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HUNSRÜCK

Su viaje transcurrió por las colinas que se elevaban junto al Rin, pero el suelo se había reblandecido con el deshielo y el viaje resultó algo farragoso. Durante la noche avanzaron entre Hängen des Rheingaus y las ciudades que quedaban a orillas del río, y en una ocasión en que las nubes se abrieron levemente pudieron ver las luces de la fortaleza francesa en Maguncia elevándose por encima del Rin. Por mucho que Boris hizo restallar su látigo sobre las cabezas de los caballos y maldijo a las pobres criaturas en su idioma y por todos los santos de su patria, lo cierto es que no alcanzaron su meta hasta que empezaron a asomar por el este las primeras luces del alba. Media milla por encima de Aßmannshausen, los pasajeros salieron de su carromato en un tramo que resultaba demasiado escarpado y yermo, a la orilla del río, justo a la altura de las ruinas del castillo Rheinstein. El ruso secó con una toalla los flancos de los caballos, que no dejaban de resollar, mientras los otros cinco pasajeros se echaban a los hombros maletas, mantas y armas. La escarcha crujió bajo sus suelas.

—Tengo los huesos hechos puré —se quejó Bettine—. Espero no tener que volver a montar nunca en un coche de éstos. ¡A partir de ahora montaremos solo a lomos de nuestros zapatos!

—Echará de menos el carromato cuando su calzado caballo empiece a sangrar —le dijo Humboldt.

Goethe y Schiller se detuvieron sobre una pequeña colina y observaron el río. Enseguida se les unió el joven Arnim. El cielo estaba claro, a excepción de algunas estrellas pálidas y varias nubes etéreas, y tenía el color amarillo grisáceo del amanecer. Y el Rin yacía en su cuna, oscuro y dormido, a sus pies.

—Saluda conmigo al anciano padre Rin —dijo Schiller.

Goethe lanzó un suspiro que se elevó como una nubécula en el frío aire de la mañana y al poco desapareció.

—Es magnífico. Los grandes ríos siempre resultan de lo más sugestivo. Cuánto me alegro de volver a verlo.

—Pero qué difícil se hace encontrarlos en esta tesitura —apuntó Arnim—. Otrora fuente de la vida germana, ya no es más que el guardián de sus fronteras…

—… si las cosas no cambian, el galo no tardará en ponerse a brincar sobre su corriente —concluyó Schiller.

—No permitiremos que las cosas vayan tan lejos. —Arnim desenvainó su sable—. ¡Los extranjeros no volverán a gobernar nuestra tierra!

Goethe le dio unos golpecitos en la espalda.

—Valientes palabras, mi joven amigo. Busquémonos, pues, un bote y recorramos el país enemigo antes de que Febo nos adelante con su carro solar.

—¿Ahora? Pero si ya es casi de día. ¿Qué pasaría si hubiera soldados en la otra orilla o entre las ruinas?

—Esperemos que aún estén dormidos. No podemos permitirnos el lujo de perder todo un día.

Schiller señaló hacia la orilla.

—Allí hay un pescador atracando su bote.

Río abajo, efectivamente, vieron a un anciano con dos niños, que lo ayudaban a tirar de una barquita cargada con la pesca de la mañana. Schiller se encaminó hacia el pescador para pedirle que los cruzara hasta la orilla prohibida a cambio de unos táleros.

Mientras tanto, Goethe agradeció a Boris sus servicios y le indicó que se dirigiera hacia la orilla derecha del Rin, frente a Maguncia, y que los esperase en la pensión que quedaba en el principado de Nassau. El cochero les deseó mucha suerte desde el pescante, y pidió a Goethe que matara el mayor número de franceses de que fuera capaz. Dicho aquello, partió.

Cuando los demás llegaron a donde se encontraba Schiller, éste ya había cerrado un acuerdo con el canoso pescador, que llevaba un gorro en la cabeza y una pipa apagada en la boca. Sus dos nietos, una niña monísima y un niño pequeño, cogieron dos tablas de madera y las colocaron en los costados de la barca, a modo de bancos. El pescador apenas dedicó una breve inclinación a sus inesperados pasajeros y ni siquiera les dirigió la palabra, como si la información que pudiera intercambiar con ellos no fuera a traerle más que problemas.

Schiller fue el primero en subir a bordo.

—Despediros del suelo alemán. Que nos acompañe el espíritu patriótico cuando esta fluctuante barca nos deje en la orilla izquierda, allí donde la fidelidad alemana llega a su fin.

En cuanto todos hubieron metido sus equipajes y tomado asiento en la barca, el anciano la separó de la orilla y la condujo diestramente por la corriente.

El sol empezaba a asomar por el horizonte, iluminando las copas de los árboles y las cimas de las montañas. Solo al oeste, sobre el castillo en ruinas, el cielo continuaba oscuro. Entre los jirones de nubes emergieron algunos pajarillos que volaban hacia el este. Goethe estaba sentado en la proa de la barca y era el único que daba la espalda a la orilla francesa. Cerró los ojos. La brisa hacía sonar las olas cual cuerdas de un arpa eólica, y, sin que él se diera apenas cuenta, su respiración fue ajustándose al ritmo de los remos.

Humboldt se encontraba frente a Goethe en la primera de las dos tablas, con la barbilla apoyada sobre la mano derecha. Miraba fijamente la superficie del agua, como si quisiera romperla y llegar hasta sus profundidades para descubrir en ellas, quizá, el refugio de los nibelungos. El niño que se encontraba entre él y Goethe lo imitó: con la cabeza y el brazo recostados en el lateral de la barca observaba su reflejo soñoliento sobre la superficie del agua. En la orilla se había hecho con la rama de un árbol y de vez en cuando rompía los trozos de agua helada.

Schiller era el único que había preferido quedarse de pie, para lo cual se apoyaba en su bastón. Ni siquiera se había quitado la bolsa del equipaje. Con la cabeza echada hacia atrás buscaba centinelas franceses en el castillo desmoronado. Pero la orilla parecía desierta y al poco rato desvió su atención hacia la media luna que aún se erguía sobre los peñascos; unos cuernos plateados en el cielo de oro, y se quedó prendado de ella.

En el otro banco estaban Bettine y Arnim, muy cerca el uno del otro. Bettine tenía las manos sobre el regazo. Estaba helada. Cuando Arnim la vio reprimir un escalofrío, puso una mano sobre las de ella y le pasó la otra, torpemente, por los hombros, aliviado de que en aquel momento ninguno de los hombres les prestara atención.

El pescador no quitaba ojo de la orilla opuesta, y, del mismo modo que iba metiendo su remo a derecha e izquierda de la barca, iba también pasándose la apagada pipa de un lado a otro de la boca. La única que observó realmente aquella insólita tripulación fue la nieta del anciano, que iba sentada a su lado y sostenía en las manos un segundo remo. El vaivén del bote, el murmullo de los remos, el soplo del viento rompiendo la superficie del agua, la ligera niebla de la orilla, el planeo de los pájaros, el destello y el parpadeo de las últimas estrellas de la noche… Todo tenía una nota de misterio en aquel silencio espectral, y nadie despegó los labios en todo el trayecto.

En el preciso momento en que Humboldt, que había saltado ya a la orilla, empezaba a arrastrar la barca hacia suelo firme, el sol hizo su aparición sobre el valle del Rin. En cuestión de minutos, los colores se volvieron brillantes y el aire, cálido, y la magia de la luz crepuscular se desvaneció. Schiller quiso remunerar al barquero por el servicio prestado, pero al coger el dinero de la caja se le escapó una moneda y ésta fue a parar al río. Aquello sacó de sus casillas al anciano.

—¡Por el amor de Dios! ¿Se puede saber qué hace? —exclamó el barquero—. ¡Está llamando a la mala suerte! ¡La corriente no soporta este metal! ¡Sáquelo inmediatamente del agua!

Schiller se arremangó y sacó la moneda del turbio Rin, pero el barquero ya no quiso aceptarla.

—Entiérrenla lo antes posible, bien lejos de aquí, o les perseguirá la maldición de la corriente.

Meneando la cabeza, Schiller entregó al anciano otra moneda. Éste no la aceptó, se alejó de allí sin despedirse y regresó con sus nietos a la orilla alemana del río. El pequeño se había quedado dormido, pero la niña no apartó la vista de ellos hasta el final.

Se llevaron los equipajes a hombros y ascendieron la sinuosa pendiente tras los pasos de Humboldt. Sus frentes no tardaron en perlarse de sudor. Pasaron junto a las ruinas del Rheinstein, que estaba desierto, pero en cuyas almenas ondeaba provocativamente la bandera tricolor. Arnim suspiró al observar los derrocados muros de la fortaleza medieval, recuerdo de un tiempo pasado mucho mejor.

