginó la facilidad con la que Goethe habría manejado a las rameras, sin duda mucho mejor que él, y esto casi le molestó más que su propia debilidad. Durante unos segundos le había entrado un ataque de calor, pero el viento invernal que se colaba por entre los pliegues de su vestimenta lo devolvió pronto a la realidad.
En cuanto hubo rodeado el edificio y llegado a la puerta del presidio, se topó con un guarda que no era francés sino alemán. Schiller lo saludó y se presentó como un monje de la Orden de San Jerónimo que iba de peregrinación por el mundo y había hecho una parada en Maguncia. También le dijo que, como dictaba su orden, tenía la misión de escuchar la confesión de las almas perdidas —sobre todo de las almas jóvenes, pues en su caso era especialmente necesario reconducirlas al buen camino— y ofrecerles el consuelo de las Escrituras. El centinela, un joven con los ojos hundidos con un vello incipiente por encima del labio, se quedó impresionado por las palabras del monje y le prometió en pesado dialecto maguntino que comentaría aquel asunto con el director de la institución. Pero, dicho aquello, aprovechó la inesperada visita del religioso para exponerle todas las penas de su alma; es decir, para hablarle de sus desamores y sus debilidades carnales. Schiller escuchó con paciencia las penas del joven guarda[9], lo consoló y le dio unos consejos que cayeron en suelo fértil. Algo después le informó de que volvería al atardecer del día siguiente, a fin de consolar también el alma del preso, y mascullando una bendición se despidió del joven y se marchó.
Estaba más que satisfecho por el modo en que había resuelto su misión. Al día siguiente podían suceder dos cosas: o bien le permitirían entrar personalmente en la celda del Delfín, donde aprovecharía su supuesta confesión para ponerlo al corriente de sus planes, o bien le dejarían esperar a Luis Carlos en la calle, junto al guarda de los ojos hundidos, para darle al preso una rápida bendición cuya verdadera intención sería en realidad la de informar al preso antes de llevarlo a la prefectura. Oculto entre las sombras de los muros, Schiller regresó al punto de salida, la abandonada iglesia carmelita justo a tiempo de ver desaparecer a Arnim y Bettine hacia la casa alemana.
A solo tres callejuelas de allí, entre el arsenal militar y el castillo del príncipe elector, se encontraba el palacio del antiguo comendador de la orden alemana, un bonito edificio de tres pisos del que se habían borrado violentamente todas las insignias del pasado. Allí fue donde estableció su residencia oficial el maestro de la orden de caballería, allí, donde el Parlamento de la efímera República Maguntina encontró su albergue, igual que hicieron después los altos grados militares, franceses o aliados en función de la etapa bélica en la que se encontraran. Y ahora era la sede de la prefectura del departamento de Donnersberg, y —desde que Napoleón se había alojado en él en vendémiaire del año anterior— también Palais Impérial. El palacio del emperador en su nueva residencia junto al Rin. Sobre la puerta de entrada ondeaba una bandera con el águila imperial, que llevaba en las garras un haz de rayos. A derecha e izquierda, dos pequeños edificios adyacentes delimitaban el patio de la casa alemana; detrás de ella no había más que el muro de la ciudad, y, pocos pasos más allá, una de las puertas que conducían al Rin.
En el pequeño patio de la iglesia de San Pedro, Arnim y Bettine se sentaron sobre un banco de piedra. Desde allí podían ver perfectamente la casa alemana, que les quedaba justo delante, con la discreción que les brindaban los árboles, lo suficientemente grandes para evitar que llamaran la atención entre el enjambre de soldados y oficiales franceses que pululaba por ahí. Arnim cogió un pliego de papel y una tiza, y Bettine sacó el reloj de bolsillo que Goethe le había prestado, y entre ambos anotaron concienzudamente el número y los movimientos de los guardas.
El frío no les supuso ningún problema porque se habían abrigado prudentemente, pero al poco rato el aburrimiento empezó a hacer mella en Bettine. Mientras Arnim escribía incluso lo que sucedía cuando nada sucedía, ella se sentía cada vez más inquieta y al cabo de dos horas ya no sabía ni cómo sentarse en el banco.
—Preferiría trepar al árbol —dijo de pronto, mirando hacia la pelada copa— antes que seguir aquí sentada a la espera de que mi trasero y esta piedra se vuelvan uno.
—¡Vamos, por el amor de Dios! —la reprendió Arnim—. No me gusta que hables así. No es propio de una dama.
—¿Y qué harás, predicador? ¿Me lavarás la boca con jabón? —dijo, dando un empujoncito al codo de Arnim—. ¿Y se puede saber qué estás escribiendo? ¿Un poema épico?
—Notas para el plan del señor Von Schiller.
—Los planes fracasan a la primera de cambio; por eso es mejor no hacerlos. Ya viste lo que nos sucedió en la carretera.
Le arrebató el papel con agilidad, y él, sorprendentemente, intentó evitar por todos los medios que Bettine leyera lo que había escrito, aunque lo cierto es que ella no fue capaz de descifrar ni una sola palabra.
—Achim, querido, escribes fatal —dijo ella, frunciendo el ceño—. ¡Parece que tengas garfios en vez de dedos! ¿Qué es esto? ¿Hebreo, caldeo, o solo un alemán terrible e ininteligible?
—Si no puedes leerlo, devuélvemelo.
—¿Qué pone?
—Nada.
—Vamos, dímelo.
—¡Que no! —dijo Arnim, malhumorado, cogiéndole el papel y doblándolo sobre su pierna.
Después de aquello ambos se quedaron un rato en silencio. En la casa alemana se estaba llevando a cabo un cambio de guardia y ambos se dedicaron a registrar lo que veían, tal como les habían encargado.
Al cabo de un rato, Arnim retomó la palabra para preguntar:
—¿Qué pasará cuando volvamos a Frankfurt?
—¿Qué? Pues que vendrá la primavera.
—Me refiero a nosotros —dijo Arnim—. ¿Te gusto, Bettine?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque no lo sé.
Bettine puso su mano sobre la de Arnim.
—Claro que sí, querido. Me gustas, igual que me gusta el mundo y todo lo que es reflejo de Dios. Eres alguien muy valioso para mí, infinitamente preciado.
—Y entonces… ¿qué te parecería el matrimonio?
Ella movió la cabeza hacia los lados.
—Demasiado pronto. Ya tendremos tiempo para ser burgueses cuando hayamos viajado por todo el mundo y vivido mil aventuras. No antes.
—¿De modo que aspiras a ser más feliz?
—No puedo ser más feliz de lo que era cuando nací. Pero permite que sea niña durante una temporada más, antes de convertirme en madre de otros niños. Y nosotros, querido, hace demasiado poco que nos conocemos. Tenemos que bailar mucho antes de seguir el mismo ritmo.
—Pero… ¿y si nos conocemos mientras bailamos? —dijo él, tras una pausa—. ¿Me lo dirás? Te prometo que lo entenderé.
Sin embargo, ella no le respondió. Se limitó a observar los soldados que hacían guardia frente a la casa alemana. Arnim escarbó con la punta de su bota el duro suelo invernal.
—Solo espero que salgamos de esta sanos y salvos —dijo él, sin apartar la mirada de sus botas—. Quien más me preocupa es Goethe. Se está haciendo mayor y… Ya no me parece tan noble y elegante como antes; tiene la piel manchada, el cuello hinchado, el pelo ralo. A su edad no debería someterse a este tipo de esfuerzos, sino dedicarse más bien a descansar y a disfrutar de la dignidad que brindan los años.
—¡Cuidado! —susurró Bettine de pronto, y, antes de que él pudiera reaccionar, le había cogido la cara con las manos y le estaba besando en los labios.
Arnim se quedó tan sorprendido que tardó unos segundos en reaccionar, pero al fin le pasó el brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y le devolvió el beso con pasión.
Su corazón latía con fuerza y sus mejillas se habían enrojecido cuando ella se separó de él.
—Bettine —quiso decirle, pero de pronto vio junto a ellos a una pareja de soldados franceses.
Bettine fingió sorpresa. Arnim no tuvo por qué fingir.
—Bonjour —dijo el menos joven con una sonrisa—. ¿No había en toda Maguncia un lugar más romántico para vuestro ren-dezvous que este banco de piedra?
—Pardon, messieurs —respondió Bettine en voz baja, escondiendo el rostro como si estuviera avergonzada—, pero no podemos ir a mi casa porque mi madre me vigila como un perro guardián, y una fonda no sería decorosa…
—Tiene que ser bonito, amarse en el frío invernal. ¡Y nosotros que pensábamos que erais espías ingleses porque llevabais aquí mucho rato y no dejabais de mirar el Palais Impérial!
—Pues no, messieurs, no somos más que dos enamorados. ¿Verdad, Ludwig?
Arnim asintió y le cogió la mano.
—¿Y entonces esto qué es? —dijo el segundo soldado, más serio—. ¿Una carta de amor?
Cogió el papel con las notas, que se había caído del regazo de Arnim durante el beso. A Bettine se le escapó un gemido, pero Arnim le apretó la mano con tal fuerza que ella enseguida recuperó la compostura.
Entretanto, el soldado se las veía y se las deseaba para descifrar la letra de Arnim.
—Léelo en voz alta —dijo su compañero.
Y el otro empezó a leer, con grave acento:
Desde que estás a mi lado,
observo el mundo cual tu sombra,
ah, qué distinto es el pasado,
qué diferentes las horas.
No hay futuro, nada que sobre,
ni el menor anhelo insensato,
y mi cámara es un orbe,
y mis apremios, hallazgos.
Ya ni en la dulce holganza
me escama el paso del tiempo;
si viertes en mí tu mirada,
el trabajo es ya un acierto.
Cuando acabó de leer el poema, los soldados se miraron el uno al otro.
—Que Dios os bendiga, hijos —dijo el mayor—, y que la tozuda de tu madre se vuelva más comprensiva… o muera pronto y os deje dinero.
El otro soldado les devolvió los papeles sin detenerse a mirarlos por la otra cara, en la que Arnim había apuntado las horas del cambio de guardia. Ambos soldados se alejaron de allí y regresaron a sus puestos tras proclamar un hurra por el emperador.
Bettine lanzó un suspiro.
—¿Ese poema era para mí?
—Sí. ¿Te ha gustado?
—Nos ha salvado la vida.
