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FRANKFURT

Al atardecer del día siguiente llegaron a la última estación de correos de Eisenach, donde cambiaron de caballos. Desde el albergue, que quedaba a gran altura, podía verse la ciudad y el castillo fortificado de Wartburgo, cubierto de nieve y elevándose sobre las ramas de los abetos. Sir William fue recibido por un subteniente británico vestido de paisano que le transmitió el mensaje de que los hombres de Fouché habían localizado a madame De Rambaud en París y se encontraban ya de camino hacia Luxemburgo y Tréveris. La niñera aparecería por allí en menos de una semana, y a Goethe le tocaba aprovechar aquellos siete días.

Sir William Stanley se despidió entonces de ellos, pues habían acordado que los dragones se organizarían en el castillo de Wartburgo. Allí, en el seguro suelo alemán, en la fortaleza más segura de Alemania, el inglés esperaría a Goethe y recibiría al Delfín, con el que partiría escoltado hacia Weimar o Berlín, o quizá directamente hacia Mitau, Curlandia, donde estaba exiliado el conde de Provenza por invitación de la corte del zar Alejandro. Solo entonces se darían los siguientes pasos hacia el derrocamiento de Napoleón I y la subida al trono de Luis XVII. Pero, mientras, tanto el coche de caballos como el cochero —un sirviente ruso enviado por madame Botta y llamado Boris cuya fisonomía despertaba la insólita idea de corresponder a un jovenzuelo gracioso y mordaz— estaban a la absoluta disposición de Goethe y de sus acompañantes.

Stanley, que había estado muy tranquilo y callado durante todo el viaje, les explicó entonces lo que le rondaba por la cabeza:

—Ya había sospechado que su grupo sería reducido, pero aun así me sorprende que lo sea tanto. ¿Podría usted explicarme, señor consejero, cómo piensa arreglárselas para liberar de su fortaleza al futuro rey de Francia con la mera ayuda de dos civiles?

—No, no puedo —le respondió Goethe—, pues además de diligencia me han exigido discreción. Si cayera usted en manos del enemigo, Dios no lo quiera, o incluso si perteneciera ya al enemigo, lo mejor sería que desconociera por completo mis propósitos.

Sir William respondió a la decisión de Goethe con una inclinación de cabeza. Entonces sacó unos papeles de su bolsa y le dijo:

—Olvidó esto en el castillo. El duque me pidió que se lo entregara.

Era la comedia del iracundo y joven escritor prusiano.

Mientras Stanley y sus soldados cabalgaban hacia Wartburgo, el coche de caballos negro cruzó Eisenach sin detenerse. En su interior, los pasajeros se repartían pan, salchichas y jamón para la cena, y Goethe extrajo una de las cuatro botellas de vino espumoso que el duque les había regalado en una caja. Golpeó con la uña el cristal verde y dijo:

—Puede que Carlos Augusto no soporte a los franceses, pero le encantan sus vinos.

—Ha mantenido usted silencio ante el inglés, mas a nosotros nos desvelará su plan, ¿no es así? —dijo Humboldt, mientras cogía un trozo de pan.

—Le agradezco que no me haya hecho usted antes esta pregunta, amigo mío, pues debo admitir que no había discurrido aún nada hasta salir de Erfurt. Ahora, no obstante, puedo darle una respuesta. Presten atención: ¿recuerdan que el Delfín debe ser reconocido por su antigua niñera? Pues eso, ¡ay!, nunca sucederá. Secuestraremos a la tal madame de Rambaud en su camino hacia Maguncia y la sustituiremos por una dama que esté de nuestra parte; la escoltaremos y, en su compañía, burlaremos todos los controles y accederemos al oscuro calabozo.

—¿Y cómo nos las arreglaremos después para salir de ese oscuro calabozo? —preguntó Schiller.

—Tomaremos esa decisión cuando estemos allí.

—¿Y de dónde sacaremos a la falsa madame de Rambaud? —preguntó Humboldt—. Me temo que no me quedan nada bien las faldas.

—Evidentemente, buscaremos a una mujer de verdad.

—La guerra no es cosa de mujeres —objetó Schiller.

—En este caso sí. —Goethe se recostó en la cabina del carromato y se llevó las manos a la nuca—. Conozco a una mujer en Frankfurt que es incapaz de negarme un favor.

—¿Su madre?

—¡No, por todos los diablos! ¡No me refiero a ella!