Llegados a la cresta de la peña escarpada, los cinco viajeros se detuvieron a tomar aliento y observaron por última vez el Rin, extendido a sus pies, bajo la falda de la montaña, reflejando el sol del amanecer.

—¿No va a enterrar la moneda? —preguntó Arnim a Schiller.

—¿Quiere que pierda un tálero? No tengo la menor intención de hacerlo. ¿O acaso pretende decirme que se ha creído usted la fábula del anciano?

—Solo digo que vamos a necesitar toda la suerte del mundo para nuestra campaña, y no tenemos ninguna necesidad de provocar al infortunio —dijo Arnim, al ver que Schiller no podía dejar de reír, añadió con terquedad—: las palabras de los ancianos suelen esconder grandes verdades.

Frente al grupo se extendían ahora las estribaciones del Hunsrück y una ancha marisma. Su idea era dejar atrás el bosque de Soon al día siguiente y alcanzar cuanto antes la calzada que unía Tréveris con Maguncia.

Bienvenu en France —dijo Goethe—, canton Stromberg, arrondissement Simmern, département de Rhin-et-Moselle. Qué foránea se nos ha vuelto la patria.

Bettine movió la cabeza, pensativa.

—Hunsrück, francesa. Quién lo iba a decir.

Goethe dio unas palmadas y añadió:

Ça, Ça, no lo lamentemos más; metámonos en el bosque antes de que nos descubran los douaniers.

Humboldt, que conocía aquella zona por un viaje que había hecho al Niederrhein en su juventud en compañía de su amigo y colega de investigación Georg Forster, fue erigido en guía de la expedición. Cogió su brújula y Goethe le entregó los mapas del duque. Avanzaron por senderos y caminos salvajes y junto a arroyos y cañadas, siempre a resguardo de las patrullas francesas, y lo cierto es que —ya fuera por la pericia de Humboldt, ya por la poca población que en cualquier caso habitaba aquella zona— no se cruzaron con nadie en toda la mañana. Ni franceses ni de ninguna otra nacionalidad. El cielo estaba despejado, en agradable contraste con las alemanas aguanieves de los últimos días. Era como una muestra de la veracidad de la tesis: el sol solo sonríe en las tierras que quedan a la izquierda del Rin. Humboldt no tardó en sacar un gran machete para cortar ramas pequeñas y apartar la obstinada maleza que les dificultaba el camino.

Hablaron poco, probablemente por el hecho de que la estrechez de los senderos los obligaba a avanzar en fila india. En un par de ocasiones, Goethe intentó hablar con Humboldt sobre el insólito cambio de vida del mencionado Georg Forster —aquel amigo de ambos que, a raíz de la Revolución francesa y la invasión de las tropas francesas en 1793, proclamó la República junto con otros jacobinos alemanes—, pero Humboldt estaba demasiado concentrado en el camino y no tenía tiempo para contestarle. Entonces Goethe se despistó por unos segundos, anduvo sin prestar atención a lo que hacía, y se golpeó la cabeza con una rama, de modo que volvió a abrirse la herida. A partir de ese momento, él tampoco volvió a abrir la boca.

Achim von Arnim precedía a la joven Brentano, le apartaba las ramas de la cara y la ayudaba a saltar los riachuelos y los troncos caídos. Cuando se ofreció también a llevarle la bolsa, ella no dudó en pasar delante de él y devolverle burlonamente la cour-toisien que hasta entonces él le había brindado. Sin embargo, y pese a que su vestido era de un tejido muy resistente, el dobladillo no tardó en desgarrársele con las matas del camino y en cubrirse de lodo. Cerraba el grupo Schiller, que se volvía de vez en cuando para observar el bosque desierto. Cuando Arnim le preguntó por qué lo hacía, Schiller le respondió que tenía la sensación de que lo estaban siguiendo, ya desde Eisenach, aunque debía admitir que cada vez estaba más de acuerdo con Goethe en que aquella idea no era más que una mala jugada de su cerebro. Con aquellas palabras provocó, sin pretenderlo, que Arnim se mostrara mucho más alerta. A partir de aquel momento, el joven comenzó a observarlo todo atentamente y a darse la vuelta más veces incluso que Schiller, dispuesto a proteger a Bettine con su propia vida en caso de ser necesario.

En el valle que se abría entre Stromberg y Daxweiler tuvieron que cruzar, por primera vez, una carretera. Humboldt dejó en el suelo su bolsa, la más pesada de todas con diferencia, y sacó un pequeño telescopio de latón con el que recorrió el valle de cabo a rabo. La carretera estaba vacía. A paso ligero, los cinco abandonaron las sombras de los árboles y cruzaron un campo que estaba en barbecho. Una vez en la carretera, Schiller se detuvo de pronto y dijo:

—¡Eh!, mirad ese gorro, sobre ese palo.

Los otros obedecieron. Unos pasos más allá vieron un árbol francés de la libertad: el tronco pelado de un chopo, de unos quince metros de alto por lo menos, clavado en la tierra como un mayo, y sobre él el gorro rojo de los jacobinos. A la altura de los ojos habían colgado una pizarra en la que se leía: passants, cette terre est libre.

—Caminantes, esta tierra es libre —dijo Bettine.

—Continuemos —añadió Goethe, pero los otros no pudieron separar la vista de aquella imagen. El árbol de la libertad los atraía inexplicablemente.

El tronco había vivido épocas mejores. Ahora estaba torcido, y gusanos y cucarachas se habían comido con gusto gran parte de su madera. La pizarra estaba resquebrajada y tras ella pendía una telaraña con numerosas moscas muertas junto a la propia araña sin vida. Por debajo de la copa del árbol había colgada una bandera tricolor que ondeaba, cansina, al viento. Tenía las puntas raídas, el rojo y el azul se habían desteñido y el monárquico blanco, oscurecido a base de manchas, de modo que la bandera parecía recoloreada, insignia de un país desconocido. Encima de todo yacía el gorro jacobino, con una escarapela en el costado. El fieltro, que fuera rojo, se había visto tan maltratado por el viento y la climatología que el gorro más bien parecía un trapo mojado y lleno de agujeros, tal como podía verse desde abajo.

—¿Qué nos importa el gorro? Un gorro sin cabeza en un árbol sin raíces —dijo Goethe—. Vamos, larguémonos.

—¿Sabéis a qué me recuerda este gorro? —preguntó Bettine—. Al gorro de dormir de Michel[6].

Arnim suspiró.

—¡Qué va! Michel no decapitaría a su rey ni esclavizaría a otras naciones.

Schiller arrancó una astilla de la pizarra.

—Los nuevos tiempos avanzan a pasos agigantados, qué duda cabe —dijo—. ¿Cuánto hace que empezó esta revolución de los franceses? ¿Eh? ¿Apenas quince años? Quince breves años para haber pasado ya de monarquía a democracia, oligarquía, tiranía, consulado e imperio. ¿Me he saltado algún paso?

—Niños, ¿podríamos dejar ya el palito con el gorro y debatir sobre el tema guarecidos por la maleza? —les propuso Goethe.

—Si al menos se hubiese detenido en la democracia… —dijo Humboldt.

Schiller asintió.

—¡Dios, cuántas esperanzas tenía yo puestas en Francia antes de que el miserable tirano esclavizador lo destrozara todo y su adorable Ilustración se rindiera a la locura sanguinaria! Los oprimidos por el rey no fueron en ningún momento personas libres, sino simples animales salvajes a los que se ofrecieron cadenas más favorables. Los ojos deberían anegársenos de lágrimas al pensar en la oportunidad que perdieron entonces.

Y dicho aquello golpeó el palo con el puño, de modo que la escarapela y el gorro frigio temblaron en lo alto del palo.

—Prestadme atención, tenemos que dejar la carretera —insistió Goethe, aunque ninguno de ellos parecía dispuesto a escucharlo.

—Los alemanes emprendimos la revolución de otro modo —apuntó Arnim.

—Los alemanes no emprendimos la revolución de ningún modo —le corrigió Humboldt.

—Y probablemente fue lo mejor —dijo Schiller.

Ego dixi: estamos jodidos —dijo Goethe entonces, pues acababa de ver una patrulla francesa apareciendo tras una curva.

—¡Ah! —dijo Arnim.

—¡Eh! —dijo Schiller.

—¡Ih, oh, uh! —dijo Goethe—. ¡Recorred el alfabeto, si queréis! Pero acabáis de echar por tierra nuestro plan, solo porque os ha apetecido charlar de historia bajo un gorro rojo. Mis últimas palabras serán: «Ya os lo decía yo».

Eran tres miembros de la guardia nacional, y por lo visto llevaban a dos presos que iban esposados y con cadenas atadas a los pies. Los franceses llevaban fusiles y bayonetas caladas.