—Ya, pero ¿te ha gustado?
—Mucho. En otras circunstancias me habría echado a reír porque me parece muy divertido el modo en que los franceses intentan pronunciar los duros giros de nuestra lengua. A veces tengo la sensación de que, cuando la torre de Babel vio nacer las setenta y dos lenguas del mundo, los franceses perdieron sus papeles y desde entonces se ven obligados a expresarse con la más débil de todas.
Arnim no dijo nada al respecto. Aún siguieron allí una hora más, observando la iglesia de San Pedro, y solo en una ocasión Bettine se decidió a romper el silencio, para advertir a Arnim de la presencia de Humboldt, al que solo reconoció tras fijarse en él detenidamente: iba vestido con su uniforme de la guardia francesa y entró con determinación en la casa alemana.
Tras informar de sus intenciones, Humboldt fue conducido a una antecámara que quedaba en el segundo piso. No tuvo que esperar demasiado antes de que el prefecto del departamento en persona lo invitase a pasar a su despacho, ubicado en una sala enorme pero al mismo tiempo extraordinariamente austera, con vistas al Rin. Jeanbon de Saint-André, que así se llamaba, era un hombre no demasiado alto, de la edad de Goethe, frente despejada y nariz aguileña, cuya piel —pese a la oscuridad de aquella época del año— estaba sorprendentemente morena y manchada. Humboldt le dedicó el saludo militar, pero el prefecto le ofreció la mano amistosamente y pidió que le trajeran un café. Mientras leía por encima los papeles que Humboldt le entregó, Saint-André se interesó por las noticias y cotilleos de la ciudad. Humboldt fue dando sorbos a su café mientras inventaba algunas historias y recorría con la mirada cuanto tenía a su alrededor. En el borde de la mesa había un colorido mapa de Europa: un grabado en cobre de finales de siglo. Sobre él, un pequeño pincel y un vaso con tinta azul. Saint-André acababa de marcar en el mapa las últimas conquistas de los franceses en los Países Bajos, Alemania e Italia, de modo que el azul de Francia empezaba a resultar un punto excesivo.
—Ya casi no puedo marcar nada con el pincel —dijo Saint-André, al observar el lugar hacia el que miraba Humboldt—. Tengo que comprarme un plano nuevo cuanto antes. Vivimos en una época dorada para los cartógrafos, ¿no le parece?
—Si las cosas siguen como hasta ahora, los planos no tendrán que tener colores: Francia habrá conquistado el mundo.
—No, amigo, Francia no. La República —lo corrigió Saint-André—. Los valores de la República, que perjudican al príncipe pero favorecen al pueblo. Éste es el único motivo por el que el emperador no hace más que ganar batallas: porque se enfrenta a soldados que no creen en los valores que defienden.
—Pero Francia no es una República, sino un Imperio.
—Vamos, eso no es más que semántica. Napoleón es el representante de la libertad, el dirigente de una monarquía republicana. Hasta la fecha, el problema de Francia era que quería gobernar el mundo, pero sin obedecer a nadie. Con Napoleón las cosas han cambiado. El pueblo quiere obedecerlo. Yo soy un viejo amigo de Robespierre y no debo avergonzarme por ello.
Además, estuve a favor de la decapitación de Luis XVI. ¿Cree usted acaso que alguien como yo se resignaría a servir a un déspota? ¿O cree que un déspota nombraría prefecto a alguien como yo?
Saint-André se levantó y puso un dedo sobre el plano, sobre Mecklenburgo.
—Además, en cuanto alcancemos el Elba, la franconia occidental y la oriental volverán a unirse tras miles de años de separación. Napoleón cogerá el relevo a los sucesores de Carlomagno. En Aquisgrán, sin ir más lejos, lo han bautizado realmente como el carolingio de la Edad Moderna. Napoleón el Grande, lo llaman, señor de Francia y de la franconia y futuro gobernador de un pueblo de hermanos libres que se extenderá desde el Atlántico hasta el mar Báltico. ¿No sería maravilloso? —dijo, guiñando el ojo a Humboldt—. Por supuesto, entretanto seguiremos luchando contra todos aquellos soldados que odian a sus gobernantes. —Tras aquellas palabras el prefecto regresó a su escritorio—. ¿Cuándo tenemos pensado reunir a la nodriza con el supuesto Delfín?
—El lugarteniente Bassompierre solicita un encuentro para mañana hacia las seis de la tarde, siempre que a monsieur le préfet le parezca bien.
—D’accord, estoy a su disposición. Me encargaré de que el preso sea traído a tiempo.
—Mi lugarteniente solicita también que acuda el menor número posible de gente, en aras de la discreción.
—Comprendo.
Humboldt miró por la ventana. Dos carromatos, algunos jinetes y numerosos transeúntes recorrían el pantalán que se adentraba en el Rin. Entre ellos distinguió a su compatriota de la Marca de Brandeburgo, Kleist, avanzando a paso seguro sobre los tablones de madera, en su camino de regreso de Kastel. En aquel preciso momento, Kleist se detuvo a observar el río. ¡Qué aspecto más admirable el suyo cuando no estaba hostigado, como solía, por la rabia o el miedo! Humboldt estaba agradecido de que Kleist hubiese querido acompañarlos, y sobre todo de que dos días antes Schiller hubiese roto una lanza en favor del joven lugarteniente.
—A mí todo esto me parece demasiado fabuloso, la verdad —murmuró el prefecto de repente—. ¿Usted qué opina? ¿Cree que ese joven será de veras el hijo del rey de Francia?
—Me cuesta mucho creerlo, monsieur. Y mejor para él que no lo fuera.
Qué bien se encontraba. A lo largo del Rin había anclada una docena de barcos destrozados que flotaban entre los pilares hundidos de los puentes romanos. La última vez que estuvo en Maguncia, por la misma época del año pasado, tuvo mucha fiebre, sufrió un ataque de nervios y pasó cinco meses guardando cama o deambulando por su habitación, con la única felicidad y el único anhelo de una tumba magnífica. La cantidad de soldados franceses que se hallaban en la ciudad alemana había resultado de lo más perjudicial para su salud. Pues por entonces no era más que un intruso educado y cortés. Un intruso en su propio país. Ahora, en cambio, había entrado en la ciudad en el interior de un caballo de Troya y estaba a punto de asestar una dura estocada contra los franceses. Se apoyó en la barandilla del pantalán, que se mecía levemente a sus pies, y dejó que la fría brisa le acariciara la cara. Por el modo en que el Rin bramaba a sus pies, se sintió casi como en mar abierto, de camino a nuevos horizontes. Un grupo de jinetes pasó cabalgando a su lado y uno de ellos escupió unas hebras de tabaco en el río fronterizo.
—Escupe mientras puedas, galo —murmuró Kleist en voz tan baja que ni siquiera él pudo oírlo bien—; dentro de muy poco tú también irás a parar a los peces. Estancaremos el Rin con vuestros cuerpos, de modo que el río tendrá que buscarse otro cauce y se abrirá, espumoso, hasta el Palatinado. ¡Entonces, sí, solo entonces, hablaremos de la nueva frontera francesa!
Kleist memorizó el camino desde el puente que pasaba por Kastel hasta la Puerta Frankfurter, y después regresó a Maguncia para estudiar las puertas del Rin: visitó una tras otra la Puerta de la Cancillería, la Puerta Roja y la Puerta de Hierro. El paseo construido junto al Rin era feo y estaba lleno de escombros, había montones de madera y carbón por todas partes, algunas casas barrigudas se apoyaban sobre los muros de la ciudad, y en el río, que albergaba un bote en cada metro que tenía libre, había que andarse con sumo cuidado para no acabar enredado en ninguna red de pescadores. En aquella zona apenas se veían ciudadanos honorables y soldados, y solo la frecuentaban trabajadores, pescadores y tejedoras que hablaban a voz en grito para imponer sus palabras a las de los demás. Los viajeros que querían ir a Kastel lo tenían complicado para atravesar aquello.
Tras dar por concluido su análisis, Kleist se volvió de nuevo a mirar la ciudad. En la plaza Liebfrauen, a la sombra de la destrozada iglesia, un buen grupo de transeúntes se habían reunido en torno a un teatrillo de marionetas que se había montado sobre el mercado para entretener a la plebe durante un rato. Kleist se sumó al grupo justo en el momento en que empezaba una pieza nueva.
NAPOLEÓN SOCAVA INGLATERRA
Se abre el telón. Vemos la costa inglesa a nuestra izquierda, la francesa a nuestra derecha, y entre ambas, simbolizado con varias velas, el canal. En suelo francés aparece de pronto Napoleón, representado por una marioneta tan bajita que al principio solo se le ve el bicornio.
NAPOLEÓN: Allons enfants! Soy yo, vuestro Petit Caporal. Los días de gloria han llegado. Hoy entraremos en Inglaterra. Quiero echar sal en el té de esos británicos de sangre helada, para que no se olviden de mí en toda su vida.
JOSEFINA: ¡Mi emperador francés!
NAPOLEÓN: ¡Mi querida Josefina!
JOSEFINA (lo abraza y lo acaricia): Pero dime, querido, ¿cómo te las arreglarás para cruzar esta fosa endemoniada?
NAPOLEÓN: Esta fosa puede cruzarse si se posee la suficiente astucia como para intentarlo. Los botes están listos; los remos, dispuestos, y las velas, izadas. ¡Ataquemos el mar, ataquemos Inglaterra! ¡Vaya marina!
(Un barquito navega sobre las velas. En Inglaterra aparece el primer ministro, Pitt, flaco y con nariz de rata, empujando un cañón. Este cruje y el barco zozobra. El agua mana y salpica.)
NAPOLEÓN (descontento): ¡Vaya marina! Parece que los británicos se huelen el asunto. Ése es el malvado ministro Pitt el joven.
JOSEFINA (aparte): Si ése es Pitt el joven no quiero ni ver a Pitt el viejo.
(Sonido de platillos.)
PITT: God save the King, corso cancerbero. Esto es lo que sucederá si extendéis hacia mi isla vuestros dedos ávidos de conquistas. ¡Si no queréis que os entierren en el fondo del mar, quedaos donde crece la pimienta!
NAPOLEÓN: ¡Cabeza de chorlito! Lucharé contra ti y te aplastaré. Te dejaré el cuerpo y el alma tan trillados que el día del Juicio Final aún podrán verse tus morados.