—Ay, Señor —exclamó Schiller al caer en la cuenta de la mujer a la que se refería Goethe—, ¡pero si no es más que una niña! Francia no es un buen lugar para una flor como ella.

—No me sea mojigato, amigo mío. ¡Por la victoria todo vale! —dijo Goethe descorchando la botella, cuya agitada espuma fue a reunirse con el tapón de corcho en el suelo de la cabina.

Goethe no quiso seguir hablando de Maguncia, de modo que, sin más dilación, cambió de tema y abrió una discusión geológica afirmando que los minerales tienen su origen en la sedimentación de los primeros mares y océanos. Humboldt no fue capaz de declinar aquella tácita invitación y lo contradijo con verdadero placer: los continentes no se habían formado a partir de los sedimentos, sino de los volcanes, y él, Humboldt, había reunido una cantidad infalible de pruebas que le llevaban a concluir que el granito tenía origen volcánico. Sin embargo, Goethe afirmó que era imposible que las cosas buenas y duraderas del mundo hubiesen surgido de una repentina erupción volcánica y que su origen tenía que ser algo más parsimonioso. Que solo la evolución era eterna, mientras que las revoluciones, efímeras, y que el mejor y último ejemplo de aquello era la «volcánica» Revolución francesa, cuya República había acusado una esperanza de vida de muy pocos años. Cuando la conversación sobre sedimentos y basaltos empezó a resultarle demasiado tediosa, Schiller decidió relevar al cochero, Boris, para que éste pudiera comer algo y dormir en la cabina. Pese a la persistente nevada y al frío que le llegaba a los pulmones, Schiller se alegró de librarse del debate entre el neptunismo y el plutonismo, y se soslayó en la libertad de la naturaleza, el tacto de las riendas de cuero entre sus puños, el resuello de los caballos y la visión de sus humeantes lomos y del paisaje nevado a la sombra de las montañas de Turingia, en las que todo evocaba el aire silencioso de los secretos.

Avanzaron hacia el sudoeste, bordeando los ríos Haune, Fulda, Kinzig y Main, y cruzando landgraviatos, principados, obispados y arzobispados. La nevada empezó a amainar; los copos se convirtieron en gotas y, donde no había llegado a helar, la nieve se deshizo y se confundió con el musgo. Las patas de los caballos y la parte inferior de la cabina no tardaron en cubrirse de un revestimiento castaño, como si hubiesen vadeado un río de chocolate. Los animales no estaban a resguardo de las inseguras y correosas calles, y eran sustituidos en cada parada y costeados con el dinero que le había entregado Voigt. Al llegar a Hersfeld, Schiller les comunicó al fin su sospecha de que alguien los estaba siguiendo, pero no pasó de ser una sospecha que ni él mismo ni el cochero ruso pudieron confirmar. Y cuando se detuvieron a descansar sobre una elevación observaron que la calle, a sus espaldas, estaba libre de viajeros a lo largo de varias millas. Tras dos días sin descansar, el viernes a mediodía cruzaron la Puerta de Todos los Santos de Frankfurt.

Goethe ordenó a Boris que se detuviera en la catedral del imperio[4], donde pensaba cambiar los caballos una vez más. Puesto que habían decidido abandonar el carromato junto al río y continuar el trayecto per pedes, a fin de moverse con más facilidad y menos revuelo, se vieron obligados a aumentar su equipaje, por si tenían que dormir una o más noches a cielo abierto. A tal efecto, Humboldt había confeccionado una lista con los objetos más necesarios. Se la entregó a Boris, y Schiller le pidió también, para consumo propio, una bolsa de tabaco. Mientras el ruso hacía la compra, los tres hombres continuaron su trayecto a pie, pero, debilitados por los días transcurridos en el carromato, tuvieron que hacer un esfuerzo a cada paso. Goethe se recompuso visiblemente en cuanto pasaron sobre el Römer, y, al contrario que a sus compañeros, no le molestaron el ruido ni el barullo de la muchedumbre, ni los mercaderes, ni los emigrantes, ni los judíos que se agolpaban en las estrechas callejuelas. Aún receloso, Schiller miró varias veces a su alrededor, pero, aunque alguien los hubiese seguido de veras, no habría podido reconocerlos entre tanta gente.