—¡En nombre del emperador! ¡Deteneos! —gritó uno de ellos en francés, mientras se dirigían hacia ellos a toda prisa.

Los cinco viajeros miraron a su alrededor. Para llegar al bosque tenían que descender por un terraplén y pasar sobre un arroyo, o bien volver por donde habían venido, que quedaba un buen tramo al aire libre. En cualquiera de las dos opciones parecía evidente que los franceses abrirían fuego.

—Tendríamos que haber enterrado la moneda —dijo Arnim.

—¿Luchamos? —preguntó Schiller, llevándose una mano a los hombros para coger su sable.

La respuesta de Humboldt y Goethe fue simultánea.

—No —dijo el primero.

—No, por el amor de Dios —dijo el segundo.

Y Humboldt añadió:

—Mis salvoconductos.

El grupo de franceses les dio alcance. Uno de los guardias desenfundó su arma y apuntó al grupo mientras otro indicaba a los prisioneros que se arrodillasen. Los uniformes de los soldados estaban en muy mal estado: pantalones raídos y polvorientos, cinturones mal abrochados y sueltos y varios botones perdidos, tanto en las levitas como en los chalecos. Los bicornios se ladeaban sobre sus cabezas, y en sus mejillas crecía la sombra de la barba. Se cubrían con bufandas que no formaban parte del uniforme, y uno tenía la barbilla enrojecida.

Mientras le hacía entrega de los salvoconductos, Humboldt se dirigió al soldado de mayor edad en un francés refinado y fluido. El sergeant observó los documentos y Humboldt empezó a contarle una rotunda y perfecta mentira sobre una investigación científica que su equipo —y al decir aquello señaló a sus cuatro acompañantes— estaba llevando a cabo en el margen izquierdo del Rin, donde debía analizar y estudiar los yacimientos de basalto. Por supuesto, no olvidó intercalar numerosas alabanzas a los progresos del gobierno francés y a su compromiso con la ciencia, gracias al cual había obtenido aquellos salvoconductos.

Cuando Humboldt concluyó su discurso, otro de los guardias bajó su mosquete y les dijo:

—Si el cervecero este admira tanto la República, ¿por qué no se quita el sombrero ante el árbol de la libertad?

El sargento observó a Humboldt.

—Tienes razón —convino; luego, dirigiéndose al científico, añadió—: Presenten sus respetos a la República. Los cinco.

—Por supuesto —se apresuró a contestar Humboldt, quitándose el sombrero y susurrando al resto del grupo que debían descubrirse la cabeza ante el gorro jacobino.

Todos se quitaron los sombreros inmediatamente; solo Arnim tardó un poco más en reaccionar. Echaron la cabeza hacia atrás y observaron solemnemente el gorro de fieltro rojo.

—Y ahora, que canten La Marsellesa —dijo el mosquetero, sonriendo.

—¿Perdón?

—Ya ha oído a mi amigo —dijo el sargento—. Sean corteses en nuestro país, y canten el himno de la República.

—No pienso hacerlo —siseó Arnim—. Además, es nuestro país.

—¡Cállate! —siseó Goethe a su vez.

—¿Qué pasa? Si tampoco nos entienden…

—Yo no estaría tan seguro.

Bettine zanjó la discusión entonando con su bonita voz la letra de La Marsellesa, con la mirada puesta en el gorro frigio. Los hombres se sumaron a ella pocas líneas después, pero Arnim se limitó a mover los labios sin emitir sonido alguno. Uno de los soldados se dio cuenta y le propinó un golpe con la culata de su arma, de modo que a éste no le quedó más remedio que cantar. Las evidentes dificultades con el texto que tenían varios de los cantantes divirtieron enormemente a los franceses.

Al acabar la primera estrofa, el sargento los interrumpió riendo.

—Ya vale, ya vale, basta ya de serenatas. A excepción de mademoiselle desafinan ustedes como los osos. Y se dice contre nous de la tyrannie, y no entre nous. Pueden volver a ponerse los sombreros, ciudadanos.

—¿Podemos irnos? —preguntó Humboldt, alargando la mano hacia los salvoconductos, pero el sargento dobló los documentos y los metió en el bolsillo izquierdo de su uniforme.

—No. Ahora nos acompañarán a la comisaría de Stromberg. No queda demasiado lejos. Allí comprobaremos si es cierta su historia sobre el estudio del basalto.

Humboldt palideció. Goethe tensó los puños sobre su sombrero, que aún tenía en las manos. Arnim acercó una mano a la empuñadura de su sable.

El guardia más pendenciero dio un paso hacia Bettine y la cogió de la mano.

—Y yo daré el paseo en compañía de esta bella morena. Los camaradas se quedarán boquiabiertos al verme entrar en Stromberg junto a mi nueva amiga.

Bettine no rechazó la mano que le ofrecía el sargento, pero Arnim se interpuso de inmediato en su camino y lo apartó con sorprendente rudeza. Los otros dos mosqueteros le apuntaron inmediatamente con sus armas.

—No se lo aconsejo, ciudadanos —dijo el sargento—, a no ser que prefieran ir esposados.

Y entonces, cuando parecía que no quedaba ya ninguna esperanza, Schiller dio un paso al frente con una carta en la mano y dijo:

—Por los derechos que me fueron concedidos como citoyen français en este documento de la Asamblea Nacional parisina, los exhorto a que guarden sus armas y nos dejen libres de inmediato.

Por mucho que esta sorprendente amonestación fuera pronunciada en un francés más que deficiente, lo cierto es que provocó un gran respeto. El sargento leyó el diploma, en el que, efectivamente, se nombraba a Schiller —o, mejor dicho, a Monsieur Gille, Publiciste allemand— ciudadano de honor de la Revolución francesa. Pero más que el título en sí, lo que impresionó a los guardias fueron los nombres que aparecían en las firmas del documento: héroes indiscutibles de la Revolución, todos decapitados hacía tiempo. El documento tenía un aire de testamento…

A partir de aquel momento todo sucedió muy deprisa: el sargento devolvió a Schiller su certificado y los salvoconductos, indicó a sus soldados que guardaran las armas y pidió disculpas a los cinco «científicos» por lo grosero de su comportamiento. Les dijo entonces que en aquellos agitados tiempos Hunsrück solía recibir la visita de indeseables —al decir aquello miró a los dos presos— que debían ser encontrados y arrestados. Se llevó entonces la mano al bicornio y les deseó un feliz viaje y mucha suerte con las minas de basalto. Dicho aquello, los franceses y sus presos se pusieron en marcha hacia Stromberg. Los cinco viajeros los siguieron con la mirada, atónitos.

Arnim tenía aún la cara roja de ira por la desfachatez e impertinencia de los franceses, cuando Bettine se dirigió a él en voz baja y le dio las gracias por su valeroso aunque al mismo tiempo irresponsable comportamiento.

Goethe leyó de arriba abajo el documento de Schiller y se lo pasó a los demás.

—¡Qué me parta un rayo! Aquí ha firmado hasta Danton, que en paz descanse. ¡Nuestros salvadores llegan desde el reino de los muertos!

—¿Por qué no nos dijo antes que era ciudadano de honor de la Revolución? —le preguntó Humboldt.

—El documento está manchado con la sangre de la guillotina. En realidad quise romperlo tras la muerte de Luis XVI

—Pues me alegro de que no lo hiciera. Los neofranceses no están a favor de un imperio, pero para los revolucionarios de los primeros tiempos es algo sagrado.

Sea como fuere, los cinco viajeros se alejaron del árbol jacobino y de la carretera, cruzaron el riachuelo y desaparecieron en el bosque que les quedaba justo delante. Por el camino, Arnim fue tarareando sin darse cuenta la Marsellesa, y cuando al fin se percató de lo que estaba haciendo sonrió y dijo:

—¡Hay que ver lo pegadizo que resulta este Te Deum revolucionario!

—¿De veras es Contre nous de la tyrannie? —preguntó Schiller—. Entonces… ¿qué dice? ¿Contra nosotros la tiranía? ¡No tiene sentido!

—¿Y qué más te da? El caso es que la música no está mal.

Humboldt volvió a ponerse a la cabeza del grupo, con la brújula en una mano y el machete en la otra. Goethe avanzaba sumido en sus pensamientos y, más hablando consigo mismo que con Humboldt, murmuró:

—Obligarnos a reverenciar un gorro vacío… Ésta sí que ha sido una orden estúpida.

—¿Y qué tiene de malo un gorro vacío? —le preguntó Humboldt—. Nosotros bien que reverenciamos a ciertas cabezas huecas.