PITT: ¡Qué gran bromista! Está cavando su propia tumba. Tened. (Pitt lanza una laya desde el otro lado del canal.)
NAPOLEÓN: Muchísimas gracias.
(El emperador empieza a cavar, y como muestra de sus avances lanza tierra al público.)
PITT: Así está bien, gusano. Haz un agujero grande y profundo, lo suficiente para que el pueblo francés quepa dentro. (Dirigiéndose a Josefina.) Y usted, belleza, será mi ramera, y si se porta bien la dejaré entrar en la cámara baja.
NAPOLEÓN: Jamás. No eres Pitt, eres piteux[10].
PITT: Bruja.
JOSEFINA: Roñoso.
PITT: I’ll be damned. ¿Dónde diablos está Little Boney? (Dirigiéndose al público.) ¿Qué decís? ¿Detrás de mí?
(El emperador ha cavado un túnel bajo el canal y ha aparecido por detrás del ministro. Hace señas a los niños para que no digan nada, y entonces golpea al ministro con la laya y le parte el cráneo en dos.)
PITT: ¡Caray! (Moribundo, cae en el túnel) Pity me, Pitt is in the pit.
NAPOLEÓN: Victoire!
JOSEFINA: ¡Mi emperador francés!
NAPOLEÓN: Dulce amada mía, dame un beso.
JOSEFINA: Enseguida.
Ambos corren por el túnel, pero con el effet de que Josefina corre hacia Inglaterra y Napoleón, hacia Francia, de manera que al final están en los polos opuestos. Esta absurda situación se repite varias veces, hasta que el público deja de reírse, y finalmente el emperador se lanza al agua sin dudarlo para acariciar a su amada. El telón se cierra con el canto de «Veillons au Salut de l’Empire».
Por mucho que Kleist se divirtiera con aquellos polichinelas y aceptara incluso el hecho de que el minúsculo emperador de trapo derrotara a Inglaterra, se sintió profundamente incómodo y molesto al comprobar que el himno final no solo era entonado por los franceses, sino también por los maguntinos. Pensar que una ciudad pudiera doblegarse de tal modo ante sus opresores le resultaba tan horrible como inexplicable. Cuando el teatro hubo acabado, Kleist se dispuso a alejarse de allí; fue entonces cuando se dio cuenta de que todos le dedicaban continuas reverencias y muestras de sumisión: los maguntinos saludaban amistosamente a sus invasores, en lugar de enviarlos a freír espárragos. Había infinidad de ilustraciones y esculturas dedicadas al emperador corso, y en una pared, aunque sin la menor pretensión estética, podía leerse la inscripción «Si hoy viviera el hijo de Dios, sería sin duda Napoleón». Todo aquello hizo que empezara a sentir arcadas, y al pasar junto a una caja de pescado podrido que se encontraba en uno de los puestos del mercado pensó que vomitaría de verdad. Sintió un gran alivio al alcanzar la pesada puerta de la iglesia carmelita, oler las vigas de roble de su interior y ver a Humboldt, Arnim. y Schiller ahí sentados. De encontrarse con hombres que pensaban como él. Pues la idea más insoportable que le había sobrevenido durante su paseo por la ciudad era la convicción de que los maguntinos no deseaban que los liberaran de los franceses.
—Solo hay una cosa peor que un francés, y es un semifrancés —dijo entonces—. Esos traidores de la bandera… Dirigen sus armas hacia donde sopla el viento, como veletas. Primero sirven al príncipe elector, después a Robespierre, después de nuevo al príncipe y por fin al enano emperador. Hoy a los alemanes y mañana a los franceses; hoy a la monarquía y mañana a la república; y jamás una protesta.
—¿Y a quién deberían servir, en su opinión? —le preguntó Goethe.
Kleist reflexionó solo unos segundos antes de responder:
—A la República Alemana.
—Eso no existe, ni existirá.
—No con tantos oportunistas, de eso no me cabe duda.
A partir de aquel momento, cada uno de ellos se dedicó a compartir con el resto lo que habían hecho y descubierto. Humboldt describió al prefecto como un tipo astuto y no necesariamente hostil; de hecho, le había dado la impresión de que, en el fondo, habría querido liberar a su preso. Schiller le preguntó si era cierto que el pobre prefecto había sido bautizado con el nombre de «jamón», a lo que Humboldt le ilustró sobre la diferencia entre jeanbon y jambon.
Goethe fue el único que no tuvo éxito en su misión: la pólvora solo se almacenaba en la guarnición y en el arsenal de la ciudad y él no se había atrevido a entrar en ninguno de ambos.
—Mañana saldré de la ciudad, a caballo, a ver si encuentro pólvora en el campo.
—¿Por qué? ¿Acaso crece en los árboles?
—No, pero sé dónde encontrarla. Y… señor Von Humboldt, me encantaría que me acompañara, porque tendremos que meternos bajo tierra. No, Bettine, esta misión es solo para soldados. Te quedarás aquí y pensarás en un modo de vestirte y acicalarte para parecer más vieja.
Como respuesta a un discreto guiño de Schiller, Goethe añadió:
—Señor Von Kleist, seguro que usted también nos será de gran ayuda.
—¿Y yo qué? —preguntó Arnim algo molesto al ver que el trébol de tres hojas ya estaba montado—. ¿Quiere que vaya a comprar lápiz de labios con Bettine?
—En absoluto, a no ser que usted así lo desee. La idea era que acompañara al señor Von Schiller y lo ayudara a comprar el féretro para el pretendido muerto.
Tuvieron el resto de la tarde libre, y mientras la lluvia caía con fuerza sobre el tejado de la iglesia, los seis aventureros cenaron en compañía de madame de Rambaud. Al final compartieron una botella de vino y Schiller y Kleist encendieron sus pipas mientras Goethe les advertía de que el tabaco potenciaba la estulticia y dejaba a más gente bajo tierra que todas las guerras del mundo. En contra de lo que le había aconsejado el weimarés (es decir, que para aquel viaje llevara solo lo imprescindible), Bettine había metido en su bolsa unas barajas y se puso a jugar a las cartas con Arnim y Humboldt; una partida de lo más entretenida en la que todos pudieron olvidar durante unas horas los riesgos que correrían al día siguiente, y que acabó a primeras horas de la noche con la victoria de Humboldt.
La pesada niebla caía tan densamente sobre el valle del Rin que apenas podía verse la punta del campanario. Los tres jinetes que salieron de la iglesia aquella mañana no habrían podido imaginar nada mejor. Tras sacar a sus caballos de las caballerizas y —ataviados de nuevo con los uniformes de la guardia nacional— cruzar la Puerta de Munich, salieron de la ciudad. Antes de llegar al pueblo de Gonsenheim, Goethe condujo su caballo hacia un campo en barbecho y los otros dos lo imitaron. Pasaron varios minutos antes de que el weimarés lograra orientarse entre la niebla, pero al final alcanzó su destino: un sauce que crecía entre dos campos y cuyo tronco estaba rodeado de tablones y de guijarros; piedras que los campesinos habían ido apartando tras arar el terreno. Estaba desierto. En la distancia podía intuirse, turbia y vagamente, la oscura sombra de la muralla del fuerte Bingen.
Cuando Goethe hubo desmontado, Kleist también saltó de su caballo y le dijo:
—¡No tense tanto la cuerda, señor consejero, afloje un poco! ¿Para qué nos ha traído?
—Si nadie lo ha descubierto en los últimos trece años, entre las raíces de este árbol debería haber varios barriles de pólvora. Sáquense las levitas azules, amigos, porque vamos a excavar. Y mientras tanto les explicaré por qué conozco este escondite.
Ataron a una rama las riendas de los caballos y se quitaron las chaquetas. Después apartaron los escombros del tronco. Algunas de las piedras eran tan pesadas que enseguida tuvieron la frente perlada de sudor.
—En mayo de 1793, cuando sitiamos la ciudad —comenzó a explicar Goethe—, nos enfrentamos a una de las fortalezas más potentes del mundo, cuando no la que más. Nuestro ataque se vio dificultado no solo por los muros y las fosas y la cantidad de bastiones de que disponía, sino también por algún que otro truco que los maguntinos se habían reservado. Entre ellos, unos pasadizos secretos que avanzaban bajo tierra y confluían en el interior del fuerte. Todos ellos quedaban a pocos metros del suelo y estaban llenos de barriles de pólvora. En el caso de que la infantería enemiga avanzase, imparable, hacia el fuerte, los de dentro prendían la mecha y hacían explotar el túnel que quedaba más cerca de sus atacantes, que ni remotamente se explicaban el origen de aquel sorprendente y mortal volcán que acababa de abrirse bajo sus pies. Una forma segura de bombardear, partiendo de la base de que el enemigo se encuentra justo donde uno quiere tenerlo. Pero lo cierto es que solo unos pocos de estos túneles llegaron a ejercer su cometido, pues los maguntinos no tardaron en constatar que, desgraciadamente, necesitaban hasta el último gramo de pólvora de sus barriles. El túnel sobre el que nos encontramos fue uno de los muchos que quedaron sin utilizar. Se supone que su entrada se encuentra en el fuerte Bingen, aunque hasta la fecha nadie ha dado con ella y ninguno de los que la crearon sigue vivo o está dispuesto a confesarlo.
»Este agujero lo abrió el proyectil de una bomba mal orientada. En una ocasión acompañé al capitán de la caballería del duque y a algunos de sus hombres a dar un paseo de control y dimos con este cráter que se hundía en la tierra. Aunque llegamos a intuir los barriles, pese a la oscuridad, no nos quedó tiempo para saquear las galerías, pues los franceses nos hicieron salir de la colmena a golpe de pistola. De modo que cubrimos el agujero provisionalmente con tablas y piedras (algo a lo que los campesinos han querido contribuir, por lo visto, con el paso de los años), a la espera de regresar algún día a vaciarlo. El caso es que el capitán murió pocos días después en un ataque a los franceses y yo, con las preocupaciones de aquellos tiempos, olvidé por completo todo este tema.
A esas alturas había quitado ya todas las tablas, incluidas las más antiguas, y efectivamente dieron con el agujero. Humboldt sacó una cuerda de su bolsa.
—¿Será peligroso? —preguntó Kleist.
—Solo si baja usted con su pipa encendida.