Por fin, Goethe se detuvo ante un edificio de tres pisos en Sandgasse golpeó la estrecha puerta de entrada con la aldaba. Humboldt alzó la vista por encima de las ventanas enrejadas, hacia el frontón del edificio, y vio un escudo de armas de varios colores en el que aparecían águilas, leones y serpientes, y el nombre del comercio escrito sobre la puerta de entrada: Antonio Brentano: importación y exportación.

—Así es, visitamos a los Brentano —informó Schiller—. Y es que, del mismo modo que Goethe se enamoró perdidamente de Maximiliane Brentano, que Dios tenga en su gloria, durante sus años mozos, ahora es su joven hija la que se derrite por él…

—No crean ni una palabra de lo que dice —le interrumpió Goethe, y luego añadió, dirigiéndose a él—: Cuando estemos arriba, haga el favor de morderse su impertinente lengua, amigo mío. No olvide que estamos aquí por el futuro de Europa, y no por pasiones pretéritas.

Una doncella abrió la puerta y saludó a los desaliñados hombres frunciendo el ceño. Mas en cuanto Goethe mencionó su nombre los invitó a entrar en el vestíbulo sin pensarlo dos veces. Olía a aceite, queso y pescado, y, tras entregar sus abrigos y sombreros a la doncella, fueron conducidos al primer piso. Allí, en el salón, vieron a una anciana sentada en una butaca. Llevaba un vestido blanco con cuello de piel, una elegante redecilla en la cabeza y un libro de Herder en el regazo. Una sonrisa iluminó su rostro, y también el de Goethe, en cuanto los hombres entraron en la habitación.

—¡Mira quién está aquí, nuestro osito! —dijo la anciana.

Schiller reprimió una carcajada. Goethe le dio un codazo en las costillas y besó después la mano de la dama.

Madame La Roche, espero no importunarla con esta visita sorpresa. Permita que le presente a mis acompañantes, Alexander von Humboldt y Friedrich Schiller.

Von Schiller, si no es mucho pedir —apuntó este último.

Madame La Roche observó al escritor por encima de su mano, mientras la besaba.

—Mira por dónde. Schiller, el malquerido instigador. En el pasado, su Intiga molestó a muchos ciudadanos de Frankfurt.

—Si en algún momento instigué a alguien para que hiciera algo, ya no queda ni rastro de esa instigación —dijo Schiller.

—Y si en algún momento fue joven, tampoco queda ni rastro de su juventud —añadió Goethe.

Madame La Roche invitó a los hombres a tomar asiento.

—¿Qué te trae a mi nostálgico hogar, Johann? Supongo que no solo has venido desde la lejana Weimar para arruinar mi valiosa alfombra con tus sucias botas, ¿me equivoco? ¿Vienes a visitar a tu madre?

—Si me queda tiempo… Pero en realidad he venido para pedirle un favor a su nieta, a la que he conocido gracias a sus cartas.

—Ah, ¿sí? Vaya, pues me temo que por el momento tendréis que conformaros con la compañía de su abuela, porque Bettine está en la iglesia.

Al cabo de media hora, en la que Goethe habló a madame La Roche de Wieland y ella le informó a él sobre el estado de su madre, oyeron el sonido de unos pasos apresurados en la escalera. La puerta se abrió de golpe, y en su marco apareció una figura pequeña y frágil: Bettine Brentano, enfundada aún en su abrigo, con los ojos brillantes, las mejillas enrojecidas y el pelo algo alborotado. Se quitó la redecilla que cubría sus rizos color azabache.

—¡Calma, pequeña! —le dijo su abuela, pero Bettine no le hizo caso y se precipitó hacia Goethe, quien se levantó de su butaca inmediatamente.

Durante unos instantes quedaron uno frente al otro, y al fin Goethe le ofreció la mano. Bettine dudó, pero al fin estrechó su mano entre las suyas y lo observó con sus ojos castaños.

—Mamsell Brentano —dijo Goethe.

—Goethe —dijo ella, y respiró hondo—. Por fin nos conocemos.