La noche prometía ser clara y fría, y el quinteto se mostró por ello más que agradecido cuando Humboldt descubrió una vidriería al margen del camino, aproximadamente kilómetro y medio antes de llegar al valle de Ellerbach. Tenía un patio central y varias casetas menores a su alrededor, todas ellas quemadas y derruidas. Negros estaban los solitarios huecos de las ventanas, y tiempo hacía que el bosque había reconquistado la obra del hombre: el musgo cubría las paredes y a la sombra de los altos árboles crecían sus vástagos sobre el suelo reventado. Solo una casita algo más apartada parecía seguir intacta. Cuando Humboldt empujó la puerta todos miraron al interior, en cuyo centro había un horno de cristal con una chimenea de hierro. El suelo estaba cubierto de polvo y suciedad, algunos vidrios y plumas de pájaros. Alguien había sacado de sus marcos los cristales de las ventanas, pero las paredes y el techo seguían en perfecto estado.

—Hasta la menor cabaña tiene su espacio —dijo Schiller.

Mientras los unos barrían y echaban a un lado la basura más aparatosa y ponían mantas y pieles en el suelo y frente a las ventanas abiertas, los otros salieron en busca de madera para hacer una hoguera. Bettine temió encontrarse con algún bandido en la oscuridad de la noche, pues al fin y al cabo se hallaban en el bosque en el que verdugos y schwarzpeter cometían sus abusos, pero aparte de un ciervo que saltó sobre la madera no vieron ni un alma en todo el bosque invernal. Arnim sacó de la chimenea un nido de pájaros abandonado y entre todos encendieron en fuego, que en un abrir y cerrar de ojos hizo de la vidriería un lugar mucho más agradable. Los caminantes se pusieron gasas sobre los pies heridos y compartieron sus provisiones: pan y salchichas de Göttinger. Colocaron una cazuela al fuego para preparar té. Goethe hizo circular una botella de aguardiente. Después de comer, Schiller sacó su pipa y su pestilente bolsa de cuero con tabaco, e inhaló su contenido hasta que los demás le pidieron que saliera afuera a fumar esa pestilente inmundicia. Desde allí les fue llegando el sonido de su tos cada dos por tres.

Cuando Schiller regresó, Humboldt dormitaba de nuevo y los demás se preparaban para imitarlo. Entonces Goethe rogó a Arnim que les deseara buenas noches con alguna de las melodías que había recogido en sus exquisitas antologías de canciones populares. Pese a que la alabanza lo llenó de orgullo, Arnim se debatió largamente con su vergüenza hasta que al final logró entonar con voz aguda Liegst du schon in sanfter Ruh, y con esa melopeya se quedaron todos dormidos, Arnim y Goethe junto al fuego, Bettine estirada entre ambos, Humboldt junto a la ventana y Schiller ante la puerta, como un perro guardián.

Al día siguiente, Schiller se despertó con el ruido de la cazuela con la que Goethe andaba trasteando sobre el fuego recién reavivado. Arnim y Bettine seguían durmiendo, él con el ceño fruncido y ella dándole la espalda, y Humboldt se había marchado. Goethe le explicó que había salido de la casita antes del amanecer, y que le había pedido permiso para dar una vuelta. Quería informarse sobre el paradero de madame De Rambaud y de su séquito.

—Es un verdadero aventurero, un caminante, un indiano —afirmó Goethe, entusiasmado—. Ni se le ocurra quejarse de haberlo invitado a venir.

Los demás no quisieron hacer nada hasta que Humboldt estuviese de vuelta, de modo que dedicaron su tiempo a desayunar largamente, para empezar, y a familiarizarse con sus armas, para continuar. Schiller cargó varias veces su ballesta y disparó piedras contra un árbol muerto mientras Goethe instruyó a Arnim y a Bettine sobre el modo de cargar y disparar sus armas. La joven resultó ser extraordinariamente hábil con el uso del cuchillo, y no tardó en aprender a lanzarlo con destreza y clavar su afilada cuchilla en el tronco del árbol, justo entre las marcas de las pedradas de Schiller. Así, Schiller, Bettine y Arnim practicaron el arte de cargar y apuntar —pero sin disparar realmente, para ahorrar balas y pólvora—, y Goethe anduvo de un lado a otro de las ruinas, con las manos cruzadas a la espalda. Hasta que decidió tomar asiento en una de las piedras caídas y, como si estuviera sentado en una chaise longue, se entretuvo observando los ejercicios de sus compañeros.

No fue hasta el atardecer que vieron aparecer a Humboldt por el camino abandonado que comunicara el valle con la vidriería.

—Llega tarde, mas llega usted —le recibió el impaciente Schiller.

—No vengo de vacío.

Humboldt había ido hasta la calzada y al llegar a la primera aldea había preguntado por el carromato de París. Nadie recordaba haber visto viajeros o equipajes franceses, de modo que el geógrafo se dirigió algo más al oeste, hacia el pueblo de Sobernheim, y al descubrir que tampoco allí sabían darle ninguna información sobre el paradero del transporte que le interesaba, decidió apostarse junto a la Oficina de Correos. A primeras horas de la tarde apareció una calesa, y Humboldt supo de inmediato que en ella iba la nodriza del rey. La dama y sus acompañantes se alojaron en la posada. Humboldt contó un cochero y cuatro guardias a caballo, y la cifra supuso un varapalo para Goethe.

—Cinco soldados. Admito que había contado con dos, máximo tres. Parece que el asunto es de vital importancia para Napoleón, ¿eh? Destina a cinco de sus soldados…

El resto del grupo, que había tomado asiento en el suelo y sobre el tronco de un árbol caído frente a la puerta de la cabaña, mantuvo un turbado silencio. Por fin, Schiller lo rompió:

—¿Qué hacemos?, por Zeus.

Goethe suspiró.

—Sentiría haber realizado en vano este fatigoso viaje para dejar en la estacada al Delfín, pero, dadas las circunstancias, no oso asumir la responsabilidad de realizar el asalto.

Sus palabras provocaron las protestas del resto, pero Goethe dijo:

—Piénsenlo bien, amigos míos: cinco soldados del mejor ejército del mundo contra el mismo número de civiles, entre los que se cuenta una mujer y un anciano.

—¡No eres un anciano! —le espetó Bettine.

—Me refería a Schiller.

Schiller, que por entonces había vuelto a encender su pipa, sonrió con indulgencia:

—¿Ni siquiera ahora es capaz de reprimir una broma, señor consejero? Ya hablaremos cuando su rostro gris esté paralizado y pálido por el miedo…

—Pues yo no pienso volver a Alemania con las manos vacías —dijo Bettine—. Tenemos el factor sorpresa de nuestra parte. Yo digo que funcionará. Liberaremos a Luis Carlos.

—Yo también deseo salvarle la vida, Bettine, pero no a cambio de las nuestras —le respondió Goethe.

—Yo estoy de acuerdo con el señor Von Goethe —dijo Humboldt.

Bettine se dio la vuelta y fijó la vista en Arnim.

—¿Qué dices tú, querido? ¿También quieres volver a casa sin lograr nada y dejando una pobre alma inocente en manos de Napoleón, es decir, de Satán? ¿O prefieres actuar como un héroe que se ríe del peligro en su cara para salvar la vida de otros?

—Lucharé —dijo Arnim con resolución—. No pienso dejarme avergonzar por el coraje de una mujer.

—Éste es el Achim que conozco y que quiero.

—Entonces somos dos contra dos —dijo Goethe. Y después, dirigiéndose a Schiller, añadió—: Amigo mío, parece que le toca a usted desequilibrar la balanza. ¿Hacia dónde quiere que se incline? ¿Ataque o retirada?

Schiller siguió con la mirada una nube azul en el cielo antes de contestar.

—Ataque. ¡Coraje, digo! ¡Coraje! Dios ayuda a los valientes. Tengo la sensación de que…

—¿Alguien nos sigue?

—No, maldita sea. Tengo la sensación de que ganaremos.

Goethe asintió.

—Bien, pues, tres contra dos. Está decidido: mañana nos enfrentaremos a los franceses. Les agradezco que no me hayan hecho tomar la decisión. En cualquier caso, durante el día de hoy he maquinado un plan de ataque, y me gustaría que me dieran ustedes su valiosa aprobación.

Se levantó y liberó con sus botas el follaje muerto del suelo del bosque. Cogió un palo y con él trazó dos líneas paralelas en la tierra.

—Éste es el camino que conduce hasta Maguncia —dijo—. Los atacaremos desde atrás, desde Sobernheim, en una zona boscosa. —Dicho esto cogió una losa de pizarra y varias pinas y las colocó entre las dos líneas que delimitaban la pequeña calzada—. Esta losa es el cochero, y las pinas son los guardias. Supongo que irán dos delante y dos detrás, ¿no es cierto?

Humboldt asintió.