Mientras Humboldt sostenía la cuerda, Kleist descendió por la pequeña abertura. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad empezó a seguir el rastro de la mecha ya destrozada. Pese a estar agachado, se golpeó la cabeza varias veces con el techo de la galería. Unos pasos más allá dio con la carga explosiva: una nada despreciable cantidad de pólvora en media docena de barriles. Algunos estaban rotos y otros se habían humedecido, pero Kleist dio con dos barriles intactos y, uno tras otro, los condujo hasta el orificio de salida del túnel, los ató a la cuerda e hizo una seña a Humboldt para que los sacara de allí.
—¡Con toda esta pólvora podríamos cargarnos a todos los habitantes de la ciudad —dijo Kleist, al salir del túnel del mismo modo que los barriles—, incluidos perros y gatos!
—Le agradezco de corazón el esfuerzo realizado —dijo Goethe—. Y ahora… rápido, tapemos de nuevo el agujero y regresemos a nuestro refugio de madera.
Volvieron a cubrir el cráter con tablones y piedras, ataron los barriles a sus monturas y, por fin, Humboldt compartió con sus dos compañeros el agua de su cantimplora.
Goethe tenía la mirada perdida en la distancia.
—La de batallas que han tenido lugar en estas tierras… —dijo, meneando la cabeza—. Aquí, donde hoy se extiende ante nosotros este aburrido campo en barbecho, yacieron en el pasado los cuerpos de nuestra infantería, en admirable contraste con los andrajosos sansculottes. La muerte les sobrevino sin establecer diferencias, y las plantas aspiraron su sangre hasta varios días después. Tras la capitulación, la plebe quiso ahorcar a un jacobino algo más allá, en el camino, pese a que el rey prusiano le había prometido un salvoconducto. El pueblo estaba ávido de venganza. Lo insultaron y le lanzaron las más terribles amenazas —«¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen!»— y, antes de que pudiera darme cuenta, me descubrí a mí mismo gritando: «¡Silencio!». Todo el mundo se quedó parado y yo aproveché la coyuntura para decirles que el clubista gozaba de protección serenissimi, que la tristeza y la rabia de todos ellos no les daba derecho a convertirse en bestias violentas y que solo sus superiores y Dios podrían juzgar al delincuente. Cuando el pueblo empezó a retirarse, el clubista quiso darme las gracias, mas yo le dije que solo cumplía con mi deber de mantener el orden.
—Pero ¿qué mosca le picó? —preguntó Kleist—. Se metió usted en un lío que podría haberse vuelto en su contra.
—Es algo que llevo dentro, no sé, prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden.
—Pues… lo quisiera o no, se presentó usted entonces como partidario de la Revolución —dijo Humboldt, vacilante.
—¡Jamás! Me presenté como partidario del orden, no de la Revolución. Eso sería imposible: sus atrocidades me ofenden e indignan a diario. Siempre he aborrecido la Revolución francesa, y ahora más que nunca. El persistente horror francés me ha demostrado que el hombre no ha nacido para ser libre. El pueblo nunca ha sido, ni siquiera durante el desgobierno de Luis XVI, tan infeliz como en la época de la Revolución. Créanme cuando les digo que un pueblo no madura, no crece ni adquiere inteligencia. ¡Un pueblo es siempre como un niño! De ahí que lo mejor sea dirigir a los hombres, como a los niños, para que den lo mejor de sí.
—Entonces es usted defensor de la situación vigente; de la actualidad.
—Ésta es una definición más bien ambigua y no pienso tolerarla. Un defensor de la actualidad suele ser amigo de lo anticuado y lo malo. Pero resulta que en la actualidad también puede ser todo magnífico y justo, ¿no? ¡Porque entonces sí soy su máximo defensor, sin duda! ¿Y qué me dicen de la libertad? Qué hermosa palabra, si se entendiera bien… Yo no necesito esa libertad en la que los hombres se perjudican recíprocamente o se abalanzan unos sobre otros como caníbales…
Goethe se había puesto de mal humor. Desató a su caballo.
—¿Y de qué lugar del mundo puede decirse que la actualidad es justa o buena? —preguntó Humboldt.
—Venga conmigo a Weimar, la Atenas alemana —le dijo Goethe, montando a lomos de su caballo, como si estuviera invitándolo a comprobarlo en aquel preciso instante—. La ciudad ha crecido gracias a su príncipe, y no hay mayor honor para mí que servir a ese amo al que venero.
Dicho aquello chasqueó la lengua y su caballo empezó a avanzar lentamente hacia el camino. Humboldt y Kleist no dijeron nada, mas cuando Goethe se convirtió en una mera sombra entre la niebla, intercambiaron unas miradas que no dejaban lugar a dudas: no compartían en absoluto la opinión del anciano.
—El príncipe de los escritores es también, precisamente, un escritor de los príncipes —dijo Kleist.
Sonrió, y con aquel gesto borró al fin los surcos de la frente de Humboldt. Kleist se ofreció a hacerle estribo con las manos para ayudarle a montar, y Humboldt aceptó agradecido.
Mientras tanto, Schiller y Arnim se habían convertido en carpinteros. Cuando los tres jinetes regresaron a la iglesia de los carmelitas, éste estaba partiendo una tabla con un hacha mientras aquél lijaba otra que ya estaba partida. Habían extendido todas sus herramientas y construido un verdadero ataúd al que ya solo le faltaba la parte superior.
Arnim se secó el sudor de la frente.
—Hemos decidido ahorrarnos los táleros y los nervios que nos provocarían la compra de un ataúd —dijo—, y qué mejor lugar para ejercer este oficio que el hogar del mayor carpintero de todos los tiempos, ¿no?
Goethe se acercó al féretro y le pasó la mano para apartar varias astillas de madera. Arnim lo miraba por encima del hombro.
—¿Qué, construimos también unos para nosotros?
El anciano reaccionó ante la broma con una mirada reprobadora, pero no dijo nada.
Bettine estaba sentada cerca del coro, observando y comparando las faldas, bufandas y cofias que había comprado a fin de encontrar la combinación más adecuada para parecer varios años mayor. Ya se había teñido el pelo de gris y se había maquillado en exceso, como solían hacer las mujeres entradas en años, con la absurda —y errónea— pretensión de parecer así más jóvenes.
El día fue avanzando inconteniblemente, y cuanto más se acercaba la tarde más emocionados se mostraban los jóvenes, en crasa discordancia con lo que aparentaban sufrir Goethe y Schiller, sumidos en un silencio que casi podía confundirse con la tristeza. Fueron a la guarnición de la iglesia, cogieron el carromato y los caballos que faltaban y los llevaron al patio. Allí guardaron los dos barriles de pólvora detrás de un banco y les pusieron una mecha doble. En cuanto estuvo acabado, el ataúd fue colocado en el pescante de la parte de atrás del carromato. El resto de su equipaje lo escondieron en el interior de la cabina.
Limpiaron sus mosquetes y, siguiendo las indicaciones del lugarteniente Kleist, los cargaron con pólvora y unos inocuos obturadores de papel. Algunos de ellos se lavaron una última vez antes de ponerse la ropa de la guardia nacional. Arnim se arrodilló tras el montón de desperdicios sagrados y rezó una oración. Schiller se despidió de madame de Rambaud en nombre de todos ellos, le agradeció que, pese a sus reparos, hubiese decidido ser una presa tan amable, y le prometió que protegerían la vida de Luis Carlos. Aquella misma noche, en cuanto todo hubiese pasado, podría presentarse en la prefectura y dar cuenta de lo sucedido para que nadie la implicara en el asunto o la considerara culpable. Y de paso también podría informar a las autoridades del paradero de los verdaderos guardias en el bosque de Soon.
Al ponerse el sol tomaron un bocadillo en silencio, aunque la mayoría apenas probó el pan y el jamón y sí, en cambio, el vino. Schiller sonrió para intentar levantarles el ánimo.
—Es preciso. Hay que ser valientes. Y a los que penséis que os falta arrojo, yo os digo: ¡estad tranquilos, el valor crece con el peligro, y la enjundia se adquiere con el impulso!
Dicho aquello se puso el hábito de monje sobre el uniforme de la guardia nacional. Le tocaba salir el primero para advertir de su plan al preso real. Se había quitado el sable y sujetado el bicornio al cinturón.
—Antes de separarnos, sellemos esta alianza heroica con un abrazo —dijo.
Los demás rodearon a Schiller formando un círculo con sus brazos.
—No voy a despedirme. Volveremos a vernos en un par de horas: vosotros llevaréis al Delfín y yo conduciré el carromato con el que nos iremos de esta ciudad en la que todos pisan los derechos humanos. Antes de medianoche habremos cruzado la frontera, y… ¡qué diablos, la primera ronda correrá de mi cuenta!
Schiller alargó el brazo derecho con la palma de la mano hacia arriba. Uno tras otro, Kleist, Arnim, Bettine, Humboldt y por fin Goethe fueron poniendo sus manos sobre la suya, de modo que al final estuvieron las seis juntas. Schiller paseó la mirada por todos ellos y añadió:
—Siento la fuerza de un ejército en mi puño.
Goethe acompañó a Schiller hasta la salida de la iglesia. La niebla seguía resistiéndose a desaparecer.
—Un discurso breve pero impresionante, amigo. Le agradezco que lo pronunciara. Yo mismo siento ahora la energía de la juventud ardiendo en mis venas. Debería ser general o sacerdote.
—En mi próxima vida, quizá.
—Que tardará mucho en llegar, espero. Tenga mucho cuidado.
—Y usted también; y cuide de los chicos. Que le vaya bien.
—¡Cuántas veces habremos dicho ya estas palabras!
—¡Y cuántas veces más volveremos a decirlas!
Y dicho aquello, Schiller se cubrió la cabeza con la capucha y salió del patio por la puertecita del muro en el preciso momento en que las campanas del campanario vecino anunciaban las cinco de la tarde. Una hora después, todos abandonaron la iglesia.
Emocionado y nervioso, el corazón de Schiller latía casi con la misma fuerza con la que los tacones de sus botas golpeaban el suelo de la ciudad. Al llegar a Seilerstrasse vio a una multitud reunida frente a una casa. Schiller se caló más la capucha y se pegó al lado opuesto de la calle para evitar a toda esa gente, pero sin querer tropezó con una mujer que dio de pronto un paso atrás y le bloqueó el paso.