En aquel momento entró en la sala el acompañante de Bettine, un hombre no mucho mayor que ella, alto y corpulento, cuyo rostro parecía surgido de una escultura de mármol: una boca bonita, unos ojos no demasiado grandes pero de mirada intensa y firme, y todo ello enmarcado en una cabellera rubia y un aire de melancolía. (Más o menos tan guapo como Humboldt, si no más, puesto que él era más joven y no estaba aún marcado por los viajes y el paso del tiempo; más que Fausto, Euforion; más que Carlos, Ferdinando.) Observó a Betune y a Goethe hasta que separaron sus manos, y entonces ella hizo las presentaciones. Achim von Arnim, compañero y amigo de su hermano Clemens. Cuando todos se hubieron saludado, Arnim empezó a recobrarse de la impresión que le había supuesto conocer a todos sus ídolos en persona y de aquel modo tan inesperado, y es que, aunque ya había conocido a Goethe en el primer año que pasó en Gotinga, era la primera vez que coincidía con Schiller y Humboldt. Durante un rato todos hablaron prácticamente a la vez mientras Bettine iba de uno a otro, como un perrito, y hacía preguntas a todos ellos. Ni siquiera su abuela fue capaz de tranquilizarla o lograr que tomara asiento, hasta que Goethe carraspeó y, apelando al apremio que tenían, informó de sus planes maguntinos a Bettine, Arnim y madame La Roche. Mencionó, por supuesto, el papel de Bettine en el proyecto, pero, como hiciera ya con Humboldt, prefirió no desvelarles lo que sucedería tras la liberación del Delfín. Schiller fue el único que permaneció de pie todo aquel rato, apoyado junto a la ventana y observando el ajetreo de la calle.

Mucho antes de que Goethe concluyera su explicación, Humboldt —que ya la había oído antes— se quedó dormido en su sillón, agotado tras el pesado trayecto y el trato con los ciudadanos de Frankfurt. Solo de vez en cuando, un dedo de su mano izquierda, que reposaba sobre su barriga, se doblaba repentinamente, como si rascara la levita. Bettine lo cubrió con una manta que fue a buscar a la habitación contigua y luego dijo, en voz baja:

—Sería para mí un honor acompañarte por el Rin. Acompañaros.

Goethe, que estaba sentado junto a ella en la chaise longue, la cogió de la mano y le dijo:

—No te precipites, Bettine. Piensa que vamos a enfrentarnos a los franceses, que anhelan llegar a ser los amos del mundo. Podríamos perder el cuello con esto.

—Uno solo pierde lo que no arriesga. Luis Carlos no tiene ninguna culpa de los pecados de sus padres, y no merece ser ejecutado por el criminal de Bonaparte. Si vosotros vais a la guerra, yo también.

Goethe miró a madame La Roche, quien se encogió de hombros.

—Es mayor de edad. Admiro su coraje y me parece bien que decida por sí sola. Si lo que desea es ir a Maguncia, que así sea.

—Y nosotros, madame, protegeremos a su nieta con nuestra propia vida, para que regrese a Frankfurt sin haber perdido un solo pelo —le prometió Schiller.

—Entonces ya está decidido —dijo Goethe—. Prepara tus cosas, Bettine, porque debemos partir cuanto antes.

En aquel momento Achim von Arnim se movió en su asiento.

—No me resulta fácil encararme a todos ustedes, señores, a quienes idolatro, pero me temo que debo prohibir a Bettine que los acompañe. Prometí a su hermano que cuidaría de ella y la protegería de las majaderías, y lo que acaban de proponerle es, con su permiso, una solemne majadería.

—¡Achim! —le espetó Bettine, indignada—. ¡Aguafiestas!

—No se trata de ninguna fiesta, Bettine, ¡os jugáis la vida! ¿Has oído lo que han dicho? Tenéis que entrar en Francia, y te aseguro que no es buena época para hacerlo. ¡Los franceses te reducirán con sus proyectiles antes de que te des cuenta!

—¿No quiere usted frenar a los franceses? —preguntó Goethe.

—Odio a los franceses como cualquier alemán que se precie. Es imposible no hacerlo, después de que nos han arrebatado medio país, y me consta que los alemanes nos quedamos quietos y de brazos cruzados, como Ulises en su propia casa, recibiendo en la cara las coces de quienes se emborrachan en nuestras propias mesas, pero… ¿qué me importa a mí su rey? Ojalá los franceses utilizasen más su guillotina para matarse entre ellos. Así quedarían menos en el mundo.

Bettine se levantó y fue hacia él:

—Tienes que dejarme ir —le dijo—. No quiero cargar con el peso que supondría la muerte de un inocente por culpa de mi indolencia.

—No puedo, y lo sabes. Di mi palabra a Clemens. Me haría picadillo si supiera que te he dejado entrar en la boca del lobo.