Para finalizar, Goethe introdujo en su maqueta cinco de las bellotas que se había dedicado a recolectar aquella mañana. Dos situadas detrás del carromato, dos sobre la línea marcada en el suelo y una algo más apartada, entre el follaje, que representaba el bosque junto al camino.

—Estos somos nosotros. El señor Von Arnim y el señor Von Humboldt en la parte de atrás, Bettine y yo aquí, y el señor Schiller escondido en el boscaje.

—¿Y esa piedra? —preguntó Arnim, señalando una china situada justo detrás de la bellota que le representaba.

—Ésta es una piedra normal y corriente y no desempeña ningún papel en nuestra historia.

—¿Puedo cambiar la bellota que hace de Bettine? Está sucia y tiene una forma muy fea —dijo Bettine.

—Por supuesto.

—Pues entonces yo preferiría sustituirme por una flecha de ballesta —dijo Schiller, apartando su bellota y sustituyéndola por una flecha clavada en tierra.

Arnim colocó su bellota correctamente, de modo que el sombrerito quedara justo en la parte superior, y dijo:

—¿Me permites quitar la piedra? Me incomoda, y más puesta aquí, justo a mi espalda…

—Por favor. Y cuando hayáis concluido con la decoración me gustaría explicaros mi plan de una vez.

Goethe y Bettine tenían que situarse en el margen del camino y fingir que habían sido víctimas del ataque de unos bandidos. Si todo sucedía según lo previsto, uno de los jinetes de delante descendería de su caballo —o quizá los dos— para interesarse por lo sucedido. Ellos los esperarían con las armas ocultas. En aquel momento, Humboldt y Arnim saldrían de entre las matas, por detrás, y pondrían en jaque a los guardias de la parte trasera. Por su parte, Schiller debía supervisar el asalto desde un árbol o algún lugar elevado que le permitiera tener a la vista al cochero en todo momento, y por supuesto también a los soldados, de modo que si alguno oponía resistencia e intentaba usar su arma, recibiera el saludo de su ballesta.

—Espero que no se derrame ni una sola gota —dijo Goethe—, pero si al final hay sangre…

—…que sea sangre francesa —añadió Arnim, concluyendo su frase.

Goethe asintió.

—¡Paf! La marta se hace la muerta, y ya tenemos a la gallina en el saco —exclamó Schiller, entusiasmado, sacando su flecha del suelo—. La idea es audaz, y por eso mismo creo que me gusta.

Acto seguido, los cinco se retiraron a la vidriería, aunque tardaron mucho en conciliar el sueño. El único que se quedó dormido en cuanto se hubo tapado fue Humboldt, el garante de que se despertaran a tiempo al día siguiente.

Antes de que saliera el sol ya se habían apostado a derecha e izquierda del camino: allí donde la carretera de Sobernheim se introducía brevemente en el bosque, en un lugar cuya naturaleza resultaba lo bastante densa para esconder a los alemanes, pero no tanto para despertar las sospechas de los franceses. Arnim y Humboldt se tumbaron en el suelo, entre la maleza. Este último llevaba en la mano un látigo que había hurtado al cochero ruso. Para su fastidio no tardó en ponerse a llover, y ambos fueron a buscar cobijo bajo los árboles. No querían mojarse ni estropear la pólvora de sus pistolas.

Schiller se había puesto a cubierto bajo el saliente de una roca, parapetado tras un matojo de saúco. Desde allí arriba vería a los viajeros antes de que aparecieran en escena, y la distancia era a un tiempo lo bastante corta para que sus flechas pudieran atravesar a cualquiera que se moviera por el camino.

Mientras tanto, Goethe se había situado en el borde del camino, y, para caracterizarse mejor como víctima de un asalto, se había quitado el sombrero. De este modo dejaba a la vista la fea herida de su cabeza y provocaba la impresión de que acababan de golpearlo. Bettine se arrodilló junto a él, dispuesta a romper a llorar en cuanto Schiller diese la señal. Llevaban las pistolas escondidas entre los pliegues de la ropa. Como el suelo estaba frío y la lluvia tampoco ayudaba, Bettine ofreció a Goethe que recostara al menos la cabeza sobre su regazo. Un apoyo algo incómodo, sin embargo, pues los nervios de la inminente actuación no la dejaban quedarse quieta.

—Cómo me alegra haberte conocido en esta aventura —dijo la joven al cabo de un rato—. Nuestras cartas y la amistad que te unía a mi madre me parecían un tesoro muy preciado, pero… ¡El señor Von Goethe en persona! La sangre me golpeaba en las sienes en cuanto te vi con la abuela y con tus nobles amigos en el salón. Y me alegro de que Achim nos acompañe. Él te admira y adora como lo hago yo, aunque jamás osaría decírtelo a la cara.

—¿Lo amas?

—¡Hombre! Es imposible no hacerlo. Tiene una bonita figura, un carácter valiente y un corazón noble. Ya solo su semblante… Los demás tienen simples caras… —Bettine miró hacia la calle, en ambas direcciones, y añadió—: ¿Y a quién se supone que debo representar ahora? ¿A tu esposa o a tu hijita?

—Bueno… no soy tan vanidoso como para pretender que te hagas pasar por mi mujer.

—¿Y por qué no? Tienes un aspecto extraordinario.

—Te burlas de mí, Bettine.

—De ningún modo. Tienes el rostro de un Júpiter olímpico —le dijo, mientras le secaba las gotas de lluvia de la frente.

—Mi edad es lo único realmente olímpico que me queda.

—La edad es lo que da cuerpo al buen vino.

En lugar de responderle, Goethe arqueó las cejas y miró a Bettine a los ojos desde su regazo.

—Está bien, seré tu hija —dijo ella, divertida—. Una hija de los dioses y una hija de Goethe[7]. Igual que el pupilo Mignon de tu Wilhelm Meister, yo seré ahora tu Mignon.

—¡Albricias! ¿Te has leído mi Wilhelm Meister? ¿El libro entero?

—Me lo dio Clemens. Y lo tengo grabado en el corazón, palabra por palabra.

Goethe se rió.

—¡Si supieras lo dulce que eres! Y debes de tener un corazón muy grande bajo estos jamones.

Un silbido de Schiller interrumpió la conversación.

—Es la hora —dijo Goethe, y cerró los ojos.

Los franceses se acercaron. Se oyó crujir la maleza a ambos lados de la carretera, en los lugares en los que Humboldt y Arnim se habían apostado. Al poco, el carromato apareció tras una curva, tal como Goethe había predicho: con dos guardias delante y dos detrás del vehículo.

En aquel preciso instante Bettine rompió a llorar por su padre, al que habían golpeado unos indeseables, y lo hizo tan bien que a punto estuvo de conmover a las piedras.

—¡Padre mío! —sollozó—. ¡No me abandones! ¡Quédate conmigo!

El cochero hizo frenar a los caballos, y de inmediato se les acercaron los jinetes que iban delante, dos jóvenes que desmontaron de sus caballos y corrieron a socorrer a Bettine.

—¡Bandidos! —gritó ella, señalando la herida en la cabeza de Goethe—. ¡Me han arrebatado a mi padre!

Uno de los muchachos se dio la vuelta para observar atentamente el bosque, con el mosquete en posición de tiro, mientras el otro, un joven moreno y delgado, se llevó el arma a la espalda y se arrodilló junto a los supuestos agredidos, no sin antes tener la galantería de quitarse el bicornio.

—¿Qué tiene su padre, señorita? —preguntó en balbuciente alemán.

Rien —respondió Goethe abriendo los ojos en aquel preciso momento y empuñando su pistola de tal modo que su cañón quedó justo a unos centímetros de los ojos del soldado—. Arriba las manos.

A partir de entonces sucedió todo muy deprisa. Bettine sacó también su pistola de entre los pliegues de su vestido y apuntó al segundo joven, que durante unos segundos no supo si dejar caer su mosquete o disparar a Bettine, quien acababa de gritarle «¡Manos arriba!». El cochero, en cambio, no lo pensó dos veces y cogió a toda prisa la pistola que llevaba en el pescante. Sin embargo, una flecha se clavó en la madera del carromato, a pocos centímetros de él, en cuanto intentó desenfundarla, y en el bosque se oyó el sonido de una ballesta volviendo a tensarse. Schiller había decidido intervenir en su defensa, y tras el disparo de advertencia el cochero dejó la pistola y se llevó las manos a la cabeza. Los caballos empezaron a percibir el nerviosismo del ambiente y se pusieron a golpear el suelo con sus cascos. Las ruedas del carromato crujieron en la arena. Por la parte de atrás aparecieron entonces Humboldt y Arnim, gritando al tiempo que salían de la maleza. Cuando el soldado que estaba más cerca de Arnim levantó su pistola, éste cogió la suya y apretó el gatillo, pero la pólvora se había humedecido y no pudo disparar.