—¡Un monje! —exclamó ella—. ¡Sois un enviado del Cielo, reverendo padre!
Y antes de que Schiller pudiera reaccionar la mujer lo empujó hacia el tumulto gritando:
—¡Sitio, haced sitio al cura!
Y de pronto el escritor, doblemente disfrazado, pudo ver el motivo de semejante revuelo: al pie de la barriguda casa junto a un montón de andamios, vio a un hombre tirado sobre los adoquines del suelo, rodeado de sangre y de fragmentos de pizarra. Una de sus piernas formaba un ángulo grotesco con el tronco.
—¡Es el pizarrero! ¡Se ha caído del tejado! —gritó la mujer—. ¡Ha pedido la extremaunción, padre! ¡Tiene que ayudarlo antes de que sea demasiado tarde!
Schiller se arrodilló ante el moribundo. Se le había roto la columna vertebral. Parpadeaba irrefrenablemente, dejando a la vista ora las pupilas ora el blanco de los ojos. Su mano derecha, recostada sobre el pecho, temblaba como la de una anciana. Las demás extremidades yacían ya inertes. Estaba claro que ningún médico podría hacer nada por aquel hombre, y Schiller lo sabía. En menos de una hora también su alma se rendiría a la muerte.
—¿No habéis llamado a ningún sacerdote?
—¡Sí, reverendo, claro que sí, ya hace rato, pero no llega!
—Un joven, compañero del pizarrero, lanzó una palabrota. Le rechinaban los dientes de pura rabia, y al momento siguiente, le castañeteaban también de miedo.
—¡No vendrá nadie! Por culpa del emperador francés, que es ateo, esta maldita ciudad no tiene suficientes curas para bendecir a sus muertos. Es una… —Tuvo que hacer tal esfuerzo para tragar que se quedó sin habla, y apartó su rostro desconsolado para mirar hacia otra parte.
—Yo no puedo quedarme —dijo Schiller, incorporándose—. Tengo que atender a un asunto de máxima importancia. Lo lamento profundamente, pero tendrán que esperar a que venga el sacerdote al que llamaron.
En aquel momento, un gigante barbudo y arisco cogió a Schiller por los hombros y le dijo:
—Padre, yo soy el capataz de este desgraciado. Era un buen hombre, y no quiero que muera antes de que el Señor lo reciba en su Reino. No pienso cargar con el remordimiento el resto de mi vida. No quiero quedar a merced de la maldición eterna que traerá consigo la culpa de haberlo dejado sin extremaunción. Se lo agradeceré con todo el oro que me pida, padre, pero, por Dios y por todos los santos, no nos deje así.
Schiller miró a los ojos de aquel hombre y al tiempo notó el peso de todas las miradas sobre sí. El capataz no le soltó los hombros.
—Traedme aceite —dijo Schiller, al fin.
Un suspiro recorrió la multitud, que hasta entonces contenía el aliento.
—¡Traed aceite! ¡Aceite! —gritaron varios de los allí presentes.
Y el capataz añadió:
—Que Dios lo bendiga. Que Dios lo bendiga, padre.
Por muy pecado que fuera el hecho de que Schiller estuviera disfrazado de clérigo sin serlo, y que encima se atreviera a impartir un sacramento, lo cierto es que no podía negarse. No podía dejar sin consuelo a toda aquella gente. Como desconocía los formulismos de la liturgia católica empezó a utilizar términos médicos con la esperanza de que el mero uso del latín sirviera para impresionar a cuantos le rodeaban. En principio aún iba bien de tiempo para acceder al transporte del preso a la casa alemana. Enseguida le entregaron varias botellas con aceite. Schiller pidió a los espectadores que se apartaran, y los compañeros del accidentado se esmeraron en obedecerle, de modo que pronto nadie pudo distinguir lo que decía.
Quien sí lo oía bien era el propio moribundo, y Schiller decidió renunciar al latín y decirle palabras de consuelo en su propia lengua alemana. Además, mientras lo hacía, le limpió la sangre de la frente y de las manos. Después pidió a cuantos lo rodeaban que rezaran por su alma, y enseguida se extendió un devoto murmullo por la calle.
La respiración del pizarrero se calmó y los temblores abandonaron su cuerpo. Pero no murió, y el otro sacerdote no aparecía. Pasaron unos minutos muy valiosos. El campanario anunció un cuarto de hora.
La atribulada alma de Schiller se encontró entonces ante un dilema de egregia —o quizá griega— magnitud: por una parte no podía abandonar al pizarrero ni desear su muerte inmediata, pero por otra era consciente de que aquel retraso suyo podía poner en peligro la vida de sus compañeros. Hacía poco había fabricado un ataúd, ahora acababa de dar la extremaunción a un moribundo y dentro de nada esperaba librar a un hombre del cadalso. Estaba claro que hoy la muerte iba a ser su compañera más cercana…
Inesperadamente, los labios del pizarrero empezaron a moverse. No sin esfuerzo logró pronunciar unas palabras. Schiller se inclinó sobre él para poder oírlo.
—Usted no es monje —susurró el hombre—. ¿Quién es?
—Un amigo —dijo Schiller, también con un susurro.
—¿Qué ha sucedido?
Schiller no supo qué responderle. El moribundo repitió la pregunta:
—¿Qué ha sucedido?
—No lo sé —le respondió Schiller. Pero, al ver que aquella respuesta cubría los ojos del hombre con un velo de desesperación, añadió—: El cielo ha abierto sus puertas de oro y en el coro de los ángeles ha aparecido María. Lleva a su hijo en el regazo y alarga los brazos hacia ti. Estás a punto de elevarte en una alfombra de nubes blancas.
Con una lentitud infinita, los párpados del hombre se cerraron por última vez. Lanzó un suspiro, y con él exhaló la vida de su cuerpo.
—Breve es el dolor —dijo Schiller, algo más alto, por si el hombre aún podía oírlo— y eterna la gloria. —Permaneció callado unos instantes, emocionado, y al final añadió—: Amén.
Cuando Schiller se incorporó todos estaban conmovidos. La mujer que le había hecho parar puso una sábana de lino sobre el cuerpo del muerto y lo cubrió por entero. Todos sus amigos empezaron a llorar. Schiller aprovechó aquellos instantes de condolencias para escabullirse entre el gentío antes de que quisieran darle las gracias o incluso pagarle por sus servicios.
El miedo puso alas en sus pies. Avanzó casi a la carrera y al ver las almenas de la penitenciaría teñidas del tono rojizo del atardecer, notó que se quitaba un peso de encima. En cuanto se puso el sol, Schiller había alcanzado la puerta.
Ataron sus caballos en el patio de la casa alemana. Arnim desmontó y, galantemente, ayudó a Bettine a bajar del coche. La joven iba caracterizada de nodriza. Se echaron la escopeta al hombro y se ajustaron la levita.
—Solo una cosa más, amigos —les susurró Humboldt—. Si por algún motivo cayera preso, o herido, no me esperéis. Sabré arreglármelas solo.
—Lo mismo digo —añadió Kleist.
—Y yo —dijo Arnim.
—Pues yo no, desde luego —afirmó Bettine—. Si me caigo por algún motivo, rescatadme lo antes posible o caed también conmigo.
Y Goethe intervino para decir:
—Basta ya de palabras. Pasemos a la acción.
Cuando las campanas anunciaron la hora, entraron en el palacio precedidos por el lugarteniente Bassompierre, alias consejero Goethe. A aquella hora tardía el edificio estaba mucho más vacío que cuando Humboldt lo visitó. Un comisario los guió hasta la oficina del prefecto, que los estaba esperando en compañía de otros dos hombres más. Jeanbon Saint-André saludó en primer lugar a Goethe y a la supuesta madame de Rambaud con todos los honores, y enseguida les presentó a sus dos compañeros: el capitán Santing y su ayudante. El prefecto les comunicó que Santing había sido el hombre capaz de dar con la pista del supuesto Delfín en Hamburgo, apresarlo y traerlo a Maguncia, donde al fin se decidiría su futuro. El capitán era un tipo de mediana estatura, pero sorprendentemente fornido. Su cabeza estaba coronada por una cabellera densa y negra, y sus ojos, que fueron posándose consecutivamente en todos ellos, eran tan oscuros que parecían también negros. Una cuchillada rojiza y mal cicatrizada le unía la parte inferior de la mandíbula con la oreja. Al hablar lo hizo con un acento similar al de Schiller: un francés algo desteñido, aunque no del tipo suabo, más suave, sino bávaro, más bien duro.
—No parece usted nacido en Francia, mon capitaine —dijo Goethe, cuyo francés, en cambio, era impecable.
—Soy francés de corazón; con eso basta —le respondió el oficial.
—El capitán nació en Ingolstadt —añadió Saint-André, no sin orgullo—; del principado de Baviera, el más fiel vasallo de Napoleón. Pero, por desgracia, allí es imposible acceder al rango de capitán sin ser noble. Solo el ejército francés es capaz de alabar el esfuerzo de sus soldados y no el de sus nombres. Hasta el hombre más pobre puede llegar a ser general si demuestra valor y destreza. El hecho de que el capitán Santing esté en el bando del emperador no es más que una nueva muestra de la universalidad de las ideas de Napoleón.
—Mi más sincera felicitación por su hazaña, mon capitaine —le dijo Goethe—. Siento por usted un profundo respeto, pero… ¿podría pedirle que abandone la sala junto con su ayudante mientras llevemos a cabo el reconocimiento?
—No pienso irme, lugarteniente Bassompierre —le respondió el capitán Santing—. Conmigo no debe haber secretos. Al fin y al cabo, conozco bien al joven.
Goethe dudó unos instantes, pero al final decidió no llevarle la contraria a aquel hombre.
—Está bien. ¿Dónde está el preso? —preguntó entonces al prefecto.
—En el edificio. Me lo traerán en cuanto les haga una seña. De todos modos… antes me gustaría saber el procedimiento que seguiremos.
—Pondremos al hombre frente a la honorable madame De Rambaud y ella lo observará atentamente. Si no queda inmediatamente convencida de su identidad, le formulará unas preguntas que solo el verdadero Luis Carlos sería capaz de responder. En caso de que no sea el Delfín, lo devolveremos al calabozo siguiendo las órdenes del general Fouché, pero si lo es, le esperan tres balazos y una sangría mortal, y nosotros —señaló entonces a Humboldt, Kleist y Arnim— nos encargaremos de devolverlo a París.