—Pero Clemens está en Heidelberg y no tiene por qué enterarse —dijo Bettine, de pronto zalamera, y para sorpresa de todos se sentó en el regazo de Arnim—. Además, no puedes prohibirme que vaya. ¿Acaso pretendes encerrarme en mi cuarto y tragarte la llave, cascarrabias? Si lo que quieres es ejercer de madre, ven con nosotros. Sé mi madre mientras estamos en Francia.

Bettine lo miró con ojos suplicantes, como una niña pequeña, y le acarició la oreja. Para Arnim aquello era terriblemente embarazoso. Se sonrojó ante el desparpajo de ella y casi podía verse el calor que le salía del cuello.

—Está bien, aunque creo que me arrepentiré. Iré. Los acompañaré.

Bettine lanzó un grito de júbilo y besó a Arnim en la mejilla.

—Y yo te prometo, querido, que volveré íntegra y virtuosamente en cuanto el Delfín haya salido de la cárcel.

—Le felicito por su decisión, señor Arnim —dijo Schiller—, y me alegro de que se una a nuestra empresa.

—Pero si le sucede algo a Bettine… que Dios nos asista. Los franceses serán un hueso duro de roer, pero nada comparado con Clemens.

La conversación se dio por finalizada con estas palabras, y mientras Bettine y Arnim preparaban sus maletas y Humboldt continuaba durmiendo en compañía de la anciana, Goethe decidió pasar al menos a saludar a su madre y Schiller se ofreció a acompañarlo.

No abrieron la boca hasta llegar a Weißadlergasse.

—Rompa usted este misterioso silencio —dijo Schiller—. ¿Acaso no se encuentra bien?

—Sí, sí, solo que lamento precisar la compañía del barón Von Arnim para disfrutar de la de Bettine.

—¿Le desagrada como persona?

—Mmm.

—¿O como escritor?

—Me parece que es más bien… anodino en ambos casos. Pero no, no, seguro que es un hombre bueno y sensato, con el que es fácil llevarse bien. Al fin y al cabo, me dedicó su colección de canciones populares.

—Exacto. Un tipo al que cualquiera le confiaría su hija.

—Solo temo que nuestro grupo crezca demasiado. Cinco es un número elevado…

—¡Qué va! El cinco es un buen número. Cinco son los dedos de una mano. Cinco es el alma del hombre. Del mismo modo que el ser humano resulta de la mezcla del bien y el mal, así también el cinco es la primera cifra de los pares y los impares.

—¿Escucha usted a veces sus propias palabras? Parece usted un astrólogo borracho.

—Se me antoja que en realidad está usted celoso del caballero de Berlín.

—Pues se le antoja a usted mal. No olvide que casi le triplico la edad. ¿Cómo se le ocurre pensar algo semejante?

—¡Vamos, por todos los demonios! ¡La chica es guapísima! Quizá tanto como su madre, a quien Dios tenga en su gloria, y usted ha permitido que lo tutee y se le dirija por el nombre… ¡en su primer encuentro! Me consta que éste es un privilegio que solo ha concedido a Carlos Augusto y a la gente que le supera en edad, y me temo que no son muchos.

—Fingiré no haber oído la última frase.

—A mí, por ejemplo, no me ha tuteado nunca en los diez años que llevamos de amistad.

Goethe sonrió, se detuvo en mitad de la calle y miró a Schiller a los ojos.

—¿Es eso lo que quieres, Friedrich?

—Nos siguen.

—¿Cómo dices?

—Siga mirándome a los ojos. Alguien nos está siguiendo —dijo Schiller, y por el tono de voz Goethe supo que no estaba bromeando—. Está detrás de nosotros: ¿ve al chico con pantalones amarillos que parece tan interesado en la tienda de especias? Nos sigue desde la Goldenen Kopf[5] y en cuanto usted se ha detenido, él ha hecho lo propio, juraría que nos sigue.

Goethe miró brevemente a su perseguidor. Saltaba a la vista que no tenía el menor interés en la exposición de especias que tenía frente a sí.

—Sigamos andando —propuso Schiller—, pero no vayamos a Roßmarkt.