Maldijo en voz alta y apretó el gatillo varias veces más. Entonces el francés dirigió su mosquete hacia él y le prendió fuego, pero mientras la llama prendía la mecha, Humboldt lanzó su látigo y lo enroscó en el cañón del arma, de modo que en el último momento pudo desviar el disparo, que se perdió en el vacío. Los caballos se encabritaron, y Humboldt aprovechó aquel momento de incertidumbre para servirse del látigo y arrebatar definitivamente el arma al francés. Cuando ésta cayó al suelo, Arnim se hizo con ella inmediatamente. En el interior del coche, que llevaba las cortinas bajadas, se oyó el grito breve y agudo de una mujer, y después reinó el silencio.

—Por favor, ajen las armas —dijo Goethe en un francés alto y claro, mientras se levantaba—. Desmonten de sus caballos y llévense las manos a la cabeza. Tenemos a varios hombres escondidos en el bosque y en este preciso momento están apuntándoles con sus bayonetas. Tengan la amabilidad, pues, de no intentar ningún truco. Si hacen lo que les decimos los dejaremos marchar enseguida, parole d’honneur. Si no, nos veremos obligados a matarlos.

Los franceses intercambiaron miradas, pero no palabras, y en silenciosa aquiescencia dejaron sus fusiles y sus sables en el suelo. Humboldt condujo a sus dos prisioneros hacia la parte de delante. Colocaron a los cuatro jinetes juntos a un lado del camino, ataron al carromato las riendas de los caballos y dejaron al cochero en el pescante. Arnim confiscó los mosquetes, las cananas y los sables, así como las pistolas del cochero, y enseguida tuvo un bonito montón de armas a sus pies. En cuanto los guardias quedaron desarmados, también Schiller salió de su escondite, se reunió con sus compañeros y destensó su ballesta. Bettine devolvió al joven y educado francés su sombrero, algo más pesado por la lluvia.

—Muchas gracias —dijo Goethe, dirigiéndose a los soldados. Pasó su arma a Bettine y se dirigió hacia la calesa con las cortinas corridas—. ¿Madame De Rambaud? No tema, no va a pasarle nada. Haga el favor de salir del coche. —En el interior se oyó un ruido, pero no sucedió nada—. ¿Madame De Rambaud? —preguntó de nuevo Goethe. Entonces se acercó a la puerta.

Ésta se abrió de pronto, bruscamente, y un sexto soldado salió del coche apuntándole con una pistola. Cogió a Goethe pasándole el brazo izquierdo por el pecho y apretándole los hombros con la mano, y le clavó la boca de la pistola en la sien. Inmediatamente, los otros cuatro apuntaron al soldado. El aire se llenó del sonido de los gatillos al tensarse, pero nadie osó disparar. La vida de Goethe estaba en manos del francés, y su cuerpo era un escudo perfecto para el soldado.

—Bajen las armas o disparo —dijo el hombre. Era mayor que los otros y llevaba uniforme de lugarteniente. Sus ojos brillaban con la alegría del triunfo—. ¡He dicho que bajen las armas!

Goethe observó el rostro de sus camaradas: Arnim y Humboldt, con los dedos temblorosos sobre sus gatillos; Bettine, con una pistola en cada mano y el pelo empapado y pegado a la frente, y Schiller, tan pálido como si la boca de la pistola estuviera apuntándole a él.

—No va a dispararme —dijo Goethe al lugarteniente.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué no?

—Porque soy un fantástico escritor y su emperador, que aprecia mucho mis libros, jamás le perdonaría mi muerte.

—¿Qué libros?

Les Souffrances du jeune Werther, por ejemplo. Lo ha leído siete veces.

—Cierto, cierto. ¿El Werther es suyo?

—Por completo.

—Pues razón de más para matarlo.

—¿Acaso lo ha leído? ¿Y no le ha gustado?

—Me encantó, maître, pero me desagradó tremendamente su final. Mi Werther no se habría suicidado. Lloré por su alma. Si hubiese sido francés… ciel!, habría seguido luchando por Lotten, tanto si ella pertenecía ya a otro hombre como si no. De hecho, luchar por una mujer casada le habría motivado mucho más.

—Bueno, no cabe duda de que los procederes de nuestras naciones difieren ostensiblemente.

—Basta de charlas. Hagan el favor de bajar las armas de una vez.

—¿Nosotros? ¿Por qué nosotros? Ustedes solo tienen un preso; nosotros, cinco.

—Está bien: bajaremos todos las armas y cada uno seguirá su camino, ¿de acuerdo? —Al ver que Goethe no contestaba, el lugarteniente añadió—: Le doy mi palabra de oficial de que podrán marcharse en cuanto estén desarmados.

Entonces Bettine dejó su arma en el suelo, y los demás siguieron su ejemplo. El lugarteniente hizo una seña a sus hombres, que cogieron sus armas, pero él no dejó libre a Goethe.

—Atadlos —dijo—. En Maguncia habrá sin duda varios calabozos libres para estos tunantes.

—¡Pestilencia inmunda! —maldijo Goethe—. ¡Nos dio su palabra!

El lugarteniente sonrió.

—Bueno, no cabe duda de que los procederes de nuestras naciones difieren ostensiblemente.

Pero en aquel preciso instante alguien disparó desde uno de los arbustos del camino. La sangre manó a borbotones de la frente del lugarteniente. Su cabeza salió disparada hacia atrás, con tal fuerza que destrozó la ventana del carromato. Su cuerpo se desplomó sobre el suelo, entre Goethe y el cochero, con el arma bien sujeta hasta el último momento, los cristales rotos crujieron bajo su peso. Uno de los soldados disparó precipitadamente hacia el bosque, hacia donde creía que se escondía su atacante, y la respuesta fue inmediata y lacónica: un segundo disparo que se le metió en el cuerpo, justo bajo las costillas.

El cochero y otro de los soldados se escondieron detrás del carromato. Arnim arrebató el mosquete al soldado que le había estado apuntando y ahora se disponía a disparar también hacia los arbustos, y le dio un culatazo que lo tiró al suelo.

—¡Rendíos, franceses, o moriréis! —rugió una voz desde el follaje.

Un tercer disparo rompió en mil pedazos la lámpara de cristal del carromato, y de inmediato salieron los dos franceses que se habían escondido detrás. Sumisos, dejaron las armas por segunda vez. El herido se había dejado caer en el suelo, junto al que había sido derribado con la culata del mosquete, y se sujetaba el agujereado pecho con las manos. La sangre se le escapaba entre los dedos.

Las miradas de los franceses, y las de los alemanes, se dirigieron entonces al bosque, hacia el lugar del que habían salido los disparos. Fue entonces cuando hizo su aparición el misterioso protector de los germanos, que resultó ser precisamente el lugarteniente prusiano con cara de niño que vieron por última vez en Frauenplan. Llevaba una pistola en cada mano, con sendos perros cazadores grabados en las culatas. El largo cañón de una de ellas aún humeaba bajo la fría lluvia.

—Éste debería ser el primer aliento de la libertad teutona —dijo con evidente satisfacción.

—¿Usted? —exclamó Goethe.

—¡Por la ira de Plutón! —siseó Schiller—. ¡Ya sabía que nos seguían!

—Señor consejero, dama, caballeros: espero no llegar en mal momento.

—Pero ¿qué rediablos está haciendo usted aquí?

—Espero la valoración de mi comedia, ¿lo recuerda? Me la debe. Aten a los soldados antes de que tengan tiempo de reaccionar.

Estaban todos demasiado sorprendidos como para no obedecer sus órdenes. Ataron con cuerdas a los cinco franceses. Schiller, antiguo médico de su regimiento, que había tenido la sabia precaución de llevar consigo una bolsita de cuero con las medicinas más indispensables y algunas tinturas, echó un vistazo a la herida de bala del enemigo. Arnim y Bettine abrieron el carromato por la parte que continuaba intacta, y vieron a Ágata Rosalía de Rambaud, una nodriza de unos cuarenta años, desmayada sobre el banco por el exceso de emociones. La cogieron entre ambos y la sacaron para que le diera el aire. La lluvia no tardó en devolverle los sentidos. Se turnaron para hablarle e intentar tranquilizarla. Pronto volvió el color a sus redondas mejillas, y las manos dejaron de temblarle. Con un comportamiento exquisito y un trago de aguardiente consiguieron hacerle ver que no querían causarle daño.

Llegados a ese punto, Goethe se percató de que tenía pegadas al pelo algunas gotas de sangre del lugarteniente. Su salvador le ofreció un pañuelo, sonriente.

—Podría haberme dado a mí —le dijo.