—Cuatro balas —le corrigió el capitán—. No pienso negarme el placer de poner mi granito de arena, o en este caso de pólvora, en la muerte del tirano.
—De ningún modo —dijo Goethe, con una precipitación que hubiese preferido evitar.
—¿Y por qué quiere negarme este placer?
—Porque la ejecución de la sentencia es responsabilidad exclusiva de la guardia nacional.
—¿Acaso quiere ahorrar pólvora?
—He dicho que de ningún modo, y no hay más que hablar.
—Contenance, lugarteniente. Soy el oficial de más rango en esta sala, y en caso de dudas puedo pasar sin problemas por encima de usted —dijo. La disputa ni siquiera le había borrado la sonrisa del rostro.
Goethe se dio la vuelta hacia Saint-André en busca de ayuda.
—Le ruego, monsieur le préfet, que ejerza de juez imparcial y diga quién debe vencer en este duelo: si el máximo rango presente o esta carta del ministro de la policía.
Y al decir aquello extrajo la autorización de su chaleco y se la entregó a Saint-André, que se sentó a su escritorio para leerla.
—Me temo que deberá usted obedecer las órdenes del lugarteniente, pues vienen de lo más alto —dijo entonces a Santing, quien tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir su enojo.
En cuanto superaron aquel imprevisto, Saint-André indicó a su comisario que hiciera venir al preso. El silencio reinó durante unos minutos en los que Saint-André acercó una silla a Bettine y tomó asiento a su lado. Al fin, el sirviente del prefecto regresó acompañado de dos hombres que llevaban al preso entre ambos. El joven llevaba cadenas en los pies y en las manos, y un saco de lino en la cabeza. Era flaco, casi famélico, y su ropa, pese a su corte indudablemente elegante, estaba sucia y deshilachada por el uso. Los acompañantes se alejaron de la habitación en cuanto hubieron dejado al joven sentado en una silla, y el comisario desapareció en la sala contigua, aunque dejó la puerta abierta.
—¿Sabe por qué está aquí? —le preguntó Goethe.
El enmascarado movió la cabeza hacia el lugar del que venía la voz.
—Sí, señor —dijo. Y carraspeó.
—¿Madame De Rambaud?
Bettine asintió.
Entonces Goethe quitó el saco de la cabeza del preso, dejando al descubierto a un joven con una barba de quince días que le cubría mejillas y barbilla. Su pelo rubio ceniza estaba hirsuto y enmarañado. Tenía los dientes salidos, lo cual le hacía parecer más joven, y en la barbilla, una pequeña cicatriz blanca. Recorrió la sala con expresión angustiada —Santing asintió burlonamente cuando sus ojos se encontraron— y se detuvo en Bettine.
Entonces, antes de que ella pudiera despegar los labios, indicó:
—Ésta no es Ágata de Rambaud.
Se hizo el silencio. La primera en recuperar la compostura fue Bettine.
—Pero mi Luis…
—¡No me llame así! ¡No la conozco de nada!
—Pues claro que me conoces. ¿Acaso el monje no ha hablado contigo?
—¿De qué monje me habla?
Santing cambió de postura y el preso se dirigió a él en busca de ayuda.
—¡Capitaine, ésta no es madame De Rambaud, se lo juro por lo que más quiera! ¡No me deje en manos de esta farsante!
Santing y Saint-André miraron a Goethe inquisitivamente.
—Comprendo —dijo éste—. Pretende librarse de su destino, como una anguila en la nasa.
—¡No! ¡Puedo describirles a la verdadera Rambaud! ¡Les digo que no es ella!
Bettine hizo ademán de apoyar su mano en la del preso, pero éste se zafó de ella como de una forja de hierro ardiendo.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó Saint-André.
—La resistencia de un alma perdida ante el cadalso —dijo Goethe—. Yo no prestaría la menor atención a tanto alboroto.
—¡Quieren matarme! —gritó el preso a voz en grito—. ¡Capitaine Santing, ayúdeme, se lo ruego! Usted es un hombre: ¡atienda a mi súplica!
Fatídicamente, el joven se dirigió precisamente a Santing en busca de misericordia, como un pescador que se asiera a la red en la que se hubiese enredado su barco.
—Un drama para los dioses —dijo Goethe, dedicando al preso un sarcástico aplauso—. Pero ahora acabemos con esta charada. Madame De Rambaud: ¿es éste el hijo del rey?
—Lo es —respondió Bettine.
—¡Claro que lo soy, pero ella no!
—Ya está bien, monsieur Capet. —Goethe hizo una seña a Kleist y Arnim, a lo que éstos se acercaron al preso.
—¡Asesinos! ¡San José y la Virgen, ayudadme!
—Deja en paz a José y a María —le dijo Kleist.
—¡Ayuda!
—¡Calla, perro, maldito, cierra la boca si no quieres zamparte toda la rabia que contiene mi puño!
—No, esperen, un momento —dijo Saint-André, alzando las manos—. Detenga un segundo a sus hombres, si es tan amable. Los reparos del preso me parecen demasiado convincentes para no prestarles atención.
—¡Monsieur le préfet, mi autorización…!
—Solo quiero comprobar sus palabras. Realizar unas preguntas a madame De Rambaud para confirmar que es ella. ¿Lleva encima su documentación? Asumiré toda la culpa en caso de que mi minuciosidad nos lleve a contravenir los deseos del ministro.
—No admito más demora —dijo Goethe. Estaba sudando.
—¡Ésta es mi prefectura, lugarteniente!
En medio de aquel tumulto, Humboldt, que estaba situado algo detrás del resto, cerca de la pared, vio que el ayudante de Santing dirigía su mano derecha hacia su pistola, con ánimo de desenfundarla, y como no tenía nada más a mano que su fusil, optó por darle con la culata en la cabeza. El hombre se tambaleó unos pasos y cayó sobre la moqueta arrastrando consigo un retrato del emperador. Santing hizo ademán de coger su sable, pero Arnim soltó inmediatamente al preso y se lanzó con todas sus fuerzas contra el forzudo capitán. Ambos chocaron contra la pared, pero el capitán se recobró enseguida de la sorpresa y clavó su codo en la parte superior del abdomen de Arnim, que perdió el equilibrio pero no soltó la levita del otro, de modo que ambos fueron a caer sobre el escritorio. Sin soltarse en ningún momento, los dos hombres acabaron con sus huesos en el suelo, no sin antes arrastrar consigo cartas y material del escritorio. A todas éstas, Goethe echó mano de su tercerola para mantener en jaque a Saint-André. El prefecto ya había abierto uno de los cajones de su escritorio —tras el cual continuaba la amarga pelea entre los dos forzudos, Arnim y Santing— con la intención, sin duda, de hacerse con alguna arma, pero a una seña de Goethe a punta de pistola, alzó las manos sobre su cabeza. Bettine, por su parte, había actuado con mucha rapidez: se había sacado un cuchillo de la bota —un detalle de su atuendo que todos desconocían— y había acercado al preso la punta de la cuchilla, para tenerlo tranquilo y calladito.
La precaria situación parecía estar bajo control, pues Humboldt y Kleist habían atado a los ayudantes, que estaban algo aturdidos pero no habían llegado a perder el conocimiento. De lo que nadie podía darse cuenta es de que, tras el escritorio, Santing estaba sentado sobre Arnim y le apretaba el cuello con ambas manos, fuertes como garras de hierro, sin que Arnim pudiera hacer nada para zafarse de él. Lo golpeaba con todas sus fuerzas, pero empezaba a faltarle la respiración. Movió las manos a ciegas, desesperado, en busca de un arma con la que abatirlo, mas solo dio con un bote de tinta que había caído del escritorio. Golpeó con él la frente de su atacante, infructuosamente, y Santing, colérico y negro como el propio diablo, se inclinó con más fuerza sobre él. Arnim notó que le fallaba el corazón. Perdió las fuerzas. Y de pronto todo fueron astillas a su alrededor. El cuerpo de Santing cayó desplomado sobre el suyo y detrás de él pudo ver a Kleist. Llevaba en las manos el respaldo de la silla que acababa de destrozar contra el cráneo de Santing. Arnim empujó a un lado el cuerpo del capitán. Kleist lo ayudó a incorporarse. Las gotas de tinta habían teñido la levita de Arnim como si de sangre negra se tratara. Juntos colocaron al capitán inconsciente junto a sus ayudantes. Goethe carraspeó.
—Bien, bien, bien. Esto no tiene nada que ver con el plan previsto por el señor S., pero espero que todo acabe como deseamos.
—¿Quiénes sois? —exclamó el preso, pasándose también al alemán y aún conmocionado.
—¡Silencio! ¡Silencio! Hemos venido a liberar a Su Majestad. Nos envían unos amigos de sus padres.
—¡Pero si sois miembros de la guardia nacional!
—Son disfraces —dijo Goethe—. Un paso más y quedará usted libre.
—Entonces… ¿no pensáis matarme?
—Si hubiésemos querido matarlo, ya lo habríamos hecho —dijo Bettine, apartando su cuchillo del cuello del Delfín.
Kleist dio un paso hacia el joven.
—Pero ¿por qué demonios se ha resistido? ¿No ha entendido vuecencia las advertencias del monje? ¡El teatro que ha montado nos ha puesto a todos en peligro!
—¡Y dale con el tema del monje! ¡Os juro por mi alma que no he visto ninguno!
Kleist movió la cabeza hacia los lados.
—¡Todo este caos tiene un culpable!
—¿Y ahora cómo salimos de aquí? —preguntó Arnim, con un hilo de voz.
—Con serenidad —dijo Goethe—. Nos han visto entrar, y ahora nos verán salir. El palacio está casi vacío. Nadie nos detendrá.
—Permitan que les corrija —dijo entonces el prefecto, que había seguido con atención el debate recién pronunciado—. Maguncia es una fortaleza. Nadie puede entrar, pero tampoco salir.
—Eso déjenoslo a nosotros, monsieur le préfet. Al fin y al cabo, es nuestro problema.
—Como deseen.