Doblaron la esquina en Hirschgraben. Las calles empezaron a estrecharse y a volverse más oscuras, puesto que las fachadas de las casas no eran ya rectas, sino que se arqueaban hacia fuera, y los edificios eran más anchos en cada planta. Las calles se habían convertido en quebradas. Desde el pasillo apenas cubierto por vigas de madera que quedaba en la segunda planta de una casa, un chiquillo lanzaba a la calle vasijas de barro, que se rompían con gran estrépito para deleite de su vecino, otro niño como él.

—¿Y dice que ese tipo nos sigue desde Eisenach? —preguntó Goethe mientras dejaban atrás las vasijas hechas añicos.

—No estoy seguro. Pero lo vi deambular junto al edificio de los Brentano y no dejaba de consultar un librito en el que, según pude ver desde la ventana, aparecía un detallado retrato.

Fixlaudon! ¿Una orden de busca y captura?

—Yo qué sé.

—Parece ser que esa tal madame Botta no exageró con sus precauciones. ¿Y ahora qué hacemos?

—Nos separaremos, de modo que el bonapartista ese, si va solo, tendrá que decidirse por uno de nosotros. Entonces, el que haya quedado libre pasará a seguirlo y lo asaltará en cuanto vea la oportunidad. ¿Va usted armado?

Goethe se levantó levemente el abrigo y le mostró el puñal. Schiller llevaba su sable en el cinturón. Las armas de fuego se habían quedado en el carromato.

—Tenga cuidado —dijo Goethe—, el tipo puede estar trastornado.

Se separaron al final de Hirschgraben. Schiller dobló hacia la derecha, hacia el Monasterio de las Mujeres Blancas, y Goethe hacia la izquierda, por Münzgasse. El hombre de los pantalones amarillos no dudó ni un segundo y siguió a este último sin volverse siquiera a mirar a Schiller, que a su vez había empezado a seguirlo. Los tres —perseguido, perseguidor y perseguidor del perseguidor— avanzaron por las calles llenas de tiendas de la ciudad. Goethe cambió de rumbo tantas veces y con tal brusquedad que al final se hizo más que evidente que había descubierto al muchacho.

Por fin llegaron a Saalgasse, que quedaba algo apartado y en el que ellos eran los únicos transeúntes. En aquel momento, el perseguidor de Goethe se detuvo súbitamente y se llevó la mano al interior del abrigo. Schiller reaccionó de inmediato: corrió sobre el pavimento mojado y se abalanzó a los hombros del chico antes de que éste pudiera coger su arma. Ambos cayeron al suelo, pero Schiller fue el primero en volver a ponerse en pie, y entonces desenvainó su sable y lo acercó al cuello del chaval.

—¡Detente, canalla! —siseó Schiller—. Un solo movimiento y te degüello.

El muchacho estaba pálido como un muerto y apoyó sus temblorosas manos en el lodo. Sin apartar el sable de su cuello, Schiller le apartó el abrigo. Llevaba un chaleco amarillo como los pantalones y un frac azul oscuro con botones de latón. Llevaba una pistola, efectivamente, pero sujeta a la pretina de su pantalón. Era un modelo sencillo de cañón corto, casi de mujer. Schiller se la quitó.

En aquel momento, Goethe llegó hasta ellos, con su puñal reluciente.

—Me pareció que el pillo este estaba a punto de atacarlo —dijo Schiller.

—¿Quién te envía? —le preguntó Goethe. Su perseguidor pareció no entender la pregunta—. Qui t’envoie?

El chico asintió levemente, en la medida en que se lo permitió la cuchilla que aún tenía sobre la garganta.

—He entendido su pregunta, señor Von Goethe, pero… no la he comprendido.

—¡Quiere saber para quién trabajas, estúpido! —le espetó Schiller.

—¿Para quién trabajo? No trabajo para nadie. He venido por mi propio pie, señor Von Goethe, quería… —Cuando se llevó la mano al bolsillo interior del abrigo, Schiller le indicó que lo hiciera despacio, y el chico sacó un librito con todo el cuidado. Los del joven Werther—. Solo quería pedirle un autógrafo.

—Santo Dios —dijo Goethe, llevándose la mano a la frente.

—No me lo puedo creer —añadió Schiller, nervioso, mientras apartaba el sable.

—Soy un gran admirador suyo, señor Von Goethe —balbuceó el muchacho—. Su Werther se ha convertido en mi mejor amigo.

—Joven, estamos abochornados —dijo Goethe a su perseguidor mientras lo ayudaba a ponerse en pie—. Le ruego que disculpe nuestro violento asalto. Pensábamos que era usted un enemigo.