—¿Está dándome las gracias? Le aseguro que si hubiese pensado que podía darle, no habría disparado.

—En ese caso se lo agradezco, joven. Y gracias también por su pañuelo. Lo limpiaré y se lo devolveré en cuanto tenga la oportunidad.

Schiller se les unió tras ofrecer los primeros auxilios al francés, y alargó la mano al prusiano.

—¡Rayos y truenos! ¡Vaya disparo! ¡Vaya gesta! Señor…

—… von Kleist. El más fiel vasallo de vuecencia, Heinrich von Kleist de Frankfurt.

—¿Frankfurt? —preguntó Goethe.

—Oder.

—¿Oder qué?

—Frankfurt del.

—¡Ah[8]!

—Listo y dispuesto para poner mis dos rayos —alzó sus pistolas— y mi persona al servicio de vuestra causa.

—¿Acaso sabe cuál es nuestra causa?

—Hacer uso de la espada de la venganza para exterminar a toda la gentuza de la suiza francófona que se ha aglomerado en torno al cuerpo de Germania cual enjambre de insectos.

Heinrich von Kleist bajó la mirada hacia el lugarteniente francés que yacía a la sombra del carromato, tirado en el lodo, sobre los cristales rotos y su propia sangre, y que era desde ese momento la primera víctima de aquella venganza. Los demás se fijaron también en el objeto de la mirada de Kleist, y solo entonces se percataron de que el lugarteniente aún no estaba muerto: sangraba, pero seguía respirando. Schiller se arrodilló de inmediato junto al infortunado. La bala le había entrado por encima del ojo derecho, haciéndole saltar los sesos. Sus pulmones funcionaban aún, de un modo espantoso; unas veces, casi imperceptiblemente; otras, con ruidosa violencia.

Schiller se incorporó.

—No hay nada que hacer —dijo en voz baja a los demás—. En breves instantes se habrá cumplido su destino. Unas contracciones más y todo habrá acabado.

—¿Y qué podemos hacer?

—Liberarlo de su sufrimiento, como buenos cristianos que somos.

—Por mucho que nos cueste —dijo Kleist.

—Una punzada en el corazón —propuso Schiller.

—Un festín para los gusanos. —Kleist desenvainó su sable—. ¿Me permiten acabar lo que comencé?

Goethe asintió. Kleist se acercó al cuerpo inmóvil. El rostro del lugarteniente estaba ya marcado con el sello de la muerte. No movió un solo músculo, pero en sus ojos leyeron que estaba listo para su final.

Kleist alzó su arma y dijo en francés:

—¡Y ahora, vuelve al infierno del que viniste!

—¡Detente! —exclamó Goethe—. Éstas no son palabras con las que despedir a un cristiano, sea francés o no. Al fin y al cabo, le gustaba mi obra.

Kleist dejó caer el sable y, todavía en el idioma materno del muerto, dijo:

—Descanse en paz. Que el Todopoderoso se apiade de su alma y le ofrezca la vida eterna. Si peco, que Dios me perdone.

Y dicho esto clavó la punta de su sable en el cuerpo del francés. Murió de inmediato.

Por fin, Kleist se dirigió al resto de alemanes para presentarse, y ellos lo recibieron con cordialidad. Entretanto, Goethe los instó a abandonar la calzada con premura, antes de que algún otro viajero o incluso una patrulla francesa aparecieran por el camino. Obligaron a los presos a subir al coche y colocaron al lugarteniente muerto en la parte de atrás. Arnim y Bettine se metieron en la cabina, a ambos lados de la nodriza real. Los demás montaron en los caballos y enseguida se dirigieron, camino arriba, hacia la antigua vidriería del bosque. Arnim puso el grito en el cielo quejándose de la lluvia que había echado a perder la pólvora de su pistola y había estado a punto de obligarlo a dar con sus huesos en la cárcel. En realidad todos los alemanes estaban de un humor algo maltrecho: se habían zafado de la catástrofe por los pelos y habían acabado con la vida de un hombre. En voz baja, Schiller se preguntó si debían considerar ya que su plan había fracasado. Al fin y al cabo, habían tenido que matar a un hombre para salvar la vida de otro.

Pero el más compungido de todos parecía ser Humboldt. Se culpaba del fracaso de su plan inicial porque en la estación de Sobernheim contó solo cinco hombres, y no seis. Goethe intentó restar importancia al asunto y liberar a Humboldt de su arrepentimiento: al fin y al cabo, él había hecho mucho más que cualquier otro, había servido mejor a su empresa y no debía dejarse llevar por los remordimientos. Humboldt se mostró sinceramente agradecido con Kleist, gracias al cual se había librado de caer en las garras de los franceses, y éste aceptó encantado las muestras de agradecimiento de su compatriota prusiano. No sin orgullo les explicó cómo había logrado pasar desapercibido mientras seguía a los viajeros desde Weimar hasta allí mismo, pasando por Frankfurt —en parte porque tenía la necesidad de arreglar cuanto antes su disputa con el señor Von Goethe y en parte también por pura curiosidad—, cómo había perdido el rastro de sus presas en dos ocasiones, primo en Frankfurt y secundo junto al Rin, y cómo lo había recuperado gracias a su instinto; el mismo que le instó a permanecer tanto rato oculto entre la maleza, hasta asegurarse de que su aparición supondría una ayuda contundente. Efectivamente, la intuición de Schiller, la sensación de que los estaban siguiendo, no le había fallado.

En cuanto llegaron a su provisional campamento, encerraron a los soldados en su interior. Habían encontrado esposas, cadenas y manillas de hierro en el carromato, y las utilizaron para atar a los franceses a la chimenea del horno de gas.

Bettine y Goethe cubrieron mientras tanto el cuerpo del oficial con las piedras del muro caído. Goethe vació los bolsillos del muerto y encontró varias monedas y una carta.

En cuanto el hombre estuvo enterrado empezaron a debatir lo que harían con los supervivientes. Kleist propuso que siguieran los pasos de su lugarteniente.

—Al fin y al cabo vinieron a Alemania sin haber recibido afrenta alguna y con la voluntad de someternos. Han perdido todo el derecho a ser tratados con justicia y misericordia. ¡Vamos a morirnos de risa con la muerte del linaje con puñales!

Arnim también quería sentenciar a los franceses —ojo por ojo y diente por diente—, pues al fin y al cabo ellos le habían disparado, pero el resto del grupo estaba absolutamente en contra de aquella opción.

—Les di mi palabra de que los dejaría marchar —aseveró Goethe.

—También el francés le dio su palabra, y no tardó nada en incumplirla vergonzosamente —apuntó Kleist.

—Bueno, no cabe duda de que los procederes de nuestras naciones difieren ostensiblemente. Pero yo suelo cumplir mi palabra —dijo Goethe—. Además, señor Von Kleist, le agradezco sinceramente su ayuda, pero ha llegado el momento de despedirnos. Escoja usted un caballo que lo lleve de vuelta a Alemania con rapidez y seguridad. Me pondré en contacto con usted en cuanto haya leído su obra, que a partir de este momento abordaré con el máximo interés.

Transcurrieron unos minutos antes de que Kleist comprendiera el significado de aquellas palabras que sorprendieron y desconcertaron a todos.

—¿Me echa usted? —tartamudeó el joven—. ¿Me echa usted? A esto lo llamo yo un comportamiento inhumano. ¿Le salvo la vida, y usted me echa? ¿Kleist ha hecho su trabajo, y ahora que se vaya?

—No se lo tome así. Es solo que este grupo no debe crecer demasiado, o pondrá en peligro la vida de sus propios miembros.

—¿Hay acaso mayor enemigo de los franceses en este grupo? ¿Mayor amigo de los teutones? ¿Hay alguien que tenga tantas armas como yo y sepa utilizarlas tan bien para eliminar a los tiranos de la patria? Con su permiso, señor consejero, no puede usted renunciar a mí.

—No quiero tener el peso de su vida sobre mi conciencia.

—¿De mi vida? ¿Y cuál es el valor de mi vida, si no puedo sacrificarla por Alemania? Dios Todopoderoso, para esta pregunta no tengo más respuesta que las lágrimas.

Y, efectivamente, de sus ojos brotaron entonces unas lágrimas ardientes que le robaron el habla. Goethe no supo qué decir, por más que los allí presentes no le quitaran ojo de encima.

Fue Kleist quien tomó de nuevo la palabra:

—A Dios le complace que los hombres mueran por su libertad, y le contraría que vivan como esclavos.

—Quisiera hablar con usted un segundo —dijo Schiller entonces, con decisión, mientras tiraba a Goethe del brazo y se llegaba con él a la sombra del calcinado edificio principal.