Entonces, mientras Goethe cavilaba sobre el mejor modo de abandonar la ciudad jugueteando con su bigote nuevo y enroscándolo entre sus dedos, Bettine alzó su cuchillo y lo clavó en la puerta entreabierta de la sala contigua. El filo se hundió en la madera y sorprendió al comisario del prefecto, que había sido testigo mudo de aquel disturbio y pretendía escaparse de allí sin que nadie se diera cuenta. Asustado por el ataque, se llevó de inmediato las manos a la cabeza para entregarse al enemigo. Humboldt lo ató junto al resto con el cordón de las cortinas.
—¡Esto es una amazona y lo demás son cuentos! —exclamó Kleist—. ¡Que la mujer se ponga la armadura, que yo me pondré la falda!
Goethe volvió a enfundar su pistola.
—Vámonos ya. Quiera Dios que el señor S., que nos ha fallado en su primer cometido, haya logrado al menos acceder al coche y esté esperándonos abajo. ¿Nos queda cuerda para atar y amordazar también al prefecto?
Kleist cogió el pesado secatintas, que pese al forcejeo seguía sobre el escritorio, golpeó en la cabeza a Jeanbon Saint-André, que se desplomó sobre el parquet en el acto.
—Eso responde diáfanamente a mi pregunta —dijo Goethe. Y con la vista fija en el secatintas añadió—: Las palabras son las armas del escritor.
Dejando atrás a dos hombres inconscientes y a otros dos maniatados, el grupo abandonó el despacho del prefecto, con el príncipe encadenado entre todos ellos. Pasaron junto a un buen número de soldados, pero ninguno de ellos hizo ademán de detenerlos.
—El palacio está controlado —murmuró Humboldt—, pero me temo que la historia se complicará en las puertas de la ciudad.
—Pas de problème. Muestre la autorización y nos dejarán pasar.
—Es usted quien tiene la autorización.
Goethe se detuvo en plena escalera, y los demás lo imitaron.
—¿Cómo dice?
—Que es usted quien tiene la autorización. Yo no.
—¡Por todos los demonios! —maldijo Goethe—. Estaba sobre el escritorio. Pensé que usted…
—¡Pues nos abriremos paso a tiros! —gritó Kleist.
—¡No diga tonterías! Uno de nosotros tiene que volver a por la carta. Sin ella estamos perdidos.
—Iré yo —dijo Arnim.
—¿Usted? —preguntó Goethe.
Y Bettine inquirió al mismo tiempo:
—¿Tú?
—Fui yo quien cayó con el de Ingolstadt y los papeles al suelo, así que sé mejor que nadie dónde encontrar el documento.
—¡Fantástico! A eso le llamo yo tener agallas. Mucha suerte, señor Von A. Le esperaremos a la salida del palacio, junto al muro que da al Rin.
Tras lanzar una última mirada a Bettine, Arnim volvió a subir la escalera hacia el despacho del prefecto, mientras los demás salían de la casa alemana y se dirigían hacia el patio.
La habitación seguía tan desordenada como la dejó. Los dos hombres maniatados habían intentado —en vano— zafarse de sus cuerdas o llamar la atención de alguien de fuera. Cuando vieron aparecer a Arnim, sus pupilas se dilataron por el miedo, como si temieran que hubiese vuelto para acabar el trabajo que sus compañeros habían empezado. Él atravesó la sala y buscó la carta de Fouché por el parquet, detrás del escritorio. Mientras buscaba entre los papeles oyó que un carromato se detenía en la calle, bajo su ventana. Al fin dio con el salvoconducto. Se incorporó. Frente a él, al otro lado del escritorio, el capitán Santing lo apuntaba con una pistola. Tenía los ojos fijos en él y el rostro, cubierto de tinta negra, contraído por la ira.
—¿Quién eres, cretino? —preguntó en alemán.
Todavía estaba algo aturdido y tuvo que apoyarse en la mesa con una mano.
Arnim no respondió.
—¡Dame esa carta!
Arnim no se movió. Fuera, en la oscuridad, los cascos de los caballos golpeaban el suelo adoquinado.
—¡Que me des esa carta he dicho!
Arnim miró el documento que tenía en la mano.
—Dame esa carta, estúpido, si no quieres que te mate.
—Sin ella estamos perdidos —dijo Arnim al fin.
Y dicho aquello la dobló con toda la parsimonia y se la metió en el chaleco, dio la espalda al capitán y se abalanzó hacia la ventana, que estaba cerrada.
La bala le dio mientras saltaba. Inmerso en una nube de cristales rotos, Arnim cayó al vacío y descendió dos pisos. Golpeó el techo del carromato como si fuera una roca, lo rompió y por fin se quedó quieto sobre el banco de la cabina. El Delfín, que estaba sentado en el banco de enfrente, lanzó un grito de terror.
Cuando el capitán Santing, armado ahora con la pistola de su ayudante, se asomó a mirar por la ventana destrozada, tuvo que retirarse a toda prisa para esquivar un disparo de ballesta que le lanzó Schiller, y que finalmente colisionó contra un trozo de cristal que todavía seguía intacto. Después de aquello, Schiller se sentó de nuevo en el pescante, golpeó a los caballos con el látigo y salió al galope de allí. Humboldt, Goethe y Bettine lo siguieron a caballo. Santing se ahorró el disparo y salió corriendo hacia la escalera.
El grupo avanzaba ahora hacia su destino por las estrechas y laberínticas calles maguntinas. Los corceles galopaban como azuzados por jinetes invisibles, y Schiller se limitó a asir las riendas con fuerza y girar de vez en cuando las ruedas, ahora a la izquierda ahora a la derecha, junto a las casas y los muros de la ciudad. Las tablas del carromato crujían por el peso. Una de las ruedas perdió un radio. El carromato pasó entre el armazón de un curtidor y se llevó por delante varias pieles. Muchos ciudadanos gritaron e imprecaron a aquellos guardias franceses que conducían de un modo tan temerario.
Cuando Kleist se acercó a la ventana del carromato semidestrozado, Arnim —que todavía no había logrado encontrar la postura adecuada en su asiento— se llevó las temblorosas manos al chaleco, cogió el salvoconducto y se lo entregó. Kleist continuó galopando hacia donde se encontraba Goethe y se lo pasó.
—¿Cómo está Achim? —preguntó Bettine.
—¡Vivo, el muy osado! Un gato moriría si saltara desde esa distancia, pero él no.
—Reduzcan la marcha de los caballos. Ahí está la puerta roja.
Todo el grupo obedeció las órdenes de Goethe y se acercaron a la puerta a un trote tranquilo que no levantara sospechas. Goethe saludó al capitán de la guardia con toda la parsimonia que pudo y le hizo entrega del salvoconducto. El hombre lo leyó a la luz de una lámpara de aceite y después lanzó una mirada cargada de escepticismo a todos ellos, pero sobre todo a Bettine y al destrozado techo del carromato. Sin embargo, no hizo preguntas. Con un gesto de cabeza les dio a entender que podían pasar. Con aquellos uniformes ni siquiera tuvieron que pagar por cruzar el puente.
Siguieron a Kleist, que conocía el camino, por los almacenes abandonados y los botes amarrados junto al río, y al poco los caballos empezaron a pisar madera en lugar de adoquines. Bajo ellos bramaba el Rin, siempre despierto. Los faroles de la cabina del carromato iluminaban el puente que a esas horas estaba prácticamente vacío. Todo aquello contribuyó a que el grupo se relajara un poco y calmara sus nervios tras el caos vivido en la casa alemana y el osado salto al vacío de Arnim.
—¡Allí está Kastel! —dijo Kleist, señalando la otra orilla del río.
—Lo cercano no siempre queda al alcance de la mano —dijo Goethe—. No celebremos el día antes del anochecer.
Efectivamente, cuando habían recorrido ya unas tres cuartas partes del puente, Schiller gritó desde el pescante:
—¡Nos siguen!
Goethe tiró de sus riendas con tal fuerza que su caballo se encabritó y relinchó, enfadado. En la orilla maguntina del puente apareció media docena de jinetes.
—¿A qué esperas? —preguntó Bettine—. ¡Espoleemos a los caballos!
—No serviría de nada; en el peor de los casos nos darían alcance en Kastel. ¡Señor Schiller, ponga el carromato atravesado! ¡Señores míos, ha llegado el momento de utilizar la pólvora!
Schiller condujo los caballos para que detuvieran el coche cruzado en mitad del puente, para bloquearlo. Kleist y Humboldt saltaron de sus monturas a toda prisa y ayudaron a desmontar al Delfín y a Arnim.
—Me falta el aire y al respirar gimo como un abetal —dijo este último.
Sus pantalones blancos tenían el muslo derecho teñido de rojo, y cojeaba.
Entretanto, Schiller cogió una de las velas de los faroles para prender las mechas. Siseando y humeando, la llama devoró la cuerda grisácea. Tres pasos la separaban de los barriles de pólvora. Una vez prendida la llama, Schiller cogió su ballesta. Los demás ya habían sacado del carromato cuanto habían podido. Como eran seis personas, pero solo tenían cuatro caballos, Schiller liberó los arreos del carromato para poder disponer de los otros dos caballos. Las correas se resistían. Fue una lucha a contrarreloj: contra el enemigo que se acercaba y contra la mecha que se acababa.
Se oyó un disparo que fue a parar al agua. Kleist disparó contra sus seguidores una bala de su mosquete. Estaban a menos de cincuenta pasos y espoleaban a sus caballos mientras echaban mano de sus armas. Humboldt ayudó a montar al herido.
—¡A los caballos! —gritó Goethe.
Schiller liberó al fin el primer caballo del arreo y Humboldt se montó en él. Cogió con fuerza sus riendas y las del caballo del Delfín y se alejó al galope de allí. Los disparos de los franceses resonaban sin descanso sobre el puente. Una bala agujereó el ataúd.
Kleist lanzó al suelo el fusil descargado y cogió sus dos pistolas. Parapetado tras el carromato, empezó a disparar a los enemigos. Hizo blanco en uno de los caballos, que cayó muerto al instante.
—¡Al carajo con todos los enemigos de Brandeburgo! —bramó.
—¿Y la mecha? —gritó Schiller, que aún forcejeaba con los arreos.
Kleist miró hacia el carromato abierto. La llama había devorado ya la mayor parte de la mecha y se acercaba peligrosamente a los dos barriles.
—¡Un paso, solo un paso!
—Deje ya el maldito caballo y larguémonos de aquí —gritó Goethe a su amigo.
Bettine, Arnim, Humboldt y el Delfín ya habían salido al galope hacia Kastel.