—¿Federico Nicolai?

—Algo por el estilo.

—¿Querrá, no obstante, firmarme el libro?

—Por supuesto.

Goethe cogió el volumen que le ofrecía, así como la pluma y el tintero que el joven había llevado también por precaución, y lo firmó sobre su retrato, que aparecía en la primera página. El wertheriano parecía loco de contento.

—Pero si no quería matarnos… ¿para qué lleva esa pistola? —preguntó entonces Schiller, con el arma aún en las manos.

El joven sonrió tranquilamente.

—Seguro que el señor Von Goethe lo adivina: para meterme una bala en la cabeza en caso de que no soporte más esta dolorosa existencia.

—¡Buf! —exclamó Goethe.

—Es lo que hizo su Werther cuando se sintió abrumado por las penas del amor…

—¡Debería usted buscar consuelo para sus penas, mentecato, y no dejarse llevar por ellas! ¡Yo no escribí el libro para que los lectores de pocas luces apagaran la escasa iluminación que aún les queda! ¿Cuánto ha pagado por esta tercerola?

—Yo… ¿qué? Seis táleros.

Goethe rebuscó en su bolsa.

—Aquí tiene el libro, y aquí seis táleros por su arma.

—Pero…

—Pero nada. Si tiene penas de amor, emborráchese o búsquese una prostituta que le desahogue, lo que prefiera, pero no se le ocurra volarse los sesos, hágame el favor. Y cómprese ropa nueva, por el amor de Dios, que el amarillo y el azul hace mucho que pasaron de moda.

En aquel momento, Schiller enfundó de nuevo su sable y ambos escritores se alejaron de allí con su nueva arma, dejando atrás al wertheriano, que no movió un solo músculo de su cuerpo hasta que la tinta de su librito y el lodo de sus pantalones se hubieron secado.

Tras una visita a su madre, sin lugar a dudas demasiado corta, Goethe regresó al edificio de los Brentano mientras Schiller iba a recoger a Boris y el carromato a la plaza de la Catedral. Alexander von Humboldt llevaba ya un buen rato despierto y se había disculpado repetidamente por haberse rendido al sueño.

Tanto Bettine como Arnim habían recogido su ropa de viaje y, mientras bajaban a la calle sus escasas pertenencias, Sophie von La Roche solicitó al consejero privado en sus aposentos. Una vez allí le indicó que en circunstancias normales no habría dejado irse a Bettine, pero que también anhelaba la liberación del joven príncipe, o, más aún, su restitución y la caída del terrible Bonaparte. En los últimos años, Frankfurt había sido asolada en dos ocasiones por los franceses; lo recordaba como si hubiese sucedido ayer, y no sobreviviría a una tercera vez.

—Es de vital importancia que Bettine vuelva a casa sana y salva —concluyó—, y que su corazón no sufra. Ella y el señor Von Arnim están prácticamente prometidos, no a gusto de todos los miembros de la familia, ciertamente, pero sí del mío, de modo que deberás preocuparte de que vuestra estancia en Maguncia no altere este pequeño detalle, si no quieres que te dé un buen estirón de orejas.

Goethe quiso rebatir algo, pero ella se lo impidió.

—Ni una palabra, Hans, tu oratoria supera la mía —le aseguró—. Conozco a mi nieta: te idolatra, y por cuanto respecta a los sentimientos es como un duendecillo lunático y caprichoso. Además, sé cómo te hechizaron los oscuros ojos de Maxi y la melancolía en la que te sumiste cuando ella decidió desposarse con Peter. De modo que te lo pido por tu madre, a quien la joven debe el nombre: ¡No confundas sus sentimientos!

Mientras el carromato avanzaba con sus cinco pasajeros por las estrechas calles de Frankfurt, Goethe entregó a Bettine su cuchillo y la pistola del infeliz wertheriano para que pudiera defenderse en caso de peligro. Arnim llevaba también su sable, aunque afirmó que su mejor arma eran sus puños, que siempre estaban cargados. Para regocijo de todos ellos, Goethe relató las circunstancias que los llevaron a hacerse con la pistola, y, después, al cruzar la Puerta Taunus y salir de la ciudad, Bettine entonó la Despedida del joven artesano con voz tan alegre, que más parecían estar dirigiéndose a una casita en el campo que a las oscuras mazmorras de Napoleón.