—¡Dios mío, no habría podido decirlo de un modo más bello! —exclamó Goethe, nervioso—. Le aseguro que no pretendía hacerlo llorar. Al fin y al cabo es un adulto, ¿no? ¿Por qué llora? Yo no lloro desde la época del emperador bienamado, que en paz descanse.

—Dejémosle venir —dijo Schiller.

—De ningún modo. ¿Qué se supone que es? ¿Un chiquillo que consigue su caramelo en cuanto lloriquea lo suficiente?

—Es un soldado. Y valiente.

—Aunque fuera el hombre más hábil del mundo con la escopeta, ¿no lo ve? ¿No se imagina a este alborotador galopando por Maguncia con sus pistolas humeantes? Eso sería peor que Kleist. Sería… Kleistísimo. Nos pondría a todos en peligro.

—Nosotros somos ya mayores, y la edad nos vuelve más reflexivos, pero en ciertos momentos de riesgo se agradece un toque de arrogancia y osadía —dijo Schiller, sonriendo amablemente—. ¡O mejor mucha arrogancia y osadía, caray! El chico me recuerda a mí en los viejos tiempos, en la época de Sttutgart.

—Vaya, vaya. ¿Fue usted un teutón egoísta, indomable y sangriento?

—Cállese, don sofista. El señor Von Kleist mantiene viva la llama del espíritu de Hermann.

—¿De Hermann? ¿Y qué pinta Hermann aquí? No estamos luchando contra Roma. ¡De hecho, ni siquiera estamos luchando contra Francia, demontre! ¡Para ser exactos, luchamos por Francia! ¡Queremos devolver el trono a su rey!

—Pero los demás no lo saben, porque usted no se lo ha dicho. Lo único que saben es que tramamos algo contra su odiado Napoleón, y esto les basta.

Goethe suspiró. Arrancó una hoja seca de la hiedra que trepaba por el muro destrozado y la frotó entre los dedos hasta convertirla en polvo.

—Dejémosle venir —dijo Schiller por segunda vez—. Responderé como garante de que no eche a perder nuestro plan. Nota bene: nos seguirá aunque le digamos que se marche, y me parece más inteligente tenerlo a nuestro lado que por detrás.

—Pero después no diga que no se lo he advertido —dijo Goethe, mientras volvían a reunirse con el resto—: este pelmazo se las arreglará para dividir el grupo.

Kleist, que se había apoyado en un árbol por puro agotamiento y estaba tranquilizando a Bettine, se alegró sobremanera con la noticia de su inclusión en el grupo. Se mostró inmensamente agradecido con todos, pero en especial con Schiller, a cuya capacidad persuasiva debía la decisión de Goethe, y prometió a este último que se comportaría de un modo ejemplar y se limitaría a seguir sus indicaciones.

Entonces Goethe y Schiller empezaron a preguntar a los presos todos los detalles de su misión. Memorizaron y anotaron sus nombres, las paradas que tenían previsto hacer en Maguncia y sus contactos. Entre sus documentos encontraron un certificado de París, escrito en un papel muy elegante, sellado y firmado por el propio Fouché. Su valor era incuestionable, pues les garantizaba el paso por los distintos controles: ejército, guardia nacional y gendarmería. Su última frase rezaba:

El poseedor de este documento está a las órdenes de Su Majestad Imperial Napoleón I y solo a él, que lo ha dotado de todos los poderes, debe rendirle cuentas.

Después de aquello los franceses tuvieron que quitarse los uniformes, uno tras otro, y ponerse en su lugar la ropa que los alemanes llevaban en sus bolsas. Los cinco uniformes quedaron apilados a la entrada de la vidriería.

—¿Qué es esto? —preguntó Arnim.

—El uniforme de la libertad —respondió Goethe—. Nuestros disfraces para entrar en Maguncia. Ahora nosotros seremos quienes escolten a madame De Rambaud.

—¡Me niego! —estalló Arnim.

—¡La sangre de nuestros hermanos y compatriotas destila por estas telas! —añadió Kleist.

—¿Por dónde? —preguntó Goethe, cogiendo el uniforme del lugarteniente muerto—. Aquí no veo más sangre que la de ellos mismos. Vamos, el traje no está mal. Si pretendemos entrar en la boca del lobo, lo mejor que podemos hacer es disfrazarnos de lobos…

—¿De lobos? —dijo Kleist con una sonrisa torcida—. ¡Querrá decir de hienas!

Goethe cogió el uniforme de hiena que había quedado encima del montón y empezó a vestirse. Los demás siguieron su ejemplo a regañadientes. Se produjo un pequeño forcejeo por los uniformes limpios, puesto que nadie quería ponerse el que tenía la herida de bala en el pecho. La idea era que se lo pusiera Kleist —al fin y al cabo había sido él quien había abatido al soldado—, pero la chaqueta le quedaba demasiado grande, de modo que al final le tocó a Arnim, mucho más robusto. No fue nada cómodo meterse en aquellos uniformes, empapados por la lluvia de fuera y por el sudor de los franceses de dentro, pero el resultado resultó impresionante: los pantalones blancos y las polainas, las chaquetas azules con las vueltas rojas, las capas de cuero, el sable de cavalliers y el bicornio con la pluma roja… Era un disfraz extraordinario.

—¡Qué efecto más impresionante! —dijo Schiller—. La gracia está en las chaquetas.

Bettine empezó a aplaudir, entusiasmada ante su elegante guarda, y se dedicó a recomponer aquí un chaleco o enderezar allí un sable.

—¡Qué guapos estáis en vuestros nuevos envoltorios! Le entran ganas a una de encariñarse con los soldados…

Arnim maldijo el agujero de su chaqueta. Intentó al menos borrar la sangre con un pañuelo, pero el líquido rojo se negó a abandonar el tejido pese a todos sus esfuerzos.

—¡Vaya, la victoria no se limpia tan fácilmente! —dijo Kleist.

—Haga como Napoleón —le aconsejó Goethe—: Cuando aún era sargento y tenía el uniforme sucio, pero no llevaba otro limpio para cambiarse, se limitaba a darle la vuelta.

Al final, Arnim lo ayudó a colocarse el cinturón con las cartucheras de modo que le cubriese el ensangrentado agujero del tejido.

Entonces encerraron, a los verdaderos guardias en la vidriería, con agua y comida suficiente para los próximos días. Goethe les prometió que, en cuanto hubiese realizado su trabajo y hubiese sido puesta en libertad, la propia madame De Rambaud regresaría para liberarlos con una tropa francesa. Tres o cuatro días, a lo sumo, y eso si ellos no lograban escaparse antes por su propia cuenta. Después les preguntó cuáles eran sus nombres y se los asignó a sus compañeros, lo cual provocó un alboroto considerable, pues todos querían los mismos nombres, que eran los que sonaban mejor. Goethe se adjudicó el del lugarteniente muerto, Bassompierre.

Se pusieron en marcha hacia el mediodía —Goethe, Humboldt y Kleist a caballo, Arnim en el pescante del carromato y Bettine, Schiller y madame De Rambaud en el interior de su coche—, y al llegar al valle se dirigieron hacia el este. Schiller había manifestado explícitamente su deseo de explicar todo el plan a la nodriza del rey. En cuanto él y Bettine lograron convencerla de que pretendían servirse de ella para ayudar a escapar de la cárcel a Luis Carlos, el niño al que ella cuidó y amó prácticamente como una madre, a fin de que se reuniera con su hermana y su tío en Rusia, la mujer dejó a un lado su desconfianza y abandonó su postura de fidelidad al emperador. Casi sin interrupciones, les explicó que los hombres de Fouché la habían abordado por sorpresa y la habían obligado a viajar hasta Maguncia, que le habían dado la feliz noticia de que Luis Carlos seguía vivo —una esperanza a la que nunca había renunciado del todo—, que a partir de ese momento empezó a temer lo que haría el emperador con el inesperado sucesor del trono, y que había estado al servicio del Delfín, como nodriza, desde el día de su nacimiento en 1785 hasta el incendio del palacio de las Tullerías en agosto de 1792. Schiller anotó con presteza todos aquellos datos en una libretita que llevaba encima, y Bettine tuvo que hacerle de traductora en alguna que otra ocasión en la que no logró dar con la palabra adecuada. Sea como fuere, Schiller se mostró especialmente interesado en los rasgos que podrían ayudar a la niñera a reconocer a su antiguo pupilo, a lo que ella enumeró una serie de acontecimientos de la infancia de Luis Carlos que solo él podría saber, y sobre todo cuatro características invariables de su fisonomía que Schiller apuntó concienzudamente en una página de su libretita.

1.º: dientes salidos. 2.º: vacuna triangular en el brazo. 3.º: peca con forma de paloma en el muslo. 4.º: cicatriz blanca en la barbilla (donde le mordió un conejo en el jardín de las Tullerías).