En aquel momento, Kleist reconoció al primero de sus seguidores. No era otro que el mismísimo capitán Santing, a quien sus balas no parecían amedrentar lo más mínimo. Kleist apuntó hacia él, pero falló. Después se alejó del carromato y montó en su caballo.
—Vayan tirando, enseguida les alcanzo —gritó Schiller, que acababa de soltar el último de los arreos.
Saltó a lomos de su caballo, pero el capitán de Ingolstadt ya había llegado al carromato y lo había esquivado. Schiller, que estaba a punto de espolear a su caballo, se encontró de pronto ante aquel rostro iracundo y ennegrecido… y ante su pistola cargada y apuntándole. Santing apretó el gatillo.
Pero apenas un segundo antes de que aquel dedo llegara al final de su recorrido, la mecha alcanzó su meta y detonó la pólvora de 1793. La explosión hizo estallar el carromato, que se rompió en mil pedazos. La voladura pudo verse claramente desde ambos lados del río, y un trueno resonó en varios kilómetros a la redonda. En el puente se abrió un agujero y el bote que estaba agarrado a aquellas tablas se hundió por el peso de su ancla. Santing, Schiller y el caballo perdieron pie y fueron devorados por el río junto con las astillas del puente. El primero hacia un lado y el segundo hacia otro. La explosión fue tan fuerte que hasta el corcel de Kleist, que no había logrado distanciarse lo suficiente del lugar en el que estaba puesta la pólvora, perdió el equilibrio y cayó de rodillas contra la barandilla del río, aunque enseguida pudo recuperarse y ponerse de pie. Entre la lluvia de astillas, un fragmento del antiguo ataúd cayó sobre el bicornio de Goethe y le golpeó la cabeza abriéndole de nuevo su herida. El consejero tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlar a su caballo, que estaba muerto de miedo. Miró atentamente hacia el río en busca de su amigo, pero solo vio trozos de madera y astillas que el Rin se apresuraba a apartar de ahí. La boca negra del agua parecía haber engullido a Schiller.
Al otro lado del boquete, que no era extraordinariamente grande pero sí lo suficiente para imposibilitar el acceso, los acompañantes de Santing intentaron tomar posiciones. Cuando lanzaron su primer disparo, Kleist azuzó a su caballo y cogió al tiempo las riendas de la montura de Goethe, que parecía dispuesto a quedarse ahí petrificado, mirando al Rin con el corazón encogido, sin hacer nada, para ayudarle a salir de allí. Y mientras se alejaban del puente al galope, Kleist tuvo la sensación de que jamás volverían a ver al jinete ni a su montura.
Lo primero en lo que pensó Schiller al recuperar los cinco sentidos y recobrar el aliento fue en aquella moneda que se le cayó al agua cuando quería pagar al pescador. ¿Había provocado realmente la maldición del río, tal como había predicho el anciano? ¿Se convertiría el Rin en su Fin? ¿Moriría ahogado o se congelaría antes? Por ahora podía soportar el frío del agua… La ballesta le pesaba en la espalda, pero se resistía a soltarla. Recordó las palabras de consuelo con las que intentó reconfortar al moribundo hacía apenas unas horas.
Entonces, mientras intentaba orientarse, oyó el sonido de unas palas golpeando el agua y se vio sorprendido por varios molinos de agua a los que se acercaba a toda velocidad. Sin pensarlo dos veces, Schiller empezó a nadar con todas sus fuerzas, moviendo brazos y piernas para no ser engullido por las palas. Sus esfuerzos se vieron recompensados: al cabo de un rato alcanzó efectivamente el lateral derecho de un molino, que como el resto estaba asentado sobre la base romana del puente, y logró asirse a las piedras que sostenían los pilares del puente reventado, mientras el Rin seguía su curso, espumajoso.
Los molinos estaban abandonados. Una de las vigas del puente se había quedado atrapada en las palas de uno de ellos y la bloqueó durante tanto tiempo que al final esta crujió y se partió. Cuando le dispararon desde el puente levantó la vista, mas no supo reconocer si se trataba de amigos o de enemigos. Comprobó si seguía ileso, esperó a recuperar el aliento, y se lanzó de nuevo al río. La orilla francesa le quedaba más cerca que la alemana, pero tenía que hacer lo posible por alcanzar esta última.
Cuanto más se acercaba al centro del río más fuerte era la corriente, y por cada metro que avanzaba perdía otros cuatro arrastrado a la deriva. Para no pensar en el peligro de muerte al que se enfrentaba, y también para marcar un ritmo preciso a sus movimientos y brazadas, empezó a recitar de memoria la balada de Goethe del aprendiz de brujo. Aunque se interrumpió de inmediato al llegar al punto en el que el héroe de la balada está también a punto de ahogarse. Siguió nadando sin descanso hasta que la dura resistencia del agua lo dejó sin fuerzas.
Llegó a la orilla haciendo de tripas corazón. Seguro que el momento en que sus pies pisaron el lodoso suelo fue uno de los más felices de su vida. Arrastrándose más que caminando, recorrió los últimos metros cubiertos por el agua, y al llegar por fin a la orilla tropezó irremediablemente y hundió en el barro manos y rostro.
—¡Yo os saludo, tierra madre! —murmuró—. Aquí debo quedarme.
Sin embargo, no pudo hacerlo. Pese a que le ardían las extremidades tenía el cuerpo frío. Con un nuevo esfuerzo sobrehumano se incorporó, ignoró el agua que se le había metido en las botas y echó un vistazo a su alrededor. Kastel quedaba muy lejos de allí. Río abajo pudo reconocer las luces de Wiesbaden y el contorno de un caballo —de su caballo, por increíble que pareciese; aquél al que había salvado de la muerte— que, tras haber cruzado el Rin a nado, no parecía tener nada mejor que hacer que saciar su sed precisamente en éste.
Schiller se acercó al animal lentamente, hablándole con toda la calma de que fue capaz, y el animal accedió a que se le acercara y asistió, paciente, al ataque de tos que le sobrevino sin avisar. Schiller acarició los flancos húmedos del caballo y al fin saltó a su lomo.
—Un poco más y lo habremos logrado. Yo podré dormir un poco y tú tendrás cinco fanegas de avena.
Los dos supervivientes galoparon por los campos en barbecho, dieron un rodeo para evitar la francesa Kastel y se dirigieron hacia el pueblo de Kostheim.
Schiller se reunió con sus compañeros poco antes de llegar al albergue de Kostheim en el que se alojaba el cochero ruso de madame Botta. Todos ellos se habían quitado los uniformes de la guardia y se habían vuelto a vestir con su ropa. Kleist y Humboldt, que estaban a punto de salir en busca de Schiller, fueron los primeros en recibirlo con sinceros abrazos y los ojos húmedos. Bettine rompió a llorar mientras cubría con una manta al recién llegado, que temblaba como un flan, y Arnim, a quien habían sentado ya en la cabina del carromato para que reposara la pierna en la que había recibido el balazo, asomó tanto la cabeza por la ventana que a punto estuvo de caerse. Boris y el Delfín se quedaron a un lado, observando la escena en silencio. Habían liberado de sus cadenas al hijo del rey y le habían dado una levita nueva y una barra de pan. Tenía tanta hambre que siguió comiendo incluso mientras se producía aquella conmovedora escena.
—¡Lo hemos conseguido! —dijo Kleist—. ¡Hemos triunfado! Si Maguncia es el escaparate de Francia, os aseguro que acabamos de tirar una piedra enorme contra sus cristales.
Goethe fue el último en felicitar a Schiller por su hazaña de cruzar el Rin a nado. Le estrechó la mano y le dijo:
—Se ha fastidiado el peinado.
Schiller se pasó la mano por los húmedos rizos y contestó:
—Absolutamente.
—Ya me temía lo peor. ¿Se encuentra bien?
—Como pez en el agua.
Goethe sonrió.
—Madame, messieurs —dijo entonces, dirigiéndose al resto del grupo—. Contengamos las lágrimas, el suelo alemán nos ha recuperado. Pero aplacemos las celebraciones para otra ocasión; ahora tenemos una única prioridad: ¡recuperar fuerzas y huir! No vamos a quedarnos: por mucho que estemos en Nassau, la frontera napoleónica queda a un tiro de piedra y es posible que nuestros bonapartistas estén lo suficientemente chalados para perseguirnos hasta en suelo extranjero. De modo que montemos rápido en nuestros caballos. Ya celebraremos nuestra aventura cuando hayamos puesto varios kilómetros de por medio.
—La noche nos protege de la persecución —dijo Schiller—. Y, a no ser que el enemigo tenga alas, no temo que nos den alcance.
Luis Carlos se sentó en el pescante, al lado de Boris, y Schiller se metió con Arnim en la cabina. Mientras el grupo se ponía en marcha y se alejaba de Kostheim bordeando el Main, Schiller se quitó su uniforme helado y empapado y se puso ropa seca.
En el acto, Arnim empezó a explicarle cuanto había sucedido en la casa alemana y el modo en que habían entrado en Kastel tras meter una trola al guarda, que estaba muy alarmado, acerca de un atentado británico producido en Maguncia. Por supuesto, tras decir aquello y enseñar el fantástico salvoconducto de Fouché, no tuvieron ninguna dificultad en salir de la ciudad sin esperar a los controles. Dicho aquello llegó el turno de Schiller, que le narró la historia del pizarrero moribundo y de la inesperada ayuda espiritual que se vio obligado a brindarle como sacerdote, que le impidió llegar a tiempo al calabozo para informar al Delfín de sus planes. Algo que había estado a punto de abocar al fracaso todo el proyecto.
Cuando acabó de hablar, Schiller echó un vistazo al muslo de Arnim. La bala de Santing le había abierto un surco en la carne, pero no se le había quedado dentro. Una herida dolorosa, pero no peligrosa.
—La cicatriz le quedará bien —dijo Schiller.
—¡Bah! Todavía estoy muy lejos de las treinta que usted tiene —dijo el joven berlinés, en tono jovial—. ¡Pero el bávaro ese casi me la agujerea, por el amor de Dios!
—Por eso el diablo ha venido esta misma noche con el correo urgente: estoy seguro de que la dinamita lo ha hecho volar en mil pedazos. Apostaría lo que fuera a que su trasero está ahora sentado sobre el Rin, camino al mar.